Los papeles póstumos del club Pickwick (42 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Yo tengo que bajar a Ipswich pasado mañana, sir —dijo el anciano Weller—, partiendo de El Toro de Whitechapel, y si usted piensa ir, podría hacerlo conmigo.

—Así lo haremos —dijo Mr. Pickwick—. Eso es; escribiré a Bury diciendo que vayan a buscarme a Ipswich. Iremos con usted. Pero no tenga prisa, Mr. Weller. ¿No quiere usted tomar algo?

—Es usted muy bueno, sir —replicó Mr. Weller, deteniéndose bruscamente—. Tal vez no estaría mal una copita de aguardiente a la salud de usted y por la suerte de Sammy, sir.

—Ya lo creo que no —replicó Mr. Pickwick—. ¡Eh, una copa de aguardiente aquí!

Sirvióse el aguardiente; y después de haberse mesado el cabello Mr. Weller, mirando a Mr. Pickwick, y de hacer con la cabeza a Sam un signo de inteligencia, vertió en su enorme garganta el contenido de la copa cual si hubiera sido el de un dedal.

—Bien, padre —dijo Sam—; cuidado, viejo, a ver si le repite su antiguo achaque de gota.

—Ya he encontrado para ella una cura magnífica, Sammy —dijo Mr. Weller, poniendo la copa en la mesa.

—¿Un remedio magnífico para la gota? —dijo Mr. Pickwick, sacando apresuradamente el cuaderno de notas—. ¿Cuál es?

—La gota, sir —replicó Mr. Weller—, la gota es un padecimiento que proviene del exceso de comodidad. Si alguna vez le atacara la gota, sir, cásese en seguida con una viuda que posea una voz bien fuerte y que sepa hacer uso de ella, y no volverá usted a sufrir de gota. Es una receta admirable, sir; yo la tomo con gran constancia, y puedo garantizar que aleja todas las enfermedades que se producen por la demasiada alegría.

Después de revelar este precioso secreto, apuró Mr. Weller otra copa, produjo un laborioso guiño, suspiró profundamente y se retiró con pausado andar.

—¿Qué piensas de lo que dice tu padre, Sam? —preguntó Mr. Pickwick, sonriendo.

—¡Qué pienso, sir! —replicó Mr. Weller—. Pues que es una víctima del matrimonio, como dijo el capellán de cámara de Barba Azul, al enterrarle, con lágrimas de compasión.

Sin haber obtenido respuesta este oportuno comentario, después de pagar Mr. Pickwick el consumo reanudó su paseo hacia Gray's Inn. Daban las ocho cuando llegó a las misteriosas arboledas del mencionado lugar, y la continuada serie de caballeros llenos de barro y de manchados sombreros blancos y raídos trajes que se derramaba hacia las diversas avenidas que de allí parten diole a entender que la mayoría de las oficinas se habían cerrado ya por aquel día.

Subiendo dos empinados tramos de inmundas escaleras, convencióse de que sus vaticinios eran exactos. La puerta exterior de la oficina de Mr. Perker estaba cerrada, y el mortal silencio que siguió a la repetida llamada de Mr. Weller demostró que los oficiales habían interrumpido sus tareas.

—Es una broma, Sam —dijo Mr. Pickwick—; pero no me importaría perder una hora con tal de verle; sé muy bien que no podría pegar los ojos en toda la noche si no tuviera la tranquilidad de haber confiado este asunto a un profesional.

—Aquí parece que viene una mujer, sir —replicó Mr. Weller—; tal vez ella sepa dónde podemos encontrar a alguno. Hola, buena señora, ¿dónde está la gente de Mr. Perker?

—La gente de Mr. Perker —dijo una flacucha y mísera vieja que en aquel momento se paraba a tomar resuello después de subir la escalera—, la gente de Mr. Perker se ha ido, y voy a limpiar ahora la oficina.

—¿Es usted la criada de Mr. Perker? —preguntó Mr. Pickwick.

—Soy la lavandera de Mr. Perker —replicó la vieja.

