Los papeles póstumos del club Pickwick (50 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¡A usted qué le importa! —repitió Mr. Magnus, midiendo la estancia con paso apretado—. ¡A usted qué le importa!

Algo muy significativo debe de encerrar esta frase de «a usted qué le importa», porque no recordamos haber presenciado una cuestión en la calle, en el teatro, en un café o en cualquiera otra parte, en que no haya figurado como respuesta obligada para todas las demandas agresivas. «¿Es que se tiene usted por caballero?» «¡A usted qué le importa!» «¿He dicho algo a la señorita?» «¡A usted qué le importa!» «¿Es que quiere usted que le rompa la cabeza contra la pared» «¡A usted qué le importa!» Y debe observarse también que parece entrañar cierta secreta burla este universal «a usted qué le importa», porque despierta en el pecho de quien escucha mayor indignación que la más grave injuria.

No queremos decir que esta frase trivial promoviese en el ánimo de Mr. Pickwick la indignación que hubiera provocado fatalmente en un ente vulgar. Sólo consignaremos el hecho de que Mr. Pickwick abrió la puerta, y gritó incontinente:

—¡Tupman, venga acá!

Mr. Tupman se presentó al momento, con asombrado talante.

—Tupman —dijo Mr. Pickwick—, un secreto de índole delicada, concerniente a esa señora, ha ocasionado una discusión que acaba de suscitarse entre este caballero y yo. Al asegurarle yo que no tiene relación alguna con él ni con sus proyectos, requiero a usted solamente, para que se entere de que, si aún continúa sosteniéndolo, es que manifiesta una duda sobre mi veracidad que he de considerar como un insulto gravísimo.

Al decir esto Mr. Pickwick, envolvió a Mr. Pedro Magnus en una mirada que era toda una enciclopedia.

La gallarda y honrada actitud de Mr. Pickwick, unida a aquella fuerza y energía de expresión que le distinguía, hubiera sido bastante para llevar la convicción a cualquier ánimo razonable; mas, por desdicha, el espíritu de Mr. Pedro Magnus se hallaba en aquel momento totalmente desquiciado. Así, pues, en vez de rendirse a las explicaciones de Mr. Pickwick, como debiera haber hecho, comenzó a dejarse poseer de una ira furiosa y violenta, a ponerse rojo y a hablar de lo que debía concederse a sus propios sentimientos, acentuando su peroración con paseos agitados y mesándose e! cabello; pasatiempos en los que de cuando en cuando se introducía la variante de manotear frente al rostro filantrópico de Mr. Pickwick.

Consciente, por su parte, Mr. Pickwick de su inocencia y rectitud, y amargado por haber involucrado tan malhadadamente a la dama en aquella enojosa cuestión, no se sentía tan en calma como fuera su deseo. Y fue la consecuencia que subieron de tono las palabras y las voces y que Mr. Magnus acabó por decir a Mr. Pickwick que ya recibiría sus noticias; a lo que respondió Mr. Pickwick, con laudable cortesía, que cuanto antes mejor, con lo cual la dama abandonó la estancia, aterrada, y, llevándose Mr. Tupman a Mr. Pickwick, dejaron a Mr. Pedro Magnus con sus propias meditaciones.

De haber vivido la dama en el comercio y trato del mundo o de haberse asimilado las costumbres y maneras de los que dictan las leyes e imponen la moda, hubiera sabido que este género de ferocidades son la cosa más inofensiva que existe. Mas habiendo pasado en pueblo la mayor parte de su vida y sin haber leído la reseña de los debates parlamentarios, encontrábase poco familiarizada con estos refinamientos de las esferas civilizadas. Por eso, en cuanto llegó a su cuarto se encerró en él y comenzó a recapacitar en la escena que acababa de presenciar; invadieron su fantasía los cuadros más terroríficos de destrucción y matanza, y ya veía en uno, de tamaño natural, traído entre cuatro, a Mr. Pedro Magnus con el lado izquierdo artísticamente acribillado de balas. Cuanto más meditaba la señora, más crecía su terror. Por fin decidióse a visitar al magistrado principal de la ciudad para solicitar de él que se apoderase sin demora de las personas de Mr. Pickwick y Mr. Tupman.

