Los papeles póstumos del club Pickwick (89 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¿Instalación, eh? —dijo Mr. Roker, consultando un gran libro—. Hay sitio de sobra, Mr. Pickwick. Su cédula estará en el veintisiete, en el tercero.

—¡Oh! —dijo Mr. Pickwick—. ¿Mi qué decía usted?

—Su cédula de compañía —replicó Mr. Roker—. ¿No lo comprende usted?

—Aún no —contestó sonriendo Mr. Pickwick.

—Hombre —dijo Mr. Roker—, pues es tan claro como Salisbury: tendrá usted su cédula de compañía en el veintisiete del tercero, y el que esté en esa habitación será un compañero.

—¿Hay muchos allí? —preguntó Mr. Pickwick con aire de duda.

—Tres —respondió Mr. Roker. Mr. Pickwick tosió.

—Uno de ellos es un párroco —dijo Mr. Roker, llenando los blancos de un papel mientras hablaba—; el otro es un carnicero.

—¿Eh? —exclamó Mr. Pickwick.

—Un carnicero —repitió Mr. Roker, dando con su pluma un golpe en el pupitre con objeto de curarla de su resistencia a marcar el trazo—. ¡Vaya un punto corrido que era! ¿Te acuerdas de Tomás Martru, Neddy? —dijo Roker, dirigiéndose a otro compañero que se ocupaba de rascar el barro de sus zapatos con un cortaplumas de veinticinco hojas.

—Ya lo creo —replicó el interpelado con gran énfasis.

—¡Dios me conserve la vista! —dijo Mr. Roker, moviendo pausadamente la cabeza y mirando distraídamente a través de las enrejadas ventanas, como recordando con ternura alguna escena de su pasada juventud—. Parece que fue ayer cuando le dio la paliza al cargador de carbón en Fox—underthe—Hill, junto al muelle. Aún me parece que le estoy viendo venir por el Strand, entre dos guardias, un poco apabullado por los golpes, con un parche de color pardo en la ceja derecha y con aquel precioso perrillo detrás, que luego se comió al chico. ¿Qué bromas gasta el tiempo, verdad, Neddy?

La persona a quien estas palabras iban dirigidas, que parecía de condición taciturna y reservada, limitóse a repetir la observación como un eco; y, sacudiendo Mr. Roker el poético y melancólico matiz que traicioneramente había tomado su pensamiento, descendió a la realidad de la vida y de nuevo requirió su pluma.

—¿Sabe usted quién es el otro de los que están allí? —preguntó Mr. Pickwick, nada complacido con la descripción que acababa de oír de sus futuros asociados.

—¿Quién es ese Simpson, Neddy? —dijo Mr. Roker, volviéndose hacia su compañero.

—¿Qué Simpson? —dijo Neddy.

—Hombre, ese del veintisiete del tercero, que es donde se ha destinado a este señor.

—¡Ah, es ése! —replicó Neddy—. ¡Pues no es nada! Fue entrenador de caballos; ahora es un petardista.

—¡Ah!, ya lo suponía —repuso Mr. Roker, cerrando el libro y poniendo el papelucho en manos de Mr. Pickwick—. Ésa es la cédula, sir.

Algo desconcertado por este modo sumario con que se disponía de su persona, tornó a la prisión Mr. Pickwick, recapacitando en lo que hacer debía. Convencido, sin embargo, de que sería prudente, antes de dar ningún paso, ver y hablar a los tres caballeros con quienes estaba destinado a convivir, encaminóse como pudo a la tercera nave.

Luego de vagar algún tiempo por la galería, esforzándose por descifrar entre las tinieblas los números de las diversas puertas, acabó por dirigirse a un muchacho que acertaba a encontrarse allí ocupado en su tarea matinal de bruñir los cachivaches de estaño.

—¿Cuál es el veintisiete, amigo? —dijo Mr. Pickwick.

—Cinco puertas más allá —respondió el criado—. Hay en la puerta un hombre ahorcado, que está fumando una pipa, pintado con yeso.

