Los papeles póstumos del club Pickwick (52 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Dos eles, buen amigo —dijo Sam.

Entonces un desdichado guardia soltó la risa otra vez, por lo cual el magistrado le amenazó con castigarle inmediatamente. Es peligroso reír las gracias del hombre malquisto.

—¿Dónde vive usted? —dijo el magistrado.

—Donde puedo —replicó Sam.

—Escriba eso, Mr. Jinks —dijo el magistrado, que iba montando en cólera.

—Subráyelo —dijo Sam.

—Es un vagabundo, Mr. Jinks —dijo el magistrado—. Es un vagabundo, según su propia declaración; ¿no es eso, Mr. Jinks?

—Es cierto, sir.

—Pues queda usted detenido... arrestado por esa razón —dijo Mr. Nupkins.

—No he visto país de justicia más imparcial —dijo Sam—. Ningún magistrado cuando anda por ahí se detiene la mitad de las veces que detiene a otros.

Al oír esta cuchufleta se echó a reír otro guardia, y quiso recobrar la solemnidad por una transición tan brusca que le pescó el magistrado.

—Grummer —dijo Mr. Nupkins, poniéndose rojo de ira—, ¿cómo ha elegido usted para guardia a un hombre tan inepto y poco recomendable? ¿Cómo se ha atrevido usted?

—Lo lamento mucho, sir —balbució Grummer.

—¡Lo lamento mucho! —dijo furioso el magistrado—. Se arrepentirá usted de esta negligencia en el servicio, Mr. Grummer; merece usted ejemplar reconvención. Quítele la maza a ese hombre. Está borracho. Está usted borracho.

—No estoy borracho, sir —dijo el hombre.

—¡Está usted borracho! —insistió el magistrado—. ¿Cómo osa decir que no está borracho, habiendo dicho yo que lo está? ¿No es esto embriaguez, Grummer?

—Terrible, sir —replicó Grummer, que experimentaba una vaga impresión de oler por alguna parte algo parecido a ron.

—Ya sabía yo que lo estaba —dijo Mr. Nupkins—. Comprendí que estaba borracho desde que entró en el despacho por la excitación de su mirada. ¿No observa usted sus ojos, Mr. Jinks?

—Es cierto, sir.

—No he bebido una gota de alcohol en toda la mañana —dijo el pobre hombre, que era un ser morigerado, si los hay.

—¿Cómo se atreve usted a decirme una falsedad? —dijo Mr. Nupkins—. ¿Verdad que ahora demuestra estar borracho, Mr. Jinks?

—Ciertamente, sir —replicó Jinks.

—Mr. Jinks —dijo el magistrado—, ordeno su detención por desacato. Extienda el auto, Mr. Jinks.

Y hubiera sido inexorablemente procesado a no ser porque Jinks, que era el consejero del magistrado (por haber recibido aprendizaje legal en el despacho de un procurador rural por espacio de tres años), murmuró en su oído que aquello no podía ser, y el magistrado pronunció en consecuencia un discurso y dijo que por conmiseración hacia la familia del agente no haría más que reconvenirle y dejarle cesante.

No hay que decir que el agente fue maltratado nuevamente de palabra durante un cuarto de hora, que abandonó el servicio y que Grummer, Dubbley, Muzzle y los demás guardias dejaron oír un murmullo de admiración por !a magnanimidad de Mr. Nupkins.

—Ahora, Mr. Jinks —dijo el magistrado—, tome juramento a Grummer.

Tomóse juramento a Grummer inmediatamente; mas como divagaba un tanto y la comida de Mr. Nupkins estaba presta, Mr. Nupkins abrevió el procedimiento, dirigiendo a Grummer unas cuantas preguntas capciosas que Grummer contestó lo más afirmativamente que pudo. Terminó el atestado sin tropiezo ni protesta. Probáronse sus agresiones a Mr. Weller, una amenaza a Mr. Winkle y un empellón a Mr. Snodgrass. Cuando todo se halló concluso a placer del magistrado, el magistrado y Mr. Jinks conferenciaron por lo bajo.

