Los papeles póstumos del club Pickwick (35 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¿Qué hacía usted en mi jardín, hombre? —dijo Miss Tomkins con desmayada voz.

—He venido a avisarle de que una de sus educandas iba a escaparse esta noche —respondió Mr. Pickwick desde el interior del ropero.

—¡Escaparse! —exclamaron Miss Tomkins, las tres profesoras y las cinco sirvientas—. ¿Con quién?

—Con su amigo, Mr. Carlos Fitz—Marshall.

—¡Mi amigo! No conozco a tal persona.

—Bueno; Mr. Jingle, entonces.

—No he oído ese nombre en mi vida.

—Entonces he sido engañado y burlado. He sido víctima de una añagaza... una baja y rastrera añagaza. Si no me cree usted, mi querida señora, envíe a alguien a El Ángel. Envíe a El Ángel por el criado de Mr. Pickwick, se lo suplico.

—Debe de ser de calidad... Tiene un criado... —dijo Miss Tomkins a la secretaria.

—Mi opinión es, Miss Tomkins —dijo la secretaria—, que es su criado el que le tiene a él. Yo creo que es un loco, Miss Tomkins, y el otro será su guardián.

—Me parece que tiene usted razón, Miss Gwynn —respondió Miss Tomkins—. Que vayan a El Ángel dos criadas y que queden aquí las otras para defendernos.

Despachóse a El Ángel dos de las criadas en demanda de Mr. Samuel Weller y las tres restantes quedáronse detrás de Miss Tomkins, con las tres profesoras y las treinta educandas. Mr. Pickwick sentóse en el ropero bajo un verdadero bosque de cestas y aguardó el regreso de las mensajeras con toda la filosofía y la fortaleza que pudo reunir.

Hora y media transcurrió hasta que volvieron, y cuando llegaron, Mr. Pickwick reconoció, además de la voz de Mr. Samuel Weller, otras dos voces, cuyo tono sonó familiarmente en su oído, mas sin que pudiera recordar a quiénes pertenecían.

Siguió un breve diálogo. Abrióse la puerta, salió del ropero Mr. Pickwick, y hallóse en presencia de todo el pensionado de Westgate House, de Mr. Samuel Weller y del... viejo Wardle y su presunto yerno, Mr. Trundle.

—Amigo querido —dijo Mr. Pickwick, adelantándose y estrechando la mano de Mr. Wardle—, mi querido amigo, por favor, en nombre del cielo, explique a estas señoras la infortunada y espantosa situación en que se me ha colocado. Ya la sabrá usted por mi criado; diga usted por lo que más quiera, amigo querido, que ni soy un ladrón ni un loco.

—Ya lo he dicho, mi querido amigo. Eso ya lo he dicho —replicó Mr. Wardle, estrechando la mano derecha de su amigo, mientras que Mr. Trundle estrechaba la izquierda.

—Y a quien lo diga o lo haya dicho —terció Mr. Weller poniéndose en primer término— dígale que eso no es verdad, y que, lejos de eso, es todo lo contrario. Y si hay aquí algunos hombres que lo hayan dicho, será para mí una gran fortuna darles a todos una prueba convincente de su error en esta misma habitación, si esa respetable señora tiene la bondad de retirarse y hacerles venir uno a uno.

Después de lanzar este reto con aire alegre, Mr. Weller dio un golpe en la palma de una de sus manos con el puño cerrado de la otra e hizo un guiño jovial a Miss Tomkins, cuyo horror ante aquella hipótesis de que pudiera haber algún hombre en el recinto de la Pensión para Señoritas de Westgate House fue indescriptible.

La explicación de Mr. Pickwick, que ya se había dado hasta cierto punto, acabó pronto. Pero ni en todo el trayecto de regreso, que hizo con sus amigos, ni después que se hubo sentado ante un fuego reparador para la cena, que tanto necesitaba, pudo sacársele un solo comentario. Parecía maravillado e intrigadísimo. Una vez, una sola vez, volvióse a Mr. Wardle, y dijo:

—¿Cómo es que ha venido usted aquí?

—En primer lugar, Trundle y yo hemos venido a cazar —replicó Wardle—. Llegamos anoche, y nos sorprendió oír a su criado que estaba usted aquí también.

—Mucho me alegro —dijo el viejo, palmoteando en la espalda de Mr. Pickwick—. Mucho me alegro. Tendremos una gratísima reunión y proporcionaremos a Winkle una revancha... ¿eh, amiguito?

