Los papeles póstumos del club Pickwick (91 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Un visitante accidental podría tomar aquella mansión por un templo consagrado al Genio de la Penuria. No se ve allí mensajero ni ujier cuyo traje venga a su medida, ni se percibe en todo el establecimiento un solo individuo de aspecto saludable y grato, si se exceptúa el pequeño, canoso y aceitunado alguacil, y aun este mismo, como la guinda enfermiza conservada en aguardiente, parece haberse desecado, mostrándose en un estado del que no le es dable envanecerse. Las mismas pelucas de los abogados hállanse mal empolvadas y caen lacios los bucles, perdida su crespa rigidez.

Mas los procuradores que se sientan en derredor de la gran mesa situada bajo el estrado de los comisarios son, después de todo, los que constituyen la mayor curiosidad. El bagaje profesional de los más opulentos consiste en un saco azul y en un chico, que pertenece por lo general al credo judío. No tienen auxiliares fijos, ya que sus negocios legales se ventilan en las tabernas o en los patios de las cárceles, adonde acuden en manadas y reclutan sus parroquianos lo mismo que los cocheros de los ómnibus. Son de aspecto tiznado y grasiento, y si algún vicio ha de imputárseles sería acaso la embriaguez y la charlatanería. Sus residencias vienen a caer generalmente en la zona comprendida en el círculo de una milla de radio cuyo centro es el Campo de San Jorge. Su apariencia no les abona y sus maneras son sumamente peculiares.

Mr. Salomón Pell, uno de los individuos pertenecientes a la docta actividad, era un pálido y linfático personaje, bastante gordo, que vestía un sobretodo tan pronto verde como pardo, con aterciopelado cuello de análogo matiz camaleónico; era angosta su frente, ancha su faz, abombada su cabeza, amén de tener la nariz torcida, cual si la Naturaleza, indignada con las propensiones que él advirtiera desde la cuna, hubiérale administrado un airado papirotazo definitivo. Mas, siendo asmático y corto de cuello, respiraba habitualmente por la citada facción, de modo que lo que desmerecía en estética lo ganaba en utilidad.

—Estoy seguro de sacarle adelante —dijo Mr. Pell.

—Lo está usted? —replicó la persona a quien se encarecía esta seguridad.

—Completamente seguro —replicó Pell—; pero si se hubiese valido de un cualquiera de la clase, no respondería yo de las consecuencias.

—¡Ah! —dijo el otro, abriendo una boca de a cuarta.

—No, desde luego que no —dijo Mr. Pell.

Y estiró el hocico, frunció el ceño y movió la cabeza misteriosamente.

Digamos que el lugar en que este diálogo tenía efecto era la taberna frontera de la Audiencia de Insolventes, y el otro interlocutor no era sino el viejo Mr. Weller, que allí había ido con el propósito de confortar y reanimar a un amigo cuya instancia de descargo debía verse aquel día y con cuyo procurador estaba en aquel momento consultando.

—¿Y dónde está Jorge? —inquirió el viejo.

Señaló Mr. Pell con la cabeza en dirección al gabinete interior, al que se dirigió en seguida Mr. Weller, y en el que fue acogido de la manera más calurosa y halagüeña por media docena de cofrades, que así evidenciaron la complacencia que su llegada les producía. El insolvente, que había llegado a la difícil situación actual por haber contraído una morbosa e imprudente pasión especulativa relacionada con la industria de los cambios de tiro, parecía encontrarse a las mil maravillas y mitigaba su excitación con gambas y cerveza.

El saludo que se cruzó entre Mr. Weller y sus amigos ajustóse estrictamente al estilo masónico de la clase, y consistió en una inversión del puño derecho con simultánea exhibición del meñique en el aire. Conocimos a dos famosos cocheros (ya se han muerto los pobres) que eran gemelos y entre los cuales existía un afecto entrañable y fervoroso. Cruzáronse día por día por espacio de veinticuatro años en el camino de Dover sin que cambiaran otra cosa que este saludo, y, sin embargo, al morir uno de ellos cayó el otro en profunda melancolía y le siguió poco después.