Acabado el conciliábulo al cabo de diez minutos, retiróse Mr. Jinks hacia el extremo de la mesa y, produciendo el magistrado una tos preparatoria, irguióse en el sillón e iba a dar comienzo a su discurso, cuando le interrumpió Mr. Pickwick.

—Perdóneme, sir, que le interrumpa —dijo Mr. Pickwick—; pero antes de que usted proceda a hablar y actuar por lo que pueda sugerirle lo consignado en esa declaración que acaba de hacerse, yo tengo que invocar el derecho a que se me oiga, por lo que se refiere a mí personalmente.

—Silencio, sir —dijo el magistrado en tono perentorio.

—Necesito hacerle saber, sir.... —dijo Mr. Pickwick.

—Silencio, sir —le atajó el magistrado—, u ordenaré a un agente que le haga salir.

—Puede usted ordenar a sus agentes lo que le plazca, sir —dijo Mr. Pickwick—; y por las señales de subordinación que en ellos he visto, no dudo han de ejecutar lo que usted ordene; pero no tengo más remedio que invocar mi derecho a ser oído hasta que se me haga salir a la fuerza.

—Pickwick, ¿y el principio? —exclamó Mr. Weller con voz perceptible.

—Calla, Sam —dijo Mr. Pickwick.

—Mudo como un tambor con un boquete, sir —dijo Sam.

Miró Mr. Nupkins a Mr. Pickwick al oír tan insólita temeridad. Disponíase a formular alguna respuesta airada, cuando Mr. Jinks le tiró de la manga y murmuró algo en su oído.

Replicó a esto el magistrado con una frase que apenas se oyó, y repitióse el cuchicheo. Indudablemente, Jinks le estaba reconviniendo.

Defiriendo al fin el magistrado, aunque de muy mala gana, a oír lo que hubiera de decírsele, volvióse a Mr. Pickwick, y le dijo en tono tajante:

—¿Qué quiere usted decir?

—Primero —dijo Mr. Pickwick, lanzando a través de sus lentes una mirada que sobrecogió al propio Nupkins—, quiero saber, primero, para qué se nos ha traído a mí y a mi amigo.

—¿Tengo que decírselo? —murmuró a Jinks el magistrado.

—Creo que sería lo mejor, sir —murmuró Jinks al magistrado.

—Se me ha denunciado en forma —dijo el magistrado— que se sabe que va usted a batirse en duelo y que el otro, Tupman, es su padrino. Por tanto... ¿eh, Jinks?

—Perfectamente, sir.

—Por tanto, condeno a ustedes dos... ¿creo que es así, Jinks?

—Perfectamente, sir.

—A..., a..., ¿a qué, Mr. Jinks? —preguntó de mal talante el magistrado.

—A buscar fianza, sir.

—Eso es. Por tanto, condeno a ustedes dos..., como iba diciendo cuando me interrumpió mi secretario..., a buscar fianza.

—Fianzas suficientes —murmuró Mr. Jinks.

—Exigiré buenas fianzas —dijo el magistrado.

—Vecinos del pueblo —murmuró Jinks.

—Han de ser vecinos del pueblo —dijo el magistrado.

—De cincuenta libras cada una —murmuró Jinks—, y de propietarios, por supuesto.

—Exigiré dos fianzas de cincuenta libras cada uno —dijo el magistrado en tono digno y levantado—, y de propietarios, por supuesto.

—Pero, Dios mío, sir —dijo Mr. Pickwick, que, como Mr. Tupman, estaba asombrado y frenético—, si somos forasteros. No conozco aquí a ningún propietario, como tampoco tengo intención de batirme en duelo con nadie.

—Sí, sí, ya —replicó el magistrado—. Sí, sí, ¿verdad, Jinks?

—Ciertamente, sir.

—¿Tiene usted algo más que decir? —preguntó el magistrado.

Mucho más tenía que decir Mr. Pickwick, y hubiéralo dicho sin duda, tanto para su mal como para contrariedad del magistrado, de no haberle tirado de la manga en el momento mismo en que cesó de hablar Mr. Weller, con quien se empeñó en conversación tan absorbente que pasó inadvertida para él la pregunta del magistrado. No era Mr. Nupkins hombre que repitiera una pregunta de este género, por lo cual, luego de dejar oír la tos premonitoria, procedió a dictar sentencia en medio del silencio admirativo de los agentes.

