Los papeles póstumos del club Pickwick (61 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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»—¡Qué noche tan fría! —dijo el monarca de los duendes—. Muy fría. ¡Un vaso de algo caliente, en seguida!

»A! darse esta orden, media docena de oficiosos duendes, en cuyos rostros campeaba una perpetua sonrisa, desaparecieron apresuradamente, volviendo a poco con una ponchera de fuego líquido, que presentaron al rey.

»—¡Ajá! —exclamó el fantasma, por cuyos carrillos y garganta transparentes veíase pasar la llama—. ¡Esto atempera de verdad! Traed un vaso de lo mismo para Mr. Grub.

»Fue inútil que el infortunado enterrador encareciese que él no tenía costumbre de tomar nada caliente por la noche; mientras le sujetaba uno de los duendes, vertía el otro en su boca el líquido candente; reventaba de risa la concurrencia al verle toser y ahogarse, y secaron las lágrimas que fluían de sus ojos en abundancia después de tragar la ardiente bebida.

»—Y ahora —dijo el rey, metiendo con fantástico ademán por los ojos del enterrador el pico de su abarquillado sombrero y produciéndole, como es de suponer, el más vivo dolor—, enseñad al hombre perverso y lúgubre unos cuantos cuadros de nuestro gran almacén.

»No bien dijo esto el duende, desvanecióse poco a poco una espesa nube que oscurecía el fondo remoto de la caverna, dejando ver en lontananza, a lo que parecía, un reducido aposento escasamente amueblado, pero limpio y cuidado. Un rebaño de pequeñuelos veíanse alrededor de un animado fuego, colgándose de las sayas de su madre y correteando en torno de su silla. De cuando en cuando se levantaba la madre y descorría la cortina de la ventana, cual si esperase algo; en la mesa hallábase preparada una frugal comida, y junto al fuego estaba dispuesto un sillón. Oyóse un golpe en la puerta; abrió la madre, y los chicos se arremolinaron en derredor de ella y tocaron palmas de alegría al entrar su padre. Éste venía fatigado y mojado, y sacudió la nieve de sus ropas al acercársele los chicos, que se apoderaron de su capa, sombrero, bastón y guantes, con los cuales salieron de la estancia con diligente celo. Cuando luego se sentó el padre a cenar junto al fuego, encaramáronse en sus rodillas los pequeñuelos, sentóse la madre a su lado, y todo denotaba felicidad y bienestar.

»De modo imperceptible cambió el espectáculo. La escena se había trocado en una estrecha habitación, donde el más pequeño y hermoso de los niños yacía moribundo; las rosas habíanse evaporado de sus mejillas, y la luz de sus ojos; y aunque el enterrador le miraba con un interés jamás sentido, murió. Sus tiernos hermanos rodeaban su camita y tomaban su mano finísima, ya fría y abandonada a su peso de muerte; alejábanse de aquel contacto y miraban con ansia su rostro infantil, y aunque el hermoso niño parecía dormir en calma, sosegado y tranquilo, veían que estaba muerto y sabían que era un ángel que les miraba y bendecía desde un cielo luminoso y feliz.

»De nuevo pasó la nube por el cuadro y cambió el asunto. El padre y la madre presentábanse ahora ancianos y desvalidos, y el número de los que les rodeaban habíase reducido a más de la mitad; pero el contento y la alegría se dibujaban en todas las fisonomías y resplandecían en todas las miradas. Congregábanse alrededor del fuego y contaban y oían relatar viejas historias de los pasados días. Tranquila y sosegadamente descendió el padre a la tumba, y poco después le seguía al lugar del refrigerio la abnegada partícipe de todos sus cuidados y amarguras. Los escasos supervivientes se arrodillaban junto a la tumba y regaban con sus lágrimas la fresca hierba que la cubría; levantábanse luego y se alejaban de aquel lugar, dulce y tristemente, pero sin gritos de amargura ni desesperadas lamentaciones, porque sabían que habían de encontrarse en lo futuro, y otra vez incorporábanse al mundo de los afanes, recobrando la alegría y el contento. Extendióse la nube sobre el cuadro y lo ocultó a la vista del sepulturero.

