Los papeles póstumos del club Pickwick (90 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Sí que hay —dijo Mr. Roker—. Hay un pobre diablo, amigo de uno que está en el departamento de pobres, que se vuelve loco cuando le ocupan en algo así. Hace dos meses que se dedica a ganarse así la vida. ¿Le mando venir?

—Hágame el favor —dijo Mr. Pickwick—. Y si no, espere. ¿Dice usted el departamento de pobres? Pues me gustaría verlo. Iré yo mismo a buscarle.

El departamento de pobres en una prisión de insolventes, según previene la denominación, es aquel en que se halla recluida la más abyecta y mísera casta de los deudores. El recluso que se consigna al sector de los pobres ni paga pensión ni tanto de dormitorio. Satisface al entrar y al salir unos reducidísimos derechos y adquiere opción a una mezquina ración de alimento; con objeto de subvenir a la cual, unas pocas personas caritativas consignan en sus testamentos legados insignificantes. Muchos de nuestros lectores recordarán seguramente que hasta hace pocos años veíase junto a la pared de la prisión de Fleet una jaula de hierro, dentro de la cual había un hombre de hambrienta catadura que sacudía de tiempo en tiempo un cepillo con algunas monedas, en tanto que exclamaba con plañidero acento: «Acuérdese de los pobres deudores; acuérdese de los pobres deudores». La colecta de este cepillo, cuando había alguna, distribuíase entre los deudores pobres, y cuando uno salía de la jaula, otro pobre recluso reemplazábale en tan denigrante ocupación.

Aunque abolida la costumbre y desaparecida la jaula cuestatoria, perdura la miserable y triste condición de aquellos seres. Ya no les consentimos implorar a las puertas de la prisión la compasión y caridad de los transeúntes; pero aún no hemos borrado de nuestro código, tal vez para edificación y ejemplo de las edades venideras, esa ley justa y saludable que prescribe alimentar y vestir al felón desaprensivo y dejar morir de hambre y de frío a los deudores indigentes. No se trata de una ficción. No pasaría una semana sin que en todas nuestras prisiones por deudas sucumbieran fatalmente algunos de esos hombres, al cabo de las espantosas agonías de la necesidad, si no fuesen aliviadas y socorridas por sus compañeros de cárcel.

Revolviendo estas ideas en su magín, mientras subía la estrecha escalera a cuyo pie le dejara Roker, sintióse invadido Mr. Pickwick gradualmente por la más viva indignación; y era tanta la excitación ocasionada por estas reflexiones, que ya se había colado en la habitación que iba buscando, sin recordar el lugar en que se hallaba ni el objeto de su visita.

La apariencia general del recinto hízole al punto recobrarse; mas no bien cayó su mirada sobre un individuo que meditaba tristemente junto al mezquino fuego, dejó caer su sombrero y quedó paralizado y suspenso de asombro.

Sí; envuelto en andrajos y sin chaqueta, exhibiendo una camisa de percal amarillenta y hecha jirones, con el cabello sobre los ojos, desfigurado el rostro por los sufrimientos y aniquilado por el hambre, allí estaba Mr. Alfredo Jingle, con la cabeza sostenida por la mano, fijos los ojos en el fuego y ofreciendo todas las características de la postración y de la miseria.

Junto a él, apoyado contra la pared, con semblante distraído, había un robusto campesino, que a la sazón sacudía con un carcomido látigo de caza la alta bota que exornaba su derecho pie, y cuya izquierda extremidad aún calzaba una vieja zapatilla, ya que se vestía por descansadas etapas. Los caballos, los perros y el vino, todo ello revuelto, habíanle traído allí. La bota solitaria ostentaba una herrumbrosa espuela, que hacía chascar en el aire en tanto que azotaba su bota y musitaba las voces con que enardecen a los caballos los profesionales. En aquel momento debía de tomar parte en alguna reñida carrera imaginaria. ¡Pobre hombre! El más vertiginoso de sus corceles nunca le había arrastrado en tan veloz carrera como ésta, cuya meta estaba en la cárcel de Fleet.