Se impuso a Weller dos libras de multa por la primera agresión y tres por la segunda. Se impuso a Mr. Winkle dos libras de multa, y otra a Mr. Snodgrass, más el requerimiento para que se comprometieran a mantenerse en paz con todos los súbditos de Su Majestad y especialmente con su lictor Daniel Grummer. En cuando a Pickwick y Tupman, ya les había condenado a presentar fianza.

No bien terminó el magistrado, Mr. Pickwick, con la sonrisa en su ya plácido rostro, se adelantó y dijo:

—Dispénseme el señor juez; pero le suplico me conceda unos minutos de conversación privada para un asunto de la mayor importancia para él.

—¿Qué? —dijo el magistrado.

Mr. Pickwick repitió la súplica.

—¡Vaya un ruego extraño! —dijo e! magistrado—. ¿Una entrevista particular?

—Una entrevista privada —repitió Mr. Pickwick, con firmeza—; ahora que, como una parte de la información que he de comunicarle procede de mi criado, quisiera que éste se hallara presente.

El magistrado miró a Mr. Jinks, Mr. Jinks miró al magistrado; miráronse unos a otros los agentes, asombrados. Mr. Nupkins se puso pálido. ¿Acaso el Weller, en un instante de remordimiento, proponíase descubrir alguna conspiración tramada para asesinarle? Era una sospecha horrible. Él era un hombre público, y aumentó su palidez recordando a Julio César y a Mr. Perceval.

Miró de nuevo el magistrado a Mr. Pickwick y requirió a Mr. Jinks.

—¿Qué piensa usted de esta petición? —murmuró Mr. Nupkins.

Mr. Jinks, que no sabía qué pensar y que temía cometer alguna torpeza, sonrió débilmente después de componer un gesto ambiguo, y hundiendo las comisuras de sus labios empezó a mover la cabeza de un lado a otro.

—Mr. Jinks —dijo el magistrado, gravemente—, es usted un asno.

Sonrió Mr. Jinks ante la insinuación, aunque más tímidamente que la vez precedente, y retiróse a su sitio poco a poco. Mr. Nupkins consultó consigo mismo por unos segundos. Luego se levantó del sillón, e indicando a Mr. Pickwick y a Sam que le siguieran, les condujo a un saloncito que comunicaba con la sala de audiencias. Procurando que Mr. Pickwick se situara hacia el extremo más lejano de la estancia y con la mano apoyada en la puerta a medio cerrar, con objeto de asegurar una inmediata escapatoria en cuanto advirtiera el más leve síntoma de hostilidad, díjose preparado a escuchar lo que quisiera decírsele, fuese lo que fuese.

—En seguida revelaré el punto esencial, sir —dijo Mr. Pickwick—; afecta por igual a su persona y a su crédito. Tengo razones para creer, sir, que alberga usted en su casa a un gran impostor.

—Dos —interrumpió Sam—. El de la librea castaña puede a todo el mundo en lágrimas y en villanía.

—Sam —dijo Mr. Pickwick—, si he de hacerme entender de este caballero es preciso que reserves tus opiniones.

—Lo siento mucho, sir —replicó Mr. Weller—: pero cuando pienso en ese dichoso Job, no puedo menos de abrir la concha una o dos pulgadas.

—En una palabra, sir —dijo Mr. Pickwick—: mi criado sospecha acertadamente que cierto capitán Fitz-Marshall frecuenta esta casa. Porque —añadió Mr. Pickwick, advirtiendo que Mr. Nupkins estaba a punto de interrumpir con indignación—, porque, de ser así, yo sé que ese sujeto es un...

—¡Chist, chist! —dijo Mr. Nupkins, cerrando la puerta ¿Sabe usted que es un... qué, sir?

—Un aventurero sin principios... un individuo sin honor... un hombre que explota la sociedad y que juega con los cándidos, sir; los engaña de un modo absurdo, estúpido, miserable —dijo excitado Mr. Pickwick.

