Los papeles póstumos del club Pickwick (41 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Al cabo de unos minutos de silencio, Mr. Dodson, que era un hombre gordo, grasiento, de severo continente y voz dominante, entró en la habitación y dio principio el diálogo.

—Éste es Mr. Pickwick —dijo Mr. Fogg.

—¡Ah! ¿Es usted el demandado en el asunto Bardell-Pickwick? —dijo Dodson.

—Yo soy—respondió Mr. Pickwick.

—Bien, sir —dijo Dodson—. ¿Y qué es lo que usted propone?

—¡Eso es! —dijo Fogg, metiéndose las manos en los bolsillos de su pantalón y retrepándose en su silla—. ¿Qué es lo que usted propone, Mr. Pickwick?

—¡Chist, Fogg! —dijo Dodson—. Déjeme oír a Mr. Pickwick.

—He venido, señores —dijo Mr. Pickwick, mirando plácidamente a los dos socios—, he venido, señores, a manifestar la sorpresa que me ha producido recibir su carta del otro día y a inquirir qué fundamentos tiene la demanda.

—Los fundamentos...

Era todo lo que se había permitido exponer Fogg cuando fue atajado por Dodson.

—Mr. Fogg —dijo Dodson—, voy a hablar.

—Dispense, Mr. Dodson —dijo Fogg.

—En cuanto a los fundamentos de la demanda, sir —prosiguió Dodson con aire de gran elevación moral—, consulte usted a su propia conciencia y a sus personales sentimientos. Nosotros, sir, nosotros nos guiamos exclusivamente por la afirmación de nuestro cliente. Esa afirmación, sir, puede ser cierta, o puede ser falsa; puede ser fidedigna, o puede no ser fidedigna; mas, si es cierta y si es fidedigna, no vacilo en decir, sir, que los fundamentos de nuestra demanda, sir, son fuertes e inconmovibles. Usted puede ser un infeliz, sir, o puede ser un hombre astuto; pero si se me requiriera como jurado sobre mi palabra, para emitir una opinión acerca de su conducta, sir, no vacilo en afirmar que no abrigaría acerca de ella más que una sola opinión.

Aquí se irguió Mr. Dodson, adoptando el continente de un hombre cuya virtud se siente ultrajada, y miró a Fogg, el cual metió aún más sus manos en los bolsillos, y moviendo su cabeza con aire de prudencia, dijo en tono de la más ferviente aprobación:

—Indudablemente.

—Bien, sir —dijo Mr. Pickwick, mostrando en su semblante la más viva contrariedad—, me permitirá usted que le asegure que yo soy el más inocente de los hombres por lo que a este asunto se refiere.

—No diré que no lo sea, sir —replicó Dodson—; confío en que puede usted serlo, sir. Si es usted en realidad inocente de lo que se le imputa, es usted el hombre más infortunado que en mi opinión pueda existir. ¿Qué le parece a usted, Mr. Fogg?

—Yo creo precisamente lo mismo que usted —replicó Fogg con sonrisa de incredulidad.

—El escrito, sir, que inicia la demanda —prosiguió Dodson— fue presentado en regla. Mr. Fogg, ¿dónde está el libro de registros?

—Aquí está —dijo Mr. Fogg, sacando un voluminoso libro con cubierta de pergamino.

—Aquí está la entrada —continuó Dodson—. «Middlesex, por orden de Marta Bardell, viuda, contra Samuel Pickwick. Indemnización, 1.500 libras. Apoderados de la demandante: Dodson y Fogg. Agosto, 28,1830.» Todo en regla, sir.

Tosió Dodson y miró a Fogg, que dijo: «Todo en regla». Luego ambos se quedaron mirando a Mr. Pickwick.

—¿Creo entender, por lo tanto —dijo Mr. Pickwick—, que tienen ustedes la intención de seguir la acción?

—¿Cree entender, sir? Puede usted estar seguro —replicó Dodson, sonriendo todo cuanto se lo permitía su solemnidad.

—¿Y que la indemnización se ha fijado en mil quinientas libras? —dijo Mr. Pickwick.

