Los papeles póstumos del club Pickwick (55 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Sabía Sam de sobra que lo único que tenía que hacer era permanecer a la expectativa, ya que todo habían de hablarlo las señoras; quedóse, pues, callado, mirando ora al puchero, ora al queso tostado, ora a la pared y al techo.

—¡Pobrecilla! —dijo la señora Cluppins.

—¡Ah, qué pena de criatura! —repuso la señora Sanders.

Sam guardó silencio. Veíalas venir al asunto.

—Es que no puedo contenerme —dijo la señora Cluppins— cuando pienso en tal perjurio. No quisiera decir nada que le incomodase, joven, pero su amo de usted es un viejo bruto y me gustaría que estuviera delante para decírselo.

—Yo también lo quisiera —dijo Sam.

—Es que no se puede sufrir eso de verla ir de un lado a otro, como alelada, sin gusto para nada si no es cuando vienen sus amigas, por caridad, a pasar un rato con ella para distraerla.

—¡Es terrible! —dijo la señora Sanders.

—¡Y su amo de usted, joven, un hombre de dinero, que jamás podría resentirse por el gasto que una esposa supone —continuó la señora Cluppins, con versátil locuacidad—, no puede disculpar su conducta...! ¿Por qué no se casa con ella?

—¡Ah! —dijo Sam—. Ahí está la cosa precisamente... Eso es lo que hay que preguntar.

—Lo que hay que preguntar —repuso la señora Cluppins—, y ella se lo preguntaría si tuviera mi decisión. Pero ahí está la ley para defendernos a las pobres mujeres, míseras criaturas. ¿Qué harían de nosotras si no? Y eso es lo que verá su amo, bien a su pesar, antes de seis meses.

Detúvose la señora Cluppins después de hacer esta reflexión y sonrió a la señora Sanders, que, a su vez, le devolvió la sonrisa.

—En fin; el proceso se está ventilando, y ya veremos —pensaba Mr. Weller, en el momento en que entraba con el recibo la señora Bardell.

—Aquí está el recibo, Mr. Weller —dijo la señora Bardell—, y aquí está la vuelta; pero supongo que tomará usted una copita para quitarse el frío, aunque no sea más que en atención a nuestra antigua amistad, Mr. Weller.

Comprendiendo Sam la ventaja que esto le daba, aceptó sin vacilar. Entonces la señora Bardell sacó de una pequeña alacena una botella negra y una copa de vino; pero de tal manera embargaba sus facultades la profunda aflicción que la poseía, que, después de llenar la copa de Mr. Weller, sacó tres copas más y las llenó igualmente.

—¡Por Dios, señora Bardell —dijo la Cluppins—, fíjese en lo que ha hecho y en qué estado se halla usted!

—Tiene gracia la cosa —exclamó la Sanders.

—¡Ay, qué cabeza la mía! —dijo la señora Bardell, con ligera sonrisa.

Haciéndose Sam cargo de todo esto, dijo al punto que no podía beber antes de la comida, a menos de que con él bebiese una dama. Rióse no poco a cuenta de esto y, para seguirle el humor, tomó la Sanders un sorbito de su copa. Apuntó Sam su deseo de que aquello se generalizase, y todas bebieron sendos sorbos de sus copas respectivas. Entonces la Cluppins propuso un brindis por el «éxito de Bardell contra Pickwick». Apuraron los demás sus vasos en honor de este nobilísimo anhelo, y no tardaron en sentirse extraordinariamente locuaces.

—Supongo a usted enterado de lo que se está ventilando, Mr. Weller —dijo la señora Bardell.

—Algo he oído de ello —replicó Sam.

—Es violento y desagradable verse traída y llevada de esa manera por la gente —dijo la señora Bardell—; pero veo bien claro que no hay otro remedio, y me dicen mis procuradores Dodson y Fogg que no ofrece duda nuestro triunfo. No sé qué haría si así no ocurriese.