—Bien, Jorge —dijo el anciano Mr. Weller, despojándose de su pelliza y sentándose con su acostumbrada gravedad— ¿Cómo va eso? ¿Gente en la trasera y lleno el interior?

—Perfectamente, amigo —replicó el interfecto.

—¿Vendió la yegua torda? —preguntó ansiosamente Mr. Weller.

Jorge asintió con la cabeza.

—Bueno, perfectamente —dijo Mr. Weller—. ¿El coche en seguridad también?

—En completa seguridad —replicó Jorge, retorciendo las cabezas de media docena de gambas y engulléndoselas sin pestañear.

—Muy bien, muy bien —dijo Mr. Weller—. No olvide el torno cuando va cuesta abajo. ¿Está en regla la hoja de ruta?

—La cédula, sir —dijo Pell, adivinando el sentido de lo que decía Mr. Weller—, la cédula está tan clara y satisfactoria como pueda desearse.

Movió la cabeza Mr. Weller para manifestar la íntima aprobación del procedimiento, y, volviéndose hacia Mr. Pell, dijo, señalando a su amigo Jorge:

—¿Cuándo le quita usted el toldo?

—Hombre —replicó Mr. Pell—, está el tercero en la vista y creo que le llegará el turno dentro de media hora. Dije a mi pasante que viniera a avisarnos oportunamente.

Examinó Mr. Weller al procurador de pies a cabeza con admiración, y dijo enfáticamente:

—¿Y qué va usted a tomar, sir?

—Hombre, realmente —replicó Mr. Pell— es usted muy... Mi palabra, que yo no tengo costumbre... Es tan temprano, que lo que es, ahora yo estoy casi... Bueno, puede usted traerme tres peniques de ron, amiga.

La damisela oficiante, que se había anticipado a la demanda, depositó la copa espirituosa delante de Pell y se retiró.

—¡Señores —dijo Mr. Pell, dirigiendo una mirada circular—, por el buen suceso de nuestro amigo! No soy jactancioso, señores; no es ésa una de mis debilidades; mas no puedo por menos de decir que si su amigo no hubiera tenido la fortuna de caer en mis manos... pero no digo lo que iba a decir. Señores, a la salud de ustedes.

Apurada la copa en un abrir y cerrar de ojos, chascó sus labios Mr. Pell y miró satisfecho a la asamblea de cocheros, que indudablemente le miraban como a una deidad.

—Vamos a ver —dijo el prestigioso jurista—. ¿Qué estaba diciendo, señores?

—Me parece que estaba usted dando a entender que no tendría reparo en tomarse otro igual, sir —dijo Mr. Weller con festiva gravedad.

—¡Ja, ja! —dijo riendo Mr. Pell—. No está mal, no está mal. Pero un profesional, a esta hora de la mañana, sería un poco... Bueno, yo no sé... En fin, si se empeña...

Produjo Mr. Pell un solemne y digno carraspeo, por considerar que respondía a la actitud que debía tomar en vista del desenfrenado regocijo que en el auditorio advertía.

—El difunto lord canciller, señores, me quería mucho —dijo Mr. Pell.

—Lo cual le honraba verdaderamente —interrumpió Mr. Weller.

—Silencio, silencio —demandó, asintiendo, el cliente de Mr. Pell.

—Nada más natural.

—¡Ah, ya lo creo! —dijo un cochero de faz enrojecida, que no había dicho nada hasta entonces y que parecía imposible que volviera a decir más—. ¿Y por qué no?

Un murmullo de aprobación cundió entre los circunstantes.

