Los papeles póstumos del club Pickwick (11 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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A una hora de camino hallaron los viajeros una venta, ante cuya fachada veíanse dos álamos, una anilla para sujetar caballerías y una enseña postal junto a la puerta; uno o dos almiares, un corralillo en uno de los flancos y un par de cobertizos de podrido maderamen agrupábanse allí en extraña confusión; en el jardín, un hombre pelirrojo ocupábase en cavar; Mr. Pickwick le interpeló enérgicamente:

—¡Hola! Venga acá.

El hombre pelirrojo se irguió, y con la mano sobre los ojos contempló larga y serenamente a Mr. Pickwick y a sus compañeros.

—¡Venga acá! —repitió Mr. Pickwick.

—¡Hola! —respondió el hombre pelirrojo.

—¿Cuánto hay de aquí a Dingley Dell?

—Siete millas largas.

—¿Es buen camino?

—No, no es bueno.

Después de esta breve respuesta, y satisfecho, a lo que parecía, luego de un nuevo escrutinio, el hombre pelirrojo reanudó su trabajo.

—Queremos dejar aquí este caballo —replicó Mr. Pickwick—; supongo que podremos hacerlo, ¿no es eso?

—¿Queremos dejar aquí este caballo? —repitió el hombre pelirrojo contemplando su azada.

—Eso es —replicó Mr. Pickwick, avanzando hasta la empalizada con el caballo de la diestra.

—¡Señora ama! —gritó el pelirrojo saliendo del jardín y mirando al caballo atentamente—. ¡Señora ama!

Una alta y huesuda mujer —derecha como un huso—, envuelta en tosco gabán gris de mangas cortas, acudió a la llamada.

—Buena mujer, ¿podemos dejar aquí este caballo? —dijo adelantándose Mr. Tupman y expresándose en sus formas más seductoras.

La mujer miró fijamente a los excursionistas, mientras que el hombre pelirrojo le decía al oído unas palabras.

—No —replicó la mujer después de breve meditación—, tengo miedo.

—¡Miedo! —exclamó Mr. Pickwick—. ¿De qué tiene miedo esta mujer?

—Tuvimos un contratiempo la última vez —dijo la mujer, metiéndose en la casa—; no tengo nada que decirles.

—Es lo más extraordinario que he visto en mi vida —dijo estupefacto Mr. Pickwick.

—Yo creo —murmuró Mr. Winkle, al acercársele sus amigos— que piensan que hemos adquirido este caballo de un modo ilegal.

—¿Cómo? —exclamó Mr. Pickwick en un acceso de indignación.

Mr. Winkle repitió su conjetura modestamente.

—¡Oiga, amigo! —dijo airado Mr. Pickwick—. ¿Es que piensa usted que hemos robado el caballo?

—Estoy seguro —replicó el hombre pelirrojo, mostrando un gesto que cruzó su rostro de oreja a oreja.

Y diciendo esto se volvió hacia la casa y entró dando un portazo.

—Esto es un sueño —dijo Mr. Pickwick—, un horrible sueño. La pesadilla de un hombre que marcha todo el día al lado de un caballo espantoso en el que no puede montar.

Los mustios pickwickianos se volvieron cabizbajos, y caminaron de nuevo siguiendo al descomunal caballo que le: había producido aquel disgusto sin tregua.

Ya estaba avanzada la tarde cuando los cuatro amigos y su cuadrúpedo acompañante entraron en el carril que conduce a Manor Farm; y no obstante hallarse tan cerca del punto de destino, el placer que en otras circunstancias hubieran experimentado se mermaba y ensombrecía al reflexionar en lo extraño de su aspecto y en lo absurdo de su situación. Roto; los trajes, arañadas las caras, empolvadas las botas, fatigados los semblantes, y, sobre todo, el caballo. ¡Oh!, cómo maldecía Mr. Pickwick al caballo: de cuando en cuando miraba al animal con odio y con intenciones de venganza; más de una vez calculó lo que podría costarle cortarle el cuello; y en aquel momento, la tentación de descuartizarle o de abandonarle en cualquier parte invadía su mente con fuerzas decuplicadas. Despertó de sus meditaciones por la súbita aparición de dos personajes en una de las revueltas del carril Eran Mr. Wardle y su fiel ayuda de cámara, el chico gordo

