Los papeles póstumos del club Pickwick (68 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Después de regalarse Sam con un ligero y agradable almuerzo, esperaba junto al mostrador de la taberna que se le sirviera el vaso de caliente mixtura que Mr. Pickwick le había aconsejado para remojar las idas y venidas de aquella mañana, cuando un mozalbete de unos tres pies de alto, con gorra felpuda y llamativo sobretodo, cuyo talante y disposición denotaban la ambición laudable de alcanzar en su tiempo la estatura de un gastador, entró en el pasillo de Jorge y el Buitre, miró escaleras arriba, a lo largo de la galería y en el bar, como si buscara a alguien a quien transmitir un recado. Concibiendo la cantinera la sospecha de que ese recado pudiera referirse a las cucharillas que había en las mesas del establecimiento, salió al encuentro del muchacho, diciendo:

—¿Qué se le ofrece, joven?

—¿Hay por aquí alguno llamado Sam? —preguntó el joven con voz atiplada.

—¿De qué apellido? —dijo Sam Weller, mirando a su alrededor.

—¡Yo qué sé! —replicó vivamente el caballerete que había debajo de la felpuda gorra.

—Es usted un chico muy agudo —dijo Mr. Weller—, pero no le conviene enseñar mucho el filo no sea que se lo vayan a aplastar. ¿Qué es eso de venir a un hotel y preguntar por Sam, con esas formas de indio salvaje?

—Me lo ha dicho un señor viejo —replicó el muchacho.

—¿Qué viejo? —inquirió Sam con desdén profundo.

—El mayoral del coche de Ipswich, que vive en nuestra casa —añadió el muchacho—. Me dijo ayer mañana que viniera esta tarde a Jorge y el Buitre y preguntara por Sam.

—Es mi padre, amiga —dijo Mr. Weller, dirigiéndose con aire aclaratorio a la muchacha del bar—, y claro que apenas si sabe mi apellido. Bueno, joven coliflor, ¿qué hay?

—Pues que vaya usted a verle a casa —dijo el chico—, a eso de las seis, porque quiere verle... Oso Azul, mercado Leadenhall. ¿Digo que va usted a ir?

—Puede usted aventurar esa afirmación, sir —contestó Sam.

Y con estos poderes partió el mozalbete, despertando todos los ecos del patio del Jorge con varias imitaciones correctísimas del silbato de un cochero, producidas en tono fuerte y voluminoso.

Una vez obtenido el permiso de Mr. Pickwick, que, excitado e inquieto como estaba, no deseaba otra cosa sino que le dejaran solo, partió Mr. Weller mucho antes de la hora señalada y, como dispusiera de mucho tiempo, dirigióse paseando hasta la Mansion House, donde se paró a contemplar con actitud tranquila y filosófica los numerosos cocheros de punto que se congregan en las inmediaciones de esta plaza estratégica, con gran terror y azoramiento de las viejas que pueblan aquellos reinos. Después de vagar cosa de media hora empezó a caminar Mr. Weller en dirección contraria, enderezando sus pasos hacia el mercado Leadenhall, atravesando gran número de plazoletas y callejuelas. Como tenía tiempo por delante y se paraba a mirar cuantos objetos divisaba, no es de extrañar que Mr. Weller se detuviera ante el escaparate de una papelería; lo que sí pudiera extrañar, sin posterior aclaración, es que, no bien recorrieron sus ojos algunos cuadros que allí estaban expuestos para la venta, hiciera un movimiento brusco de sorpresa, diera un fuerte pisotón y exclamara con energía:

—Si no es por esto, cuando hubiera querido recordar, ya hubiera sido tarde.

