Los papeles póstumos del club Pickwick (46 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Mientras decía esto Mr. Weller, apeábase de un coche Mr. Pickwick y entraba en el patio.

—Hermosa mañana, sir —dijo Mr. Weller padre.

—Magnífica en verdad —replicó Mr. Pickwick.

—Magnífica en verdad —repitió un caballero pelirrojo con nariz y antiparras inquisidoras que se había desencajonado de un coche al mismo tiempo que Mr. Pickwick—. ¿Va usted a Ipswich, sir?

—Sí —replicó Mr. Pickwick.

—Coincidencia extraordinaria. Yo también.

Mr. Pickwick hizo una inclinación.

—¿Va usted en el exterior? —dijo el pelirrojo.

Mr. Pickwick hizo otra inclinación.

—¡Gran Dios, qué cosa más notable...! Yo voy fuera también —dijo el caballero pelirrojo—; vamos juntos.

Y el pelirrojo caballero, que era un personaje de solemne apariencia, afilada nariz y hablar misterioso y que mostraba una tendencia como de pájaro a imprimir a su cabeza una sacudida cada vez que decía algo, sonrió cual si hubiera hecho uno de los más raros descubrimientos que caben en el patrimonio de la humana perspicacia.

—Encantado con su compañía, sir —dijo Mr. Pickwick.

—¡Ah! —dijo el nuevo personaje—. ¿Es gran cosa para ambos, verdad? La compañía, sabe usted..., la compañía es... es... es una cosa muy distinta de la soledad..., ¿verdad?

—Eso no hay quien lo niegue —dijo Mr. Weller, terciando en la conversación con afable sonrisa—. Eso es lo que se llama una proposición evidente por sí misma, como decía el carnicero a la criada cuando ésta le fue contando que él no era un caballero.

—¡Ah! —dijo el pelirrojo caballero, examinando a Mr. Weller de pies a cabeza, con las cejas enarcadas—. ¿Amigo de usted, sir?

—Amigo, precisamente, no —replicó Mr. Pickwick por lo bajo—. Cierto que es mi criado, pero yo le permito muchas libertades; porque, de usted para mí, me agrada su originalidad y estoy algo orgulloso de él.

—¡Ah! —dijo el caballero pelirrojo—. Eso, ¿sabe usted?, es cuestión de gusto. Yo no soy aficionado a nada original; no me gusta; no veo la necesidad de ello. ¿Cómo se llama usted, sir?

—He aquí mi tarjeta, sir —replicó Mr. Pickwick, a quien hizo mucha gracia lo súbito de la pregunta y el singular estilo del desconocido.

—¡Ah! —dijo el caballero pelirrojo, guardando la tarjeta en su cuaderno— . Pickwick; muy bien. Me gusta conocer los nombres, porque esto ahorra muchas molestias. Ésta es mi tarjeta, sir: Magnus, ahí lo ve usted... mi apellido es Magnus. Me parece que es bonito, ¿verdad, sir?

—Muy bonito, en efecto —dijo Mr. Pickwick, sin poder reprimir una sonrisa.

—Sí que lo es —prosiguió Mr. Magnus—. Y delante de él hay un bonito nombre, como usted verá. Permítame, sir... Si pone usted la tarjeta un poco oblicua, así, caerá la luz sobre las letras. Ahí... Pedro Magnus... Suena bien, creo, sir.

—Muy bien —dijo Mr. Pickwick.

—Las iniciales ofrecen una curiosa circunstancia —dijo Mr. Magnus—. Fíjese usted bien... P M.... Post meridiano. En las esquelas para los íntimos me firmo a veces «Tarde». Esto divierte mucho a mis amigos, Mr. Pickwick.

—Ya lo creo que les divertirá —dijo Mr. Pickwick, envidiando lo fácilmente que se divertían los amigos de Mr. Magnus.

—Vamos, caballeros —dijo el jefe de la cochera—; el coche está listo; cuando ustedes quieran.

—¿Está ya colocado todo mi equipaje? —preguntó Mr. Magnus.

—Todo, sir.

—¿Está el saco rojo?

—Todo, sir.

—¿Y el saco de correos?