—¡Ah! —dijo Mr. Pickwick medio aparte a Sam—. Es curioso, Sam, que en estas casas llamen lavanderas a las viejas. ¿Por qué será esto?

—Será porque tienen una repugnancia mortal a lavar cualquier cosa, me figuro, sir —replicó Mr. Weller.

—Nada me extrañaría —dijo Mr. Pickwick, contemplando a la vieja, cuya apariencia, así como el aspecto de la oficina, que ella acababa de abrir, denotaban una arraigada resistencia al empleo del agua y del jabón—. ¿Sabe usted dónde podría encontrara Mr. Perker, buena mujer?

—No, no lo sé —replicó la vieja, con aire gruñón—; está fuera.

—Es una desdicha —dijo Mr. Pickwick—. ¿Dónde está su pasante, sabe usted?

—Sí, sé dónde está; pero no le agradaría que yo se lo dijese a usted —replicó la lavandera.

—Tengo con él un asunto muy importante —dijo Mr. Pickwick.

—¿No sería lo mismo por la mañana? —dijo la mujer.

—No sería lo mismo —replicó Mr. Pickwick.

—Bien —dijo la vieja—; si es algo muy importante, yo se lo diré a usted, pues creo que no habrá mal ninguno en ello. Si va usted ahora mismo a La Urraca y el Tronco y pregunta al del mostrador por Mr. Lowten, se lo enseñará, y ése es el pasante de Mr. Perker.

Con esta indicación y habiéndose informado poco después de que la hostería en cuestión estaba situada en una plazoleta, con la doble ventaja de hallarse en la vecindad del Clare Markert y casi a la espalda de New Inn, Mr. Pickwick y Sam bajaron la indecente escalera y se dirigieron en busca de La Urraca y el Tronco.

Esta favorecida taberna, templo de las nocturnas orgías de Mr. Lowten y sus compañeros, era lo que las gentes de baja estofa dirían un figón. Que el tabernero era un hombre metalizado probábalo sobradamente el hecho de haber subarrendado un chiscón que había debajo de una de las ventanas de la cantina, y que tanto por su forma como por su tamaño se asemejaba a una litera, a un zapatero remendón; y que era un ser de inclinaciones filantrópicas se evidenciaba por la protección que otorgaba a un pastelero, el cual, sin temor a las interrupciones del paso, vendía sus delicadas mercancías en la misma puerta de entrada. En las ventanas bajas, que se hallaban guarnecidas de cortinajes de color de azafrán, colgaban dos o tres cartelones impresos en los que se daba noticia de cierta sidra del Devonshire y de cierto aguardiente de Dantzig, mientras que en un gran cartón negro advertíase en letras blancas al público ilustrado que en las bodegas del establecimiento se encerraban 500.000 barriles de cerveza doble, llevando a la mente una impresión de incertidumbre, no del todo desagradable, acerca del emplazamiento que en los antros misteriosos de la tierra pudiera ocupar esta inmensa caverna. Si añadimos que la deteriorada muestra exterior exhibía la figura medio borrada de una urraca que miraba intencionadamente a un retorcido manchón pardo, que los vecinos habían aprendido a interpretar desde su infancia como un «tronco», hemos dicho todo lo pertinente al exterior del edificio.

Al acercarse Mr. Pickwick al mostrador, una mujer de avanzada edad surgió por detrás de un biombo y se puso delante del caballero.

—¿Está aquí Mr. Lowten, señora? —preguntó Mr. Pickwick.

—Sí que está, sir —replicó la hostelera—. Oye, Carlitos, enseña a este caballero dónde está Mr. Lowten.

—El señor no puede ir en este momento —dijo un tosco mozalbete, escanciador, de faz roja— porque Mr. Lowten está cantando una canción cómica y le interrumpiría. En seguida acabará, sir.

No había acabado de hablar el rubicundo mozalbete, cuando un golpeteo unánime de mesas y el choque de las copas anunció que el canto había terminado, y Mr. Pickwick, dejando a Sam solazarse en la cantina, se hizo conducir a la presencia de Mr. Lowten.