—¿Cómo? ¿Dónde han estado ustedes? —dijo el hospitalario anciano—. Les estoy esperando todo el día. Parecer ustedes cansados. ¿Qué es eso? ¡Arañazos! No hay heridas supongo... ¿eh? Bien; me alegro mucho. ¿Han tenido ustedes que apearse? No importa. Son accidentes ordinarios en estos sitios. José... ¿Ya se ha dormido otra vez?... José, coge este caballo y llévalo a la cuadra.

El chico gordo le seguía con el animal perezosamente; y el viejo, lamentando con sus huéspedes en términos afectuosos aquellas aventuras del día, que tuvieron a bien relatarle, los condujo a la cocina.

—Tienen ustedes que arreglarse —dijo el viejo—, y en seguida les presentaré en el salón. Emma, tráete el aguardiente de guindas; tú, Juana, aguja e hilo; agua y toallas, María. Vamos, chicas, deprisa.

Tres o cuatro chicas vivarachas dispersáronse velozmente en demanda de los diversos objetos que se habían pedido, mientras que un par de mozos de anchas cabezas y redondas caras se levantaron del asiento que ocupaban al lado de la chimenea (pues, aunque era una noche de mayo, parecían apegados al fuego cual si estuvieran en Navidad) y entraron en un oscuro camaranchón, del que sacaron una botella de bencina y como media docena de cepillos.

—¡Pronto! —dijo el viejo de nuevo.

Mas no era precisa la admonición, porque una de las muchachas escanció el aguardiente de guindas, trajo otra las toallas, y uno de los mozos, apoderándose de una pierna de Mr. Pickwick, con riesgo inminente de hacerlo vacilar, le cepilló las botas hasta hacerle enrojecer los callos, mientras que el otro cepillaba con fuerza el traje de Mr. Winkle, dedicándose durante la operación a ese canturreo característico de los mozos de cuadra cuando se emplean en frotar un caballo.

Concluido que hubo sus abluciones, Mr. Snodgrass echó una ojeada por la estancia, situándose de espaldas al fuego y paladeando su aguardiente con plena satisfacción. Según él la describe, era un ancho cuadrilongo, ensolado de ladrillos rojos y provisto de una gran chimenea; guarnecían el techo jamones, codillos y ristras de cebollas. Las paredes estaban decoradas con látigos de caza, dos o tres arneses, una silla de montar y un viejo y herrumbroso trabuco, bajo el que se veía la imponente advertencia de «Cargado»..., inscripción que de ello daba testimonio desde hacía un siglo lo menos. Un viejo reloj de pesas, de solemne y acompasada marcha, hacía oír su grave tictac en uno de los rincones, y un reloj de plata de la misma edad colgaba de uno de los numerosos ganchos que exornaban las paredes.

—¿Estamos? —preguntó el viejo, luego que sus huéspedes se hubieron lavado, arreglado, cepillado y confortado con el aguardiente.

—Estamos —replicó Mr. Pickwick.

—Vamos, pues.

Y la comitiva, después de atravesar varios pasadizos oscuros y luego de agregarse a ella Mr. Tupman, que se había quedado atrás para darle un beso a Emma, por el cual le había ella recompensado con varios empujones y arañazos, llegó a la puerta del salón.

—Bienvenidos —dijo el hospitalario anfitrión abriendo la puerta y pasando delante para anunciarles—, caballeros; bienvenidos a Manor Farm.