—En la bolsa delantera, sir.

—¿Y el envoltorio pardo?

—Debajo del asiento, sir.

—¿Y la sombrerera de cuero?

—Están todos, sir.

—¿Quiere usted subir? —dijo Mr. Pickwick.

—Dispénseme —replicó Mr. Magnus, de pie sobre la rueda—. Dispénseme, Mr. Pickwick. No me decido a montar en esta incertidumbre. El modo en que se expresa este hombre casi me da la seguridad de que no está dentro esa sombrerera de cuero.

Como no bastaran las rotundas afirmaciones del mozo de la cochera, no hubo más remedio que extraer la sombrerera de cuero del fondo de la caja del coche para convencerle de que se hallaba el objeto perfectamente cargado. Mas después de haberse asegurado de tal extremo, concibió el vivo presentimiento de que el saco rojo habíase extraviado; luego, de que había sido robado el cabás de correa y, por fin, de que el envoltorio de papel de estraza estaba desatado.

Cuando al cabo comprobó con sus propios ojos lo infundado de todas y cada una de sus sospechas, se resolvió a trepar al techo del carruaje, notándose tranquilo y feliz por haber disipado de su mente toda preocupación.

—Es usted bastante nervioso, ¿verdad, sir? —observó Mr. Weller padre, mirando de soslayo al nuevo amigo, que en aquel momento subía a ocupar su puesto.

—Sí; me inquietan bastante estas pequeñeces —dijo el desconocido—; pero ya estoy tranquilo... completamente tranquilo.

—Bueno, más vale así —dijo Mr. Weller, y luego—: Sammy, ayuda a subir a tu amo. La otra pierna, sir; eso es; dénos ahora la mano, sir. ¡Arriba! Algo menos pesaba usted cuando era muchacho, sir.

—Ya lo creo, Mr. Weller —dijo Mr. Pickwick, acomodándose a su lado en el pescante, falto de resuello y con aire placentero.

—Salta, Sammy —dijo Mr. Weller—; ahora, arrea, Guillermo. Cuidado con el arco de la puerta, caballeros. «Las cabezas», como dice el pastelero. Así, Guillermo. Suéltalos.

Y partió el coche remontando Whitechapel, entre la admiración de los habitantes de la densa y populosa barriada.

—No es una ciudad muy bonita —dijo Sam, llevándose la mano al sombrero, como hacía siempre que entraba en coloquio con su amo.

—No, ciertamente, Sam —replicó Mr. Pickwick, contemplando la concurrida e inmunda calle que a la sazón cruzaban.

—Y es cosa bien extraña, sir —dijo Sam—, que cuanto más pobre es un lugar, más parece atraer a las ostras. Mire aquí, sir, a cada media docena de casas hay un puesto de ostras. Hacen ringla en la calle. Que me condene si no pienso que, al verse pobre un hombre, se lanza fuera de su casa y se pone a comer ostras como un desesperado.

—Ni más ni menos —dijo Mr. Weller padre—, y eso mismo hace con el salmón escabechado.

—He aquí dos hechos notables que nunca se me habían presentado —dijo Mr. Pickwick—. En cuanto paremos tengo que anotarlos.

En esto trasponían la barrera de Mile End; en el más profundo silencio recorrieron tres o cuatro millas, y al cabo, volviéndose hacia Mr. Pickwick, dijo de pronto Mr. Weller:

—Es bien particular la vida de estos picapuertas, sir.

—¿De estos qué...? —dijo Mr. Pickwick.

—De estos picapuertas.

—¿Qué entiende usted por picapuertas?

—El viejo quiere decir los guardabarreras, sir —aclaró Mr. Samuel Weller.

—¡Ah! —dijo Mr. Pickwick—. Ya comprendo. Sí; es un vida muy curiosa, muy desagradable.

—Todos ellos son gentes que han sufrido alguna contrariedad en su vida —dijo Mr. Weller padre.

—¿Cómo? —dijo Mr. Pickwick.

—Sí; por eso se retiran del mundo y se meten en las barreras, en parte con objeto de hacer vida solitaria y en parte con el fin de vengarse de la humanidad a fuerza de cobrarles consumos.