—A lo cual puede usted añadir la certeza de que, si hubiéramos podido influir sobre nuestro cliente, la indemnización se hubiera triplicado, sir —dijo Dodson.

—Y me parece haber oído decir a la señora Bardell —dijo Fogg, fijando sus ojos en Dodson— que no se contentaría con un penique menos.

—¡Ah!, indudablemente —replicó Dodson con gran severidad; pues debe advertirse que, hallándose el asunto muy al principio, no hubiera convenido en modo alguno facilitar que Mr. Pickwick llegara a una transacción, aunque estuviese dispuesto a ello—. En vista de que usted ni siquiera ofrece sus condiciones, sir —dijo Dodson, desplegando un pergamino que tenía en la mano derecha y entregando afectuosamente a Mr. Pickwick con la izquierda una copia del mismo—, creo favorecerle poniendo en sus manos una copia de este escrito, sir. Éste es el original, sir.

—Muy bien, señores, muy bien —dijo Mr. Pickwick, levantándose y montando en cólera al propio tiempo—: se entenderá con ustedes mi procurador, señores.

—Será para nosotros una dicha —dijo Fogg, frotándose las manos.

—Muy grande —dijo Dodson, abriendo la puerta.

—Y antes de marcharme, señores —dijo excitadísimo Mr. Pickwick, girando sobre sí mismo—, permítanme decirles que de todos estos miserables y canallescos procedimientos...

—Alto, sir, alto —interrumpió Dodson con gran compostura—. Mr. Jackson, Mr. Wicks...

—Sir —dijeron los dos pasantes, asomándose por el fondo de la escalera.

—No quiero más sino que oigan lo que dice este caballero —replicó Dodson—. Siga, sir, se lo suplico... ¿Miserables y canallescos procedimientos ha dicho usted, creo?

—Sí —dijo Mr. Pickwick, indignándose progresivamente—. Dije, sir, que entre todos los miserables y canallescos procedimientos que hasta ahora se han seguido, es éste el peor. Lo repito, sir.

—¿Oye usted esto, Mr. Wicks? —dijo Dodson.

—¿No olvidará usted esas frases, Mr. Jackson? —dijo Fogg.

—Y aun puede que quiera usted llamarnos estafadores, sir —dijo Dodson—. Dígalo, sir, si es que lo desea; dígalo, sir.

—Lo digo —dijo Mr. Pickwick—: son ustedes unos estafadores.

—Muy bien —dijo Dodson—. ¿Oyen ustedes desde abajo, Mr. Wicks?

—Sí, sir —dijo Wicks.

—Lo mejor era que subiera usted uno o dos escalones, si es que no lo oye bien —exclamó Mr. Fogg—. Prosiga, sir, prosiga. Ya puede usted llamarnos ladrones, sir. O quién sabe si desearía pegar a uno de nosotros. Hágalo, sir... si así lo desea; no haremos la más pequeña resistencia. Hágalo, sir.

Colocóse provocativamente al alcance del puño crispado de Mr. Pickwick, y es indudable que hubiera este caballero complacido su anhelo vivísimo de no haber intervenido Sam, que, al oír la disputa, salió del despacho, subió las escaleras y detuvo el brazo de su amo.

—Salta usted en seguida —dijo Mr. Weller—. Es muy bonito el juego de raquetas y volantes, menos cuando es usted el volante y las raquetas dos abogados, porque entonces se hace demasiado irritante para ser divertido. Vamos, sir, si quiere usted desahogarse abofeteando a alguno, salga al patio y deme a mí un puñetazo; pero eso es demasiado caro para hacerlo aquí.

Y sin más ceremonias hizo Mr. Weller bajar a su amo las escaleras, cruzar el patio, y después de situarle ya en seguridad en Cornhill, le siguió, dispuesto a ir con él adonde quisiera llevarle.

Mr. Pickwick empezó a pasear distraídamente, cruzó por detrás de la Mansion House y enderezó sus pasos por Cheapside. Sam empezaba a preguntarse adónde se dirigían, cuando su amo se volvió, y dijo:

—Sam, voy en seguida a buscar a Mr. Perker.