—Recuerdo, señores —Mr. Pell—, haber comido con él en una ocasión; estábamos los dos solos, pero todo resplandecía como si se hubiera esperado a veinte comensales... El gran sello estaba a la derecha del canciller, en una estantería, y un hombre con coleto y armadura dirigía la ceremonia con la espada desenvainada y medias de seda... lo cual es costumbre allí día y noche. De pronto dijo el canciller: «Pell, no es lisonja falsa, Pell. Es usted un hombre de talento; es usted capaz de sacar a quien quiera en la Audiencia de Insolventes, Pell, y el país puede estar satisfecho de usted». Tales fueron sus palabras. «Lord», dije yo, «usted me confunde». «Pell», dijo, «estoy convencido de ello, ¡voto a tal!».

—¿Dijo eso? —preguntó Mr. Weller.

—Así lo dijo —confirmó Pell.

—Bien; entonces —dijo Mr. Weller— yo digo que el Parlamento podía haberle destituido; y si se hubiera tratado de un pobre hombre, ya lo hubiera hecho.

—Pero, mi querido amigo —arguyó Mr. Pell—, fue en confianza.

—¿En qué? —dijo Mr. Weller.

—En confianza.

—¡Oh, muy bien! —replicó Mr. Weller después de reflexionar un momento—. Si juró en confianza, es otra cosa.

—Claro que fue así —dijo Mr. Pell—. La diferencia es bien patente, ya comprende usted.

—Cambia la cosa por completo —dijo Mr. Weller—. Adelante, sir.

—No, no sigo adelante, sir —dijo Mr. Pell en tono quedo y serio—. Me ha hecho usted recapacitar, sir, en que aquello fue una conversación privada... privada y confidencial, señores. Señores, yo me debo a mi profesión. Podrá ocurrir que ocupe en ella un puesto brillante y prestigioso... y podrá ocurrir que no. Eso, allá el público. Yo no digo nada. Se han hecho en este recinto comentarios injuriosos para la reputación del noble amigo. Dispénsenme, señores, he cometido una imprudencia. Ahora me hago cargo de que no he procedido correctamente al mencionar este asunto sin su anuencia. Gracias, sir, gracias.

Y luego de producirse en esta forma, Mr. Pell se metió las manos en los bolsillos y, mirando en derredor con solemne apostura, sonó tres peniques con ademán resuelto.

Apenas formada esta virtuosa resolución, entraron en la estancia atropelladamente el chico y el saco azul, que eran inseparables compañeros, y dijeron —por lo menos dijo el muchacho, porque el saco azul no tomó parte en la comunicación— que había llegado el momento. No bien se enteraron los de la partida, cruzaron la calle rápidamente y comenzaron a luchar para introducirse en la Audiencia, ceremonia previa que puede calcularse que exige por lo general de veinte a treinta minutos.

Mr. Weller, que era muy corpulento, introdújose en la multitud con la ilusoria esperanza de conquistar un lugar conveniente. Pero el éxito no acompañó a sus designios, porque, habiéndose olvidado de quitarse el sombrero, fuele encasquetado hasta los ojos por un ser invisible sobre cuyos pies había gravitado con peso considerable. A lo que parece, este individuo no tardó en manifestar la contrariedad que le producía aquella impetuosidad del anciano, porque, musitando una vaga exclamación de sorpresa, arrastró al viejo al vestíbulo, y después de una lucha violenta descubrió su cabeza y su faz.

—¡Samivel! —exclamó Mr. Weller en cuanto pudo contemplar a su extractor.

Sam movió la cabeza.

—Eres un muchachito bien afectuoso y cumplidor de tu deber, ¿no es verdad? —dijo Mr. Weller—, pues vienes a ponerle el sombrero a tu padre, ya a sus años.

—¿Qué sabía yo quién era? —respondió el hijo—. ¿Cree usted que podía reconocerle por el peso de sus pies?

—Bueno, tienes razón, Sammy —replicó Mr. Weller, desarmado al punto—. Pero, ¿qué es lo que haces aquí? Tu amo nada puede sacar de aquí, Sammy. No volverán sobre ese veredicto, no volverán, Sammy.

Y Mr. Weller movió la cabeza con legal solemnidad.