El cuadro en que los ojos de Sam Weller se fijaron especialmente era una representación en colores vivos de un par de corazones humanos, traspasados por una flecha, cociéndose ante un animado fuego, en tanto que una pareja de caníbales, macho y hembra, en atavío moderno, vestido el caballero de casaca azul y pantalones blancos, y la dama con abrigo rojo y quitasol del mismo color, se aproximaban a la vianda con ojos hambrientos, subiendo una senda sinuosa que hasta ella conducía. Un desahogado joven, cuyo único indumento consistía en un par de alas, vigilaba el guiso; a lo lejos dibujábase el campanario de la iglesia de la plaza Langahn, y el conjunto formaba una
valentina, de las cuales, según testificaba un rótulo que se veía en el escaparate, había dentro gran surtido, que el dueño de la tienda se complacía en ofrecer a sus conciudadanos al módico precio de dieciocho peniques cada una.

—¡Se me hubiera pasado; se me hubiera pasado, seguramente! —dijo Sammy.

Y diciendo esto entró en la tienda y pidió un pliego del mejor papel de cartas, con filo dorado, y una pluma bien fina, que no pudiera hendirse sobre el papel. Servidos que fueron esos artículos, dirigióse ya a buen paso al mercado de Leadenhall. Mirando a todos lados, advirtió una muestra en la que el artista había delineado algo que se asemejaba remotamente a un cerúleo elefante, con nariz aguileña en lugar de trompa. Deduciendo sin vacilar que aquél era el Oso Azul, entró en la casa y preguntó por su padre.

—No vendrá en tres cuartos de hora lo menos —dijo la muchacha que vigilaba el arreglo doméstico del Oso Azul.

Una vez dispuestos en el pequeño saloncito el vaso de aguardiente con agua y el tintero, y luego de haber aplastado la muchacha los carbones de la chimenea, para impedir que ardiera, y de llevarse el hurgón, con objeto de que nadie pudiera atizar el fuego sin el pleno asenso del Oso Azul, sentóse Sam Weller sobre un cajón cerca de la estufa y sacó el pliego de cartas con dorado borde y la pluma. Inspeccionando luego escrupulosamente la pluma, para cerciorarse de que no tenía pelos, y sacudiendo la mesa en previsión de que hubiera migajas debajo del papel, remangóse la chaqueta, apoyó los codos en la mesa y se dispuso a escribir.

Para las señoras y los caballeros que no tienen entre sus hábitos el de ejercitarse en el arte pendolístico, escribir una carta no es tarea llana. Consideran necesario en tales casos reclinar la cabeza sobre el brazo izquierdo, para situar sus ojos casi al nivel del papel, mirando de soslayo las letras que van construyendo, mientras que describen con la lengua formas imaginarias, representativas de aquellos caracteres. Como estas actitudes, a pesar de su incuestionable utilidad para la composición original, retardan en cierto modo el progreso de la escritura, Sam llevaba ya su hora y media trazando palabras en caracteres diminutos, borrando con el dedo meñique las letras inconvenientes y reemplazándolas por otras nuevas, lo que exigía retocarlas con frecuencia para hacerlas discernibles a través de los borrones, cuando le sorprendió la puerta que se abría para dar entrada a su padre.

—¡Hola, Sammy! —dijo el padre.

—¡Hola, querido Azul de Prusia! —respondió el hijo, dejando la pluma—. ¿Qué dice de mi madrastra el último parte?

—La señora Weller ha pasado bien la noche, pero se encuentra esta mañana horriblemente mala y desagradable. Firmado, bajo juramento, T. Weller, esquire. Es el último, Sammy —replicó Mr. Weller, despojándose de la bufanda.

—¿No está mejor? —inquirió Sam.

—Todos los síntomas agravados —respondió Mr. Weller, moviendo la cabeza—. Pero, ¿qué es eso? ¿Qué estás haciendo? ¿Adquiriendo conocimientos a fuerza de trabajos, Sammy?

—Ya terminé —dijo Sam, con cierto azoramiento—. Estuve escribiendo.

—Ya lo veo —replicó Mr. Weller—. Pero no será para alguna muchacha, supongo, Sammy.

—¡Bah!, pues sí. ¿Para qué lo voy a negar? —contestó Sam—. Es una valentina.

—¡Cómo! —exclamó Mr. Weller, sobresaltado por la palabra.

