Los papeles póstumos del club Pickwick (53 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Sir —balbució Grummer—, yo...

—¡Ah! Parece usted confuso, ¿verdad? —dijo el magistrado—. Mr. Jinks, ¿no advierte usted esta confusión?

—Ciertamente, sir —replicó Jinks.

—Pues ahora —dijo el magistrado—, va usted a repetir su deposición, Grummer, y de nuevo le advierto que ande con cuidado. Mr. Jinks, tome usted nota de sus palabras.

El infortunado Grummer procedió a rehacer su denuncia; pero entre el modo que tuvo de copiarla Mr. Jinks, la interpretación caprichosa del magistrado, su natural tendencia a la divagación y su confusión extremada, se las arregló de manera que en cosa de tres minutos viose enredado en tal cúmulo de contradicciones, que Mr. Nupkins declaró al punto que no lo creía. En consecuencia, sobreseyéronse las multas y Mr. Jinks encontró en menos que se dice un par de fianzas. Y luego de darse por conclusos todos estos solemnes trámites, Mr. Grummer fue ignominiosamente arrojado: triste ejemplo de !a inestabilidad de las grandezas humanas y de! carácter precario de las privanzas de los grandes hombres.

Era la señora Nupkins una majestuosa hembra con turbante de gasa y peluca castaña. Miss Nupkins poseía toda la altanería de su mamá, sin turbante, y todo su mal carácter, sin peluca; y cuando quiera que el empleo de estas dos adorables cualidades envolvían a la madre y a la hija en algún problema enojoso, cual ocurría con frecuencia, coincidían ambas en descargar el vituperio sobre los hombros de Mr. Nupkins. Por tanto, cuando Mr. Nupkins fue a buscar a la señora Nupkins y le dio cuenta de los informes que le comunicara Mr. Pickwick, recordó la señora Nupkins súbitamente que ella siempre había esperado algo parecido; que ella siempre había dicho que aquello tenía que ocurrir; que su opinión jamás se tenía en cuenta; que ella no sabía por quién la tomaba Mr. Nupkins, y así sucesivamente.

—¡Qué horror! —dijo Miss Nupkins, haciendo asomar a la fuerza una lágrima de reducidas proporciones a cada uno de sus ojos—. ¡Qué horror, ser burlada de esa manera!

—¡Ah! Pues debes dar gracias a tu papá, querida —dijo la señora Nupkins—. ¡Cuánto no habré yo pedido y suplicado a este hombre que hiciera averiguaciones acerca de la familia del capitán! ¡Cuánto no le habré instado y apremiado para que diera un paso decisivo! Nadie lo creerá..., nadie.

—Pero, querida —dijo Mr. Nupkins.

—¡No me hables, torpe, no me hables! —dijo la señora Nupkins.

—Amor mío —dijo Mr. Nupkins—, pues tú bien querías al capitán Fitz-Marshall. No has dejado de invitarle, querida, ni has perdido oportunidad de presentarle en todas partes.

—¿No te lo decía yo, Enriqueta? —exclamó la señora Nupkins, dirigiéndose a su hija con aire de mujer gravemente ultrajada—. ¿No te decía yo que tu papá me cargaría todo esto? ¿No te lo decía yo?

La señora Nupkins suspiró.

—¡Oh, papá! —exclamó Miss Nupkins en tono de reconvención, y rompió en sollozos.

—Es ya demasiado que, después de haber atraído sobre nosotros toda esta desdicha y todo este ridículo, aún se burle de mí atribuyéndome la culpa —observó la señora Nupkins.

—¡Cómo vamos a presentarnos en sociedad! —dijo Miss Nupkins.

—¡Qué haremos cuando veamos a los Porkandham! —gritó la señora Nupkins.

—¡O a los Friggs! —añadió Miss Nupkins.

—¡Y a los Slummtowken! —continuó la señora Nupkins—. Pero ¿qué se le da a tu padre de todo esto? ¿A él qué le importa?

Ante esta consideración, rompió a llorar con deliberada angustia la señora Nupkins, siguiendo su ejemplo Miss Nupkins.