La sola idea de que pudiera fracasar en su demanda la señora Bardell afectó a la señora Sanders tan profundamente que se vio en la necesidad de llenar de nuevo y apurar su copa a toda prisa, pues comprendía, según dijo después, que hubiera sucumbido a la impresión de no haber tenido presencia de ánimo para administrarse aquel remedio.

—¿Y hacia cuándo se espera que eso se vea? —preguntó Sam.

—Para febrero o marzo —respondió la Bardell.

—¿Cuántos testigos declararán en ello? —inquirió la Cluppins.

—¡Ah!, es verdad —repuso la Sanders.

—Y Dodson y Fogg se pondrían furiosos si la acción fracasara, ¿verdad? —añadió la Cluppins—. Porque ellos la siguen a todo riesgo.

—¡Ah, claro está! —asintió la Sanders.

—Pero la ganará la demandante —prosiguió la Cluppins.

—Así lo espero —dijo la señora Bardell.

—¡Oh!, en cuanto a eso, no hay que dudarlo —opinó la Sanders.

—Bien —dijo Sam, levantando su copa y volviendo a dejarla sobre la mesa—, lo único que puedo decir es que deseo que usted lo gane.

—Gracias, Mr. Weller —dijo la Bardell con vehemencia.

—En cuanto a Dodson y Fogg, como llevan el asunto a sus expensas —continuó Mr. Weller—, según hacen otros muchos generosos hombres de su profesión y que cogen a las gentes por las orejas sin exigirles nada, y envían a sus pasantes a buscar rencillas entre sus vecinos y conocidos para arreglarlas por medio de la ley, sólo digo que les deseo toda la recompensa que yo les daría.

—¡Ah, yo deseo que tengan la recompensa que todo corazón bueno y generoso les concedería! —dijo, agradecida, la Bardell.

—Así sea —replicó Sam—, y que de salud y provecho les sirva. Tengan ustedes muy buenas noches, señoras.

Con gran alivio y consuelo de la señora Sanders, dejóse partir a Sam, sin que la señora de la casa le hiciera la menor indicación respecto de las patatas y el queso tostado, a los cuales las señoras, asistidas de la juvenil cooperación del pequeño Bardell, rindieron al momento amplia justicia, desapareciendo !os manjares ante la denodada acometida.

Tornó Mr. Weller a Jorge y el Buitre y relató puntualmente a su amo cuanto había podido pescar en su visita a la señora Bardell acerca de los sutiles procedimientos de Dodson y Fogg. La entrevista que al día siguiente celebróse con Mr. Perker no hizo sino confirmar las presunciones de Mr. Weller. Mr. Pickwick dedicóse afanosamente a preparar su visita a Dingley Dell para Navidad, con la tranquilizadora perspectiva de que tres meses más tarde había de verse en la Audiencia un proceso incoado contra él por ruptura de promesa de matrimonio, en cuya acción asistían a la querellante no sólo las ventajas de la fatalidad de las circunstancias, sino las que se derivaban de la fina sagacidad desplegada por Dodson y Fogg.

27. Samuel Weller hace una peregrinación a Dorking para ver a su madrastra

Como aún quedasen dos días para la fecha fijada por los pickwickianos para el viaje de Dingley Dell, Mr. Weller se sentó en un cuarto trastero de Jorge y el Buitre, una vez despachado su temprano almuerzo, con objeto de meditar en el mejor empleo que podía hacer de su tiempo. Era un día extraordinariamente hermoso, y no hacía ni diez minutos que daba vueltas en su magín al asunto, cuando se sintió invadido por una emoción filial y entrañable. Ocurriósele de modo tan súbito e imperioso que tenía que ir a ver a su padre y cumplimentar a su madrastra, que se halló poseído de honda extrañeza ante su negligencia por no haber pensado antes en esta obligación moral. Deseoso de subsanar cuanto antes su pasado abandono, subió inmediatamente a ver a Mr. Pickwick para solicitar licencia y poner por obra tan laudable propósito.

