Los papeles póstumos del club Pickwick (66 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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A pesar de haberse llevado a cabo satisfactoriamente estos arreglos, una nube sombría parecía envolver el rostro de Mr. Bob Sawyer al sentarse junto a la chimenea. También se advertía un gesto de la misma naturaleza en el rostro de Mr. Ben Allen, cuya mirada caía persistente sobre los carbones, y adquirió su voz una modulación melancólica al decir, después de un largo silencio:

—Pues, señor, es mucha contrariedad esto de que se le haya ocurrido ponerse agria precisamente en esta ocasión; podía haber esperado hasta mañana.

—Es su mala intención, es su mala intención —repuso Mr. Bob Sawyer con vehemencia—. Ella dice que, si puedo dar una reunión, por fuerza debo hallarme en condiciones de pagar su «maldita cuentecilla».

—¿Cuánto le debes? —preguntó Mr. Ben Allen.

Una cuenta suele ser la más extraordinaria locomotora que ha producido el ingenio humano. Sería capaz de seguir corriendo toda la vida, sin pararse jamás por su propia voluntad.

—Sólo un trimestre y pico —replicó Mr. Bob Sawyer.

Tosió Ben Allen con desesperanza, y dirigió una mirada escrutadora entre las dos barras superiores del hogar.

—Será una cosa del demonio que se le meta entre ceja y ceja limpiar cuando estos amigos estén aquí —dijo por fin Mr. Ben Allen.

—Horrible —repuso Bob Sawyer—, horrible.

Oyóse un golpe quedo en la puerta. Mr. Bob Sawyer miró con gesto expresivo a su amigo y mandó entrar a quien llamaba, y una sucia muchacha, en chancletas, con medias negras de algodón, que pudiera haber pasado por la hija abandonada de un barrendero jubilado reducido a la miseria, metió la cabeza y dijo:

—Haga el favor, Mr. Sawyer; la señora Raddle tiene que hablarle.

Antes de que pudiera responder Mr. Bob Sawyer, desapareció la chica bruscamente, haciendo un movimiento rápido, como si alguien, por detrás, le hubiera dado un tirón; no bien se produjo este misterioso mutis, oyóse en la puerta otro golpe, un golpe intencionado y ligero, que pareció decir: «Aquí estoy, y voy a entrar».

Miró Mr. Bob Sawyer a su amigo con gesto de horrible presentimiento, y exclamó:

—¡Adelante!

No fue necesaria la autorización, porque antes de que Mr. Bob Sawyer la hubiera pronunciado, irrumpió en la estancia una decidida mujercita, temblando de ira y pálida de rabia.

—Vamos a ver, Mr. Sawyer —dijo la arriscada mujercita, tratando de aparecer sosegada—. Si usted tuviera la bondad de liquidarme esa cuentecilla, se lo agradecería, porque esta misma tarde tengo que pagar el recibo de la casa y el dueño está abajo esperando.

Empezó a frotarse las manos la mujercita y quedóse mirando con firmeza a la pared por encima de la cabeza de Mr. Bob Sawyer.

—Siento muchísimo ponerla en un aprieto, señora Raddle —dijo Bob Sawyer, amablemente—, pero...

—¡Oh!, no es ningún aprieto —replicó la mujercita con sonrisa maliciosa—. No lo necesitaba hasta hoy, y como ha de ir a parar directamente al dueño de la casa, lo mismo era que se lo diera usted. Usted me lo ha prometido esta tarde, Mr. Sawyer, y todo caballero que ha vivido aquí ha mantenido su palabra, como lo hace, por supuesto, todo el que se llama caballero.

Irguió su cabeza la señora Raddle, mordióse los labios, se frotó las manos y miró a la pared más resuelta que nunca. Era evidente, como observó más tarde Mr. Sawyer, en estilo alegórico oriental, que aquella mujer «estaba haciendo vapor».

—Lo deploro muchísimo, señora Raddle —dijo Bob Sawyer con toda la humildad posible—, pero es el caso que hoy he venido desconsolado de la City.

Singular paraje ese de la City. Cuántos y cuántos seres sufren allí engaños.