»—¿Qué te parece eso? —dijo el duende, volviendo su ancha faz hacia Gabriel Grub.

»Murmuró Gabriel algo así como que era muy lindo, y se pintó en su cara la vergüenza al dirigirle el duende sus ojos llenos de ira.

»—¡Eres un miserable! —dijo el duende, entono de profundo desprecio.

»Parecía querer decir algo más, pero la indignación ahogó su voz y levantando una de sus piernas, que eran extraordinariamente plegables, y volteándola un momento sobre su cabeza para asegurar la puntería, administró a Gabriel Grub un buen puntapié, inmediatamente después de lo cual todos los duendes de escalera abajo se agruparon en derredor del mísero sepulturero y le golpearon sin piedad, siguiendo la costumbre inveterada de los cortesanos de la tierra, que pegan a quien pega la realeza y ensalzan a quien la realeza ensalza.

»—¡Enseñadle algo más! —dijo el rey de los duendes.

»A estas palabras aclaróse la nube, descubriendo un rico y exuberante paisaje, parecido al que hoy se ve a cosa de media milla de la vieja ciudad abacial. El sol brillaba en el azul y claro cielo; fulgía el agua bajo sus rayos, y los árboles parecían más verdes y más alegres las flores bajo su bienhechora influencia. Corría el agua en ondas rizadas con plácido murmullo; los árboles susurraban a favor de la brisa ligera que rozaba sus hojas; cantaban los pájaros sobre los pimpollos, y la alondra trinaba en lo alto, saludando a la mañana. Sí, era la mañana, la espléndida y embalsamada mañana estival; las hojas más diminutas, la más tenue brizna de hierba, palpitaban con el instinto de la vida; la hormiga se arrastraba en su afanosa labor cotidiana; revoloteaba la mariposa y se oreaba a los rayos del sol; miríadas de insectos extendían sus diáfanos élitros y gozaban la borrachera de su dichosa y fugaz existencia. Caminaba el hombre exaltado por el espectáculo, y todo era brillo y esplendor.

»—¡Eres un miserable! —dijo el rey de los duendes, en tono más despectivo aún que anteriormente.

»Y el rey de !os duendes volteó su pierna nuevamente, y nuevamente la dejó caer sobre los hombros del enterrador, y los duendes pajes imitaron nuevamente el ejemplo de su soberano.

»Muchas otras veces fue y vino la nube, enseñando muchas lecciones a Gabriel Grub, el cual, aunque se resentía de los hombros por las frecuentes caricias de los pies del duende, observaba todo con un interés nunca decreciente. Vio que los hombres que trabajaban rudamente y ganaban su escaso sustento con sus vidas laboriosas se sentían alegres y felices, y que aun para los más ignorantes era la dulce faz de la Naturaleza un manantial perenne de contento y deleite. Veía que aquellos que habían sido amamantados y educados delicadamente sonreían ante las privaciones y se hacían superiores a los padecimientos que hubieran aniquilado a otros que se habían desarrollado en ambientes más rudos, porque llevaban dentro de sí los elementos de la felicidad y de la paz. Vio que las mujeres, las más tiernas y frágiles criaturas de Dios, se sobreponían generalmente a la amargura, al dolor y a la adversidad, y vio que ello consistía en que abrigaban en sus corazones un manantial inextinguible de afecto y ternura. Vio, sobre todo, que los hombres como él gruñían ante el optimismo y la alegría de los otros: eran hierbas malignas que crecían sobre la tierra; y poniendo en parangón todo el bien del mundo contra el mal, llegó a la conclusión de que era, después de todo, un mundo muy decente y respetable. No bien acabó de formarse este concepto, la nube que había hecho desvanecerse el último cuadro pareció envolver sus sentidos y arrullarle hasta dejarle dormido. Uno tras otro desaparecieron de su vista los duendes, y al perder de vista al último se quedó dormido.