—¡Qué manías tiene usted! —exclamó Sam—. Siempre hablando de veredictos y de coartadas. ¿Quién ha dicho nada de veredictos?

Guardó silencio Mr. Weller; pero sacudió la cabeza una vez más con aire de docta suficiencia.

—Deje ya de zarandear esa chaqueta si no quiere que le salten las costuras —dijo Sam impaciente—, y sea razonable. Anoche estuve en El marqués de Granby después de marcharse usted.

—¿Viste a la marquesa de Granby, Sam? —preguntó Mr. Weller suspirando.

—Sí —replicó Sam.

—¿Cómo encontraste a la vieja?

—Bastante rara —dijo Sam—; yo creo que se está perjudicando demasiado con el ron de manzanas y con esas otras medicinas de la misma clase.

—¿Es posible, Sammy? —dijo el padre con notorio afán.

—Sí —replicó el hijo.

Tomó Mr. Weller la mano de su hijo, la apretó y la abandonó. Había en su rostro una expresión que, lejos de dejar traslucir alarma o desconsuelo, parecía denotar una vaga y dulce esperanza. Un gesto de resignación, más bien de alegría, cruzó por su faz, al tiempo que dijo:

—No las tengo todas conmigo, Sam. ¡Sentiría sufrir al cabo una desilusión; pero creo, hijo mío, creo que el pastor tiene algo en el hígado!

—¿Se le nota algo? —inquirió Sam.

—Está tremendamente pálido —replicó el padre—, salvo la nariz, que está más encarnada que nunca. Parece que ha perdido algo el apetito; pero bebe de un modo que asusta.

Ciertos pensamientos afines al ron debieron invadir la mente de Mr. Weller en el momento de decir esto, porque se manifestó pensativo y melancólico; mas no tardó en recobrarse, según vino a testimoniar el alfabeto de guiños a que solía entregarse cuando se sentía contento y satisfecho.

—Bien; ahora —dijo Sam— voy a mi negocio. Ponga el oído y no diga nada hasta que haya terminado.

Con este breve prefacio relató Sam tan sumariamente como pudo la última conversación memorable que había tenido con Mr. Pickwick.

—¡Estar allí solo, pobre hombre —exclamó el viejo Weller—, sin nadie que se interese por él! Eso no puede ser, Samivel, no puede ser.

—Claro que no —asintió Sam—; eso ya lo sabía yo antes de venir.

—¡Hombre, por Dios, se lo van a comer vivo, Sammy! —exclamó Mr. Weller.

Sam prestó asentimiento con un ademán.

—Entra ahí muy prieto, Sammy—dijo Mr. Weller metafóricamente—, y si sale, va a salir tan rubio, que no le van a conocer sus amigos más íntimos. Ni un pichón asado, Sammy. Sam Weller aprobó de nuevo con la cabeza.

—Eso no debe ser, Samivel —dijo gravemente Mr. Weller.

—No puede ser —dijo Sam.

—Desde luego que no —dijo Mr. Weller.

—Ahora —dijo Sam— ha sido usted un profeta muy agudo; ni más ni menos que el rojo Nixon como le pintan en los libros de seis peniques.

—¿Quién era ése, Sammy? —preguntó Mr. Weller.

—No importa quién fuera —respondió Sam—; no era cochero, y eso basta para usted.

—Es que yo he conocido a un palafrenero de ese nombre —dijo musitando Mr. Weller.

—Pues no era él —dijo Sam—. Este que yo digo fue un profeta.

—¿Qué es un profeta? —preguntó Mr. Weller, mirando seriamente a su hijo.

—Hombre, uno que dice lo que va a pasar —replicó Sam.

—Me gustaría haberle conocido, Sammy —dijo Mr. Weller—. Tal vez pudiera habernos dado alguna luz sobre eso del hígado de que antes hablábamos. Sin embargo, si ya se ha muerto y no le ha traspasado el negocio a otro, no hay más que hablar. Adelante, Sammy —dijo Mr. Weller suspirando.

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