En el lado opuesto de la estancia había un viejo sentado en un cajón de madera, con los ojos clavados en el suelo y con su faz desencajada por la más profunda y negra desesperación. Una niña, su nietecita, colgábase de él y procuraba atraer su atención con infantiles zalamerías; pero el anciano ni oía ni veía. Aquella voz, que fuera para él música, y aquellos ojos, que fueran su luz, caían sobre sus sentidos embotados. Sus miembros temblaban de fiebre y la parálisis habíase apoderado de su mente.

Veíase en la habitación a dos o tres hombres más, que charlaban en animado grupo. Una encorvada y adusta mujer, esposa de uno de los prisioneros, regaba con gran solicitud el desmedrado tallo de una planta marchita, que bien se veía no había de dar una hoja más; emblema, tal vez cierto, de la misión que aquélla venía a cumplir.

Tales fueron los objetos que ofreciéronse a la contemplación de Mr. Pickwick al tender en derredor su mirada sorprendida. El ruido de alguien que entraba atropelladamente fijó su atención. Volvióse hacia la puerta y toparon sus ojos con el recién llegado, en el cual reconoció, no obstante su desaliño y suciedad, los rasgos personales de Mr. Job Trotter.

—¡Mr. Pickwick! —exclamó en voz alta Job.

—¿Eh? —dijo Jingle, saltando de su asiento—. Mr. ... ¡Ah!, sí... sitio extraño... rara cosa... merecido...

Metió Mr. Jingle sus manos en aquel lugar de sus pantalones que en otro tiempo correspondiera a los bolsillos e, inclinando la barbilla sobre el pecho, acurrucóse en la silla.

Conmovióse profundamente Mr. Pickwick ante la mísera apariencia de aquellos dos hombres. La ansiosa e involuntaria mirada que lanzó Mr. Jingle sobre el trozo de cordero crudo que Job había traído consigo decía mucho más acerca de la deplorable situación en que se hallaban que dos horas de explicación verbal.

—Desearía hablarle a solas. ¿Quiere usted salir un instante?

—Ya lo creo —dijo Mr. Jingle, levantándose diligente—. No se puede ir muy lejos... no hay miedo de pasarse... parque cerrado... lindo paisaje... romántico, pero no muy extenso... abierto al público... la familia siempre está fuera... la portera no se distrae.

—Se ha olvidado usted de ponerse la chaqueta —dijo Mr. Pickwick, saliendo a la escalera con Mr. Jingle y cerrando la puerta del cuarto.

—¿Eh? —dijo Jingle—. Colgada... pariente querido... tío Tomás... no se pudo por menos... hay que comer... Exigencias de la naturaleza...

—¿Qué quiere usted decir?

—Que se fue, mi querido amigo... la última chaqueta... no se pudo evitar... quince días con un par de botas. Sombrilla de seda... puño de marfil... una semana... palabra... pregúntele a Job... él lo sabe bien.

—¡Que se ha pasado tres semanas viviendo de un par de botas y una sombrilla de seda con puño de marfil! —exclamó Mr. Pickwick, que sólo recordaba haber oído cosas semejantes en los naufragios o en los relatos de la policía.

—Exacto —dijo Jingle, moviendo la cabeza—. Casa de empeños... ahí están las papeletas... ínfimas sumas... nada... ¡Todos canallas!

—¡Ah —exclamó Mr. Pickwick, tranquilizado por la explicación—, ya lo entiendo! ¿Que ha empeñado usted su vestuario?

—Todo absolutamente... también lo de Job... volaron las camisas... no importa... ahora lavandera. Dentro de poco, nada... a la cama... el hambre... la muerte... Indagatoria... montón de huesos... pobre prisionero... ni lo necesario... silencio... los jurados... proveedores... se apaña bien... muerte natural... partida defunción... funeral de pobres... bien ganado... se acabó... abajo el telón.

Llevó a cabo Jingle esta sumaria exposición singularísima de sus esperanzas en la vida con su volubilidad habitual y con varias contorsiones del rostro en guisa de sonrisas. Comprendió Mr. Pickwick fácilmente que su alocado vivir había llevado su merecido, y mirándole fijamente, mas no con severidad, observó que sus ojos estaban humedecidos por las lágrimas.

