Los papeles póstumos del club Pickwick (39 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Siguieron andando despacio, y despacio hubieran avanzado si Mr. Winkle, a consecuencia de una complicada maniobra ejecutada con su escopeta, no hubiera disparado sin querer, en el más crítico instante, cuando tenía el cañón precisamente sobre la cabeza del chico y apuntando exactamente al mismo sitio en que habría estado la del alto guarda, de ocupar el lugar del mozo.

—Caramba, ¿pero a qué viene ahora eso? —dijo Wardle, en tanto que los pájaros volaban ilesos.

—En mi vida he visto una escopeta como ésta —replicó el pobre Winkle, mirando al disparador, como si esto de algo sirviera—. Se dispara cuando le da la gana.

—¡Cuando le da la gana! —repitió Mr. Wardle, con acento de reprimido enojo—. Ojalá le diera la gana de matar algo.

—Ya matará dentro de poco, sir —observó el guarda en tono quedo y profético.

—¿Qué quiere usted decir con eso, sir? —inquirió Mr. Winkle amostazado.

—No se preocupe, no se preocupe, sir —replicó el alto guarda—; yo no tengo familia, sir, y a la madre de este chico ya le dará alguna cosa importante sir Geoffrey por haber muerto su hijo en la finca. Cargue, cargue otra vez, sir.

—Que le quiten la escopeta —gritó desde la carretilla Mr. Pickwick, poseído del más hondo terror, ante la insinuación profética del guarda—. Que le quiten la escopeta, ¿oyen?

Ninguno se decidió a obedecer la orden, y después de lanzar Mr. Winkle sobre Mr. Pickwick una mirada rencorosa, cargó de nuevo su escopeta y siguió a los demás.

Ateniéndonos al autorizado testimonio de Mr. Pickwick, hemos de dejar sentado que los procedimientos de Mr. Tupman denotaban mucha mayor prudencia y más cautela que los seguidos por Mr. Winkle. Pero esto en nada merma la gran autoridad del último en materias cinegéticas, ya que, según hace observar con admirable perspicacia Mr. Pickwick, viene ocurriendo desde tiempo inmemorial que los más grandes y sagaces filósofos, aun hallándose asistidos de todas las claridades de la ciencia en cuestiones de teoría, se han visto en la imposibilidad de llevarlas a la práctica.

El sistema de Mr. Tupman, como la mayoría de nuestros más sublimes descubrimientos, era de una sencillez extremada. Con la rapidez y penetración características de todo hombre de genio, se había hecho cargo desde el primer momento de que los dos puntos más importantes que precisaba resolver eran: primero, disparar sin herirse a sí mismo, y segundo, hacerlo sin peligro de los acompañantes. De manera que, una vez solventada la dificultad fundamental de disparar, lo que había que hacer era cerrar bien los ojos y hacer fuego al aire.

Procediendo Mr. Tupman de esta suerte, una de las veces, al abrir los ojos, vio una hermosa perdiz en el momento de caer herida al suelo. Disponíase a felicitar a Mr. Wardle por su constante acierto, cuando este mismo caballero se le acercó y le estrechó la mano calurosamente.

—Tupman —dijo el viejo—, ¿ha elegido usted ese pájaro?

—No —dijo Mr. Tupman—, no.

—Sí —dijo Wardle—, le he visto a usted hacerlo... vi cómo la escogía usted... me fijé en que levantó usted la escopeta expresamente para ella, y he de añadir que no lo hubiera hecho mejor el tirador más consumado. Es usted veterano en esto; más de lo que yo pensaba, Tupman; no es la primera vez.

Fue inútil que afirmara Mr. Tupman, sonriendo, no haberlo hecho nunca. La misma sonrisa fue interpretada como prueba evidente de lo contrario, y desde aquel momento quedó consolidada su reputación. No era la única reputación que se conquista a tan poca costa, ni estas venturosas circunstancias se concitan solamente en las cacerías de perdices.