—Ya lo creo, Sam, ya lo creo —dijo Mr. Pickwick, con los ojos resplandecientes de alegría ante aquella manifestación del sentimiento filial de su criado—; desde luego, Sam.

Mr. Weller hizo una reverencia de gratitud.

—Me complace mucho ver que tienes tan alto sentido de tus deberes de hijo, Sam —dijo Mr. Pickwick.

—Siempre lo tuve, sir —replicó Mr. Weller.

—Es una idea feliz, Sam —dijo Mr. Pickwick con gesto de aprobación.

—Mucho, sir —replicó Mr. Weller—; siempre que he necesitado algo de mi padre se lo he pedido en forma humilde y respetuosa. Si no me lo daba, lo tomaba, por temor de que el no tenerlo me llevase a hacer algo malo. Le he ahorrado un sinfín de molestias de esa manera, sir.

—No es eso precisamente lo que quiero decir, Sam —dijo Mr. Pickwick, moviendo la cabeza con ligera sonrisa.

—Siempre buenos sentimientos; las mejores intenciones, como dijo el otro cuando abandonó a su esposa por no ser ésta feliz a su lado —repuso Mr. Weller.

—Debes ir, Sam —dijo Mr. Pickwick.

—Gracias, sir —replicó Mr. Weller.

Y después de hacer su más rendida inclinación y de vestir su mejor ropa, plantóse Sam en lo alto del coche de Arundel y se encaminó a Dorking.

El Marqués de Granby, en tiempos de la señora Weller, era un verdadero modelo entre las mejores ventas, bastante amplia para llenar sus fines y bastante reducida para ser confortable. En el lado opuesto de la carretera había una ancha muestra fijada en un poste elevado, que representaba la cabeza y los hombros de un caballero de semblante apoplético, con roja casaca de vueltas azules y una mancha del mismo color sobre el tricornio, a guisa de cielo. Sobre ella campeaban un par de banderas; por debajo del último botón del redingote veíase un par de cañones, y ofrecía en conjunto una semejanza indudable con el marqués de Granby, de gloriosa memoria.

El escaparate de la taberna presentaba una selecta colección de geranios y una fila bien empolvada de frascos de alcohol. Los abiertos postigos del establecimiento ostentaban una gran variedad de doradas inscripciones, que proclamaban la bondad de las camas y la pureza de los vinos, y el distinguido grupo de labriegos y postillones que discurrían por las cuadras pregonaba anticipadamente la excelente calidad de la cerveza y del alcohol que dentro se vendía. Quedóse parado Sam Weller, al apearse del coche, observando todas estas sumarias indicaciones de un próspero negocio con ojos de viajero experimentado, e inmediatamente después entró, altamente complacido de todo cuanto iba viendo.

—¿Qué hay? —dijo una voz aguda de mujer en el instante de asomar Sam la cabeza por la puerta—. ¿Qué desea usted, joven?

Miró Sam en la dirección que la voz indicaba. La voz venía de una gruesa mujer de apariencia saludable, que se hallaba sentada en la taberna junto al fuego, atizando la llama para hacer hervir la tetera. No estaba sola, porque al otro lado del hogar, sentado en una silla de elevado respaldo, había un hombre de raído traje negro, cuyas espaldas eran casi tan amplias y enhiestas como las de la silla, que atrajo desde el primer momento la más viva atención de Sam.

Era un tipo petulante, de nariz roja, de largo y fino rostro y ojos de reptil, ojos penetrantes, pero malos sin duda alguna. Gastaba pantalones cortos y medias de algodón negro, que, como el resto de su indumento, aparecían bastante deteriorados. Su aspecto era tieso y almidonado; no así su corbata blanca, cuyos jirones terminales pendían de un modo grotesco sobre su chaleco, abotonado hasta el mentón. Un par de guantes de castor viejos y muy usados, un sombrero de anchas alas y una caduca sombrilla verde, cuyas varillas asomaban por el extremo, como si quisieran suplir la falta de puño, yacían en una silla, tan cuidadosa y ordenadamente dispuestos, que denotaban que el hombre de nariz roja, quienquiera que fuese, no tenía prisa por marcharse.