»Despertó Gabriel Grub al romper el día y encontróse tendido sobre la tumba plana, junto a la cantimplora vacía y con el abrigo, la pala y la linterna, cubiertos de blanco por la escarcha nocturna, desparramados por el suelo. La piedra que primero había sustentado a! duende alzábase enhiesta frente a Gabriel, y no muy lejos hallábase la fosa en que por la noche trabajara. Al principio dudó de la realidad de sus aventuras; pero el dolor agudo que sintió en sus hombros al tratar de levantarse convencióle de que los puntapiés de los duendes no habían sido ideales, sino ciertos. Vaciló un tanto otra vez al no percibir en la nieve las huellas de los duendes que jugaran a la rana sobre las tumbas, mas comprendió inmediatamente lo natural del fenómeno recordando que, al ser espíritus, no habían de dejar tras de sí impresiones palpables. Púsose de pie Gabriel Grub con no poca dificultad, por el dolor que sentía en la espalda, y, sacudiendo la nieve de su gabán, se volvió a la ciudad.

»Pero era otro hombre, y no podía hacerse a la idea de volver a un lugar en el que había de recelarse de su arrepentimiento y desconfiarse de su enmienda. Vaciló unos momentos y tomó otro rumbo, vagando a la ventura, con propósito de buscar el sustento en cualquier otra parte.

» La linterna, la pala y la cantimplora encontráronse aquel día en el camposanto. Muchas fueron las conjeturas que se hicieron acerca de la suerte del enterrador en los primeros momentos, pero en seguida se dio por seguro que había sido arrebatado por los duendes, y no faltó testigo fidedigno que le había visto cruzando los aires a lomos de un alazán tuerto, con ancas de león y cola de oso. Acabó por aceptarse ciegamente esta versión, y el nuevo enterrador enseñaba a los curiosos, por una modesta propina, un gran trozo de la giraldilla de la iglesia, que había sido desprendido por el mencionado caballo en su aérea fuga y recogido por él mismo en el camposanto uno o dos años después.

»Desgraciadamente, aquellas historias viéronse un tanto desautorizadas por la inesperada reaparición del propio Gabriel Grub, sobrevenida diez años después en forma de un anciano reumático, andrajoso y alegre. Contó su historia al párroco y también al alcalde, y con el tiempo empezó a ser aceptada como asunto de cuento y tradición, en cuya forma ha llegado hasta nuestros días. Los que habían prestado crédito a la conseja de la veleta, después de haber colocado su fe en base tan liviana, renunciaron a desprenderse otra vez de aquella teologal facultad y miraban con gesto avisado y se encogían de hombros y se llevaban el dedo a las sienes, murmurando algo así como que Gabriel Grub se había bebido toda la ginebra y caído sobre la tumba vencido por el sueño, y pretendieron explicar lo que él suponía haber presenciado en la caverna de los duendes, diciendo que el enterrador había visto el mundo y tornádose más discreto y prudente. Pero esta opinión, que nunca llegó a popularizarse, fue poco a poco perdiendo crédito y, sea lo que fuere, como Gabriel Grub se vio aquejado del reuma hasta el fin de sus días, esta historia tiene al menos una moraleja, y es: que si un hombre se vuelve huraño y da en beber en la soledad, en tiempo de Pascua, puede prepararse a pasarlo mal, aunque el alcohol no sea tan bueno ni tenga tantos grados como los espíritus que vio Gabriel Grub en la caverna de los duendes.

30. Cómo adquirieron y cultivaron los pickwickianos la amistad de dos simpáticos jóvenes, pertenecientes a una de las profesiones liberales; cómo se ejercitaron sobre el hielo y cómo acabó su primera visita

—Hola, Sam —dijo Mr. Pickwick, al entrar en su dormitorio su afortunado servidor, con el agua caliente, en la mañana del día de Navidad—. ¿Hiela aún?