—Bien, Mr. Sawyer —dijo la señora Raddle, quedándose firmemente plantada sobre una purpúrea coliflor de la alfombra Kidderminster—, ¿y qué tengo yo que ver con eso?

—Tengo... tengo la seguridad, señora Raddle —dijo Mr. Sawyer, saltando sobre esta última objeción—, de que antes de mediados de la semana entrante nos pondremos al corriente, y ya seguiremos bien en lo sucesivo.

Esto era precisamente lo que buscaba la señora Raddle. Había irrumpido en el cuarto del infeliz Bob Sawyer tan decidida a ponerse furiosa, que el pago la hubiera contrariado más que otra cosa. Venía admirablemente preparada para entregarse a una expansión de ese género, porque había cambiado en la cocina ciertos cumplimientos predisponentes con Mr. Raddle.

—¿Pero es que usted se cree, Mr. Sawyer —dijo la señora Raddle, levantando el gallo para que llegara a oídos de los vecinos—, usted se cree que voy yo a permitir que ocupe mis habitaciones un día y otro día un sujeto que no se preocupa jamás de pagar la renta, ni siquiera lo que hace falta para la manteca, el azúcar y la leche que traen a la puerta? ¿Cree usted que una mujer trabajadora y hacendosa, que lleva veinte años en esta calle (diez años en la calle y nueve y pico en la misma casa), no tiene otra cosa que hacer que matarse a trabajar por unos cuantos perezosos que se pasan la vida fumando, bebiendo y flaneando, cuando debían afanarse por buscar cualquier cosa que les ayudara a pagar sus cuentas? Usted...

—Señora de mi alma... —terció Mr. Benjamín Allen con acento pacificador.

—Haga usted el favor de guardarse sus observaciones, sir, se lo suplico —dijo la señora Raddle, deteniendo bruscamente el torrente oratorio y dirigiéndose al tercero en discordia, con intencionada pausa y solemnidad—. No sé, sir, qué derecho pueda usted tener para dirigirme la palabra; no creo que le haya alquilado a usted este departamento, sir.

—No, desde luego que no —dijo Mr. Benjamín Allen.

—Muy bien, sir —respondió la señora Raddle con artificiosa cortesía—. Entonces, sir, lo mejor será que se limite usted a romper brazos y piernas a las pobres gentes del hospital y a ocuparse sólo de sus propios asuntos, sir, pues de lo contrario, ya habrá quien le obligue a hacerlo, sir.

—Pero es que es usted una mujer que no se aviene a razones —le reconvino Mr. Benjamín Allen.

—Dispense usted, joven —dijo la señora Raddle, hirviendo de ira—. ¿Tendría usted la bondad de repetirme eso, sir?

—Yo no le he dicho a usted eso como calificativo individual, señora —repuso Mr. Benjamín Allen, algo inquieto por lo que a él se refería.

—Dispense usted, joven —preguntó la señora Raddle, en tono más alto e imperativo—. ¿Qué es lo que me ha dicho usted? ¿Es que se ha referido a mí con esa observación, sir?

—¡Pero, por Dios, señora! —dijo Mr. Benjamín Allen.

—¿Me ha aplicado usted a mí ese calificativo, pregunto yo, sir? —le atajó la señora Raddle, llena de ira, abriendo la puerta de par en par.

—Bueno, pues sí —replicó Mr. Benjamín Allen.

—Ya lo creo que sí —dijo la señora Raddle, retrocediendo paulatinamente hacia la puerta y alzando la voz cuanto podía, en consideración a Mr. Raddle, que se hallaba en la cocina—. ¡Ya lo creo que lo ha hecho usted! Todo el mundo sabe que puede insultárseme impunemente en mi propia casa, mientras que mi marido duerme abajo y me hace el mismo caso que a un perro callejero. Debiera avergonzarse —y aquí sollozaba la señora Raddle— de consentir que su mujer sea tratada de esta manera por unos carniceros y martirizadores de cuerpos vivos, que deshonran la casa —otro suspiro—, y de dejarla expuesta a todo género de ultrajes. ¡Hombre débil, miserable y timorato, que no se atreve a subir y encararse con los rufianes; que se asusta; que no es hombre para venir!