Entre tanto Mr. Winkle disparaba, flameaba y lanzaba humo por doquier sin obtener ningún resultado material digno de registrarse; a veces lanzaba la carga al aire, y otras la enviaba tan a ras del suelo, que ponía en situación sumamente precaria las vidas de los dos perros. En cuanto a originalidad en sus normas de caza, era curioso y variadísimo; como ejemplo de puntería, tal vez, en definitiva, constituyera un fracaso. Es un axioma establecido el de que «cada bala tiene su blanco». Mas si se aplica en todas sus partes al arte de la caza, es indudable que las de Mr. Winkle se veían privadas de sus derechos reconocidos y se perdían en el aire yendo a parar a cualquier sitio.

—Bien —dijo Mr. Wardle, marchando al lado de la carretilla y enjugando los chorros de sudor que le brotaban de su faz risueña—. ¿Día sofocante, verdad?

—Así es, en efecto —replicó Mr. Pickwick—. El sol calienta horriblemente hasta a mí mismo. No sé cómo pueden ustedes soportarlo.

—¡Bah! —dijo el viejo caballero—, calor agradable. Pero son más de las doce. ¿Ve usted aquel verde montecillo?

—Perfectamente.

—¡Aquél es el sitio en que vamos a comer!; ¡y, por Júpiter, que allí está el muchacho con la cesta, puntual como un reloj!

—Allí está —dijo Mr. Pickwick, resplandeciendo de alegría—. Buen chico. Le voy a dar un chelín en seguida. Sam, vamos allá.

—Agárrese, sir —dijo Mr. Weller, animado con la esperanza del refrigerio—. Paso, joven de las correas. Si en algo estimas mi preciosa vida, no me hagas volcar, como decía el caballero al cochero que le conducía a Tyburn.

Y apresurando su marcha hasta convertirla en carrera, condujo Mr. Weller a su amo rápidamente al verde montecillo, le depositó con destreza junto a la cesta y procedió a vaciarla con la mayor diligencia.

—Empanada de ternera —se dijo a sí mismo Mr. Weller, mientras disponía sobre la hierba los comestibles—. Es una gran cosa la empanada de ternera cuando se conoce la señora que lo ha hecho y se está seguro de que no es de gato; aunque después de todo nada importa cuando se parecen tanto a las de ternera que ni el mismo que las hace nota luego la diferencia.

—¿No la nota, Sam? —dijo Mr. Pickwick.

—No, sir —respondió Sam, llevándose la mano al sombrero—. Yo viví en la misma casa que uno de estos salchicheros, sir, y era un hombre notable... Un mozo listo... Hacía empanadas de todo lo que podía. «¿Cuántos gatos tiene usted, Mr. Brooks?», le dije, cuando ya me hice íntimo de él. «¡Ah!», dijo, «tengo muchos». «A usted deben gustarle mucho los gatos», le dije. «No sólo a mí», me dijo, «pero su época es el invierno». «¿No es ahora tiempo de ellos?», dije. «No», dijo; «cuando viene la fruta, nada de gatos». «¿Cómo? ¿Qué dice usted?», le dije yo. «¿Que qué digo?», dijo él. «Que yo no les hago el juego a los carniceros para mantener elevado el precio de la carne. Mr. Weller», dijo, apretando mi mano muy fuerte y hablándome por lo bajo, «no se lo diga usted a nadie; pero todo consiste en el condimento. Todo se hace con esos nobles animales», me dijo señalando a un gatillo, «y yo hago con ellos vaca, riñones o ternera, según lo que pide el público. Y más aún», dijo: «¡Yo puedo hacer ternera de vaca, o vaca de riñones y carnero con cualquiera de esas cosas a los tres minutos de pedírmelos, según el mercado y los cambios del gusto!».

—Debía de ser un joven de recursos ese mozo, Sam —dijo Mr. Pickwick con un ligero estremecimiento.

—Sí que lo era, sir —dijo Mr. Weller, prosiguiendo su tarea de desocupar la cesta—; y las empanadas eran magníficas. Lengua; esto es muy bueno, siempre que no sea de mujer. Pan... jamón; parece pintado... Fiambre de vaca en lonjas, muy bien. ¿Qué hay en esas dos bombonas de barro, joven alfeñique?

