Los papeles póstumos del club Pickwick (57 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Escribimos estas palabras cuando nos hallamos alejados del lugar en que año tras año encontramos en ese día un alegre y bullicioso círculo. Muchos de los corazones que tan gozosamente palpitaban entonces han cesado de latir; muchas de las miradas que brillaban entonces se han apagado ya; las manos que estrechábamos están ya frías; los ojos que buscábamos con afán esconden su brillo en la tumba, y, sin embargo, la vieja casona, la estancia, las voces alegres y sonrientes caras, los dichos; las risas, las más triviales y nimias circunstancias relacionadas con aquellas felices veladas se agolpan en nuestra mente, al brotar cualquier recuerdo de la época, cual si la última reunión se hubiese celebrado ayer mismo. ¡Felices Navidades, que pueden devolvernos los dichosos engaños de los días de la infancia, que recuerdan al viejo los placeres de su juventud, que son capaces de transportar al marino y al caminante a su propio hogar y a la quietud de su morada!

Mas henos aquí tan absortos en las excelencias de las santas Navidades, que tenemos a Mr. Pickwick y a sus amigos esperando al frío del exterior del coche de Muggleton, en el que acaban de acomodarse, bien empaquetados en sus grandes abrigos y bufandas. Los portamantas y los sacos de alfombra se han colocado fuera, y Mr. Weller y el mozo se esfuerzan por introducir en la bolsa delantera un enorme bacalao, mucho más grande que aquélla —que se halla cuidadosamente empaquetado en una larga cesta y cubierto de una tongada de paja— y que se ha dejado para lo último con objeto de que pueda reposar seguro sobre la media docena de barriles de ostras, propiedad de Mr. Pickwick, que han sido dispuestos con todo cuidado en el fondo del receptáculo. El interés que se hace patente en el rostro de Mr. Pickwick es intensísimo al observar cómo Mr. Weller y el mozo se afanan por embutir el bacalao en la bolsa, primero metiéndolo de cabeza, luego por la cola, después al contrario, del otro lado, al revés, de canto y a lo largo, llevando a cabo interminables manipulaciones, a que el implacable bacalao resiste contumaz, hasta que el mozo acierta, por casualidad, a introducirlo en el medio de la cesta, que desaparece al punto en la bolsa, y con la cesta, la cabeza y los hombros del mismo postillón, que, por no haber calculado tan brusco alivio en la resistencia pasiva del bacalao, experimenta un choque inesperado, con regocijo indescriptible de todos los mozos y circunstantes. Mr. Pickwick, al ver esto, sonríe de buena gana, y, sacando un chelín del bolsillo de su chaleco, dice al mozo, en cuanto éste logra extraerse a sí mismo de la bolsa, que beba a su salud un vaso de aguardiente con agua, a lo cual sonríe también el mozo y le acompañan los señores Snodgrass, Tupman y Winkle. El mozo y Mr. Weller se ausentan durante cinco minutos, sin duda con objeto de propinarse el aguardiente, porque al volver esparcen a su alrededor un fuerte olor al citado líquido; sube al pescante el mayoral, monta en la trasera Mr. Weller, rodean sus piernas los pickwickianos con sus abrigos y se embozan hasta las narices, levantan los mozos las mantas de las caballerías, lanza el cochero el grito de «¡Listos!», y parten.