Las lágrimas de la señora Nupkins siguieron brotando en abundancia hasta que transcurrió el tiempo que ella juzgó suficiente para madurar el asunto, resolviendo en su fuero interno que lo mejor era rogar a Mr. Pickwick y a sus amigos que se quedaran hasta que llegase el capitán, concediendo así a Mr. Pickwick la oportunidad que buscaba. Si resultaba que éste había hablado con verdad, se pondría a aquél en la calle sin que nadie se enterase y se explicaría su desaparición a los Porkandham diciendo que, por influencia que tenía su familia en la Corte, había sido destinado al Gobierno general de Sierra Leona o Punta Sangur o de cualquier otro de esos puntos saludables cuyo clima agrada tanto a los europeos, que una vez allí no hay quien los haga venir.

Cuando la señora Nupkins enjugó sus lágrimas enjugó las suyas Miss Nupkins y se congratuló míster Nupkins de zanjar el asunto de acuerdo con la proposición de la señora Nupkins. Así, pues, luego de lavarse Mr. Pickwick y sus amigos y de borrar todas las señales de la última trifulca, fueron presentados a las señoras, y poco después se sentaron a comer. En cuando a Mr. Weller, a quien el magistrado, con su peculiar sagacidad, había diputado por uno de los seres más notables que conocía, fue consignado al cuidado y guarda de Mr. Muzzle, al que se encargó especialmente que le acompañara al piso bajo y que se le tratara lo mejor posible.

—¿Qué tal, amigo? —decía Muzzle al bajar con Mr. Weller a la cocina.

—¡Bah! No ha sufrido mi organismo cambio importante desde que le vi tan tieso tras el sillón de su amo, en el despacho, hace poco —replicó Sam.

—Tiene usted que perdonarme por no haberle hecho caso antes —dijo Mr. Muzzle—. Ya ve usted, el amo no nos había presentado. ¡Hay que ver el cariño que le ha entrado por usted!

—¡Ah —dijo Sam—, qué buen chico es!

—¿Verdad que sí? —replicó Mr. Muzzle.

—Un gran burlón —dijo Sam.

—¡Y cómo habla! —dijo Mr. Muzzle—. Cómo le rebosan las palabras, ¿verdad?

—Maravilloso —repuso Sam—; es un chorro. Salen tan de prisa, que se dan golpes unas a otras y se ahogan; y luego, nada, ¿verdad?

—Ése es el gran mérito de su oratoria —añadió Muzzle—. Cuidado con el último escalón, Mr. Weller. ¿Quiere usted lavarse las manos, sir, antes de ir con las señoras? Aquí hay una jofaina con agua, sir, y una toalla limpia detrás de la puerta.

—¡Ah!, no me vendrá mal un fregoteo —replicó Mr. Weller, untando jabón amarillo en la toalla y frotándose hasta que brillaba su cara—. ¿Cuántas señoras hay allí?

—En nuestra cocina, sólo dos —dijo Mr. Muzzle—: la cocinera y la doncella. Tenemos un chico para la limpieza y además una muchacha; pero ellos comen en el lavadero.

—¡Ah!, ¿comen en el lavadero, eh? —dijo Mr. Weller.

—Sí —replicó Mr. Muzzle—; intentamos, cuando llegaron, que comieran en nuestra mesa; pero no les pudimos resistir. Las maneras de la muchacha son horriblemente ordinarias, y el chico sopla tanto cuando está comiendo que no podíamos estar en la mesa con él.

—¡Vaya una marsopa! —dijo Mr. Weller.

—¡Oh!, terrible —añadió Mr. Muzzle—; esto es lo malo del servicio de los campesinos, Mr. Weller: cuando jóvenes, son muy salvajes. Por aquí, sir, si gusta, por aquí.

Guiando Mr. Muzzle con la más exquisita cortesía a Mr. Weller, le condujo a la cocina.

—María —dijo Mr. Muzzle a la linda doncella—, éste es Mr. Weller, un señor que el amo nos ha enviado para que le tratemos lo mejor que podamos.

—Y su amo de ustedes es buen conocedor y me ha enviado al mejor lugar —dijo Mr. Weller, dirigiendo a María una mirada de admiración—. Si fuera yo el amo de esta casa, siempre me encontraría a mi gusto donde María estuviera.

—Por Dios, Mr. Weller —dijo María, ruborizándose.

—Bueno, y a mí, ¿nada? —exclamó la cocinera.

