Los papeles póstumos del club Pickwick (13 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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»Era un triste y penoso espectáculo ver a aquella mujer día tras día en el patio de la cárcel empleándose fervorosamente, por medio de la persuasión afectiva, en ablandar el duro corazón de aquel hijo rebelde. Mas fue en vano. Él permaneció callado, obstinado e inconmovible. Ni aun la inesperada conmutación de su pena por la de deportación durante catorce años logró suavizar por un instante la terca frialdad de su conducta.

»Al cabo, aquella fortaleza de espíritu ante el dolor, que durante tanto tiempo la había sostenido, fue impotente para contrarrestar la debilidad del cuerpo y las dolencias. Cayó enferma. Aún pudo arrastrar su organismo vacilante y salir del lecho para visitar una vez a su hijo; mas sus fuerzas la abandonaron, y cayó al suelo extenuada.

»Todavía resistieron a otra prueba la indiferencia y ruda frialdad de aquel muchacho, no obstante hacerle llegar el golpe casi a los linderos de la demencia. Llegó un día en que no vio a su madre; otro pasó, y tampoco vino a verle; llegó la tercera tarde, y no la vio tampoco. Al día siguiente iba el muchacho a separarse de ella, tal vez para siempre. ¡Oh, cómo invadieron su mente aquellos pensamientos de los primeros días de su vida, que habían permanecido largo tiempo olvidados, al recorrer impaciente el estrecho patio —cual si la premura de su andar pudiera apresurar la llegada de lo que esperaba—, y cuán amargamente le acometió la sensación de soledad y desamparo al oír la triste verdad! Su madre, el único ser allegado que había conocido, estaba enferma... tal vez moribunda... a una milla del lugar en que él se encontraba; unos pocos minutos hubiéranle bastado para volar a su lado de haberse visto libre de aquella cadena. Se abalanzó a la reja y asió sus barras con energía desesperada; luego se arrojó contra la pared con el vano intento de abrirse paso a través de la piedra; mas el firme edificio parecía mofarse de sus débiles esfuerzos; juntó sus manos con desaliento y lloró como un niño.

»Recibí de la madre el perdón y la bendición para su hijo prisionero; llevé al lecho de la enferma el solemne arrepentimiento y la ferviente súplica de perdón formulados por el hijo. Escuché con piadosa compasión los planes que fraguaba el muchacho arrepentido para confortar y socorrer a su madre no bien volviera; mas bien sabía yo que muchos meses antes de que él llegara al punto de destino ya habría la madre dejado este mundo.

»Se lo llevaron por la noche. Algunas semanas después el alma de aquella pobre mujer emprendió su vuelo, confío y creo solemnemente que al lugar de la felicidad y del reposo eternos. Celebré las exequias sobre los restos de la infortunada. Yace su cuerpo en el patio de nuestra iglesia. No hay ninguna lápida sobre su tumba. El hombre conoció sus dolores, y Dios, sus virtudes.

»Antes de la partida del penado habíase convenido en que éste escribiera a su madre tan pronto como le fuera concedido el permiso, dirigiéndome la carta a mí. El padre había resuelto no volver a verle desde el momento de su captura, y érale, por tanto, indiferente el saber si vivía o no el hijo. Pasaron muchos años sin que hubiera de él noticia alguna, y cuando ya había transcurrido más de la mitad del tiempo de su condena, no habiendo recibido yo carta alguna, supuse que había muerto, y casi llegué a darlo por seguro.

»Sin embargo, Edmunds había sido internado a gran distancia desde que llegara al campamento, y a esto puede atribuirse el hecho de que, no obstante haberme escrito y enviado varias cartas, ninguna llegara a mis manos. En el mismo punto permaneció durante los catorce años. Al expirar el plazo de su condena, obedeciendo firmemente a su antigua resolución y a la promesa que a su madre hiciera, volvió a Inglaterra, venciendo dificultades innumerables, y a pie llegó a su pueblo natal.

»En una hermosa tarde de un domingo de agosto Edmunds puso sus plantas en el pueblo que dejara diecisiete años antes lleno de vergüenza y de dolor. Por el camino más corto se encaminó al cementerio de la iglesia. El corazón del desgraciado se ahogaba al trasponer el pórtico. Los altos álamos, a través de cuyas ramas dejaba caer el sol poniente sus rayos sobre algunos puntos de la sombría senda, despertáronle el recuerdo de los lejanos días. Veíase a sí mismo como estaba entonces, cogido de la mano de su madre y marchando tranquilamente a la iglesia. Recordaba cómo acostumbraba mirar su pálido rostro y cómo se llenaban sus propios ojos de lágrimas cuando la madre contemplaba el suyo...; lágrimas que sentía el muchacho caer sobre su frente, calientes, cuando la madre se inclinaba para besarle, y cómo se echaba él a llorar, aunque poco adivinaba entonces la amargura de aquellas lágrimas. Recordaba cuántas veces había bajado alegremente por aquellas sendas con otros chicos, sus compañeros de juegos, mirando hacia atrás una y otra vez para recoger la sonrisa de su madre o escuchar su amada voz; en aquel momento parecía descorrerse un velo en su memoria, y sobreveníanle mil palabras de afecto no correspondidas, advertencias desdeñadas, promesas incumplidas, hasta que su corazón desfalleció y no pudo soportar la remembranza.