6. Una velada del antiguo estilo. Los versos del cura. Historia de la vuelta del presidiario

Los visitantes que se hallaban reunidos en el viejo salón levantáronse para recibir a Mr. Pickwick y a sus compañeros, que entraban; y durante la ceremonia de la presentación, que se cumplió con las debidas formalidades, tuvo Mr. Pickwick ocasión de observar el aspecto y reflexionar sobre los caracteres y temperamentos de las personas que le rodeaban; costumbre que gustaba de seguir, cual otros muchos grandes hombres.

Una vieja dama, cubierta de una gran cofia y vestida con bata de seda deteriorada —nada menos que la madre de Mr. Wardle—, ocupaba el puesto de honor a la derecha de la chimenea. En la estancia veíanse señales evidentes de la educación que recibiera cuando joven y de sus aficiones actuales, pues adornaban los muros antiguos dibujos al cañamazo, bordados paisajes y rojas asas de teteras cubiertas de seda, de gusto más reciente.

La tía, las dos muchachas y Mr. Wardle rivalizaban en los cuidados y atenciones de que colmaban a la vieja dama, agrupándose alrededor de su sillón, sosteniéndole una la trompeta del oído, dándole otra una naranja y acercándole el pebetero una tercera, mientras que la cuarta se ocupaba en mullir y ahuecar las almohadas en que se apoyaba. En el lado opuesto sentábase un calvo anciano de jovial y benévola faz, que era el cura de Dingley Dell; junto a él se sentaba su esposa, una gruesa y frescota anciana que ofrecía el aspecto propio de una mujer de singular habilidad, no sólo en el arte y secretos de confeccionar cordiales y tisanas caseros en provecho de los demás, sino también en el de gustarlos y consumirlos ella misma. En otro rincón conversaba un pequeño caballero de hirsutos cabellos y rostro de manzana con un obeso caballero; dos o tres señores más y dos o tres viejas damas permanecían en sus sillas tiesos e inmóviles, contemplando fijamente a Mr. Pickwick y a sus compañeros de viaje.

—Madre, Mr. Pickwick —dijo Mr. Wardle alzando la voz todo lo que pudo.

—¡Ah! —dijo la vieja señora moviendo la cabeza—. No puedo oírte.

—¡Mr. Pickwick, abuela! —gritaron a coro las dos muchachas.

—¡Ah! —exclamó la vieja—. Bien; no haga caso. No hay que ocuparse de una vieja como yo.

—Aseguro a usted, señora —dijo Mr. Pickwick tomando la mano de la vieja y hablando tan alto que el esfuerzo teñía de rojo su bondadoso semblante—, aseguro a usted, señora, que nada me agrada tanto como el ver a una señora de su edad presidiendo una familia tan buena, encontrándose con un aspecto tan sano y juvenil.

—¡Ah! —dijo la vieja dama, después de breve pausa—. Todo eso debe de ser muy bonito, pero no le oigo.

—Más vale dejar por ahora a la abuela —dijo Isabela Wardle por lo bajo—; ya le hablará a usted en seguida.

Mr. Pickwick expresó con la cabeza su inclinación a soportar las flaquezas de la edad, y entró en conversación general con los otros individuos de la concurrencia.

—Encantadora situación —dijo Mr. Pickwick.

—¡Encantadora! —exclamaron, haciendo el eco, Snodgrass, Winkle y Tupman.

—Sí que lo es —dijo Mr. Wardle.

—No hay una posesión mejor en todo Kent, sir —dijo el señor de hirsutos cabellos y rostro de manzana—, no la hay, sir...; yo estoy seguro de que no la hay.

Y el señor de los hirsutos cabellos miró triunfante a su alrededor cual si existiera algún obstinado contradictor del que hubiera obtenido victoria.

—No hay mejor posesión en todo Kent —dijo después de una pausa el hombre de hirsuta cabellera.

—Salvo la de Mullins Meadow —dijo otro con profundo desprecio.

—¡Ah!, la de Meadow —repitió el señor gordo.

—No es mala tierra ésa —dijo otro señor, gordo también.

—Es buena, ciertamente —dijo un tercer gordo.

—Todo el mundo lo sabe —dijo el corpulento huésped.