—Perdóneme, cocinera, la había olvidado —dijo Mr. Muzzle—. Mr. Weller, permítame que le presente.

—¿Qué tal, señora? —dijo Mr. Weller—. Encantado de conocerla, y espero que nuestra amistad sea duradera, como dijo el otro al billete de cinco libras.

Cuando hubo terminado esta ceremonia de presentación, la cocinera y María se retiraron a la antecocina, donde permanecieron diez minutos cuchicheando; luego volvieron alegres y excitadas para sentarse a comer.

Las maneras desenvueltas de Mr. Weller y el encanto de su conversación ejercieron tan irresistible influencia sobre sus nuevos amigos, que antes de mediada la refacción ya se encontraban en un pie de intimidad perfecta y en posesión de todos los pormenores relativos a la villanía de Job Trotter.

—Yo nunca he podido soportar a ese Job —dijo María.

—Y ha hecho usted muy bien, querida —replicó Mr. Weller.

—¿Por qué? —preguntó María.

—Porque !a fealdad y la granujería nunca deben llegar a familiarizarse con la belleza y la virtud —replicó Mr. Weller—. ¿Verdad que no, Mr. Muzzle?

—De ninguna manera —repuso éste.

Sonrió María y dijo que la cocinera no parecía haber pensado así, por lo cual se echó a reír, protestando.

—¡Ay!, yo no tengo vaso —dijo María.

—Beba conmigo, querida —dijo Mr. Weller—. Ponga usted sus labios en ese jarro, y así podré besarla por delegación.

—¡Desvergonzado, Mr. Weller! —dijo María.

—¿Por qué, querida?

—Por hablar así.

—¡Qué tontería!, no hay daño para nadie. Es lo más natural, ¿verdad cocinera?

—No me venga con impertinencias —replicó la cocinera, encantada.

De nuevo comenzaron a reír la cocinera y María; y entre la cerveza, el fiambre y las risotadas, llevaron a la doncella a un verdadero paroxismo, a una crisis alarmante, que sólo remitió por unos cuantos golpecitos en la espalda y otras atenciones análogas que le administró Mr. Samuel Weller con la mayor delicadeza.

Cuando reinaba la mayor alegría y la más perfecta jovialidad comunicativa, oyóse un gran campanillazo en la puerta verde; campanillazo al que acudió inmediatamente el caballero que comía en el lavadero. Las atenciones de Mr. Weller para con la linda doncellita llegaban al colmo; Mr. Muzzle no descansaba en su tarea de hacer los honores de la mesa, y la cocinera, cesando de reír, acercaba en aquel momento a sus labios un bocado enorme, cuando se abrió la puerta de la cocina y entró Mr. Job Trotter.

Hemos dicho que entró Mr. Job Trotter: mas en la expresión no resplandece nuestro habitual y escrupuloso respeto a la realidad. La puerta se abrió y Mr. Trotter apareció. Hubiera entrado, y estaba a punto de hacerlo, cuando, al ver a Mr. Weller, retrocedió maquinalmente uno o dos pasos y permaneció contemplando la escena inesperada que a su vista se ofrecía, suspenso de asombro y terror.

—¡Aquí está! —dijo Sam, levantándose con aire retozón—. Hombre, en este momento hablábamos de usted. ¿Cómo está usted? ¿Dónde ha estado usted? Entre.

Posando su mano en la solapa de la librea castaña del sumiso Job, fue arrastrando a éste al interior de la cocina; y cerrando la puerta, entregó la llave a Mr. Muzzle, quien la guardó con toda parsimonia en su bolsillo.

—¡Vaya un juego! —exclamó Sam—. ¡Mire usted que tener ahora mi amo el gusto de encontrarse arriba con el de usted y yo la alegría de ver a usted aquí abajo...! ¿Qué tal le va a usted y cómo va ese negocio de la cerería? Bien, bien, encantado de verle. ¡Qué cara de hombre feliz tiene usted! Da gusto verle, ¿verdad, Mr. Muzzle?

—Ya lo creo —dijo Mr. Muzzle.

—¡Qué contento está! —dijo Sam.

—¡Y qué buen humor tiene! —dijo Muzzle.

—Y la alegría de vernos le ha puesto tan orondo —dijo Sam—. Siéntese, siéntese.