—Dios mío —dijo Mr. Nupkins, enrojeciendo y cambiando instantáneamente de actitud—. Por Dios, Mr....

—Pickwick —dijo Sam.

—Pickwick —dijo el magistrado—. Por Dios, Mr. Pickwick... Tome asiento... ¿Es posible esto? ¿Capitán Fitz-Marshall?

—No le llame capitán —dijo Sam—, ni Fitz-Marshall tampoco: no es ni lo uno ni lo otro. Es un cómico de la legua y su nombre es Jingle; y si hubiera por ahí un lobo con librea castaña, ése sería Job Trotter.

—Es verdad, sir —dijo Mr. Pickwick, respondiendo a la mirada de asombro del magistrado—; mi único propósito en esta ciudad es desenmascarar a la persona de quien estamos hablando.

Procedió Mr. Pickwick a verter en el oído aterrado de Mr. Nupkins un relato sumario de las atrocidades de Mr. Jingle. Contóle cómo le había conocido; cómo se había fugado con Miss Wardle; cómo había abandonado bonitamente a la dama a cambio de una indemnización pecuniaria; cómo a él mismo le había hecho entrar con engaño en un colegio de señoritas a media noche, y cómo él (Mr. Pickwick) consideraba un deber denunciar su verdadero nombre y rango.

A medida que avanzaba la narración, toda la sangre caldeada que había en el cuerpo de Mr. Nupkins agolpábase tumultuosamente en sus orejas. Había conocido al capitán en unas carreras de las cercanías. Halagadas con su larga lista de amistades aristocráticas, sus dilatados viajes y su proceder cortesano, Miss Nupkins y la señora Nupkins habían exhibido al capitán Fitz-Marshall, y ponderado al capitán Fitz-Marshall, y lucido al capitán Fitz-Marshall ante los ojos envidiosos de sus amistades más selectas, hasta el punto de que sus íntimas amigas, la señora Porkandham y Miss Porkandham y Mr. Sidney Porkandham empezaban a sentir unos celos desesperados. ¡Y oír ahora, después de todo esto, que no era más que un aventurero indigente, un vagabundo tramposo, y, si no un estafador, algo tan parecido, que se hacía difícil percibir la diferencia! ¡Qué iban a decir los Porkandham! ¡Qué triunfo para Mr. Sidney Porkandham cuando se enterase de que sus solicitudes habían sido rechazadas en beneficio de semejante rival! ¡Cómo podría él, Nupkins, afrontar la mirada del viejo Porkandham en el próximo consejo! ¡Y qué arma para el partido antagonista si la historia se extendía!

—Pero, después de todo —dijo Mr. Nupkins, animándose un momento al cabo de una pausa dilatada—; después de todo, eso no es más que una cosa que usted dice. El capitán Fitz-Marshall es un hombre atrayente por sus maneras y que ha de tener muchos enemigos. ¿Qué prueba tiene usted de la verdad de tales aseveraciones?

—Póngale frente a mí —dijo Mr. Pickwick—; no pido ni requiero otra cosa. Póngale frente a mí y frente a mis amigos, no necesitará usted ninguna otra prueba.

—Vaya —dijo Mr. Nupkins—, eso sería muy fácil de hacer, porque él vendría esta noche, y así podría evitarse que la cosa se hiciera pública, eso... eso, por el mismo muchacho. Yo... a mí... me gustaría consultar con la señora Nupkins sobre la conveniencia de este paso, en primer lugar. De todos modos, Mr. Pickwick, antes de hacer nada tenemos que zanjar esta cuestión legal. Tenga la bondad de pasar a la habitación contigua.

Trasladáronse a la estancia inmediata.

—¡Grummer! —dijo el magistrado con voz de mal agüero.

—Sir —respondió Grummer, con sonrisa de favorito.

—Vamos, vamos, sir —dijo el magistrado con severidad—, no me venga ahora con esas andróminas. No vienen al caso, y puedo asegurarle que tiene usted muy pocos motivos para reírse. ¿Fue estrictamente cierta la relación que me hizo usted antes? Váyase con cuidado, sir.

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