Guiado por estas indicaciones, siguió Mr. Pickwick pausadamente la galería hasta que encontró el retrato de un caballero como acaba de describirse, sobre cuyo rostro llamó, golpeando con el nudillo de su índice, suavemente primero, con más fuerza después. Luego de repetir varias veces esta operación, sin resultado, aventuróse a abrir la puerta y asomarse.

Sólo había una persona en la estancia, y estaba inclinada sobre el alféizar de la ventana todo lo más hacia fuera que podía, sin perder la estabilidad, esforzándose, con gran perseverancia, por escupir en el sombrero de su amigo que en el patio se hallaba. Como ni el hablar, ni el toser, ni el estornudar, ni el llamar, ni ningún otro modo de hacerse notar lograron que aquella persona advirtiese la presencia del visitante, Mr. Pickwick, luego de pensar un momento, acercóse a la ventana y dio un suave tirón de la chaqueta del individuo. Retrotrajo éste vivamente su cabeza y sus hombros y, mirando escrutadoramente a Mr. Pickwick, preguntó en tono gruñón que qué (y profirió una palabra que empezaba con c) se le ofrecía.

—Creo —dijo Mr. Pickwick, consultando su boleta—, creo que éste es el veintisiete del tercero.

—¿Y qué? —replicó el interpelado.

—He venido aquí porque me han dado este cacho de papel —repuso Mr. Pickwick.

—A verlo —dijo el caballero. Mr. Pickwick se lo entregó.

—Pues bien podía Roker haberle mandado a otra parte —dijo Mr. Simpson (porque no era otro que el petardista), al cabo de un silencio enojoso.

Del mismo modo pensó Mr. Pickwick; pero en aquellas circunstancias consideró discreto guardar silencio.

Roznó Mr. Simpson unos momentos, y, asomándose luego a la ventana, produjo un fuerte silbido y pronunció a toda voz varias veces una palabra. Mr. Pickwick no logró distinguir cuál fuera ella; mas infirió que debía de tratarse de algún apodo con que se distinguía a Mr. Martin, porque unos cuantos que abajo se hallaban procedieron inmediatamente a gritar: «¡El carnicero!», imitando el tono con que esta utilísima casta social se anuncia diariamente por las mañanas ante las rejas de los sótanos.

Lo que ocurrió después vino a confirmar lo acertado de las presunciones de Mr. Pickwick, porque, al cabo de unos segundos, un hombre, harto apaisado para sus años, ataviado con la blusa azul profesional y con botas altas de suela circular, entró en la estancia, jadeante, seguido de otro con negra y deteriorada cazadora y gorro de piel. Este último, que sujetaba su chaqueta cerrada hasta la barbilla, alternando botones con alfileres, ostentaba una faz grosera y enrojecida y parecía un cura borracho, lo que era en realidad.

Habiendo leído estos caballeros sucesivamente la cédula de Mr. Pickwick, opinó uno de ellos que aquello era una burla, y manifestó otro su convicción de que aquello era intolerable. Después de demostrar sus sentimientos de tan explícita manera, miraron a Mr. Pickwick y se miraron unos a otros en medio de un silencio embarazoso.

—Nos ha reventado, ahora que teníamos las camas tan cómodamente dispuestas —dijo el clérigo, mirando los tres colchones, que estaban arrollados y envueltos en una manta y que ocupaban durante el día un rincón del cuarto en guisa de lavabo, sobre el que se veía una palangana desportillada y un platillo para el jabón de loza amarilla con una flor azul—; nos ha reventado.

Abundó en esta opinión Mr. Martin, aunque expresándose en términos más enérgicos; después de dar salida Mr. Simpson a unos cuantos adjetivos sonoros y desusados en sociedad, sin sustantivo alguno que les diera escolta, remangóse la chaqueta y empezó a lavar las verduras para la comida.