—Ahí es precisamente adonde debía usted haber ido anoche, sir —repuso Mr. Weller.

—Eso creo, Sam —replicó Mr. Pickwick.

—Ya lo sé yo —dijo Mr. Weller.

—Bien, bien, Sam —replicó Mr. Pickwick—, en seguida vamos; pero como me encuentro bastante sofocado, me gustaría primero tomar una copa de aguardiente con agua, Sam. ¿Dónde podré tomarla, Sam?

Era tan ilimitado y notable el conocimiento que tenía de Londres Mr. Weller, que replicó sin vacilar lo más mínimo:

—La segunda manzana a mano derecha... la penúltima casa de esta misma acera... siéntese junto a la mesa que hay al lado de la primera chimenea, porque ésa no tiene pata en medio, como las otras, lo que es muy molesto.

Mr. Pickwick ejecutó ciegamente las indicaciones de su criado, y ordenando a Sam que le siguiera entró en la taberna señalada, donde en un periquete le pusieron delante el aguardiente y el agua; en tanto que Mr. Weller, sentado a respetuosa distancia, aunque en la misma mesa de su amo, se las hubo con una pinta de cerveza.

Era el establecimiento de aspecto ordinario y tosco y veíase aparentemente favorecido por una parroquia de cocheros de punto; pues varios caballeros, que por su catadura debían de pertenecer a esta culta profesión, estaban bebiendo y fumando en diferentes mesas. Había entre ellos uno rubicundo y obeso, ya de alguna edad, sentado junto a una de las mesas opuestas, que atrajo la atención de Mr. Pickwick. Hallábase el hombre gordo fumando con gran avidez, pero entre cada media docena de bocanadas quitábase la pipa de la boca y miraba primero a Mr. Weller y luego a Mr. Pickwick. En seguida ocultaba en el vaso toda la parte de su rostro que en él cabía y nuevamente miraba a Sam y a Mr. Pickwick. Otra media docena de bocanadas con aire de honda meditación y otra mirada. Por último, el hombre gordo, levantando las piernas y apoyándose contra la pared, empezó a fumar incesantemente y a contemplar a los recién llegados a través del humo, como si hubiera tomado la resolución de mirarles hasta hartarse.

Las primeras evoluciones del hombre gordo habían escapado a la observación de Mr. Weller; mas como viese que los ojos de Mr. Pickwick se dirigían de cuando en cuando hacia aquel hombre, empezó a mirarle también, poniéndose la mano sobre los ojos, cual si quisiera reconocerle y se propusiera cerciorarse de su identidad. Pronto se disiparon sus dudas, porque el hombre gordo, después de producir con su pipa una espesa nube, dejó oír una ronca voz, que parecía un raro esfuerzo de ventriloquía, y que salía de la enorme bufanda que abrigaba su pecho y garganta, articulando estas palabras:

—¡Eh, Sammy!

—¿Qué es eso, Sam? —preguntó Mr. Pickwick.

—Calle, no lo hubiera creído, sir —replicó Mr. Weller, con ojos de asombro—. Es el viejo.

—¿El viejo? —dijo Mr. Pickwick—. ¿Qué viejo?

—Mi padre, sir —replicó Mr. Weller—. ¿Cómo va, viejo? Con una hermosa explosión de afecto filial preparó Mr. Weller las sillas de al lado para el hombre gordo, que se adelantaba a saludarle con la pipa en la boca y el vaso en la mano.

—¿Qué hay, Sammy? —dijo el padre—. Hace más de un año que no te veo.

—Así es, viejo perdulario —replicó el hijo—. ¿Cómo está la madrastra?

—Te diré, Sammy —dijo Mr. Weller padre con gran solemnidad de ademanes—; no ha existido una mujer más encantadora, como viuda, que ésta con la que me he casado por segunda vez...; era una criatura amabilísima, Sam; lo que te puedo decir de ella es que era una viuda tan agradable, que ha sido una gran lástima que haya cambiado de estado. No sirve para esposa, Sammy.

—¿No, eh? —preguntó Mr. Weller hijo.

Y el anciano Weller movió su cabeza, replicando con un profundo suspiro.