Muchas fueron las razones que impulsaron a la dama a tomar esta resolución, y fue la principal que ello había de suministrar una prueba de su afecto a Mr. Pedro Magnus y del anhelo que sentía por su seguridad. De sobra conocía el natural celoso de Mr. Pedro Magnus para aventurar la más remota alusión a la causa verdadera de la agitación que sufriera al verse frente a frente con Mr. Pickwick, y fiaba en su influjo y poder de persuasión respecto del hombrecito para apaciguar su celoso arrebato, siempre que se hiciera desaparecer a Mr. Pickwick y no hubiera ocasión para un nuevo encuentro. Con estas reflexiones, atavióse la dama con su sombrero y chal y se encaminó resueltamente a la morada del magistrado.

Jorge Nupkins, esquire, presidente de la Audiencia de la ciudad, era un personaje tan importante, que el más diligente andarín no podría topar otro semejante entre la salida y la puesta del sol del día 21 de junio, no obstante ser este día, según los almanaques, el más largo y, por ende, el más favorable para llevar a cabo las pesquisas. Estaba aquella mañana Mr. Nupkins extraordinariamente irritado y frenético por haberse producido una sublevación en la ciudad: todos los estudiantes habíanse concitado en aquel largo día escolar para romper los cristales de la tienda de un frutero de su aversión particular; habían abucheado al alguacil y apedreado al guardia: un anciano con botas altas que había sido en el lapso de medio siglo policía, hombre y muchacho. Mr. Nupkins gesticulaba majestuosamente sentado en su sillón, hirviendo de rabia, cuando se le anunció una señora para asunto urgente y privado. Miró Mr. Nupkins con aire de terrible sosiego y ordenó que se hiciera entrar a la dama; orden que, cual los mandatos de los emperadores, magistrados y demás potestades terrenas, fue inmediatamente obedecida. Miss Witherfield, denotando intensa agitación, fue introducida en consecuencia.

—¡Muzzle! —dijo el magistrado.

Muzzle era un reducido ujier, más largo de torso que de piernas.

—¡Muzzle!

—A la orden de usía.

—Trae una silla y márchate.

—Voy, señor.

—Señora, ¿quiere usted explicar su asunto? —dijo el magistrado.

—Es de índole sumamente enojosa, sir —dijo Miss Witherfield.

—Lo supongo, señora —dijo el magistrado—. Serénese usted, señora.

Mr. Nupkins adoptó un continente benigno.

—Dígame cuál es el asunto legal que la trae, señora.

Por fin, el magistrado se sobrepuso al hombre y recobró su talante severo.

—Es muy desconsolador para mí, sir, tener que decirlo —dijo Miss Witherfield—; pero temo que aquí va a verificarse un duelo.

—¿Aquí, señora? —dijo el magistrado—. ¿Dónde, señora?

—En Ipswich.

—¿En Ipswich, señora? ¡Un duelo en Ipswich! —dijo el magistrado, horrorizado ante la revelación—. Imposible, señora. Nada de eso puede registrarse en esta ciudad, estoy convencido. Por Dios, señora, ¿no está usted enterada de la actividad de la justicia local? ¿No ha oído usted acaso que el último día de mayo invadí con seis policías especiales una pista de lucha y a riesgo de ser víctima de las enconadas iras de la multitud suspendí el pugilato entre la «Bola», de Middlesex, y la «Bantama», de Suffolk? ¡Un duelo en Ipswich, señora! No creo... no puedo creer —dijo el magistrado— que haya dos hombres bastante audaces para intentar ese quebranto de la paz de la ciudad.

—Desgraciadamente, mis noticias son bien ciertas —dijo la señora—; yo presencié la reyerta.