No respondió Mr. Pickwick; ni siquiera preguntó por sus amigos de Dingley Dell, y en seguida se retiró a descansar, después de haber dicho a Sam que fuera a llevarse la luz cuando él llamara.

Sonó la campanilla y presentóse Mr. Weller.

—Sam —dijo Mr. Pickwick, asomando la cabeza entre las sábanas.

—Sir —dijo Mr. Weller.

Guardó silencio Mr. Pickwick, y Mr. Weller despabiló la luz.

—Sam —dijo Mr. Pickwick, como haciendo un esfuerzo desesperado.

—Sir —dijo una vez más Mr. Weller.

—¿Dónde está ese Trotter?

—¿Job, sir?

—Sí.

—Marchó, sir.

—Con su amo, ¿supongo?

—Con su amo o con su amigo, o lo que sea; se ha ido con él.

—Jingle sospechaba mi intención y te mandó ese mozo con esa historia, me figuro —dijo Mr. Pickwick, sofocado.

—Justo, sir —replicó Mr. Weller.

—¿Todo era falso, por supuesto?

—Todo, sir —replicó Mr. Weller—. Regular faena, sir. Hábil trampa.

—Me parece que no ha de escapársenos tan fácilmente en otra ocasión, Sam —dijo Mr. Pickwick.

—Creo que no, sir.

—Donde yo me encuentre otra vez a ese Jingle, sea donde sea —dijo Mr. Pickwick, incorporándose y dando en la almohada un tremendo puñetazo—, he de castigarle personalmente a más de desenmascararle como merece. Lo he de hacer, o dejaré de llamarme Pickwick.

—Y en cuanto yo me eche a la cara a ese melancólico pelinegro —dijo Sam— dejo de llamarme Weller si no le saco el agua a los ojos de verdad por una vez en su vida. Buenas noches, sir.

17. En el que se demuestra cómo a veces un ataque de reuma puede ser un estimulante del genio inventor

Aunque la complexión de Mr. Pickwick se hallaba en condiciones de resistir una fuerte proporción de trabajo y fatiga, no estaba preparada para la combinada serie de asechanzas que tuvo que aguantar la noche memorable que queda reseñada en el capítulo anterior. El proceso de lavatorio al aire de la noche y la ulterior secadura en el ropero es tan peligroso como singular. Mr. Pickwick quedó postrado por un ataque de reuma.

Mas, si las energías físicas del grande hombre habían sido de esta suerte mermadas, su fuerza mental conservaba su vigor prístino. Era elástico su espíritu; pronto recobró su buen humor. Hasta la contumelia recibida con motivo de la última aventura se había disipado en su mente, y así, podía unirse a Mr. Wardle en las carcajadas francas en que hacía prorrumpir al último cualquier alusión al nefasto suceso, sin experimentar azoramiento ni enojo. Todo lo contrario. Durante los dos primeros días de cama no se separó de él Sam un momento. Al otro, pidió Mr. Pickwick tintero y pluma y permaneció escribiendo el día entero. No bien estuvo en condiciones de sentarse en el lecho, envió a su criado con un mensaje para Mr. Wardle y Mr. Trundle diciéndoles que si querían ir a beber con él aquella tarde les quedaría obligadísimo. Fue aceptada la invitación con gran complacencia, y cuando ya se hallaban sentados ante las copas de vino, Mr. Pickwick, entre vivos rubores, produjo el siguiente cuentecito, que había sido
editado
por él mismo, durante su enfermedad, valiéndose de las notas tomadas de la narración auténtica de Mr. Weller.

EL ESCRIBIENTE PARROQUIAL

Un cuento de verdadero amor

Una vez allá en tiempos, en un pueblecito de la campiña situado a considerable distancia de Londres, había un hombrecito llamado Nathaniel Pipkin, que actuaba de escribiente en la parroquia del pueblecito, que habitaba una casita de la calle Alta, a unos diez minutos de la capillita, y al que se encontraba todos los días, de nueve de la mañana a cuatro de la tarde, dedicado a la enseñanza de unos cuantos pequeñuelos. Nathaniel Pipkin era un ser candoroso, bonachón e inofensivo, de nariz respingona, algo patizambo, un tanto bisojo y de andar sincopado. Repartía su tiempo entre la iglesia y la escuela, y creía firmemente que no existía sobre la faz de la tierra hombre más listo que el cura, más imponente aposento que la sacristía, ni escuela mejor regida que la suya. Una vez, sólo una vez en su vida, había visto Nathaniel Pipkin un obispo, un obispo de verdad, con sus brazos revestidos de mangas pluviales y con peluca. Habíale visto andar y oídole hablar en una confirmación, y de tal modo se sintió anonadado Nathaniel Pipkin en aquella ocasión, por la reverencia y la veneración al posarse en su cabeza la mano del mencionado obispo, que hubo de caer desvanecido y tuvo que salir de la iglesia en brazos del guardián.