Después de cruzar algunas calles, saltando sobre los cantos, desembocan en la anchura de la campiña. Chocan las ruedas contra el suelo, endurecido por la helada, y, sacudida la inercia de los caballos al restallar el látigo, se lanzan por el camino, cual si la carga que arrastran, compuesta de coche, pasajeros, bacalao, barriles de ostras y todo, fuera una pluma que llevaran en zaga. Descendieron por una suave pendiente y alcanzaron el llano, compacto y seco como un sólido bloque de mármol, de dos millas de longitud. Restalló de nuevo el látigo y partieron a un vivo galope; los caballos sacudían sus cabezas y hacían resonar los arneses, cual si quisieran dar muestra de la alegría que les proporcionaba la rapidez de su marcha; el cochero, en tanto, tomando en una mano riendas y látigo, el sombrero con la otra y colocándolo sobre las rodillas, sacó el pañuelo y se enjugó la frente, tal vez porque tuviera el hábito de hacerlo así, tal vez también porque quisiera demostrar a los pasajeros la soltura y facilidad con que se guían cuatro caballos cuando se atesora la práctica que él tiene. Luego de hacer esto al descuido (de otro modo el efecto hubiera sido contraproducente), se metió el pañuelo en el bolsillo, calóse el sombrero, se ajustó los guantes, dobló sus brazos, hizo de nuevo restallar el látigo y prosiguieron los corceles su veloz carrera con más alegría que antes.

Unas cuantas casas, desparramadas a uno y otro lado de la carretera, anuncian la proximidad de una ciudad o de un pueblo. Las notas alegres de la corneta del postillón vibran en el claro y frío aire y despiertan al viejo caballero del interior, el cual, bajando el cristal de la ventanilla hasta la mitad, se asoma, echa una breve ojeada y, subiendo de nuevo el cristal, informa a sus compañeros de que va a cambiarse de tiro inmediatamente; con esto, despiértanse los otros viajeros del interior y resuelven aplazar su próximo sueñecillo hasta después de la parada. De nuevo resuena la aguda corneta y despierta a la esposa y a los chicos del aldeano, que curiosean desde la puerta y contemplan al coche hasta que dobla el recodo del camino, volviendo en seguida al fuego, en el que echan otro leño para cuando el padre torne a la casa, en tanto que el mismo padre, a dos millas de allí, cambia un saludo amistoso con el mayoral y se vuelve para mirar largamente el vehículo, que se aleja rodando.

La corneta deja oír un aire juguetón al correr el coche por las mal empedradas calles de una aldea. Deshaciendo el cochero el nudo de las riendas, se prepara a abandonarlas en el momento de parar. Mr. Pickwick emerge del cuello de su gabán y mira a su alrededor con gran curiosidad; al observar esto, participa el cochero a Mr. Pickwick el nombre del pueblo y le cuenta que el día anterior había sido de mercado, detalles ambos que Mr. Pickwick transmite a sus compañeros de viaje, con lo cual emergen de sus cuellos también y miran a su derredor. Mr. Winkle, que ocupa uno de los asientos extremos y que lleva una de sus piernas colgando al aire, está a punto de caer a la calle al torcer el coche por la esquina de la quesería y doblar la entrada de la plaza del Mercado, y antes de que Mr. Snodgrass, que ocupa el asiento inmediato, se haya recobrado de la alarma, penetran en el patio de la posada, donde ya les aguardan los caballos abrigados con las mantas. Abandona las riendas el cochero, se apea del pescante y proceden igualmente los pasajeros del exterior, con la sola excepción de aquellos que desconfían de su destreza para montar de nuevo; éstos se quedan donde están y golpean sus pies contra el fondo del coche para calentarse, sin dejar de mirar con ojos envidiosos y narices enrojecidas el vivo fuego que arde en el bar y los ramos de acebo con rojas bayas que campean en la ventana.