—Es lo más extraordinario —dijo son asombro el magistrado—. ¡Muzzle!

—A la orden de usía.

—¡Que venga Mr. Jinks en seguida! Al instante.

—Voy, sir.

Retiróse Muzzle y entró en el despacho un escribiente pálido, de nariz afilada, mediana edad y derrotado ropaje.

—Mr. Jinks —dijo el magistrado—. Mr. Jinks.

—Sir —dijo Mr. Jinks.

—Esta señora, Mr. Jinks, ha venido a participarme que se ha concertado un duelo en la ciudad.

Ignorando Mr. Jinks qué actitud mostrar, produjo una sonrisa de subordinado.

—¿De qué se ríe usted, Mr. Jinks? —dijo el magistrado. Mr. Jinks recobró al momento la seriedad.

—Mr. Jinks —dijo el magistrado—, es usted un imbécil.

Mr. Jinks miró humildemente al grande hombre y mordió el cabo de su portaplumas.

—Es posible que vea usted algo muy cómico en la información de esta señora; pero lo que puedo decirle, Mr. Jinks, es que tiene usted muy pocos motivos para reír —dijo el magistrado.

Suspiró el hambriento Jinks cual si se diera cuenta sobradamente de los pocos motivos que tenía para sentirse alegre, y como se le ordenara tomar los informes de la señora, sentóse torpemente en una silla y se dispuso a escribir.

—Ese Pickwick es el principal, a lo que entiendo —dijo el magistrado, luego de acabarse la denuncia.

—Él es —dijo la dama.

—Y el otro perturbador... ¿cómo se llama, Mr. Jinks?

—Tupman, sir.

—Tupman es el segundo.

—Sí.

—¿Y dice usted, señora, que el otro contrincante se ha ocultado?

—Sí —replicó Miss Witherfield, con una suave tosecilla.

—Muy bien —dijo el magistrado—. Ésos son dos matachines de Londres que han venido a destruir la población de Su Majestad pensando que a esta distancia de la capital se ablanda o paraliza e! brazo de !a ley. Se !es hará escarmentar. Extienda usted los mandamientos, Mr. Jinks. ¡Muzzle!

—Mande usía.

—¿Está abajo Grummer?

—Sí, sir.

—Dígale que suba.

Partió el complaciente Muzzle y tornó presto, acompañado del anciano de las botas altas que se hacía notar principalmente por su nariz de alcohólico, ronca voz, paletó de tabaco y mirada errabunda.

—¡Grummer! —dijo el magistrado.

—Sir.

—¿Está la ciudad tranquila ahora?

—Completamente, sir —replicó Grummer—. La excitación popular ha remitido bastante por haberse desparramado los chicos en el
cricket.

—Sólo medidas de rigor pueden aplicarse en estos tiempos, Grummer —dijo el magistrado con acento de firmeza—. Si se menosprecia la autoridad de los agentes del rey, será preciso publicar la ley de tumultos. Si el Poder civil no es bastante para defender estas ventanas, Grummer, el militar tendrá que defender al Poder civil y a las ventanas. Creo que ésta es una máxima constitucional, Mr. Jinks, ¿no es así?

—Ciertamente, sir —dijo Jinks.

—Muy bien —dijo el magistrado, firmando los mandamientos—. Grummer hará comparecer a estos sujetos ante mí esta misma tarde. Los hallará usted en El Gran Caballo Blanco. ¿Recuerda usted el caso de la «Bola», de Middlesex, y la «Bantama», de Suffolk, Grummer?

Mr. Grummer, echando hacia atrás su cabeza, encareció que nunca lo olvidaría, cosa muy probable, ya que se le recordaba todos los días.

—Pues esto es aún más anticonstitucional —dijo el magistrado—; esto constituye una alteración más grave del orden y una conculcación más flagrante de la prerrogativa de Su Majestad. Creo que el duelo es una de !as más indiscutibles prerrogativas de Su Majestad, ¿eh, Mr. Jinks?

