Los papeles póstumos del club Pickwick (38 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Respecto de su corazón —dijo Wardle, sonriendo—, no hay mejor juez que usted. No quiero desanimarle, pero estoy seguro de que, por lo que se refiere a sus motivos y derechos, Dodson y Fogg son mejores jueces que cualquiera de nosotros.

—Es un vil recurso para sacar dinero —dijo Mr. Pickwick.

—Seguramente —dijo Wardle, dejando oír una tos seca.

—¿Quién ha podido oírme jamás dirigirme a ella de manera que no sea la propia de un huésped que habla con su patrona? —prosiguió Mr. Pickwick con gran vehemencia ¿Quién me ha visto jamás con ella? Ni siquiera estos amigos...

—Salvo en una ocasión —dijo Mr. Tupman. Mr. Pickwick se demudó.

—¡Ah! —dijo Mr. Wardle—. Bien, eso es importante. Pero no ocurrió nada sospechoso, ¿verdad?

Mr. Tupman contempló a su jefe tímidamente.

—No hubo nada sospechoso —dijo—; pero yo no sé cómo fue, recuerde... ella ciertamente se apoyaba en sus brazos.

—¡Dios mío! —exclamó Mr. Pickwick cuando se le impuso de modo fatal el recuerdo de la escena en cuestión—. ¡Qué ejemplo más triste de la fuerza de las circunstancias! Así estaba ella... así estaba ella.

—Y nuestro amigo estaba mitigando su angustia —dijo Mr. Winkle con algo de malicia.

—Esto hacía yo —dijo Mr. Pickwick—. No he de negarlo. Así estaba yo.

—¡Ah! —dijo Wardle—, para ser un caso en que no hay nada sospechoso parece verdaderamente extraño... ¿eh, Pickwick? ¡Ah, perro astuto... perro astuto!

Y se echó a reír hasta hacer retemblar los vasos.

—¡Qué concitación de apariencias tan espantosa! —exclamó Mr. Pickwick, apoyando el mentón en sus manos—. Winkle... Tupman... perdónenme por las observaciones que les hice antes. Todos somos víctimas de las circunstancias, y yo la más castigada.

Después de esta explicación sepultó Mr. Pickwick la cara entre las manos y reflexionó; entre tanto Mr. Wardle distribuyó entre los demás elementos de la concurrencia una regular serie de guiños y gestos.

—Todo se explicará, sin embargo —dijo Mr. Pickwick, levantando la cabeza y golpeando la mesa—. ¡Veré a esos Dodson y Fogg! Mañana me voy a Londres.

—Mañana, no —dijo Wardle—; aún está usted cojo.

—Bueno, pues al otro día.

—Al otro día es primero de septiembre, y está usted comprometido para venir con nosotros a la finca de sir Geoffrey Manning y acompañarnos a comer aunque no tome usted parte en la cacería.

—Bueno, entonces, al otro día —dijo Mr. Pickwick—; el jueves Sam.

—Sir —replicó Mr. Weller.

—Toma dos asientos para Londres, para el jueves por la mañana, para ti y para mí.

—Muy bien, sir.

Salió Mr. Weller y se encaminó pausadamente al recado con las manos en los bolsillos y mirando al suelo.

—Vaya una pieza, mi emperador —dijo Mr. Weller, marchando tranquilamente por la calle—. Cuidado con pensar en esa señora Bardell... ¡Con un chico, además! ¡Siempre pasa lo mismo con estos viejos, que parecen tan avisados! ¡No lo hubiera creído de él, sin embargo... no lo hubiera creído!

Moralizando de esta suerte, Mr. Samuel Weller enderezó sus pasos hacia la administración.