Mr. Trotter hubo de allanarse a que se le sentara en una silla junto al fogón, y desde allí paseó su mirada de Mr. Weller a Mr. Muzzle, sin decir palabra.

—Bueno, ahora —dijo Sam— me gustaría preguntarle, delante de estas señoras y por pura curiosidad, si se considera usted o no el más correcto y delicado caballero que lleva pañuelo rojo y la colección número cuatro de salmos.

—Y si es que puede casarse con un cocinera —dijo ésta, indignada—. ¡El granuja!

—Y si va a dejar sus malas costumbres para seguir el buen camino de la cerería —dijo la doncella.

—Pues ahora voy a decirle, joven —terció Muzzle, sintiéndose aludido por las dos últimas frases—, que esta señora —señalando a la cocinera— es mi compañera y que, al permitirse usted hablar de una cerería con ella, me ofende en uno de los puntos más delicados en que pueden ofenderse los hombres. ¿Me comprende usted, sir?

En este momento, Muzzle, que tenía en mucho su elocuencia, en la que procuraba imitar a su amo, hizo una pausa, como esperando la réplica.

Pero Mr. Trotter no replicó, por lo cual Mr. Muzzle prosiguió con acento solemne:

—Es muy probable, sir, que no se le necesite a usted arriba en algunos minutos, porque mi amo está en este instante preparando el té al suyo, sir; y, por tanto, va usted a disponer de un rato para charlar a solas conmigo. ¿Me comprende usted, sir?

Detúvose otra vez Mr. Muzzle para dar lugar a la respuesta, pero de nuevo se vio defraudado por Mr. Trotter.

—Está bien. Entonces —dijo Mr. Muzzle—, con gran sentimiento mío tendré que explicarme delante de las señoras y que me sirva de disculpa la urgencia del caso. La antecocina está libre, sir. Si quiere usted pasar allí, sir, Mr. Weller lo dispensará y podremos darnos mutuas satisfacciones hasta que oigamos la campanilla. ¡Sígame, sir!

Al pronunciar estas palabras, Mr. Muzzle dio unos pasos hacia la puerta, y, para ganar tiempo, empezaba a quitarse la chaqueta al tiempo que caminaba.

Tan pronto como oyó la cocinera las palabras concluyentes del fatal reto y vio a Mr. Muzzle dispuesto a llevarlo a cabo, dejó escapar un grito agudo y penetrante, y arrojándose sobre Mr. Job Trotter, que en aquel momento se levantaba de la silla, arañó y abofeteó su achatado rostro con la energía peculiar de las mujeres excitadas, y, llevando sus crispadas manos a la negra y abundosa cabellera de Trotter, le arrancó cabello bastante para formar cinco o seis anillos de duelo de los de mayor tamaño.

Una vez realizada la hazaña con todo el ardor que el amor a Mr. Muzzle le inspiraba, retrocedió vacilante y, como era una mujer de susceptible temperamento y sumamente impresionable, cayó junto a la alacena, desmayada.

En aquel momento sonó la campanilla.

—Esto es para usted, Job Trotter —dijo Sam.

Y antes de que Mr. Trotter pudiera emitir su opinión o protesta, sin darle tiempo siquiera para que se enjugase la sangre de las heridas que le produjera la insensible mujer, tomándole Sam de un brazo y Mr. Muzzle del otro, tirando el uno y empujando el otro, obligáronle a subir la escalera y le introdujeron en la sala.

El cuadro era extraordinariamente patético: Alfredo Jingle, esquire, alias capitán Fitz-Marshall, hallábase de pie junto a la puerta, con el sombrero en la mano y una sonrisa en la faz, inmovilizado por lo violento y enojoso de su situación. Frente a él erguíase Mr. Pickwick, que, por las señales, debía de estar inculcándole alguna lección de moral elevada, porque tenía una mano bajo el faldón de su levita mientras que extendía la otra en el aire, como era en él costumbre siempre que lanzaba algún apóstrofe intencionado y lapidario. Poco más allá veíase a Mr. Tupman, con el semblante arrebatado de indignación, sujeto por los otros dos amigos, y en el fondo de la estancia permanecían Mr. Nupkins, la señora Nupkins y Miss Nupkins, sombríos, altivos y ferozmente ultrajados.

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