—Taxativamente consignada en la Carta Magna, sir —dijo Jinks.

—Una de las más brillantes joyas de la corona británica, arrancada a Su Majestad por los barones; ¿no es eso, Jinks? —dijo el magistrado.

—Eso es, sir —replicó Jinks.

—Muy bien —dijo el magistrado, irguiéndose solemne—. Pues no ha de ser violada en esta parte de su dominio. Grummer, tome auxiliares y ejecute cuanto antes estos mandamientos. ¡Muzzle!

—Mande, sir. —Acompañe a la señora.

Retiróse Miss Witherfield profundamente admirada de la cultura y celo del magistrado; Mr. Nupkins se retiró a almorzar; Mr. Jinks se retiró dentro de sí mismo, único retiro de que disponía, además del camastro que había en el cuartucho que ocupaba por el día la familia de la patrona, y Mr. Grummer se retiró con el propósito de lavar, con el desempeño de su nueva comisión, la afrenta que había recibido aquella mañana en unión del otro representante de Su Majestad: el alguacil.

Mientras que todos estos contundentes y enérgicos preparativos enderezados a la conservación del orden cerníanse sobre ellos, Mr. Pickwick y sus amigos, ajenos a los graves acontecimientos que se avecinaban, estaban almorzando tranquilamente, bastante parleros y joviales por cierto. Comenzaba Mr. Pickwick en aquel momento a relatar su aventura de la noche precedente, con gran regocijo de sus discípulos, especialmente de Mr. Tupman, cuando se abrió la puerta y viose asomar un rostro inquisitorial. Los ojos de aquel rostro inquisitorial dirigiéronse de modo insistente hacia Mr. Pickwick, y debieron quedar satisfechos de su indagatoria, porque el cuerpo a que pertenecía el rostro inquisitorial fue poco a poco introduciéndose en la estancia y presentó la figura de un anciano con botas altas. Para no prolongar la impaciencia del lector, diremos que los ojos no eran otros que los errabundos de Mr. Grummer, y que el cuerpo era el propio cuerpo de la mencionada persona.

La actuación de Mr. Grummer fue original, dentro de las normas profesionales. Fue su primer acto cerrar la puerta por dentro; el segundo, pasarse cuidadosamente el pañuelo por cabeza y rostro; el tercero, dejar el sombrero con el pañuelo dentro sobre la silla más cercana, y el cuarto, sacar del bolsillo de su paletó una corta cachiporra rematada por una corona de bronce, con la que señaló a Mr. Pickwick con ademán patibulario y grave.

Mr. Snodgrass fue el primero que rompió el azorante silencio. Miró con firmeza a Mr. Grummer por algunos segundos, y dijo con énfasis:

—Ésta es una habitación privada, sir. Una habitación privada.

Movió la cabeza Mr. Grummer, y respondió:

—Para Su Majestad no hay habitaciones privadas una vez que se ha traspuesto la puerta de la calle. Es la Ley. Hay quien sostiene que la casa de un inglés es un castillo. Eso es una cuchufleta.

Los pickwickianos se miraron atónitos.

—¿Quién es Mr. Tupman? —preguntó Mr. Grummer.

Por intuición habíase percatado de quién era Mr. Pickwick; le había conocido en seguida.

—Yo soy Tupman —dijo éste.

—Pues yo soy la Ley —dijo Mr. Grummer.

—¿Cómo? —dijo Mr. Tupman.

—La Ley —repitió Mr. Grummer—, la Ley, el Poder civil y ejecutivo: ésos son mis títulos, ésa es mi autoridad. Tupman y Pickwick, por alteración del orden de nuestro desacatado Señor el Rey... con arreglo a los estatutos y previos los requisitos... todo en regla. Pickwick, queda usted detenido. Tupman, igualmente.

—¿Qué significa esta insolencia? —dijo Mr. Tupman, levantándose—. ¡Salga usted de la estancia!

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