Mientras se ventilaban estas cuestiones, había Mr. Pickwick inspeccionado la estancia, que estaba verdaderamente asquerosa y que era hedionda a más no poder. No se veían en ella vestigios de alfombra, cortinas ni visillos, ni siquiera un departamento reservado. Cierto que eran escasos los objetos que pudieran hacerlo necesario; pero, aunque pocos en número y reducidos en tamaño, no faltaban restos de pan, cortezas de queso, toallas sucias, piltrafas de carne, cacharros medio rotos, fuelles sin cánula, prendas de vestir, tostadores sin mango, cosas todas ellas que constituyen un espectáculo poco estético cuando se hallan desparramadas por el suelo de una habitación pequeña, que es vivienda y dormitorio de tres hombres ociosos.

—Creo que la cosa puede arreglarse —dijo el carnicero después de un silencio prolongado—. ¿Cuánto quiere usted por irse a otro sitio?

—Dispense, sir —objetó Mr. Pickwick—. ¿Qué quiere usted decir? No le comprendo.

—Que por cuánto accedería usted a acomodarse en otra parte —dijo el carnicero—. Por lo general son dos y medio; ¿quiere usted tres?

—... Y una ruedecita —sugirió el clérigo.

—Bien, vaya por la ruedecita; no es más que dos peniques por barba—dijo Mr. Martín.

—¿Qué le parece a usted? Le daremos a usted tres y medio semanales por dejarnos. ¡Vamos!

—Y mandarnos traer un galón de cerveza —canturreó Mr. Simpson—. ¡Eso es!

—Para bebérnoslo ya mismo —dijo el cura—. ¡Manos a la obra!

—En realidad, estoy tan poco penetrado de las costumbres de la casa —replicó Mr. Pickwick—, que no entiendo a usted una palabra. ¿Es que puedo instalarme en otra parte? Yo creía que no.

Al oír semejante revelación, adoptó Mr. Martín un gesto de extraordinaria sorpresa, mirando a sus dos amigos, y acto seguido señalaron los tres con sus pulgares hacia sus hombros izquierdos. Este ademán, que se expresa con palabras mediante la frase concisa de «A la izquierda», cuando se ejecuta por varias señoras o por varios caballeros que se hallan habituados a marcarlo al unísono, resulta de un efecto gracioso y elegante y entraña un liviano y festivo sarcasmo.

—¡Puede usted! —repitió Mr. Martín con sonrisa compasiva.

—Caramba, si yo tuviera esa idea tan incompleta de la vida, me comería el sombrero con hebilla y todo —observó el clerizonte.

—Y yo —añadió el esportivo con solemnidad.

Después de este iniciador preámbulo, los tres inquilinos del cuarto revelaron a Mr. Pickwick, en suave cuchicheo, que en la prisión de Fleet significaba el dinero lo mismo que fuera; que el dinero le proporcionaría al momento cuanto se le antojase, y que si no le importaba gastárselo y sólo anhelaba disponer de una habitación para sí, podía posesionarse de una amueblada y provista de cabo a rabo en menos de media hora.

Y con esto separáronse las partes contratantes, mutuamente satisfechas: Mr. Pickwick para volver a la portería, y los tres compañeros encamináronse a la cantina para gastarse allí los cinco chelines que el clérigo, con admirable precisión, había pedido prestados al primero con el mencionado objeto.

—¡Ya lo sabía yo! —dijo Mr. Roker, regodeándose cuando Mr. Pickwick le dio a conocer el motivo de su retorno—. ¿No lo decía yo, Neddy?

El filosófico propietario del cortaplumas universal asintió con un gruñido.

—¡Yo sabía que deseaba usted una habitación solitaria, claro, hombre! —dijo Mr. Roker—. Vamos a ver: necesitará usted algunos muebles. ¿Me los alquilará usted a mí, como es lógico, verdad? Esto es lo corriente.

—Con mucho gusto —replicó Mr. Pickwick.

—Mire usted: hay una magnífica habitación en la crujía del café que pertenece a un prisionero de Chancery —dijo Mr. Roker—. Puede usted quedarse con ella por una libra semanal. Creo que no le parecerá mucho eso.