Para hacer justicia al hombre de nariz roja, debe decirse que no hubiera procedido discretamente si tal intención abrigase, porque, a juzgar por las apariencias, hubiera sido preciso que contase con un circulo de amistades mucho más aceptable para que lógicamente debiera presumir encontrarse mejor en cualquiera otra parte. Resplandecía el fuego con destellos brillantes a favor del soplillo, y la tetera cantaba alegremente bajo la influencia de ambos. Sobre la mesa veíase dispuesto el servicio de té; una fuente de tostadas de manteca calentábase dulcemente ante el fuego, y el hombre de nariz roja empleábase afanosamente en convertir una gran rebanada de pan en el susodicho grato comestible valiéndose de un largo tridente. Al lado del hombre había un vaso lleno de un brebaje humeante, compuesto de agua y ron de piña, en el que nadaba una raja de limón. A cada momento deteníase el hombre de nariz roja para acercar a sus ojos la rebanada de pan, con objeto de ver cómo iba, sorbía unas gotas del caliente líquido y sonreía a la obesa señora, que continuaba atizando el fuego.

Hallábase Sam tan absorto por la contemplación de esta grata escena, que no advirtió la primera llamada de la gruesa mujer. Sólo cuando se le repitió en tono más apremiante pudo darse cuenta de la inconveniencia de su actitud.

—¿Está el amo? —inquirió Sam, en respuesta a la llamada.

—No, no está —replicó la señora Weller, porque la mujer gorda no era otra que la heredera y única testamentaria del difunto Mr. Clarke—; no, no está, y no le espero.

—¿Está hoy de viaje? —dijo Sam.

—Puede ser que sí o puede ser que no —replicó la señora Weller, untando de manteca la rebanada que acababa de tostar el de la nariz roja—. No lo sé, y es más, no me importa. Eche una bendición, Mr. Stiggins.

Hizo lo que se le indicaba el hombre de nariz roja, y acto seguido se dedicó a la tostada con feroz voracidad.

El aspecto del hombre de nariz roja había inducido a Sam desde el primer momento más que a sospechar que fuera el pastor de quien su estimable progenitor le había hablado. Desde el momento en que le vio comer desvaneciéronse todas sus dudas, y se convenció al punto de que si había de hacer mansión en la casa, tenía que apresurarse a hacerse bienquisto. Empezó, en consecuencia, su campaña apoyando su brazo sobre la media puerta de la tienda, descorriendo el cerrojo e introduciéndose como quien no hace nada.

—Madrastra —dijo Sam—, ¿qué tal está usted?

—¡Cómo, si es Weller! —dijo la señora Weller, dirigiendo sus ojos al rostro de Sam, con gesto de escasa complacencia.

—Algo de eso —dijo el imperturbable Sam—; y espero que este reverendo señor me dispensará que le diga que desearía ser el Weller que usted se merece, madrastra.

Fue éste un cumplimiento de dos filos, pues implicaba que la señora Weller era la más agradable de las mujeres y que Mr. Stiggins tenía apariencia clerical. Produjo la frase un efecto visible y rápido, y subrayó Sam la ventaja conquistada besando a su madrastra.

—¡Quite usted de ahí! —dijo la señora Weller, dándole un empujón.

—Parece mentira, joven —dijo el señor de la nariz roja.

—No hay ofensa, sir, no hay ofensa —replicó Sam—; sin embargo, tiene usted razón: no es la manera adecuada cuando las madrastras son jóvenes y guapas, ¿verdad, sir?

—Todo eso es vanidad —dijo Mr. Stiggins.

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