En esto, el postillón entrega en el almacén de granos el paquete de papel de estraza que ha sacado de la pequeña bolsa que cuelga de sus hombros al cabo de una correa; vigila el acomodo de los caballos; deposita en el suelo la silla de montar que ha traído de Londres en el techo del carruaje, y asiste a la conferencia que se celebra entre el cochero y el ventero acerca de la yegua torda que se hirió en una mano el último martes; el postillón y Mr. Weller se sientan en la trasera; el cochero se acomoda en el pescante, y el viejo caballero del interior, que ha tenido la ventanilla abierta durante todo este tiempo, tan sólo dos pulgadas, la cierra de nuevo; se despoja de sus mantas a los caballos, y todo se halla dispuesto para la partida, excepto los dos señores gordos, por los que el cochero pregunta con cierta impaciencia. Entonces el cochero, el postillón, Sam Weller, Mr. Winkle, Mr. Snodgrass, los mozos todos y los curiosos, que son más en número que todos los demás juntos, gritan a los caballeros que faltan con toda la fuerza de sus pulmones. Desde el patio se deja oír una respuesta, y Mr. Pickwick y Mr. Tupman vienen corriendo, jadeantes, porque han estado tomando sendos vasos de cerveza, y los dedos de Mr. Pickwick se hallan tan agarrotados, que ha necesitado cinco minutos para buscar el medio chelín con que había de pagar. Produce el cochero el aviso de «¡Vamos, caballeros!», que repite el postillón; el señor viejo del interior juzga verdaderamente abusivo eso de que la gente se apee cuando sabe que no hay tiempo para ello; Mr. Pickwick aprieta de un lado; Mr. Tupman, de otro; Mr. Winkle grita: «¡Ya estamos!», y parten inmediatamente. Arróllanse las bufandas, ajústanse los cuellos, acaba el empedrado, las casas desaparecen, y de nuevo se lanzan por la carretera, sintiendo en sus rostros el soplo del aire fresco y la alegría en sus corazones.

Así caminaban Mr. Pickwick y sus amigos en el Telégrafo de Muggleton, con rumbo a Dingley Dell. A las tres de aquella tarde todos pisaban, sanos y salvos, risueños y animosos, tiesos y sedientos, los escalones de El León Azul, después de haber almacenado durante el camino aguardiente y cerveza bastantes para desafiar la helada que envolvía a la tierra en sus rígidos flecos y tejía su bella red por encima de árboles y setos. Ocupábase Mr. Pickwick en contar los barriles de ostras y en vigilar el desencajonamiento del bacalao, cuando sintió que le tiraban suavemente del cuello del abrigo. Miró a su alrededor y descubrió que el individuo que así procuraba llamar su atención no era otro que el paje favorito de Mr. Wardle, mejor conocido de los lectores de esta deshilvanada historia por el inequívoco apelativo del chico gordo.

—¡Hola! —dijo Mr. Pickwick.

—¡Hola! —dijo el chico gordo.

Y al decir esto paseó su mirada del bacalao a los barriles de ostras y se dibujó en su rostro un gesto de alegría. Estaba más gordo que nunca.

—Bueno, hombre; parece que tienes buen color, joven amigo —dijo Mr. Pickwick.

—He estado durmiendo junto al fuego de la cantina —replicó el chico gordo, que se había calentado hasta tomar el color de un tubo nuevo de chimenea, en el transcurso de una hora de sueño—. El amo me ha mandado con el carro para llevar sus equipajes a la casa. Ha enviado algunos caballos de silla, pero cree que con el frío que hace preferirán ir andando.

—Sí, sí —dijo Mr. Pickwick en seguida, recordando el viaje que hicieran casi por el mismo camino en otra ocasión—. Sí, vamos mejora pie. ¡Sam!

—Sir —respondió Mr. Weller.

—Ayuda al criado de Mr. Wardle a colocar los bultos en el carro, y vete con él. Nosotros echaremos a andar en seguida.

Luego de dar esta orden y de arreglar sus cuentas con el cochero, empezaron a caminar Mr. Pickwick y sus amigos a buen paso por una senda que se abría a campo traviesa, dejando a Mr. Weller y al chico gordo frente a frente por primera vez. Sam miró al chico gordo con gran asombro, mas sin decir palabra, y empezó a colocar los bultos en el carro, mientras que el chico gordo permanecía inmóvil, como si pensara en lo interesante que resultaba ver trabajar solo a Mr. Weller.

—¡Listo! —dijo Sam, colocando el último saco—. ¡Todo está listo!