—En una, cerveza —dijo el muchacho, sacando de su mochila dos canecos atados por una correa—, y en la otra, ponche frío.

—He aquí una comida bien dispuesta —dijo Mr. Weller, echando una ojeada de satisfacción sobre los manjares preparados—. Ahora, caballeros, a ellos, como dijo el inglés al francés cuando calaron las bayonetas.

No fue precisa la segunda llamada para que los excursionistas hicieran a la comida cumplida justicia, ni tampoco se hicieron rogar mucho Mr. Weller, el corpulento guarda y el muchacho para sentarse en la hierba, no lejos de los cazadores, y dar buena cuenta de la considerable porción de viandas que se les entregó. Un roble secular proporcionaba al grupo gratísima sombra, y una hermosa perspectiva de siembras y prados, interrumpida de trecho en trecho por setos verdeantes y exornada de bosques, tendíase ante ellos.

—Esto es delicioso, deliciosísimo —dijo Mr. Pickwick, cuyo expresivo semblante empezaba a despellejarse por la solanera.

—Lo es, lo es, querido amigo —replicó Wardle—. Vamos, una copita de ponche.

—Con mucho gusto —dijo Mr. Pickwick, cuya faz mostró después de beberlo una satisfacción que abonaba la sinceridad de su respuesta.

—Bueno —dijo Mr. Pickwick, chasqueando sus labios—, muy bueno; voy a tomar otra. Fresco, muy fresco. Ea, señores —prosiguió Mr. Pickwick, sin soltar el caneco—, vaya un brindis. Por nuestros amigos de Dingley Dell.

Efectuóse la libación entre aclamaciones atronadoras.

—Voy a decir a ustedes lo que pienso hacer para recobrar mis facultades de tirador —dijo Mr. Winkle, que estaba comiendo pan y jamón con un cuchillo—. Voy a colocar en lo alto de un palo una perdiz de trapo y practicar sobre ella, empezando por cortas distancias y aumentando gradualmente. Me parece que es un admirable sistema.

—Yo sé de un caballero, sir —dijo Mr. Weller—, que hizo eso mismo, y empezó colocándose a dos varas; pero no lo pudo repetir, porque al primer tiro desapareció el pájaro sin que nadie viera una sola pluma después.

—Sam —dijo Mr. Pickwick.

—Sir —respondió Mr. Weller.

—Haz el favor de reservar tus anécdotas para cuando se te pidan.

—Descuide, sir.

Entonces Mr. Weller guiñó el ojo que no estaba oculto por el caneco de cerveza que en aquel momento se llevaba a los labios, con tan exquisito humorismo, que los dos chicos cayeron víctimas de tremendas convulsiones, y hasta el guarda se dignó sonreír.

—No hay que dudar de que es un ponche riquísimo —dijo Mr. Pickwick, mirando ávidamente hacia el caneco—, y el día es extremadamente caluroso... Tupman, amigo querido, ¿una copa de ponche?

—Encantado —replicó Mr. Tupman.

Después de esta copa, tomó otra Mr. Pickwick, con el exclusivo objeto de cerciorarse de si había en el ponche alguna cáscara de naranja, cosa que le desagradaba en extremo; y viendo que no la había, bebió otra copa a la salud del amigo ausente, sintiéndose luego imperiosamente obligado a proponer otra en honor del confeccionador incógnito del ponche.

Aquella interminable serie de copas produjo considerable efecto en Mr. Pickwick: su rostro centelleaba con las más luminosas sonrisas, jugaba la eutrapelia entre sus labios y parpadeaba en sus ojos la más franca alegría. Gradualmente dominado por la influencia del líquido excitante, reforzada por el calor, acometió a Mr. Pickwick el deseo vivísimo de recordar un canto que oyera en su infancia, y como fracasara en su intento, acudió para estimular su memoria a las copas de ponche, que por las apariencias dieron resultado contrario; porque no solamente hicieron imposible el recuerdo de las palabras del canto, sino que empezó a olvidar la articulación de las palabras y, por último, después de levantarse sobre sus piernas para dirigir a la concurrencia un discurso elocuente, se desplomó en la carretilla y se quedó dormido inmediatamente.