Al oír el anuncio de que «un caballero desea hablarle, sir», un joven de rostro abotagado, que rebosaba de la silla que había a la cabecera de la mesa, miró con cierta extrañeza hacia donde la voz venía; extrañeza que no hubo de disminuir al encontrarse sus ojos con un individuo al que nunca había visto.

—Dispense, sir —dijo Mr. Pickwick—, y siento molestar a los otros señores, pero vengo con un asunto muy importante, y si me permite usted que le hable unos minutos en ese rincón, le quedaré muy agradecido.

Levantóse el abotagado joven, y acercando una silla a la que Mr. Pickwick ocupaba en un rincón de la estancia, se puso a escuchar atentamente la relación.

—¡Ah! —dijo el joven al concluir Mr. Pickwick—. Dodson y Fogg... gran práctica la suya... hombres de negocios, Dodson y Fogg, sir.

Admitió Mr. Pickwick lo de la gran práctica de Dodson y Fogg, y Lowten prosiguió:

—Perker está fuera y además no vendrá antes de fin de semana; pero si usted quiere sostener la demanda y me deja la copia, yo puedo hacer todo lo necesario hasta que él vuelva.

—A eso he venido precisamente —dijo Mr. Pickwick, entregándole el documento—. Si ocurriera algo de particular, puede usted escribirme a la lista de Ipswich.

—Perfectamente —replicó el pasante de Mr. Perker.

Y al ver que los ojos de Mr. Pickwick se dirigían curiosamente hacia la mesa, añadió:

—¿Quiere usted quedarse con nosotros un rato? Tenemos esta noche gran concurrencia: aquí está Samkin y el primer pasante de Green, Smithers y la cancillería de Price, y Pinkin y Thomas... canta admirablemente..., y Jacobo Bamder y otros muchos. ¿Llega usted del campo, supongo? ¿Quiere usted sentarse con nosotros?

No pudo Mr. Pickwick resistir esta ocasión tentadora que se le presentaba de estudiar la naturaleza humana. Se dejó conducir a la mesa, y después de haber sido presentado a la concurrencia, se sentó en una silla próxima a la del presidente y pidió una copa de su bebida favorita.

Prodújose un silencio completamente opuesto a lo que esperaba Mr. Pickwick.

—¿No encuentra usted esto desagradable, verdad, sir? —dijo el vecino de la derecha: un señor con camisa rayada y botones de mosaico, que tenía un cigarro en la boca.

—Nada de eso —replicó Mr. Pickwick—, me gusta mucho, aunque yo no soy fumador.

—Yo sentiría mucho decir que no lo era —interrumpió otro de enfrente—. El tabaco es para mí la casa y la mesa.

Miró al que hablaba Mr. Pickwick y pensó que si además de eso fuera también el lavabo, no le viniera mal.

Otra vez se hizo el silencio. Mr. Pickwick era un extraño, y su llegada había sido para la asamblea un jarro de agua fría.

—Mr. Grundy va a obsequiar a la concurrencia con una canción —dijo el presidente.

—No —dijo Mr. Grundy.

—¿Por qué no? —dijo el presidente.

—Porque no puedo.

—Diga usted mejor que es porque no quiere —replicó el presidente.

—Bueno, pues porque no quiero —respondió Mr. Grundy. La resuelta negativa de Mr. Grundy a complacer a la compañía ocasionó un nuevo silencio.

—¿No hay nadie que quiera animar esto? —dijo el presidente, con desaliento.

—¿Y por qué no nos alegra usted, señor presidente? —dijo un joven bigotudo y estrábico con abierto cuello sucio, desde la cabecera de la mesa.

—Silencio, silencio —dijo el fumador de la pedrería de mosaico.

—Pues porque no sé más que una canción, y la he cantado ya, y cuesta una buena ronda de copas cantar dos veces lo mismo en una noche.

