Los papeles póstumos del club Pickwick (86 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¡Alquilón!

—Sí, mi querido señor... hay aquí lo menos media docena. Le atestiguan a usted lo que le dé la gana por sólo media corona. Curiosa industria, ¿verdad? —dijo Perker, regalándose con un polvo de rapé.

—¡Cómo! ¿Quiere decir que esos hombres se ganan la vida como perjuros ante los jueces del Reino, al precio de media corona por delito? —exclamó Mr. Pickwick, estupefacto ante la revelación.

—Hombre, yo no sé si serán perjuros, mi querido señor —replicó el hombrecito—. Ésa es una palabra muy dura, mi querido señor, una palabra durísima. Se trata de una ficción legal, mi querido señor, y nada más.

Diciendo lo cual, se encogió de hombros el procurador, sonrió, tomó un segundo polvo y encaminóse al despacho del auxiliar del juez.

Era este despacho un aposento notoriamente sucio, bajo de techo y de viejo y deteriorado revestimiento mural, y tan lóbrego que, aun siendo pleno día en el exterior, ardían sobre los pupitres grandes velas de sebo. En uno de los extremos veíase la puerta que conducía al despacho del juez, y en sus inmediaciones congregábase una muchedumbre de procuradores y auxiliares, que iban siendo llamados por el orden en que se hallaban apilados sus asuntos respectivos. Cada vez que abríase la puerta para dejar salir un grupo abalanzábase violentamente hacia la entrada el que le seguía, y como, además de los innumerables diálogos que se cruzaban entre las personas que esperaban ver al juez, producíanse no pocas discusiones entre los que acababan de salir, reinaba todo el barullo y el ruido que pueda concebirse en un recinto de tan breves dimensiones.

Y no eran las conversaciones de aquellos caballeros los únicos ruidos que al oído llegaban. De pie sobre un cajón que se hallaba detrás de un mostrador situado en el fondo del antedespacho, había un escribiente con gafas que estaba «tomando los affidávits» que en grandes manojos eran llevados de tiempo en tiempo por otro escribiente a la firma del juez. Había un gran número de procuradores a quienes tomar juramento, y, dada la imposibilidad moral de tomárselo en conjunto, la pugna de aquellos caballeros por aproximarse al escribiente de las gafas recordaba la que se produce entre la multitud por ganar la puerta principal de un teatro cuando Su Graciosa Majestad se digna honrarlo con su presencia. Otro funcionario ponía a prueba de cuando en cuando sus pulmones, proclamando los nombres de los que estaban jurados, con objeto de entregarles sus affidávits, ya firmados por el juez, lo que daba origen a no pocos empujones; y todas estas cosas, produciéndose simultáneamente, ocasionaban todo el alboroto que pueda desear la persona más activa y diligente. Había, empero, otra laya de personajes, compuesta por los que aguardaban con objeto de hacerse presentes en las conferencias que sus jefes habían solicitado y que era potestativo atender o no en los procuradores de la parte contraria. La actuación de éstos consistía en gritar de tiempo en tiempo el nombre del procurador contrario, para cerciorarse de que no se encontraba allí sin conocimiento de ellos.

Por ejemplo, apoyado contra la pared, junto al asiento que ocupaba Mr. Pickwick, había un muchacho de catorce años, con voz de tenor; a su lado había un pasante, con voz de bajo.

Llegó un escribiente a escape con un paquete de papeles y comenzó a mirar a su alrededor.

—Sniggle y Blink —gritó el tenor.

—Porkin y Snob —gruñó el bajo.

—Stumpy y Deacon —dijo el recién llegado.

Nadie respondió; el primero que llegó después fue invocado por los tres anteriores, procediendo él a su vez a pregonar otra firma; otro requirió a poco en alta voz a quien buscaba, y así sucesivamente.