Arreglada la cesta y haciéndose cargo de la imposibilidad de despertar a Mr. Pickwick de su sopor, discutióse largamente acerca de si procedería que Mr. Weller transportase a su amo de nuevo o dejarle donde estaba hasta el regreso general. Decidióse esto último, y como la batida no había de exceder de una hora y solicitaba ávidamente Mr. Weller tomar parte en ella, resolvióse dejar a Mr. Pickwick dormido en la carretilla para recogerle a la vuelta. Así, pues, partieron, dejando a Mr. Pickwick roncar a placer bajo las sombras.

No hay que dudar que Mr. Pickwick hubiera continuado roncando bajo la sombra hasta el retorno de sus amigos o, a falta de esto, hasta que las negruras de la noche hubieran invadido el paisaje, siempre que al caballero se le hubiese dejado en paz. Pero no se le dejó en paz, y éste fue el contratiempo.

El capitán Boldwig era un cascarrabias con bufanda negra ajustada y sobretodo azul, que cuando se dignaba recorrer su propiedad se hacía acompañar de un grueso bastón con puño de bronce, de un jardinero mayor y de un subjardinero, ambos de mísero aspecto, a los cuales (claro es que no al bastón) daba sus órdenes el capitán Boldwig con la debida altanería y ferocidad: porque la cuñada del capitán Boldwig se había casado con un marqués, y la casa del capitán era una quinta, un feudo la propiedad y todo era aristocrático, poderoso y grande.

Aún no llevaba Mr. Pickwick media hora de sueño cuando el pequeño capitán Boldwig sobrevino escoltado por los dos jardineros, zancajeando con toda la presteza que su importancia y estatura le concedían; y al llegar al roble paróse el capitán Boldwig y lanzó un prolongado resoplido; contempló el panorama, como si el panorama le debiera honda gratitud por haberle honrado con su atención, hirió el suelo con su bastón y llamó al jardinero jefe:

—Hunt —dijo el capitán Boldwig.

—Mande, sir —dijo el jardinero.

—Que den un paso de rulo a esto mañana por la mañana... ¿Oye, Hunt?

—Mande, sir.

—Y cuide de tenerme todo esto en orden... ¿lo oye usted, Hunt?

—Sí, sir.

—Y recuérdeme que hay que traer un cartel para los transgresores, para los furtivos y para toda esa ralea, con objeto de que no entre aquí esa gentuza. ¿Lo oye usted, Hunt, lo oye usted?

—No lo olvidaré, sir.

—Dispense, sir —dijo el otro, adelantándose, con la mano en el sombrero.

—¿Qué, Wilkins, qué quiere usted? —dijo el capitán Boldwig.

—Dispense, sir...; pero me parece que hoy ha habido gente aquí.

—¡Ah! —dijo el capitán, mirando fieramente a su alrededor.

—¿Sí? sir... me parece que han estado aquí comiendo, sir.

—¡Qué audacia han tenido! —dijo el capitán Boldwig advirtiendo las migajas y los restos que había esparcidos sobre la hierba—. ¡Aquí acaban de engullir su bazofia! ¡Me gustaría tener aquí a los vagabundos! —continuó el capitán empuñando el grueso bastón—. Me gustaría tener aquí a los vagabundos —acabó el capitán, colérico.

—Dispense, sir —dijo Wilkins—, pero...

—¿Pero qué? ¿Eh? —bramó el capitán.

Y siguiendo la dirección de la mirada tímida de Wilkins, toparon sus ojos con la carretilla de Mr. Pickwick.

—¿Quién es usted, granuja? —dijo el capitán, administrando varios bastonazos a Mr. Pickwick—. ¿Cómo te llamas?

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