La excusa estaba justificadísima y se hizo de nuevo el silencio.

—He estado esta tarde, caballeros —dijo Mr. Pickwick, pretendiendo plantear un tema que todos habrían de entrar a discutir—, he estado esta tarde en un sitio en el que hace años no había estado y del que apenas conozco nada; me refiero, caballeros, a Gray's Inn. Estas antiguas casas de vecindad son rincones curiosos en una ciudad tan grande como Londres.

—¡Por Júpiter! —dijo por lo bajo el presidente a Mr. Pickwick—. Ha atinado usted con una cosa que por lo menos a uno de nosotros le va a hacer hablar por los codos. Va usted a sacar de sus casillas a Jacobo Bamder; no se le ha oído nunca hablar de otra cosa que de las mansiones y ha vivido en ellas solo, hasta volverse medio loco.

La persona aludida por Lowten era un hombrecito amarillento, cargado de hombros, cuya fisonomía, a causa del hábito de permanecer inclinado hacia delante mientras estaba callado, no había aún podido ver Mr. Pickwick. Maravillóse, pues, cuando el citado personaje levantó su arrugada faz para mirarle y fijó en él sus ojos grises, de que aquellas singulares facciones pudieran haber escapado a su atención un instante siquiera. Había en la cara de aquel hombre una mueca de perpetua sonrisa; apoyaba la barbilla en una larga y descarnada mano de uñas desmesuradas, y al torcer su cabeza a un lado y mirar de modo penetrante a través de sus tupidas pestañas grises, asumía su semblante una ruda expresión de astucia que le hacía verdaderamente repulsivo.

Tal era el tipo que se lanzó en aquel momento, prorrumpiendo en animado torrente de palabras. Mas como este capítulo se va haciendo largo y sea este viejo un personaje digno de atención, ha de constituir una deferencia para él y una ventaja para nosotros dejarle hablar por sí mismo en otro capítulo.

21. En el cual se engolfa el viejo en su tema favorito y relata la historia de un raro cliente

—¡Ah! —dijo el anciano, cuyo tipo y maneras se han descrito brevemente en el último capítulo—. ¡Ah! ¿Quién habla por ahí de las covachas?

—Yo, sir —respondió Mr. Pickwick—, que estaba diciendo lo curiosos que son tales lugares.

—¡Usted! —dijo el anciano despectivamente—. ¿Qué sabe usted de los tiempos en que los muchachos se encerraban en esas estancias solitarias y leían y leían hora tras hora, noche tras noche, hasta que su razón empezaba a divagar a consecuencia del trabajo nocturno, hasta que se agotaban sus fuerzas mentales, hasta que llegaba la mañana, que no les traía refrigerio ni salud, y se aniquilaban en el sacrificio inhumano que hacían de sus energías juveniles a los áridos libros? Y acercándonos a más recientes épocas, a tiempos muy distintos de aquéllos, ¿qué sabe usted de la consunción progresiva, de la rápida depauperación ocasionada por la fiebre, como resultado de una vida de francachela y disipación que han sufrido muchos hombres en esos mismos recintos? ¿Cuántos no fueron los que solicitaron en vano la gracia de los curiales y que al salir de las oficinas de los magistrados, con el corazón desfallecido, buscaron el reposo en el Támesis, o asilo en la cárcel? No son ésas comunes mansiones. Si las tablas de los frisos se hallaran dotadas de memoria y de palabra y pudieran destacarse de los muros y contar su horroroso cuento... ¡La novela de la vida, sir, la novela de la vida! Aunque parezcan viviendas comunes, yo le aseguro a usted que son viejos lugares bien extraños, y que oiría mejor cualquier leyenda espeluznante que la historia verdadera de esas antiguas residencias.

Advertíase algo tan insólito en la brusca energía del viejo y en el tema esbozado, que Mr. Pickwick no pudo aprestar comentario en respuesta; y el viejo, refrenando su impetuosidad y reasumiendo la expresión habitual que le abandonara durante el exabrupto precedente, dijo:

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