19. Un día agradable, que acaba desagradablemente

Los pájaros, que, afortunadamente para el solaz Y la tranquilidad de sus ánimos, permanecían dichosamente ajenos a los preparativos que se hacían con objeto de sembrar entre ellos el espanto, saludaron al primer día de septiembre como a uno de los más deleitosos que vieran en la estación. Algunos polluelos de perdiz gozábanse brincando por el rastrojo con la aturdida jactancia de la juventud y las veteranas contemplaban aquella descuidada ligereza con su gran ojo circular, y, con el aire desdeñoso de pájaro sabio y experimentado, soleábanse al aire fresco de la mañana, respirando felices la vida, igualmente ignorantes de su condena, sin presentir que pocas horas después habían de yacer inertes sobre el suelo. Pero no nos dejemos llevar de la vena: prosigamos.

Diremos en estilo llano que la mañana era hermosa, tan hermosa, que os hubiera costado trabajo creer que habían transcurrido los cortos meses de un estío inglés. Campos, setos, árboles, montes y boscajes ofrecían a la vista los variados matices del verde follaje; apenas si había caído una hoja; apenas si se mezclaba alguna mancha amarillenta con los tonos del verano, anunciando la llegada del otoño. El cielo estaba despejado, lucía el sol brillante y cálido; los cantos de los pájaros y el zumbido de miríadas de insectos estivales llenaban el aire, y los jardines de la quinta, cuajados de flores de los más bellos tonos, centelleaban bajo el rocío como joyas resplandecientes. Todo exhibía la marca del verano, y ni uno solo de sus bellos colores se había marchitado.

Tal era la mañana en que un carruaje abierto conduciendo a tres pickwickianos (Mr. Snodgrass había preferido quedarse en casa), Mr. Wardle y Mr. Trundle, con Sam Weller en la trasera, deteníase frente a la verja de la carretera, ante la que se hallaban un corpulento y huesudo guarda y un mozo con medias botas y piernas con vendas de cuero; llevaba cada uno un morral de regulares dimensiones y les acompañaban sendas traíllas de podencos.

—No creo —murmuró Mr. Winkle a Wardle, mientras bajaban el estribo del coche— que se figuren que vamos a matar caza bastante para llenar esos morrales.

—¡Llenarlos! —exclamó el viejo Wardle—. ¡Hombre de Dios, claro que sí! Usted llenará uno y yo el otro; y cuando ya no quepa más en ellos, los bolsillos de nuestras cazadoras podrán contener otro tanto.

Apeóse Mr. Winkle sin replicar a esta observación; mas pensó íntimamente que si la partida hubiera de permanecer al raso hasta que él hubiese llenado uno de los morrales, tenían muchas probabilidades de pescar un resfriado.

—Hola,
Juno
..., eh, joven; abajo, Daph, abajo —dijo Wardle acariciando a los perros—. ¿Sir Geoffrey aún en Escocia, por supuesto, Martín?

El corpulento guarda respondió afirmativamente y miró con sorpresa a Mr. Winkle, que llevaba su escopeta como si deseara que el bolsillo de la cazadora le ahorrase la molestia de disparar el gatillo, y a Mr. Tupman, que llevaba la suya como si estuviera asustado de ella, sin que hubiera razón alguna para dudar de que realmente lo estuviera.

—Mis amigos no están aún habituados a estas cosas, Martín —dijo Wardle, percibiendo la mirada—. Vive y aprenderás, ya se sabe. Con el tiempo serán buenos tiradores. Mas pido perdón a Mr. Winkle; él tiene alguna práctica.

Mr. Winkle sonrió débilmente por encima de su bufanda azul, agradeciendo la fineza, y se enredó de modo tan incomprensible con su escopeta, en la confusión de su propia modestia, que de haber estado cargada se habría disparado sobre él mismo en aquel momento, matándole.

—No debe usted llevar el arma de ese modo cuando esté cargada, sir —dijo el corpulento guarda con aire de reprensión—; de lo contrario, apuesto a que hace fiambre de alguno de nosotros.

Amonestado de esta suerte, Mr. Winkle cambió apresuradamente la posición del arma, y al hacerlo se las arregló de manera que puso el cañón en íntimo contacto con la cabeza de Mr. Weller.

—¡Eh! —dijo Sam, recogiendo su sombrero, que había caído por aquella maniobra, y frotándose una sien—. Eh, sir; si sigue usted así, llenará uno de los morrales, y algo más, de un solo disparo.