—Me he precipitado, Sammy, me he precipitado. Toma ejemplo de tu padre, hijo mío, y ándate con cuidado con las viudas, sobre todo si han tenido establecimiento de bebidas, Sam.

Y después de pronunciar Mr. Weller padre este consejo paternal, en tono patético, encebó su pipa con el tabaco que llevaba en una caja de estaño, y sacudiendo las cenizas de la anterior provisión, empezó a fumar furiosamente.

—Dispense, sir —dijo, cambiando de conversación y dirigiéndose a Mr. Pickwick después de una breve pausa—; no se ofenderá, supongo, sir. ¡Me figuro que no habrá usted agarrado ninguna viuda, sir!

—Yo no —replicó Mr. Pickwick, riéndose.

Y en tanto que reía Mr. Pickwick, Mr. Sam Weller informó a su padre por lo bajo acerca de las relaciones que le ligaban a aquel caballero.

—Dispense, sir —dijo Mr. Weller padre, quitándose el sombrero—: espero que no habrá faltado en nada Sammy.

—Absolutamente en nada —dijo Mr. Pickwick.

—Encantado de oírle, sir —replicó el anciano—. Me costó muchos quebraderos de cabeza su educación, sir: dejarle correr por las calles cuando era pequeño y campar por sus respetos. Es el único medio de lograr que un chico se despabile, sir.

—Tal vez sea algo peligroso, creo yo —dijo Mr. Pickwick, con una sonrisa.

—Y no del todo seguro —añadió Mr. Weller—; el otro día me la dieron bien.

—¡Cómo! —dijo su padre.

—De verdad —dijo Sam.

Y procedió a contarle del modo más breve posible cómo se había dejado engañar por las estratagemas de Job Trotter. Escuchó Mr. Weller padre con la más profunda atención el relato, y dijo al acabar:

—¿No era uno de esos mozos delgado y alto, con pelos largos y con el habla muy atropellada?

Aunque no estuviera Mr. Pickwick muy seguro de la identidad de la referencia, dijo que sí a la ventura.

—¿No era el otro un muchacho de cabello negro, y no llevaba librea castaña, y no tenía una cabezota muy ancha?

—Sí, sir, él es —dijeron Mr. Pickwick y Sam, llenos de ansiedad.

—Entonces ya sé dónde están —dijo Mr. Weller—: los dos están en Ipswich perfectamente.

—¡Cómo! —dijo Mr. Pickwick.

—Sin duda —dijo Mr. Weller—, y les diré cómo lo he sabido. Yo llevo un coche de Ipswich de cuando en cuando sustituyendo a un amigo mío. Lo llevé precisamente el día siguiente de la noche en que usted cogió el reuma, y en El Negro de Chelmsford..., que era el sitio adonde ellos se habían dirigido, les tomé para Ipswich, donde el criado ese de la librea castaña me dijo que se quedarían por mucho tiempo.

—Voy a seguirle —dijo Mr. Pickwick—; después de todo, nos da lo mismo ver Ipswich que cualquier otra población. Voy a seguirle.

—¿Está usted seguro de que eran ellos, mi amo? —preguntó Mr. Weller hijo.

—Completamente, Sammy, completamente —respondió su padre—; porque su aspecto es muy raro, además de que me extrañó la familiaridad que había entre amo y criado; y hay más, pues cuando se sentaron frente a frente en el coche les oí reírse y celebrar cómo se la habían dado al viejo soplón.

—¿Al viejo qué? —preguntó Mr. Pickwick.

—Viejo soplón, sir; con lo cual no dudo que se referían a usted, sir.

No hay nada positivamente infamante u ofensivo en el apelativo de «soplón»; pero no es en modo alguno una designación halagüeña ni respetuosa. Habiéndose amontonado en el recuerdo de Mr. Pickwick, desde el momento en que empezara a hablar Mr. Weller, todos los ultrajes que había recibido de Jingle, sólo faltaba una pluma para hacer caer la balanza, y esta pluma fue la palabra «soplón».

—Le seguiré —dijo Mr. Pickwick, dando en la mesa un resuelto puñetazo.

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