—El agua en la palangana es un témpano, sir —respondió Sam.

—Tiempo duro, Sam —observó Mr. Pickwick.

—Tiempo hermoso para los que están bien abrigados, como se decía el oso polar mientras se ejercitaba patinando —replicó Mr. Weller.

—Bajaré dentro de un cuarto de hora, Sam —dijo Mr. Pickwick, desatándose el gorro de dormir.

—Muy bien, sir —replicó Sam—. Abajo hay un par de sierrahuesos.

—¿Un par de qué? —exclamó Mr. Pickwick, sentándose en el lecho.

—Un par de sierrahuesos —repitió Sam.

—¿Y qué es un sierrahuesos? —inquirió Mr. Pickwick, sin saber aún si se trataba de un ser animado o de algún comestible.

—¡Cómo! ¿No sabe usted lo que es un sierrahuesos? —preguntó Mr. Weller—. Yo creía que todo el mundo sabía que un sierrahuesos es un cirujano.

—¡Ah, un cirujano! —dijo Mr. Pickwick, sonriendo.

—Eso es, sir —replicó Sam—. Pero esos que hay abajo no son todavía cirujanos maduros; están en camino nada más.

—En otras palabras: que son estudiantes de Medicina, ¿verdad? —dijo Mr. Pickwick.

Sam Weller asintió con la cabeza.

—Me alegro —dijo Mr. Pickwick, arrojando con viveza su gorro de dormir sobre la colcha—; buena gente; muy buena gente; tienen el juicio madurado por la observación y la reflexión; gustos refinados por el estudio y la lectura. Me alegro mucho.

—Están fumando unos puros junto al fuego —dijo Sam.

—¡Ah! —exclamó Mr. Pickwick, frotándose las manos, rebosando de sentimientos corteses, humanitarios y de animal espiritualidad—. Precisamente lo que a mí me gusta.

—Y uno de ellos —dijo Sam, sin parar mientes en la interrupción de su amo—, uno de ellos ha puesto sus piernas sobre la mesa y está bebiendo aguardiente puro, mientras que el otro, el de los lentes, tiene un barril de ostras entre las rodillas, las abre a todo vapor, se las come lo mismo y arroja las conchas al joven gordo, que está sentado en el rincón de la chimenea, completamente dormido.

—Excentricidades de carácter, Sam —dijo Mr. Pickwick—. Puedes retirarte.

Retiróse Sam, y Mr. Pickwick, al cabo de un cuarto de hora, bajó a desayunarse.

—¡Al fin llegó! —dijo Mr. Wardle—. Pickwick: éste es el hermano de Miss Allen, Mr. Benjamín Allen. Le llamamos nosotros Ben, y usted puede hacerlo si quiere. Este caballero es su íntimo amigo, Mr...

—Mr. Bob Sawyer —interrumpió Mr. Benjamín Allen, con lo cual, Mr. Bob Sawyer y Mr. Benjamín Allen rieron a coro.

Mr. Pickwick saludó a Bob Sawyer y Bob Sawyer saludó a Mr. Pickwick. Bob y su íntimo amigo se aplicaron en seguida, con la mayor asiduidad, a !os manjares que tenían delante.

Mr. Benjamín Allen era un tosco y corpulento mozo, de pelo negro, cortado al rape, y de rostro pálido un tanto alargado. Se hallaba embellecido por unos lentes y llevaba una corbata blanca. Por debajo de su gabán, de dos filas de botones, que tenía abrochado hasta la barbilla, aparecían en su número habitual unas piernas de color de pimienta, que terminaban en un par de botas bastante poco limpias. Aunque su chaqueta era corta de mangas, no descubría el menor vestigio de puños de camisa, y, no obstante convenir a su fisonomía el aditamento de un cuello, no se hallaba favorecido con el más ligero síntoma de esta prenda. Presentaba un conjunto bastante curtido y despedía un olor penetrante a tabaco barato.

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