»Entró en la iglesia. Acababa el oficio de la tarde y se dispersaban los feligreses, permaneciendo la iglesia aún abierta. Sus pasos resonaban en el bajo recinto con un eco misterioso; casi sentía miedo al hallarse solo, tan callado y en sosiego encontrábase el lugar. Miró a su alrededor. Nada había cambiado. La nave parecíale más pequeña que antes; pero allí veía los antiguos monumentos que había contemplado mil veces con admiración de niño; allí estaba el pequeño púlpito con su deteriorado cojín; allí el comulgatorio en que tantas veces repitiera los Mandamientos, que había reverenciado como niño y olvidado como hombre. Se acercó al antiguo sitio que con su madre ocupara; ahora lo veía frío y desolado. El almohadón había desaparecido y la Biblia no estaba allí. Tal vez su madre ocupaba ahora un lugar más humilde; tal vez, por hallarse enferma, no pudiera ir sola a la iglesia. No osaba pensar en lo que le espantaba. Una sensación de frío corrió por su ser y tembló violentamente al volverse para salir.

»Cuando llegó al atrio vio entrar a un anciano. Edmunds retrocedió estremecido al reconocerle; durante mucho tiempo habíale visto excavar las fosas en el camposanto. ¿Qué diría aquel hombre al ver al condenado?

»El anciano levantó sus ojos para contemplar al extranjero, le dio las buenas noches y siguió su camino. Le había olvidado. Empezó a pasear monte abajo y entró en el pueblo. El tiempo estaba suave y las gentes se hallaban sentadas en las puertas o paseaban por sus pequeños jardines, gozando el descanso de sus trabajos en la serenidad de la noche. Muchas miradas volvíanse hacia él, mientras dirigía tímidas ojeadas a uno y otro lado recelando que alguno le conociese y rehuyera encontrarle. En casi todas las casas veía caras extrañas; en algunas adivinaba los rostros estropeados de compañeros de escuela —el niño que él dejó, rodeado por una tropa de alegres pequeñuelos—; veía en otras casas, sentados a la puerta en un sillón, débiles y enfermos ancianos que recordaba haber visto como sanos y pujantes trabajadores; pero todos le habían olvidado y pasaba como un desconocido.

»La luz postrera y suave del sol poniente había caído sobre la tierra, arrojando un espléndido arrebol sobre las amarillas espigas y alargando las sombras de los árboles del camposanto, cuando se encontró ante su antigua casa, el hogar de su infancia, hacia el que su corazón había concebido intensísimo afecto durante los largos e interminables años de angustia y cautiverio. La cerca parecíale baja, aunque recordaba haberle parecido altísima pared en otro tiempo. Miró al antiguo jardín; en él veía más hierbas y flores más alegres que en su tiempo; pero allí estaban aún los viejos árboles, aquellos árboles bajo los cuales tendiérase mil veces, cansado de jugar, al sol, dejándose invadir por el dulce sueño de la niñez dichosa. Oyó voces dentro de la casa. Escuchó, mas resonaron en sus oídos como extrañas; no las conoció. Eran alegres, además, y él sabía que su pobre anciana madre no podía estar alegre hallándose él lejos. Abrióse la puerta, y un grupo de pequeñas criaturas salió saltando y promoviendo ruidosa algarabía. El padre, con un niño en brazos, apareció en la puerta, y todos se agruparon alrededor, tocando palmas con sus tiernas manecitas e intentando arrastrarle para que jugara con ellos. El condenado pensó en las muchas veces que él había huido de la vista de su padre en aquel mismo lugar. Recordaba cuántas veces había escondido su temblorosa cabeza bajo las sábanas, oyendo la voz dura, el bárbaro golpear de aquel hombre y los lamentos de su madre; y aunque el condenado sollozaba con el alma llena de congoja, al alejarse de aquel lugar sentía crisparse sus puños y apretarse sus dientes con furioso y ahogado rencor.

»Tal era el retorno que columbrara al fin de una larga perspectiva de años y por el que había sufrido y padecido tanto. Ni una cara de bienvenida, ni una mirada de perdón, ni una casa que le recibiera, ni una mano que le fuera tendida..., y esto en su pueblo natal. ¿Qué significaba, comparada con esto, su soledad en las espesas selvas, donde no se veía alma viviente?

»Él recordaba que en las tierras distantes donde había pasado sus años de infamia y cautiverio siempre había pensado en su pueblo tal y como estaba cuando él lo dejó, no como había de encontrarlo a su vuelta. La triste realidad hirió sin piedad su corazón, y su espíritu desfalleció. No tuvo valor para indagar ni para presentarse a la única persona que probablemente habría de recibirle con afecto y compasión. Comenzó a pasear despacio, y dejando el camino como un culpable fugitivo, se dirigió a un prado que recordaba bien y, cubriéndose la cara con las manos, se tendió sobre la hierba.