A todo esto, el de las gafas no daba paz a la mano extendiendo affidávits; el juramento se administraba maquinalmente, sin pararse en detalles de puntuación y, por lo general, en estos términos:

«Tome el libro con la mano derecha éste es su nombre y su letra usted jura que el contenido de este su affidávit es verdadero si es así Dios se lo premie un chelín tiene usted que cambiar porque yo no tengo.»

—Bien, Sam —dijo Mr. Pickwick—; yo creo que ya habrán tomado el
habeas corpus.

—Sí —dijo Sam—, y me gustaría que se trajeran el
habeas esqueletus.
Tiene poca gracia que le hagan a uno esperar aquí. En el tiempo que llevamos, ya tendría yo media docena de
habeas esqueletus
preparados, empaquetados y todo.

No sabríamos decir qué clase de artefacto voluminoso y difícil de manejar pensaba Sam que era un
habeas corpus.
En aquel momento salió Perker y llamó aparte a Mr. Pickwick.

Cumplidos los requisitos legales, el cuerpo de Samuel Pickwick fue en seguida confiado a la custodia de un alguacil, para ser conducido por éste a la prisión de Fleet Street, donde debía quedar detenido hasta haber pagado o satisfecho el importe de la indemnización y las costas del proceso Bardell.

—Y eso —dijo sonriendo Mr. Pickwick— va para largo. Sam, vete por un coche. Perker, mi querido amigo, adiós.

—Yo iré con usted y le dejaré instalado allí —dijo Perker.

—En realidad —repuso Mr. Pickwick—, preferiría ir acompañado solamente de Sam. Tan pronto como me encuentre instalado, le escribiré diciéndoselo y citándole. Hasta entonces, adiós.

Diciendo esto, Mr. Pickwick subió al coche que acababa de llegar, seguido del alguacil. Acomodado Sam en el pescante, partió el vehículo.

—¡Qué hombre tan extraordinario! —dijo Perker mientras se calzaba los guantes.

—Vaya un concursado que haría, sir —observó Mr. Lowten, que no estaba lejos—. ¡Cómo les quemaría la sangre a los acreedores! Hubiera sido capaz de desafiarles en cuanto ellos le hablaran de procesarle.

No pareció muy halagado el procurador con esta apreciación profesional del carácter de Mr. Pickwick, porque se alejó al punto sin dignarse contestar.

Recorrió el coche toda Fleet Street como cualquier coche de punto. Los caballos «iban mejor», al decir del cochero, cuando tenían algo delante (¡qué paso no habrían de llevar de hallar el camino libre! ), por lo cual hizo que el vehículo marchara a la zaga de un carro; cuando el carro paraba, paraba el coche, y cuando el carro se ponía en camino, reanudaba el coche su marcha. Mr. Pickwick se sentaba frente al alguacil, y el alguacil, sentado, con el sombrero entre las rodillas, silbaba un aire popular y miraba por la ventanilla.

Pero el tiempo opera verdaderas maravillas. Con la ayuda poderosa de un anciano, hasta un coche de punto es capaz de tragarse media milla de camino. Detuviéronse al fin, y Mr. Pickwick se apeó ante la puerta de Fleet.

Mirando hacia atrás el alguacil para cerciorarse de que le seguía su detenido, precedió a Mr. Pickwick; doblando a la izquierda, a poco de entrar, llegaron, después de trasponer una puerta que hallaron abierta, a un vestíbulo, en cuyo fondo había una puerta de hierro que daba frente a la primera que cruzaran y que estaba guardada por un obeso portero que tenía la llave en la mano. Esta puerta daba acceso al interior de la prisión.

Allí se detuvieron, mientras el alguacil entregaba su documentación, y allí se le dijo a Mr. Pickwick que había de permanecer hasta cumplirse la ceremonia denominada por los iniciados «del retrato».

—¡Retratarme! —dijo Mr. Pickwick.

—Tomarle la fisonomía, sir —replicó el obeso carcelero— Somos aquí magníficos retratistas. Lo hacemos en un periquete, y siempre resulta exacto. Entre, sir, y siéntese cómodamente.