—Buen amigo —dijo Jingle, estrechándole la mano y volviendo su rostro a otro lado—. Perro ingrato... llorar de niños... no puedo evitarlo... fiebre... debilidad... padecimiento... hambre. Merecidísimo... pero muy doloroso.

Imposibilitado de prolongar la falaz apariencia de despreocupación y vencido también por el esfuerzo desplegado a tal objeto, sentóse en los escalones el desdichado vagabundo, y, cubriéndose la faz con las manos, rompió a llorar como un chiquillo.

—Vamos, vamos —dijo Mr. Pickwick lleno de emoción—, veremos lo que puede hacerse cuando me haya enterado de todo. Job, ¿dónde está ese muchacho?

—Aquí, sir —respondió Job, presentándose en la escalera. Si le describimos en una ocasión con los ojos hundidos, en su actual situación miserable parecía que todos sus rasgos habíanse desvanecido definitivamente.

—Aquí, sir —exclamó Job.

—Vamos, sir —dijo Mr. Pickwick, esforzándose por mantener la severidad del tono, pero mostrando cuatro lagrimones que resbalaban sobre su chaleco—. Tome, sir.

¿Tome qué? Dados los antecedentes, esta frase sólo podía referirse a una bofetada. Teniendo en cuenta lo que es el mundo, debiera haber sido un soberbio puñetazo, porque Mr. Pickwick había sido engañado, estafado y ultrajado por el ente miserable que ahora estaba bajo su poder. ¿Diremos la verdad? Lo que había de tomar era algo salido del bolsillo del chaleco de Mr. Pickwick, que tintineó al caer en la mano de Job, acto que hubo de hacer brotar una chispa en la mirada y una congoja en el corazón de nuestro excelente amigo al alejarse rápido.

Ya de vuelta Sam, cuando Mr. Pickwick llegó a su cuarto, inspeccionaba los arreglos que se habían hecho para la comodidad de su amo y miraba en torno con una especie de maliciosa complacencia, que era por extremo pintoresca. Resuelto a no conformarse con que su amo permaneciera allí, parecía Mr. Weller considerar como un alto deber moral suyo no mostrarse satisfecho de nada que se hiciera, dijera, sugiriera o propusiera.

—Oye, Sam —dijo Mr. Pickwick.

—Sir —respondió Mr. Weller.

—¿Ha quedado bastante bien, verdad, Sam?

—Bastante bien, sir —respondió Sam, mirando en derredor con escéptico continente.

—¿Has visto a Mr. Tupman y a nuestros otros amigos?

—Sí, los he visto, sir, y vendrán mañana; por cierto que se extrañaron mucho al saber que no debían venir hoy —replicó Sam.

—¿Has traído las cosas que necesito?

Mr. Weller dio la respuesta señalando a varios envoltorios que había depositado con el mayor cuidado posible en un rincón de la estancia.

—Muy bien, Sam —dijo Mr. Pickwick, al cabo de una breve vacilación—; escúchame lo que voy a decirte, Sam.

—Escucho, sir —repuso Mr. Weller—; fuego, sir.

—He comprendido desde el primer momento, Sam —dijo Mr. Pickwick con gran solemnidad—, que no es éste lugar adecuado para traer a un joven.

—Ni a un viejo tampoco, sir —observó Mr. Weller.

—Tienes mucha razón, Sam —dijo Mr. Pickwick—; pero los viejos vienen aquí por imprudencia o locura, y los jóvenes tal vez vienen aquí traídos por el egoísmo de aquellos a quienes sirven. Lo más discreto para esos jóvenes, desde todos los puntos de vista, es que no permanezcan aquí, ¿me entiendes, Sam?

—Pues no, sir; no lo entiendo —replicó Mr. Weller con acento cazurro.

—Pues haz lo posible, Sam —dijo Mr. Pickwick.