»Fue un gran acontecimiento, una era tremenda en la vida de Nathaniel Pipkin, la única que llegara a rizar la tersa corriente de su tranquila existencia, cuando, acertando una hermosa tarde, en un impulso de su abstraída mente, a levantar los ojos de la pizarra en que planteaba cierto hondo problema de suma de complejos para someterlo a la resolución de un rapaz, los prendió en el rostro encantador de María Lobbs, la hija única del viejo Lobbs, el gran talabartero de la comarca. Cierto que los ojos de Mr. Pipkin habíanse posado en el lindo rostro de María Lobbs muchas veces con anterioridad en la iglesia y en alguna otra parte; pero los ojos de María Lobbs nunca se habían mostrado tan brillantes, las mejillas de María Lobbs nunca habíanse ofrecido tan rosadas como en aquella ocasión particular. No es de extrañar, pues, que Nathaniel Pipkin fuese incapaz de apartar sus ojos del semblante de Miss Lobbs, ni que Miss Lobbs, al notarse contemplada por un joven, retirase su cabeza de la ventana a que estaba asomada, cerrase el postigo e hiciera descender el visillo; no es de extrañar que Nathaniel Pipkin cayera sobre el pequeño rapaz que poco antes delinquiera y se hartase de darle coscorrones y puntapiés. Todo esto era muy natural, y no hay en ello nada que extrañar pueda.

»Es motivo de extrañeza, empero, que un ser de la oscura condición de Mr. Nathaniel Pipkin, de su nervioso temperamento y verdaderamente exigua renta, hubiera osado aspirar a la mano y corazón de la única hija del iracundo viejo Lobbs —del viejo Lobbs, el gran guarnicionero, que hubiera podido comprar de una plumada el pueblo entero sin experimentar el menor quebranto—, del viejo Lobbs, que, como todo el mundo sabía, tenía el dinero a montones depositado en el Banco de la ciudad inmediata; del viejo Lobbs, del que se decía poseer cuantiosos e inagotables tesoros amontonados en la pequeña caja de hierro de enorme llave que reposaba sobre la chimenea de la sala; del viejo Lobbs, de quien se contaba que en los días de fiesta guarnecía su mesa con tetera, jarra de leche y azucarero de plata, de los cuales solía decir, con orgullo y jactancia de su corazón, que pasarían a propiedad de su hija cuando ella encontrara un hombre de su gusto. Fue, lo repito, causa de profundo asombro e intensa maravilla que Nathaniel Pipkin hubiera tenido la temeridad de extraviar sus ojos en aquella dirección. Pero el amor es ciego... y Nathaniel padecía de estrabismo... y tal vez ambas circunstancias reunidas le impidiesen ver el asunto en su verdadera luz.

»Claro es que si el viejo Lobbs hubiera concebido la más remota idea del estado afectivo de Nathaniel Pipkin habría descuajado de sus cimientos la escuela, arrebatado a su maestro de la superficie de la tierra, o cometido cualquier otro estropicio o desaguisado de violencia y ferocidad análogas; porque era un viejo terrible el tal Lobbs cuando sentía herido su orgullo o sublevada su sangre. ¡Voto a tal! Tales sartas de juramentos rodaban y se amontonaban en el camino, siempre que vituperaba la holgazanería del aprendiz huesudo de piernas flacas, que Nathaniel Pipkin se hubiera conmovido en sus zapatos con horror y el cabello de los discípulos puéstose de punta con espanto.