—Nada —dijo Mr. Pickwick.

—Pues venga usted conmigo —dijo Mr. Roker, tomando su sombrero con gran viveza—. Eso se arregla en cinco minutos. ¡Pero, señor! ¿Por qué no me ha dicho usted desde el principio que quería las cosas bien?

La cuestión se solventó en seguida, según había predicho el vigilante. El prisionero de la Chancery llevaba allí tiempo bastante para haber perdido amigos, fortuna, hogar y felicidad y adquirido el derecho a disfrutar de una habitación para él solo. Mas como, sin embargo, solía faltarle el pan, escuchó con ansiedad la proposición que de alquilarle el cuarto le hizo Mr. Pickwick, y manifestóse al punto dispuesto a cederle la posesión indivisa y absoluta de la estancia al tanto semanal de veinte chelines, por el cual se comprometía además a desalojar a la persona o personas que allí pudieran llegar consignadas.

En tanto que ultimaban el pacto, examinóle Mr. Pickwick con dolorosa curiosidad. Era un hombre alto, flaco, de aspecto cadavérico, envuelto en amplia casaca vieja y con los pies en chancletas; tenía hundidas las mejillas y febril la mirada. Sus labios estaban exangües y afilados sus huesos. ¡Pobre hombre!: los férreos dientes de la reclusión y de la indigencia habíanle ido esquilmando durante aquellos veinte años.

—¿Y dónde va usted a vivir entre tanto? —dijo Mr. Pickwick al tiempo que depositaba el importe adelantado de la primera semana sobre la insegura mesa.

Tomó el desgraciado el dinero con mano temblorosa, y respondió que no lo sabía; ya vería y buscaría adónde trasladar su cama.

—Temo, sir —dijo Mr. Pickwick, poniéndole compasivamente la mano en el brazo—, temo que vaya usted a vivir a algún lugar ruidoso atestado de gente. Por tanto, le suplico que considere esta habitación como propia siempre que desee tranquilidad, así como cuando vengan a verle sus amigos.

—¡Amigos! —interrumpió el hombre con voz que resonó lúgubremente en su pecho—. Si estuviera muerto en la mina más profunda, encerrado en el ataúd con la tapa soldada, pudriéndome en el foso inmundo por donde se arrastra el cieno, bajo los cimientos de esta prisión, no podría estar más olvidado ni abandonado de lo que aquí me hallo. Soy un muerto; muerto para la sociedad, sin la conmiseración que acompaña a aquellos cuyas almas han pasado al juicio de Dios. ¡Venir a verme mis amigos! ¡Dios mío! En este lugar he descendido desde la flor de la juventud a la decrepitud, y no habrá siquiera quien, levantando su mano sobre el lecho en que yazca mi cadáver, diga: «Al fin le ha cabido la dicha de partir».

La emoción, que prestara a su semblante un destello de vida mientras hablaba, desvanecióse con su última palabra, y, cruzando de pronto sus escuálidas manos, salió de la estancia.

—Se anima un poquillo —dijo sonriendo Mr. Roker—. Son como los elefantes. Se hacen sensibles de cuando en cuando y se ponen furiosos.

Formulada esta profundamente compasiva observación, dedicóse Mr. Roker a los arreglos con tanta expedición, que en un santiamén proveyóse a la estancia de una alfombra, seis sillas, una mesa, una cama—sofá, una tetera y de otros menudos utensilios alquilados por la razonable cantidad de veintisiete chelines y medio semanales.

—Bueno; ¿quiere usted algo más? —preguntó Mr. Roker, mirando satisfecho a su alrededor y sonando alegremente en su puño cerrado el primer plazo.

—Hombre, sí —dijo Mr. Pickwick, que hablaba entre dientes poco hacía—. ¿Hay aquí alguien que haga recados y esas cosas?

—¿Para fuera quiere usted decir? —preguntó Mr. Roker.

—Sí; digo que si hay quien vaya fuera que no sea prisionero.

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