—Bien, sir —repuso Sam después de una corta pausa—; me parece que lo adivino, y puesto que lo adivino, mi opinión es que eso que dice usted es un poco duro, como decía el mayoral del correo cuando le volcó el coche la borrasca de nieve.

—Ya veo que me comprendes, Sam —dijo Mr. Pickwick—. Aparte de mi deseo de que no estés ocioso en un lugar como éste durante los años venideros, me hago cargo de que es monstruosamente absurdo que un deudor de Fleet esté servido por un criado. Sam, es preciso que me dejes por algún tiempo.

—¡Oh, por algún tiempo! ¿Eh, sir? —repuso Mr. Weller con cierto sarcasmo.

—Sí, por el tiempo que haya de permanecer aquí —dijo Mr. Pickwick—. El salario te seguirá corriendo. Uno cualquiera de mis tres amigos se alegrará mucho de tomarte, aunque no sea más que por respeto a mi persona. Y si alguna vez saliera yo de aquí, Sam —añadió Mr. Pickwick con alegría ostensible—, si saliera, te doy mi palabra de que volverás a mi servicio inmediatamente.

—Pues ahora voy a decirle a usted una cosa, sir —dijo Mr. Weller con voz grave y solemne—, y es que eso no será; así que no me hable usted más de ello.

—Te lo digo en serio, y estoy resuelto, Sam —dijo Mr. Pickwick.

—¿Lo está usted, sir? —preguntó Mr. Weller con firmeza— Muy bien, sir. También yo.

Y diciendo esto, calóse el sombrero Mr. Weller con gran decisión y salió del cuarto bruscamente.

—¡Sam! —gritó Mr. Pickwick, llamándole—. ¡Sam! ¡Ven aquí en seguida!

Pero el eco de los pasos del fugitivo habíase extinguido en la galería. Sam Weller se había marchado.

43. En el que se relata cómo Samuel Weller se crea una situación difícil

En un salón destartalado, mal alumbrado y peor ventilado, que se halla en Portugal Street, de Lincoln’s Inn Fields, toman asiento durante casi todo el año uno, dos, tres o cuatro empelucados caballeros, según los casos, apoyando sus brazos en pequeños pupitres, construidos según la usanza de los jueces del Reino, un tanto deslustrados por el ludir incesante. Un estrado para los doctores levántase a la derecha; vese a la izquierda el banquillo de los insolventes, y un plano inclinado, guarnecido de rostros singularmente sucios, cierra el frente del recinto. Aquellos caballeros son los comisarios de la Audiencia de Insolventes, y la Audiencia de Insolventes es el nombre de la sala en que toman asiento.

Es, y ha sido desde tiempo inmemorial, el peculiar destino de esta Audiencia el de ser considerada, por general plebiscito de todos los hampones de Londres, como su punto de reunión y lugar de refugio cotidiano. Hállase atestado siempre. Los vapores de la cerveza y del alcohol ascienden perpetuamente al techo, y, condensados por el calor, caen por las paredes como lluvia. Hay en esta sala, en un instante cualquiera, más ropa vieja que la que se ofrece a la venta en el curso de un año en Houndsditch; más cutis sin lavar y más barbas cazcarriosas que las que pueden adecentar las bombas y las barberías de Tyburn y Whitechapel desde la aurora hasta el ocaso.

No vaya a creerse que alguno de estos concurrentes tiene allí ni sombra de asunto que ventilar, ni la conexión más remota con el lugar a que acude con asiduidad tan perseverante. De ser así, no habría de qué extrañarse y desaparecería lo singular y raro del fenómeno. Algunos duermen durante casi todo el tiempo que allí permanecen; otros llevan comestibles envueltos en pañuelos o escapándoseles de sus raídos bolsillos, y engullen y escuchan con el mismo afán; pero ni uno solo se ha sabido jamás que tenga el más ligero interés personal con el caso que allí se debate. Pase lo que pase, allí permanecen sentados desde el principio hasta el fin. En tiempo lluvioso entran hechos una sopa, y entonces las emanaciones de la sala recuerdan las de una charca infecta y cenagosa.

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