—¡Caramba! —dijo Mr. Pickwick—. No lo sabía.

—Pues no tiene duda —dijo Mr. Weller—. Si fueran caballeros, se les llamaría misántropos; pero como no lo son, no se les llama sino consumeros.

Y con esta conversación, que atesoraba el inestimable encanto de ser a un tiempo instructiva y regocijante, supo engañar Mr. Weller el tedio del viaje durante casi todo el día. No faltaron temas de conversación, pues cuando decaía la locuacidad de Mr. Weller venía a reemplazarle con ventaja el afán que mostraba Mr. Magnus por conocer con pelos y señales la historia personal de sus compañeros de viaje y la ansiedad tumultuosa que manifestaba en todas las paradas por la seguridad y estado de los dos sacos, la sombrerera de cuero y el envoltorio de papel de estraza.

En la calle principal de Ipswich, a mano derecha, y a poco de atravesar la explanada del Ayuntamiento, radica una posada conocida en aquellos alrededores por el apelativo de El Gran Caballo Blanco, y que llama la atención por una figura esculpida en piedra que representa un animal rampante de cola enhiesta y crines flotantes que ofrece remota semejanza con un caballo de carga y que se alza sobre la puerta de entrada. El Gran Caballo Blanco era famoso en la comarca, como pudiera serlo un toro de concurso, un nabo histórico o un verraco ciclópeo por sus colosales dimensiones. No es fácil hallar en parte alguna tan intrincado laberinto de galerías desmanteladas, aglomeración comparable de hediondos y oscuros aposentos, ni tan gran número de mezquinas guaridas para comer y dormir como las que se encerraban entre las paredes de El Gran Caballo Blanco de Ipswich.

A la puerta de esta destartalada hostería deteníase el coche de Londres todas las noches a la misma hora, y de este mismo coche de Londres fue del que se apearon Mr. Pickwick, Sam Weller y Mr. Pedro Magnus, precisamente en la noche a que nos referimos en este capítulo.

—¿Para usted aquí, sir? —preguntó Mr. Pedro Magnus luego que se hubo depositado en la galería el saco de correas, el rojo, el paquete de papel pardo y la sombrerera de cuero ¿Para usted aquí, sir?

—Sí —dijo Mr. Pickwick.

—¡Dios del cielo! —dijo Mr. Magnus—. Nada me ha maravillado como estas coincidencias extraordinarias. También me hospedo yo aquí. Supongo que cenaremos juntos.

—Encantado —dijo Mr. Pickwick—. No sé fijamente si habrá aquí algún amigo mío o no. ¿Mozo, hay algún caballero aquí llamado Mr. Tupman?

Un corpulento mozo, que ostentaba una servilleta de quince días y en sus piernas medias contemporáneas de aquélla, abandonó pausadamente su ocupación de contemplar la calle al oír el interrogante de Mr. Pickwick, y luego de inspeccionar minuciosamente el aspecto del caballero, desde la copa del sombrero hasta el extremo inferior de las polainas, replicó con énfasis:

—¡No!

—¿No? ¿No hay ninguno que se llame Snodgrass? —preguntó Mr. Pickwick.

—¡No!

—¿Ni Winkle?

—¡No!

—Mis amigos no han llegado hoy, sir —dijo Mr. Pickwick.

—Cenaremos, pues, solos. Indíquenos un gabinete privado, mozo.

Al oír esta demanda, dignóse el corpulento mozo ordenar al limpiabotas que entrara el equipaje de los viajeros, y conduciéndoles por un largo y oscuro pasillo, les introdujo en una amplia y desguarnecida estancia, con desvencijada y sucia chimenea, en la que una débil lumbre se afanaba en vano por animarse, pero que se extinguía rápidamente al influjo desalentador del lugar. Al cabo de una hora, sirvióse a los viajeros una mezquina ración de pescado y una lonja de carne, despachadas las cuales, Mr. Pickwick y Mr. Pedro Magnus acercaron sus sillas al fuego, y luego de mandar traer una botella del peor y más caro oporto, en beneficio de la casa, bebieron agua y aguardiente para atender al suyo propio.