Sentóse Mr. Pickwick, defiriendo la invitación que se le hacía, y Mr. Weller, que se había situado detrás de la silla que ocupaba su amo, le dijo por lo bajo que lo del retrato era una manera como otra cualquiera de someterse a la inspección de los vigilantes para que éstos pudieran distinguir a los prisioneros de los extraños a la casa.

—Bien, Sam —dijo Mr. Pickwick—; pues que vengan los artistas. Esto es estar en medio de la calle.

—Me parece que no han de tardar mucho en hacerlo —replicó Sam—. Un reloj de pesas, sir.

—Ya lo veo —observó Mr. Pickwick.

—Y una jaula de pájaro, sir —dijo Sam—: Es una prisión dentro de otra prisión, ¿verdad, sir?

Mientras Mr. Weller se ocupaba de producir esta observación filosófica; diose cuenta Mr. Pickwick de que había comenzado la ceremonia del retrato. Relevado de la puerta el gordo carcelero, sentóse y empezó a mirarle detenidamente, en tanto que un hombre larguirucho, que ocupaba el puesto del gordo, con las manos cruzadas bajo los faldones de la casaca, plantábase frente a Mr. Pickwick y le contemplaba largamente. Un tercero, de faz adusta, cuyo té debía haberse interrumpido inoportunamente, porque conservaba en la mano un resto de tostada, estacionóse junto a Mr. Pickwick y, apoyando sus manos en las caderas, inspeccionólo escrutadoramente. Otros dos acercáronse al grupo y estudiaron cuidadosamente los rasgos fisonómicos del caballero. Mr. Pickwick sintióse bastante molesto durante la operación y pareció agitarse inquieto en su silla; pero se guardó de formular la más leve protesta mientras se celebraba la ceremonia, sin dirigir siquiera la palabra a Sam, que reclinado en el respaldo de la silla y meditando en la situación de su amo, no dejaba de pensar en la satisfacción que habría de proporcionarle lanzarse en brusco asalto sobre los carceleros allí congregados, de haber sido su anhelo compatible con la ley.

Concluido al cabo el retrato, participóse a Mr. Pickwick que podía ingresar en la prisión.

—¿Dónde voy a dormir esta noche? —preguntó Mr. Pickwick.

—Pues lo que es esta noche no sé decirle —replicó el obeso clavero—. Mañana se le emparejará con alguno y estará usted cómodo. La primera noche se pasa mal generalmente; pero mañana todo se arreglará.

Después de alguna discusión, se supo que uno de los vigilantes disponía de una cama para alquilar, que podría servir a Mr. Pickwick para aquella noche. Éste se prestó gustoso a alquilarla.

—Si quiere usted venir conmigo, se la enseñaré —dijo el hombre—. No es muy ancha que digamos, pero se puede dormir en ella. Por aquí, sir.

Traspusieron la verja del vestíbulo y bajaron un corto tramo de escalera. Giró la llave después de pasar ellos, y Mr. Pickwick encontróse por primera vez en su vida entre los muros de una prisión por deudas.

41. Lo que observó Mr. Pickwick al ingresar en la prisión de Fleet; los prisioneros que vio allí, y cómo pasó la noche

Mr. Tomás Roker, que era el que había acompañado a Mr. Pickwick al ingresar en la prisión, volvió hacia la derecha, al llegar al fin del corto tramo de escaleras, y condujo al prisionero, después de atravesar una verja que estaba abierta y de subir otra corta escalera, a una estrecha y larga galería, sucia y baja de techo, ensolada con piedras y pobremente iluminada por una serie de distanciadas claraboyas.

—Ésta —dijo el carcelero, metiéndose las manos en los bolsillos y mirando con indiferencia a Mr. Pickwick—, ésta es la escalera del departamento central.

—¡Oh! —repuso Mr. Pickwick, al ver una oscura y húmeda escalera, que parecía dar acceso a una serie de sombrías cuevas subterráneas—. Y aquéllas serán, supongo yo, las pequeñas celdas donde los prisioneros guardan sus escasas provisiones de carbón. Son bien poco gratos lugares para tener que andar por ellos, pero muy convenientes, sin embargo.