Al oír esto, el mozo de las vendas de cuero se echó a reír con toda su alma y miró a otro lado para disimular, con lo que Mr. Winkle frunció el ceño majestuosamente.

—¿Dónde dijo usted al chico que había de encontrarnos con la merienda, Martín? —preguntó Mr. Wardle.

—Al pie del cerro del Árbol, a las doce, sir.

—¿Eso no es ya de sir Geoffrey?

—No, sir; pero está pegando. Es la finca del capitán Boldwig; pero allí nadie nos molestará y hay una hermosa pradera.

—Muy bien —dijo el viejo Wardle—. Entonces, cuanto antes mejor. ¿A las doce se unirá usted a nosotros, eh, Pickwick? Mr. Pickwick deseaba vivamente presenciar la batida, tanto más cuanto que abrigaba cierta inquietud respecto de la vida y miembros de Mr. Winkle. Además, en una mañana tan deleitosa, era verdaderamente mortificante volverse y dejar que sólo sus amigos gozasen. Así es que hubo de replicar con aire indeciso:

—Por supuesto.

—¿Este caballero no tira, sir? —preguntó el guarda.

—No —replicó Wardle—; y además está cojo.

—Me gustaría muchísimo ir —dijo Mr. Pickwick—, mucho.

Siguió una breve pausa de conmiseración.

—Al otro lado de la cerca hay una carretilla —dijo el muchacho—. Si el criado de este caballero quiere ir con ella por la senda, podría seguirnos a poca distancia, y al llegar a las cercas nosotros podríamos levantarla.

—Eso es —dijo Mr. Weller, que era parte interesada, por desear ardientemente ver la cacería—. Eso es. Bien dicho, Smallcheek; yo la sacaré en seguida.

Pero surgió una dificultad. El alto guarda protestó resueltamente contra la introducción en una partida de caza de un caballero echado sobre una carretilla, como una grave violación de todas las reglas y cánones establecidos.

Fue una gran objeción, pero no invencible. Después de mimar al guarda, de haberle untado la mano y luego que se hubo desahogado sobre la cabeza del ocurrente joven que había sugerido el empleo de la máquina, fue colocado en ella Mr. Pickwick y se pusieron en movimiento: Wardle y el alto guarda guiando, y Mr. Pickwick en la carretilla, empujada por Sam, iban a retaguardia.

—¡Alto, Sam! —dijo Mr. Pickwick al llegar a la mitad del primer trozo.

—¿Qué hay? —dijo Wardle.

—No consentiré dar un paso más en esta carretilla —dijo Mr. Pickwick resueltamente— como no lleve Winkle la escopeta de otra manera.

—¿Cómo he de llevarla? —dijo el desconsolado Winkle.

—Llévela con la boca del cañón hacia el suelo —replicó Mr. Pickwick.

—Es tan poco airoso en cacería... —objetó Winkle.

—No me importa que sea airoso o no —replicó Mr. Pickwick—; no estoy dispuesto a que me peguen un tiro en una carretilla por respeto a las apariencias.

—Estoy viendo que el señor le va a meter a alguno la carga en el cuerpo antes de poco —gritó el guarda.

—Bien, bien... no me importa —dijo el pobre Winkle invirtiendo el arma—; sea.

—Bien lo vale la tranquilidad —dijo Mr. Weller. Y siguieron adelante.

—¡Alto! —dijo Mr. Pickwick, pocas yardas más allá.

—¿Qué ocurre ahora? —dijo Wardle.

—Esa escopeta de Tupman no va tampoco bien: estoy seguro de que no va bien —dijo Mr. Pickwick.

—¿Eh? ¡Cómo! ¿No va bien? —dijo Mr. Tupman, alarmado.

—Tal como la lleva usted, no —dijo Mr. Pickwick—. Siento hacer estas observaciones, pero yo no sigo si no lleva usted la escopeta como Winkle.

—Creo que debe usted hacerlo, sir —dijo el alto guarda—; si no, lo mismo puede ir el tiro a usted que a otro cualquiera.