Calló la señora Raddle para escuchar si la repetición del apóstrofe había logrado conmover a su cara mitad; mas viendo que nada había conseguido, se decidió a bajar, sollozando incesantemente. Oyéronse dos fuertes golpes en la puerta de la calle; rompió entonces la señora en un ataque de llanto histérico, acompañado de lamentos desconsolados, que hubo de prolongarse hasta que la llamada fue seis veces repetida. En un acceso inatajable de ficticia angustia, tiró al suelo todos los paraguas y desapareció hacia el interior, cerrando la puerta tras de sí con gran estrépito.

—¿Vive aquí Mr. Sawyer? —dijo Mr. Pickwick, al abrirse la puerta.

—Sí —dijo la chica—; piso primero. Es la puerta de enfrente, conforme se llega al fin de la escalera.

Después de indicar esta dirección, la criada, que había sido traída entre los aborígenes de Southwark, desapareció por la escalera de la cocina, con la luz en la mano, convencida de haber hecho cuanto podía exigirse de ella en aquellas circunstancias.

Mr. Snodgrass entró el último; aseguró la puerta, después de varios intentos frustrados, echando la cadena, y subieron los amigos, dando tumbos, hasta que fueron recibidos por Mr. Bob Sawyer, que no se había atrevido a bajar, recelando cualquier tropiezo con la señora Raddle.

—¿Cómo está usted? —dijo el descorazonado estudiante—. Encantado de verle. ¡Cuidado con los vasos!

La advertencia se dirigió a Mr. Pickwick, que había plantado su sombrero en la bandeja.

—¡Vaya por Dios! —dijo Mr. Pickwick—. Perdóneme.

—No se preocupe, no se preocupe —dijo Bob Sawyer—. Estoy algo estrecho aquí, pero usted pasará esto por alto, teniendo en cuenta que viene a visitar a un soltero. Pasen. A este señor ya le conocen.

Estrecháronse las manos Mr. Pickwick y Mr. Ben Allen, haciéndolo después con éste los otros amigos. Apenas acomodados en sus asientos, se oyeron otros dos golpes en la puerta.

—Debe de ser Jacobo Hopkins —dijo Mr. Bob Sawyer—. ¡Chissst! Sí, él es. Sube, Jacobo, sube.

Oyéronse en la escalera fuertes pisadas y presentóse a poco Jacobo Hopkins. Llevaba negro chaleco de terciopelo con botones tonantes y centelleantes y una camisa de rayas azules con blanco cuello postizo.

—Te has retrasado, Jacobo —dijo Mr. Benjamín Allen.

—Me han detenido en el hospital de San Bartolomé —replicó Hopkins.

—¿Alguna novedad?

—No, nada de particular. Un buen accidente que han llevado a la Casa de Socorro.

—¿Qué ha sido, sir? —preguntó Mr. Pickwick.

—Nada: un hombre que se ha caído de un cuarto piso; pero es un buen caso, un caso muy bueno.

—¿Quiere usted decir que el paciente está en camino de franca curación? —preguntó Mr. Pickwick.

—No —replicó distraídamente Hopkins—. No, creo que no. Mañana habrá una magnífica operación; gran espectáculo, si la hace Slasher.

—¿Considera usted buen operador a Mr. Slasher? —dijo Mr. Pickwick.

—El mejor —repuso Hopkins—. La semana pasada le quitó una pierna a un chico; el chico, mientras, se comió cinco manzanas y un pastel borracho de Ginebra; a los cinco minutos de terminarse la operación empezó a decir el chico que no quería estar allí para que se divirtieran con él, y preguntó a su madre que a ver cuándo iban a empezar.

—¿Es posible? —dijo asombrado Mr. Pickwick.

—¡Bah! Eso no es nada, nada —dijo Jacobo Hopkins—, ¿verdad, Bob?

—Absolutamente nada —respondió Mr. Bob Sawyer.

—Precisamente, Bob —dijo Hopkins, con un guiño imperceptible, al ver el rostro intrigado de Mr. Pickwick—, la otra noche tuvimos un caso muy curioso. Trajeron a un chico que se había tragado un collar.