—Sí, ya lo creo que son convenientes —replicó el vigilante—, si se tiene en cuenta que en ellas viven muchos tan ricamente. Es lo que se llama la Feria.

—¡No querrá usted decir, amigo mío —dijo Mr. Pickwick—, que esos mezquinos cuchitriles sirven de albergue a seres humanos!

—¿Que no? —replicó Mr. Roker con enojado talante—. ¿Por qué no habrían de servir?

—¡De viviendas! ¡Vivir ahí! —exclamó Mr. Pickwick.

—¡Vivir ahí, sí, y también morir ahí con mucha frecuencia! —repuso Mr. Roker—. ¿Y qué tiene de extraño? ¿Quién ha de decir nada en contra? Vivir ahí, sí, y es un magnífico sitio para vivir.

Advirtiendo que Roker se volvió un tanto amostazado al decir esto, además de musitar unas cuantas interjecciones, relativas a sus propios ojos, miembros y sangre circulante, no consideró prudente Mr. Pickwick dar mayor extensión a su comentario. A poco comenzó Mr. Roker a subir otra escalera, tan sucia como la que les había conducido al lugar que diera origen a la discusión, seguido inmediatamente de Mr. Pickwick y de Sam.

—Aquélla —dijo Mr. Roker, deteniéndose jadeante no bien llegaron a otra galería de dimensiones análogas a la de abajo— es la escalera del café; la que está inmediatamente encima de nosotros es la tercera, y luego viene la superior; y la habitación en que va usted a dormir esta noche es lo que se llama sala del guarda, y se va por aquí... Vamos.

Dicho esto con respiración anhelosa, subió Mr. Roker otra escalera, seguido siempre de Mr. Pickwick y de Sam Weller.

Estas escaleras recibían la luz de diversas ventanas, situadas a poca distancia del suelo y que dejaban ver un patio empedrado, cerrado por altas paredes de ladrillo, con erizado caballete de hierro. Este patio era, al decir de Mr. Roker, el patio de juego, y, según el mismo vigilante, había en aquella parte de la prisión, que correspondía a Farringdon Street, otro patio más pequeño, denominado «el patio de las pinturas» por el hecho de haber ostentado sus muros las figuras de varios barcos de guerra navegando a toda vela, y otras obras de arte, ejecutadas en tiempos pretéritos por algún dibujante prisionero en sus horas de ocio.

Una vez comunicado este interesante detalle, más con propósito de desahogar su pecho dando salida a una noticia importante que con el designio expreso de ilustrar a Mr. Pickwick, llegado el guía a otra galería penetró en un estrecho pasillo, abrió una puerta y ofrecióse a la vista un aposento de aspecto nada grato, que contenía ocho o nueve camas de hierro.

—Ésta —dijo Mr. Roker, abriendo la puerta y mirando triunfante a Mr. Pickwick—, ésta es la habitación.

Tan ligera satisfacción denotó, sin embargo, el rostro de Mr. Pickwick ante la apariencia de su aposento, que Mr. Roker, deseoso de descubrir una sensación recíproca, miró a Samuel Weller, que hasta entonces habíase limitado a observar con silenciosa dignidad.

—Ése es un dormitorio, joven —observó Mr. Roker.

—Ya lo veo —replicó Sam, volviendo la cabeza rápidamente.

—¿No pensaría usted encontrar una habitación como ésta en el hotel Farringdon? —dijo Mr. Roker con sonrisa complacida.

A esto replicó Mr. Weller con un imperceptible y natural guiño, que podía significar o que lo había pensado, o que no lo había pensado, o que nunca se le había ocurrido meditar acerca de semejante cosa, según conviniera a la imaginación del que observara el gesto. Hecho el gesto y luego de abrir el ojo, Mr. Weller procedió a inquirir cuál era el lecho que Mr. Roker describiera de modo tan optimista.

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