»No había observado que en un ribazo que se hallaba junto a él estaba un anciano sentado. El ruido que produjo la grosera ropa de este hombre al moverse, con propósito de mirar al recién llegado, hizo que Edmunds se fijara; levantó la cabeza para verle mejor.

»El hombre se acomodó en su asiento. Su cuerpo estaba muy encorvado y arrugada y amarillenta su faz. El indumento del desconocido denunciaba su condición de obrero; parecía ser muy viejo; mas advertíase que esta decrepitud provenía de los excesos y de las dolencias más que del peso de los años. Miraba el hombre al recién llegado, y aunque sus ojos aparecieron al principio torpes y mates, no tardaron en brillar con una rara expresión de alarma, luego de detenerse un pequeño espacio para contemplar a Edmunds; a poco parecieron saltársele de las órbitas al anciano. Edmunds se alzó poco a poco sobre sus rodillas y contemplaba cada vez con más afán el rostro del anciano. Ambos miráronse en silencio.

»El anciano estaba pálido como un espectro. Temblaba y se estremecía de pies a cabeza. Edmunds se puso de pie. Retrocedió el anciano dos pasos; Edmunds avanzó.

»—Permítame que oiga su voz —dijo el penado con voz dura y descompuesta.

»—¡Atrás! —gritó el anciano con un terrible juramento.

»El penado se le acercó aún más.

»—¡Atrás! —insistió el anciano.

»Ciego de terror, levantó su cayada y dio a Edmunds un fuerte garrotazo en plena cara.

»—¡Padre... diablo! —murmuró el penado entre dientes.

»Se arrojó bruscamente hacia adelante y asió al anciano por el cuello...; pero era su padre, y sus brazos cayeron inertes.

»El anciano dejó escapar un fuerte alarido, que corrió por los campos solitarios como el aullido de un espíritu maligno. Tornóse negro su rostro; brotaron coágulos de sangre de su nariz y de su boca, que al caer el anciano tiñeron la hierba de un rojo negruzco. Se le había roto una arteria. Había muerto antes de que su hijo pudiera levantarlo.

»—En ese rincón del camposanto —dijo el anciano pastor, después de un breve silencio—, en ese rincón del camposanto de que he hablado antes, yace enterrado un hombre al que tuve empleado por espacio de tres años después de este suceso; estaba sinceramente arrepentido, humillado, y practicaba la penitencia como pocos. En vida de este hombre nadie más que yo supo quién era ni de dónde vino: era Juan Edmunds, el presidiario.

7. Cómo Mr. Winkle, en vez de tirar al pichón y matar al grajo, tiró al grajo e hirió al pichón; cómo el Club de
cricket
de Dingley Dell jugó contra el de Muggleton, y cómo los de Muggleton comieron a expensas de los de Dingley Dell, con otros asuntos divertidos e instructivos

Las fatigosas aventuras del día o la adormecedora influencia del cuento del pastor evangélico obraron con tal fuerza sobre la tendencia letárgica de Mr. Pickwick, que no habían pasado cinco minutos desde que se le condujera a su confortable dormitorio cuando cayó en un profundo sueño, libre de pesadillas, del que sólo despertó cuando el sol de la mañana irrumpió en la estancia con sus brillantes destellos de reproche. Pero Mr. Pickwick no era perezoso y saltó cual fogoso guerrero de su tienda... cama.

—Delicioso, delicioso país —murmuró entusiasmado el caballero al tiempo que abría la enrejada ventana—. ¿Cómo puede vivirse viendo todos los días ladrillos y tejas, habiendo gozado una vez de un panorama como éste? ¿Quién puede continuar su existencia allí donde no hay otras vacas que las que rematan las chimeneas, ni nada que trascienda a flores, ni otro césped que el heno almacenado? ¿Quién puede sufrir y arrastrar una vida en tal lugar? ¿Quién, pregunto yo, podrá soportarlo?

Y después de interrogar a su soledad, como otras grandes mentalidades hicieron, asomó su cabeza Mr. Pickwick por la ventana y miró a su alrededor.

El dulce y agradable olor de las berzas subía hasta la ventana; los mil perfumes del jardincillo que al pie se hacía embalsamaban el aire circundante; el verde profundo de los prados brillaba con el rocío de la mañana, que fulgía en cada hoja mecida por la brisa gentil; los pájaros cantaban como si cada gota chispeante fuera para ellos fuente de inspiración. Mr. Pickwick cayó en un éxtasis delicioso y encantador.

—¡Hola! —fue la voz que le trajo a la realidad.

Miró hacia adelante, pero a nadie vio; vagaron sus ojos hacia la izquierda, avizorando la perspectiva; miró al cielo, pero allí no se le llamaba; entonces hizo lo que cualquier mortal hubiera hecho desde luego; miró al jardín y vio a Mr. Wardle.

—¿Cómo está usted? —dijo el jovial anfitrión resoplando satisfecho—. Hermosa mañana, ¿eh? Me alegro de verle tan temprano levantado. Baje aprisa y salga, que aquí le espero.

Mr. Pickwick no se hizo repetir la invitación. Diez minutos le bastaron para terminar su aseo, y al cabo de este tiempo estuvo al lado del viejo.

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