—¿Que se había tragado qué, sir? —interrumpió Mr. Pickwick.

—Un collar —replicó Jacobo Hopkins—. Pero no de una vez, ya comprenderá usted; eso sería demasiado. No se lo tragaría usted como el chico, ¿eh, Mr. Pickwick? ¡Ja, ja, ja!

Mostróse Hopkins altamente satisfecho de su propia humorada, y prosiguió:

—No; fue como sigue: Los padres del chico eran unas pobres gentes que vivían en una casa de vecindad. La hermana mayor del chico compró un collar, un collar corriente, de grandes cuentas negras de madera. El chico, muy aficionado a los juguetes, pescó el collar, lo escondió, jugó con él, rompió el cordón y se tragó una cuenta. Encontró el chico aquello muy divertido, y al día siguiente se tragó otra cuenta.

—¡Qué atrocidad! —dijo Mr. Pickwick—. ¡Qué horror! Dispense, sir. Siga.

—Al otro día se tragó el chico dos cuentas; al día siguiente se administró otras tres, y así sucesivamente; en una semana acabó con el collar: veinticinco cuentas en total. La hermana, que era una muchacha muy trabajadora y que rara vez se permitía un lujo, se hartó de llorar por la pérdida del collar; buscóle por todas partes, pero no necesito decir que no lo encontró. Unos cuantos días después estaba la familia comiendo... pierna de carnero, por cierto, con patatas, y el chico, que no tenía hambre, jugaba por la habitación, cuando se oyó de pronto un ruido infernal, así como una pequeña granizada. «No hagas eso, hijo mío», dijo el padre. «Si no hago nada», contestó el chico. «Bueno, pues no lo hagas otra vez», dijo el padre. Después de un corto silencio empezó el ruido, más fuerte que antes. «Si no me haces caso, hijo mío», dijo el padre, «te voy a meter en la cama en menos que se dice». Hizo el chico un movimiento, para mostrarse obediente, y se oyó un estrépito inaudito. «¡Demonio de chico!», dijo el padre. «¡Vaya un sitio donde ha ido a darle el garrotillo!», «No tengo nada, padre», dijo el chico, rompiendo a llorar; «es el collar; me lo he tragado, padre». Tomó el padre al chico y se lo llevó al hospital; las cuentas sonaban en el estómago del muchacho con el movimiento, y la gente miraba por todos lados buscando el origen de aquel ruido extraño. Y en el hospital está —dijo Jacobo Hopkins—, y hace un ruido tal cada vez que se mueve, que no ha habido más remedio que envolverle en el capote de un sereno para que no despierte a los enfermos.

—Es lo más extraordinario que he oído en mi vida —dijo Mr. Pickwick, dando un golpe en la mesa.

—¡Oh!, eso no es nada —dijo Jacobo Hopkins—, ¿verdad, Bob?

—Claro que no —replicó Mr. Bob Sawyer.

—En nuestra profesión ocurren cosas muy extrañas; créalo usted, sir —dijo Hopkins.

—Ya me lo figuro —replicó Mr. Pickwick.

Otra llamada en la puerta anunció a un joven de ancha faz, con peluca negra, que traía consigo a un muchacho escorbútico, enfundado en estrecha casaca. Llegó después un caballero que llevaba una camisa blasonada con rojas áncoras, y venía con él un pálido mozalbete, con una pesada cadena. Con la llegada de un atildado personaje de nítida camisola y botas de paño completóse la partida. Trájose rodando la mesita de tapete verde; corrió la primera ronda de ponche, servida en blanca jarra; y las tres horas siguientes invirtiéronse en el juego de veintiuna, a seis peniques la docena de fichas, juego que fue interrumpido una sola vez por una ligera discusión entre el joven escorbútico y el de las rojas anclas, en el curso de la cual manifestó el joven escorbútico el ardiente deseo de arrancar la nariz al que ostentaba los emblemas de la esperanza, a lo que hubo de replicar el mencionado individuo su resuelta decisión de no aguantar pullas ni desmanes de palabra del irascible caballero de semblante escorbútico ni de cualquier otro ser que se hallara favorecido con el adorno capital.

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