—Sí —dijo el chico gordo con acento de satisfacción—; todo está listo.

—¡Bien, rollizo joven —dijo Sam— es usted un buen ejemplar para mozo de concurso!

—Gracias —dijo el chico gordo.

—No tiene usted en la mollera nada que le preocupe, ¿verdad? —preguntó Sam.

—Que yo sepa, no —replicó el chico gordo.

—Pues al verle, habría yo pensado si estaría usted meditando en algún cariño mal pagado por una muchacha —dijo Sam.

El chico gordo negó con la cabeza.

—Bien —dijo Sam—; me alegro de saberlo. ¿Bebe usted bastante?

—Me gusta más comer —repuso el chico.

—¡Ah! —dijo Sam—, debiera haberlo supuesto; pero lo que quiero decir es que si desearía usted beber algo para calentarse, aunque me figuro que usted nunca tendrá frío con toda esa cubierta elástica.

—A veces —replicó el chico—; y me gusta un trago de algo cuando es bueno.

—¡Ah!, ¿sí? —dijo Sam—. ¡Entonces, venga por aquí!

No tardaron en llegar a la cantina de El León Azul, y el chico gordo se echó al coleto sin pestañear un vaso de aguardiente; rasgo que le hizo adelantar considerablemente en la buena opinión de Mr. Weller. Después de hacer éste otro tanto, montaron en el carro.

—¿Sabe usted guiar? —dijo el chico gordo.

—Creo que sí —replicó Sam.

—Entonces —dijo el chico gordo, poniendo las riendas en manos del otro y señalando una callejuela—, todo derecho; no tiene pérdida.

Con estas palabras, tendióse el chico gordo cariñosamente junto al bacalao y, colocando bajo su cabeza un barril de ostras, a guisa de almohada, se quedó dormido instantáneamente.

—Está bien —dijo Sam—. De los muchachos frescos que he visto en mi vida, este joven es el que se lleva la palma. ¡Vamos, despierta, joven hidrópico!

Mas como el joven hidrópico no mostrara síntomas de volver a la vida, sentóse Sam Weller en la delantera del carro y, animando con las riendas al viejo caballo, partieron hacia Manor Farm.

Entre tanto, Mr. Pickwick y sus amigos, cuya sangre circulaba activamente con la marcha, proseguían alegres su ruta. Las sendas estaban endurecidas; la hierba se hallaba cubierta de escarcha; el aire azotaba los rostros con soplo frío y seco, y la proximidad del crepúsculo gris (color de pizarra debiera decirse, en tiempo de hielo) hacíales mirar con gozo anticipado el confortable refugio que les aguardaba en la casa de su hospitalario anfitrión. Era una de esas tardes que parecen invitar a los ancianos que se hallan solos en el campo a quitarse los abrigos y a jugar ligera y alegremente a la rana, y creemos firmemente que, de haberlo propuesto Mr. Tupman en aquel momento, hubiera aceptado Mr. Pickwick con el mayor gusto.

Mas no habiéndosele ocurrido a Mr. Tupman semejante idea, continuaron su marcha los amigos en alegre conversación. Al llegar al cruce de la senda con otro camino oyeron el ruido de numerosas voces, y antes de que pudieran adivinar a quiénes pertenecían se hallaron rodeados por la comitiva que había salido a esperarles, y de lo cual se enteraron los pickwickianos por un «¡Hurra!» atronador que dejó escapar el viejo Wardle, cuando aquéllos se hallaron a la vista.

Primero vieron al propio Wardle, más jovial que nunca; después a Bella, con su fiel Trundle, y por fin apareció Emilia con otras diez o doce muchachas que habían venido a la boda, que debía celebrarse el día siguiente, y que se hallaban tan felices y excitadas como suelen encontrarse todas las muchachas en ocasión de tanta trascendencia, y allí estaban todas correteando por campos y veredas con su loca y bulliciosa algazara.

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