El hombre de la hirsuta cabellera miró a su alrededor con aire interrogante; mas viéndose en minoría, adoptó un gesto compasivo y no dijo una palabra más.

—¿Qué es lo que están diciendo? —preguntó la anciana a una de sus nietas, de modo que todos la oyeron; pues, como la mayoría de los sordos, no creía posible que otras personas oyesen lo que ella decía.

—Sobre tierras, abuela.

—Pero, ¿qué sobre las tierras...? Nada importante, ¿verdad?

—No, no; Mr. Miller estaba diciendo que nuestra finca es mejor que los prados de Mullins.

—Pero, ¿cómo puede él saber eso? —preguntó indignada la vieja—. Miller es un mequetrefe presuntuoso, y dile que lo digo yo.

Y la anciana señora, sin percatarse de que había hablado en tono más elevado que el de un murmullo, se incorporó y clavó sus ojos como estiletes en el protervo de hirsutos cabellos.

—Vamos, vamos —dijo el jocundo anfitrión, deseoso de cambiar de conversación—. ¿Qué tal le parecería a usted un
whist,
Mr. Pickwick?

—Me gusta como nada; mas por mí no forme usted la partida; de ninguna manera.

—¡Oh!, yo le aseguro que mi madre es muy aficionada al
whist;
¿verdad, madre?

La vieja dama, que tratándose de este asunto era mucho menos sorda que respecto de otro cualquiera, respondió afirmativamente.

—¡José! —dijo el viejo caballero—. Maldito... ¡Oh!, aquí está. Saca las mesas de naipes.

El aletargado joven logró colocar las dos mesas sin necesidad de que le despertaran nuevamente; dispuso una para la Papisa Juana y la otra para el
whist.
Los jugadores de
whist
eran Mr. Pickwick con la vieja dama, Mr. Miller y el señor gordo. Alrededor de la otra mesa se agrupaba el resto de la concurrencia.

El
whist
se desarrolló con toda la gravedad de procedimiento y sosiego de talante que requiere la tarea que se llama whist; solemne acto al cual, en opinión nuestra, se ha dado con ignominiosa irreverencia el nombre de juego. La otra gran mesa estaba, en cambio, tan llena de alegría y bullicio, que interrumpían las contemplaciones de Mr. Miller, quien, no hallándose tan atento como debiera, dedicóse a cometer varios crímenes y desafueros, excitando la ira del señor gordo tanto como el buen humor de la vieja señora.

—¡Ea! —dijo triunfante el criminal Miller, levantando una carta al acabar una de las manos—. Nadie lo hubiera jugado mejor; me enorgullezco de ello...; no era posible haber hecho un tanto más.

—Miller debiera haber matado el diamante, ¿verdad? —dijo la vieja señora.

Mr. Pickwick aprobó con la cabeza.

—Pero, ¿es que debía yo haberlo hecho? —dijo el desafortunado jugador, mirando a su compañero con aire de duda.

—Debía usted haberlo hecho, sir —dijo el señor gordo con voz terrible.

—Lo siento mucho —dijo Miller cabizbajo.

—A buena hora —gruñó el señor gordo.

—Dos pajes nos hacen ocho —dijo Mr. Pickwick. Se jugó la mano siguiente.

—¿Puede usted hacer uno? —preguntó la vieja.

—Sí —replicó Mr. Pickwick—. Doble, simple y el rob.

—Vaya una suerte —dijo Mr. Miller.

—Nunca vi cartas iguales —dijo el señor gordo.

Se hizo un silencio solemne: Mr. Pickwick, jovial; seria, la vieja; cauto, el señor gordo, y temeroso, Mr. Miller.

—Otra pareja —dijo la vieja señora, triunfante, registrando la jugada por medio de una moneda de medio chelín y otra muy asendereada de medio penique bajo el candelero.

—Un par, sir —dijo Mr. Pickwick.

—Quedo enterado, sir —replicó el gordo caballero.

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