—Una valentina —repitió Sam.

—Samivel, Samivel —dijo Mr. Weller, con acento de reproche—. No pude figurarme que hicieras tal cosa. Después del ejemplo que has tenido con la incorregible propensión de tu padre; después de todo lo que yo te he predicado sobre este asunto; después de haber visto y de haber estado con tu madrastra, lo que yo consideré una lección imposible de olvidar en la vida, no pude figurarme que hicieras tal cosa, Sammy; no pude figurármelo.

Pero estos reflexivos consejos eran demasiado para la resistencia del viejo. Acercó, pues, a sus labios el vaso de Sam y apuró su contenido.

—¿Pero qué le pasa ahora? —dijo Sam.

—Nada, hombre —respondió Mr. Weller—; será para mí una prueba mortal a mi edad, pero soy bastante duro, lo cual es un consuelo, como decía el viejo pavo al ver que el dueño de la granja temía verse obligado a matarle para el mercado de Londres.

—¿Qué prueba? —preguntó Sam.

—Verte casado, Sammy... Verte víctima de un engaño y pensar todavía, en tu inocencia, que es una gran cosa —replicó Mr. Weller—. Es una prueba muy dura para el corazón de un padre, Sammy.

—¡Qué tontería! —dijo Sam—. Si no me voy a casar; no se atormente por eso; ya sé yo que es buen juez en esas cosas. Arregle su pipa, que voy a leer la carta. ¡Ea!

No sabremos decir si fue la perspectiva de la pipa o la reflexión consoladora de que perseguía a la familia el fatalismo matrimonial y que, por tanto, no era posible impedirlo lo que tranquilizó el espíritu de Mr. Weller y sirvió de lenitivo a su dolor. Nos inclinamos a creer que este resultado fue debido a la combinación de ambas influencias, porque repetía la segunda por lo bajo al mismo tiempo que tiraba de la campanilla en demanda de la primera. Despojóse entonces del abrigo, y encendiendo la pipa y colocándose de espaldas al fuego, de manera que pudiera recibirlo de lleno, y reclinándose sobre la estufa, volvióse hacia Sam y, con semblante plácido, gracias al influjo enervante del tabaco, le dijo que «hiciera fuego».

Dejó Sam su pluma en el tintero, apercibida para cualquier enmienda, y empezó con énfasis bastante teatral:

—«Adorable...»

—¡Alto! —exclamó Mr. Weller, tirando de la campanilla—. Un doble de lo de siempre.

—Muy bien, sir —contestó la muchacha, que, con increíble celeridad, se presentó, se ausentó, volvió y desapareció.

—Parece que conocen aquí sus costumbres —observó Sam.

—Sí —repuso el padre—. Ya estuve por aquí en mis tiempos. Adelante, Sammy.

—«Adorable criatura» —repitió Sam.

—¿No está en verso, verdad? —interrumpió su padre.

—No, no —replicó Sam.

—Me alegro —dijo Mr. Weller—. La poesía es antinatural. Nadie habla en verso, como no sea el pregón de las contribuciones, el del betún Warren, el del aceite Rowland, o cualquier otro de esa gentuza... No te rebajes nunca a hablar en verso. Empieza otra vez, Sammy.

Continuó su pipa Mr. Weller, con solemne ademán de crítico, y Sam reanudó su lectura de este modo:

—«Adorable criatura: me siento atormentado...»

—Eso no está bien —dijo Mr. Weller, quitándose la pipa de la boca.

—No, no es «atormentado» —observó Sam, levantando la carta para que le diera la luz—. Es «avergonzado»; hay un borrón aquí... «me siento avergonzado...».

—Muy bien —dijo Mr. Weller—; sigue.

—«Me siento avergonzado y completamente cir...» Ya no me acuerdo qué palabra es ésta —dijo Sam, rascándose la cabeza con la pluma, esforzándose inútilmente por recordar.

—¿Por qué no miras bien? —preguntó Mr. Weller.