»Sigamos. Día tras día, al terminar la clase y marcharse los alumnos, sentábase Nathaniel Pipkin a la ventana, y mientras fingía leer un libro, lanzaba por el camino miradas laterales en demanda de los brillantes ojos de María Lobbs; mas no se sentó allí muchos días sin que aparecieran los brillantes ojos en una ventana del piso alto, profundamente absorbidos aparentemente en la lectura también. Esto fue delicioso y gratísimo al corazón de Nathaniel Pipkin. Era algo para permanecer sentado allí horas y horas y mirar hacia el lindo rostro cuando los ojos de éste miraban al libro; mas cuando María Lobbs empezó a levantar sus ojos del libro y a lanzar sus destellos en dirección de Nathaniel Pipkin, la admiración y complacencia de éste no reconocieron límites. Por fin, cierto día en que supo que estaba fuera el viejo Lobbs, Nathaniel Pipkin tuvo el arrojo temerario de besarse la mano para María Lobbs; y María Lobbs, en vez de cerrar los postigos y bajar los visillos, besó la suya, y sonrió. Por lo cual, Nathaniel Pipkin resolvió, pasara lo que pasara, descubrir sin dilación alguna el estado de sus sentimientos.

»Nunca acariciaron la tierra pies más lindos, genio más risueño, rostro de más graciosos hoyuelos, ni más delicada figura que los de María Lobbs, la hija del guarnicionero. Había un travieso mohín en sus ojos chispeantes, que hubiera penetrado en pechos menos asequibles que el de Nathaniel Pipkin; y había en su alegre risa un eco tan juguetón, que el más severo misántropo por fuerza hubiera sonreído al escucharlo. Hasta el mismo viejo Lobbs, en el paroxismo de su ferocidad, no podía resistir el hechizo de su linda hija; y cuando ella y su prima Kate —una ladina, burlona y encantadora personita— ponían sitio al viejo, como, a decir verdad, lo hacían con frecuencia, nada podía él rehusarles, aunque le pidiesen una parte de los cuantiosos e inagotables tesoros que yacían al abrigo de la luz en la caja de hierro.

»El corazón de Nathaniel Pipkin latió con violencia cuando vio a esta seductora parejita a unos cientos de yardas de él, en una tarde de verano, en el mismo campo por el que muchas veces vagara hasta la noche engolfado en ponderar la belleza de María Lobbs. Mas no obstante haber pensado entonces con qué presteza correría hacia María Lobbs para contarle su pasión, si llegaba a encontrarla, ahora que tan inesperadamente la veía ante sí, sentía que toda la sangre de su cuerpo subía a su rostro, con notorio detrimento de sus piernas, las cuales, despojadas de su porción habitual, temblaban intensamente. Cuando ellas se paraban para tomar una flor, o para escuchar el canto de un pájaro, Nathaniel Pipkin parábase también y afectaba hallarse sumido en la meditación, como lo estaba en realidad; porque pensaba en qué demonio habría de hacer cuando ellas se volvieran, como inevitablemente tenía que ocurrir, y las encontrara frente a frente. Pero si le sobrecogía dirigirse a ellas, no podía perderlas de vista; así, cuando ellas se apresuraban, se apresuraba él; cuando ellas moderaban su paso, él moderaba el suyo, y cuando ellas se paraban, parábase él; y hubiérase prolongado este proceso hasta sorprenderles la oscuridad, si Kate no hubiera mirado hacia atrás aviesamente, invitando a acercarse a Nathaniel. Había en el ademán de Kate algo irresistible, y Nathaniel Pipkin obedeció la indicación y a vuelta de tremendos sonrojos por su parte y de ruidosas carcajadas por la de la taimada primita, Nathaniel Pipkin cayó de rodillas sobre el húmedo césped y declaró su resolución de permanecer allí indefinidamente, a menos de que se le permitiera levantarse como novio admitido de María Lobbs. Con esto, la alegre carcajada de María Lobbs rasgó el aire encalmado del atardecer —sin perturbarlo en apariencia, tan dulce era el sonido— y la taimada primita rió más fuerte que antes, y Nathaniel Pipkin se ruborizó más que nunca. Por fin, al verse María Lobbs más vehementemente solicitada por el enamorado hombrecito, volvió su cabeza y suplicó a su prima, murmurando, que dijese, y en fin de cuentas Kate dijo, que aquélla se sentía muy honrada por la demanda de Mr. Pipkin; que su mano y su corazón estaban a disposición de su padre, pero que nadie podía ser indiferente a los méritos de Mr. Pipkin. Como todo esto se dijo con mucha gravedad, y como Nathaniel Pipkin volvió hacia la casa con María Lobbs y luchó por un beso al separarse, se metió en la cama feliz y soñó toda la noche con ablandar al viejo Lobbs para que abriera la caja y le permitiera casarse con María.

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