Mr. Tupman colocó el arma en la posición requerida con la más cumplida presteza, y de nuevo se pusieron en camino, marchando los dos aficionados con las armas invertidas, lo mismo que soldados en funeral regio.

Los perros se pararon en seco, y los cazadores se pararon también después de avanzar un paso sigilosamente.

—¿Qué les pasa a los perros en las patas? —murmuró Mr. Winkle—. ¡Qué posición tan rara han tomado!

—¡Chist, por Dios! —replicó Wardle por lo bajo—. ¿No ve usted que están haciendo la muestra?

—¡Haciendo una muestra! —dijo Mr. Winkle, mirando a su alrededor como si tratase de descubrir en el paisaje alguna belleza sobre la que los sagaces animales quisieran llamar la atención—. ¡Haciendo una muestra! ¿Qué es lo que quieren mostrar?

—Abra usted los ojos —dijo Wardle, sin fijarse en la pregunta, por la excitación del momento—. ¡A ellos!

Prodújose un fuerte ruido de alas, que hizo retroceder a Mr. Winkle como si le hubieran tirado a él mismo. ¡Pum, pum!, tiraron dos escopetas; corrió el humo rápidamente por el campo, y desapareció rizándose en el aire.

—¿Dónde están? —dijo Mr. Winkle, denotando la más fuerte excitación y volviéndose hacia todos lados—. ¿Dónde están? Dígame hacia dónde tiro. ¿Dónde están..., dónde están?

—¿Dónde están? —dijo Wardle, recogiendo un manojo de pájaros que los perros habían dejado a sus pies—. Pues aquí están.

—No, no; yo digo los otros —dijo el maravillado Winkle.

—Lo que es ahora, bastante lejos —replicó Wardle, cargando de nuevo su escopeta con indiferencia.

—Me parece que antes de cinco minutos vamos a levantar otro bando —dijo el alto guarda—. Si el señor empieza ahora a tirar, tal vez salga del cañón la carga para cuando los pájaros levanten el vuelo.

—¡Ja, ja, ja! —dejó escapar Mr. Weller.

—Sam —dijo Mr. Pickwick, compadeciendo a sus azorados y confusos amigos.

—Sir.

—No te rías.

—Descuide, sir.

Y por vía de satisfacción hacia los pobres cazadores, ocultó Mr. Weller tras de la carretilla las contorsiones de su rostro, para exclusivo regocijo del muchacho de las vendas de cuero, que rompió a su vez en una estrepitosa carcajada y que recibió el correctivo sumarísimo de un bofetón del alto guarda, que a su vez necesitaba un pretexto para disimular su propio regodeo, volviéndose hacia otro lado.

—¡Bravo, amigo! —dijo Wardle a Mr. Tupman—. Usted ha disparado ahora, sea como sea.

—¡Oh, sí! —replicó Mr. Tupman, con orgulloso continente—. Le di gusto al dedo.

—Bien hecho; usted atinará ahora, si afina la vista. ¿Es muy fácil, verdad?

—Sí, es muy fácil —dijo Mr. Tupman—. Pero qué daño hace en el hombro. A poco me tira de espaldas. Yo no tenía idea de que estas escopetillas daban tan fuerte culatazo.

—¡Ah! —dijo sonriendo el viejo—; ya se acostumbrará usted con el tiempo. Ahora... alerta... ¿Marcha bien la carretilla?

—Perfectamente, sir —replicó Mr. Weller.

—Adelante, pues.

—Agárrese, sir —dijo Sam, levantando la carretilla.

—¡Ale, ale! —replicó Mr. Pickwick.

Y reanudaron la marcha con toda la presteza requerida.

—Quédese atrás con la carretilla —gritó Wardle, luego que se hizo pasar el vehículo al otro lado de la cerca, y ya colocado nuevamente en su sitio Mr. Pickwick.

—Bien, sir —respondió Mr. Weller.

—Winkle —dijo el viejo—, sígame ahora, y no se retrase esta vez.

—Descuide —dijo Winkle—. ¿Están ya de muestra?

—No, no; todavía, no. Ahora, poco a poco.

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