Mr. Pedro Magnus era comunicativo por naturaleza, y el agua y el aguardiente operaron la maravilla de sacar a relucir los más escondidos secretos de su alma.

Después de producir varias referencias acerca de sí mismo, de su familia, de sus parientes, amigos y relaciones, de sus bromas, negocios y hermanos (todos los parlanchines se complacen grandemente en mencionar a sus hermanos), contempló Mr. Pedro Magnus a Mr. Pickwick por algunos minutos a través de sus lentes azules, y dijo con aire de modestia:

—¿Y qué piensa usted..., qué piensa usted, Mr. Pickwick..., qué me trae aquí?

—Le aseguro —dijo Mr. Pickwick— que no puedo adivinarlo: negocios tal vez.

—Acierta usted en parte —replicó Mr. Pedro Magnus—; pero yerra en parte al mismo tiempo.

—Pues —dijo Mr. Pickwick— me entrego a su albedrío, y puede decírmelo o no, según tenga por conveniente, porque no he de adivinarlo aunque me pase la noche intentándolo.

—Vaya, pues... ¡je, je! —dijo Mr. Pedro Magnus, sonriendo tímidamente—. ¿Qué pensaría usted, Mr. Pickwick, si yo hubiera venido aquí para hacer una declaración? ¡Je, je!

—¿Qué pensaría? Pues que saldrá usted airoso, casi seguramente —replicó Mr. Pickwick con una de sus sonrisas más joviales.

—¡Ah! —dijo Mr. Magnus—. ¿Pero lo cree usted así, Mr. Pickwick? ¿Lo cree usted, realmente?

—Ciertamente —dijo Mr. Pickwick.

—No; usted se chancea.

—Nada de eso.

—Bien; pues entonces —dijo Mr. Magnus—, para confiarle un secretillo, le diré que yo también lo creo así. No me arredra el decirle, Mr. Pickwick, aunque soy por naturaleza celoso... terriblemente celoso, que la dama se halla en esta casa.

Quitóse los lentes Mr. Magnus para hacer unos cuantos guiños y se los encajó nuevamente.

—Por eso se escapaba usted de aquí tantas veces antes de cenar —dijo Mr. Pickwick, enarcando las cejas.

—¡Chist...! Acierta usted... Era por eso; mas no para cometer la imprudencia de verla, ¡por supuesto!

—¿No?

—No; no sería conveniente, ¿sabe usted?, así, acabado de llegar. Espero a mañana, sir; así tendré dobles probabilidades de éxito. Mr. Pickwick, sir, hay un traje en ese saco y un sombrero en esa caja que son inapreciables por el efecto que han de producir.

—¡Ah!, ¿sí? —exclamó Mr. Pickwick.

—Sí; ya habrá notado usted la inquietud en que me ha tenido todo el día. No creo que puedan comprarse por dinero un traje y un sombrero semejantes, Mr. Pickwick.

Felicitó Mr. Pickwick por su adquisición al venturoso propietario de aquellas prendas irresistibles, mientras que Mr. Pedro Magnus permaneció algunos momentos en muda contemplación.

—Es una hermosa mujer —dijo Mr. Magnus.

—Sí, ¿eh? —dijo Mr. Pickwick.

—Mucho —dijo Mr. Magnus—, mucho. Vive a veinte millas de aquí, Mr. Pickwick. He sabido que había de permanecer aquí esta noche y toda la mañana de mañana, y he venido para pescar la oportunidad. Yo creo que una fonda es buen sitio para declararse a una mujer que está sola, Mr. Pickwick. Pienso que hallándose de viaje ha de percibir menos su soledad que en su casa. ¿Qué opina usted, Mr. Pickwick?

—Creo que es muy probable —replicó el caballero.

—Dispénseme, Mr. Pickwick —dijo Mr. Pedro Magnus—; Pero soy algo curioso de mío: ¿a qué puede usted haber venido?

—Para un asunto mucho menos grato —replicó Mr. Pickwick poniéndose encarnado al recordarlo—. He venido aquí a denunciar la impostura y falsedad de un ser en cuyo honor y veracidad confié ciegamente.

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