—Ya miro —replicó Sam—, pero es que aquí hay otro borrón. Aquí se ve una c, una i y una r.

—Será «circulando» —sugirió Mr. Weller.

—No, no es eso —dijo Sam—. «Circunscrito.» Eso es.

—No es tan bonito como circundado, Sammy —dijo gravemente Mr. Weller.

—¿Cree usted? —replicó Sam.

—Pero es una palabra más dulce —dijo Mr. Weller, después de reflexionar unos instantes—. Sigue, Sammy.

—«Me siento avergonzado y completamente circunscrito por el deseo de escribirla, porque es usted una linda muchacha, sin duda ninguna.»

—Es una hermosa expresión —dijo el viejo Weller, quitándose la pipa de la boca para dar salida al comentario.

—Sí, me parece que no está mal —asintió Sam, gratamente halagado.

—Lo que más me gusta de ese estilo es que no hay nada de eso de llamar cosas raras... Nada de Venus... Porque, ¿a qué viene decir que una muchacha es Venus o es un ángel, Sammy?

—¡Ah, claro! —aprobó Sam.

—Lo mismo se podría llamar hipógrifo, licornio o cualquiera de esos nombres fabulosos —añadió Mr. Weller.

—Claro, claro —repuso Sam.

—Arrea, Sammy—dijo Mr. Weller.

Obedeció Sam el mandato y prosiguió, en tanto que su padre fumaba con un aire de complacencia y discreción verdaderamente edificantes.

—«Antes de conocer a usted, pensaba que todas las mujeres eran iguales...»

—Y lo son —observó paternalmente el viejo Weller.

—«Pero ahora», continuó Sam, «ahora comprendo lo calabaza que he sido, porque no hay ninguna como usted, pues me gusta usted más que ninguna.» Me parece que esto había que ponerlo más claro —dijo Sam, levantando la cabeza.

Asintió Mr. Weller y prosiguió Sam:

—«Por eso aprovecho la licencia del día, María querida, como dijo el caballero que estaba en la inopia al salir de un domingo, para decirle que la primera y única vez que la he visto, su imagen se grabó en mi corazón mucho más pronto y con más vivos colores que pudiera hacerlo jamás la máquina de sacar perfiles (de la que usted habrá oído hablar, querida María), que saca un retrato, pone el cristal y el marco, con una argolla en lo alto para colgarlo, en dos minutos y pico.»

—Temo que eso se meta en lo poético, Sammy —dijo Mr. Weller, con acento dubitativo.

—No, no se mete —replicó Sam, leyendo apresuradamente, para salvar el pasaje discutible.

—«Acépteme, querida María, por su enamorado, y piense en lo que digo. Y con esto termino, María querida.» Nada más —dijo Sam.

—Eso parece que acaba muy de sopetón —dijo Mr. Weller.

—Nada de eso —dijo Sam—. A ella le gustaría que hubiera algo más, y éste es el gran secreto para escribir las cartas.

—Bien —dijo Mr. Weller—: eso tiene alguna miga; y lamento que tu madrastra no inspire su conversación en tan sabio principio. ¿No vas a firmarla?

—Ahí está la dificultad —dijo Sam—: que no sé cómo firmarla.

—Firma Weller —dijo el viejo poseedor de este nombre.

—No puede ser —dijo Sam—. Nunca se firma una valentina con el nombre de uno.

—Firma «Pickwick», entonces —dijo Mr. Weller—. Es muy buen nombre y muy fácil de deletrear.

—Magnífico —dijo Sam—. Podría acabar con un verso; ¿que le parece a usted?

—No me gusta, Sam —opinó Mr. Weller—. No he conocido un solo cochero respetable que escriba versos, como no sea aquel que hizo una copia fiel de unos versos la noche antes de que le ahorcaran por robo en despoblado; y además era de Camberwell, de manera que no puede servir de regla.

Mas no era fácil disuadir a Sam de la idea poética que se le había ocurrido; así, pues, firmó la carta:

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