Los papeles póstumos del club Pickwick (51 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Atención —exclamó Grummer, retrocediendo más que a paso hacia la puerta, y entreabriéndola—: ¡Dubbley!

—¿Qué hay? —respondió desde el pasillo una voz de bajo.

—Venga en seguida, Dubbley.

A esta voz de mando, un hombre de rostro vil, de seis pies de alto y de un volumen proporcionado, deslizóse a duras penas por la estrecha abertura y penetró en la estancia, rojo por el laborioso proceso de su entrada.

—¿Están ahí los demás números, Dubbley? —preguntó Mr. Grummer.

Mr. Dubbley, que era hombre de pocas palabras, asintió con el ademán.

—Llame a la división que está a sus órdenes, Dubbley —dijo Mr. Grummer.

Cumplió lo mandado Mr. Dubbley e irrumpieron en la habitación doce hombres con sus mazas coronadas. Guardó Mr. Grummer la suya y miró a Mr. Dubbley; guardó a su vez su cachiporra Mr. Dubbley y miró a su división; guardaron los hombres sus estacas y se quedaron mirando a los señores Tupman y Pickwick.

Mr. Pickwick y sus secuaces levantáronse a una.

—¿Qué significa este allanamiento de nuestra morada? —dijo Mr. Pickwick.

—¿Quién se atreve a detenerme a mí? —dijo Mr. Tupman.

—Pero, ¿qué es lo que quieren ustedes, so granujas? —dijo Mr. Snodgrass.

Mr. Winkle no dijo nada; mas fijó sus ojos en Mr. Grummer, y clavó en él una mirada tal, que, de haber tenido éste alguna sensibilidad, le hubiera perforado el cerebro. Pero no le produjo el menor efecto.

Al percatarse los agentes de que Mr. Pickwick y sus amigos estaban dispuestos a rebelarse contra la autoridad de la ley, se arremangaron con ademán significativo los brazos, cual si se propusieran derribarles primero y levantarlos después, por mera formalidad profesional, de la que no había que hablar siquiera. Pero esta mímica demostración no pasó inadvertida para Mr. Pickwick. Conferenció aparte con Mr. Tupman y declaróse dispuesto a marchar al juzgado, pero no sin rogar a los presentes que tomaran nota de que en cuanto se hallara en libertad habría de reclamar contra esta monstruosa conculcación de sus fueros de inglés; a lo cual los presentes rieron de la mejor gana, con excepción de Mr. Grummer, que parecía considerar que el menor desacato al derecho divino de los magistrados constituía blasfemia intolerable.

Pero cuando, ya resignado Mr. Pickwick a doblegarse ante las leyes de su país, retirábanse defraudados y malcontentos los camareros, lacayos, camareras y postillones que esperaban el espectáculo de una deliciosa trifulca de la obstinada actitud del caballero, suscitóse una dificultad que no podía haberse previsto. Aunque abrigando Mr. Pickwick la más profunda veneración hacia las autoridades, oponíase resueltamente a mostrarse públicamente rodeado de guardias y alguaciles, como un delincuente vulgar. Mr. Grummer, en vista de !a inquietud pública que reinaba (pues era media fiesta y los chicos aún no se habían metido en sus casas), se opuso con igual empeño a marchar por su lado con los guardias y se negó a aceptar la palabra que le ofreciera Mr. Pickwick de encaminarse derechamente al juzgado. Mr. Tupman y Mr. Pickwick, además, rehusaban sufragar los gastos de un coche, único medio de transporte digno de que podía echarse mano. Agrióse la disputa y se prolongó largamente la controversia. Pero en el momento en que la justicia se disponía a vencer la oposición que hacía Mr. Pickwick para dirigirse al juzgado por el sumario procedimiento de llevarlo a la fuerza, alguien recordó que había en el patio de !a posada una vieja litera que fuera construida para cierto propietario gotoso y que era tan capaz para Mr. Pickwick y Mr. Tupman como cualquier otro carruaje. Alquilóse la silla, que fue traída a! vestíbulo; embutiéronse en ella Mr. Pickwick y Mr. Tupman, y bajaron las cortinillas; no tardó en hallarse un par de conductores, y salió la procesión en el mayor orden. Los guardias rodeaban el vehículo; Mr. Grummer y Mr. Dubbley pusiéronse al frente con aire de triunfadores; detrás marchaban del brazo Mr. Snodgrass y Mr. Winkle, y los desarrapados de Ipswich cubrían la retaguardia.

Aun cuando poco se alcanzase a los comerciantes de la localidad de la naturaleza del delito, no podían menos de sentirse halagados y edificados por aquel espectáculo. Allí contemplaban el brazo de la ley gravitando con la fuerza de veinte batidores de oro sobre dos criminales de la misma metrópoli; toda aquella máquina estaba dirigida por su propio magistrado y accionada por sus propios guardias; y ambos culpables, gracias al esfuerzo del conjunto, hallábanse confinados en el estrecho recinto de una litera. Muchas fueron las frases de admiración y aplauso que recibió Mr. Grummer al caminar maza en ristre al frente de la cabalgata; prolongadas y atronadoras fueron las admiraciones de la chusma, y entre unánimes testimonios del público asenso, avanzaba la procesión con parsimonia y majestad.

Vestido Mr. Weller con su casaca mañanera y horteriles manguitos, regresaba un tanto mohíno de practicar una desafortunada inspección sobre la casa de la puerta verde, cuando, al levantar sus ojos del suelo, vio venir calle abajo una muchedumbre que rodeaba un artefacto muy semejante a una silla de manos. Deseoso de apartar sus pensamientos del recuerdo de su frustrada empresa, hízose a un lado para ver pasar la multitud; y, observando que chillaban y vociferaban con gran satisfacción y regocijo, empezó él mismo, con objeto de animarse, a chillar con toda su fuerza.

Pasó ante él Mr. Grummer, pasó Mr. Dubbley y pasó la litera y la escolta de guardias, y Sam hacíase aún eco de la algazara de la plebe y agitaba su sombrero en el aire, cual si se hallara poseído de la más desenfrenada alegría (sin saber todavía de qué se trataba), cuando quedó suspenso ante la aparición inesperada de Mr. Winkle y Mr. Snodgrass.

—¿Qué juerga es ésta, señores? —gritó Sam—. ¿Qué es lo que han metido tan de mañana en esa relojera?

Respondieron ambos; pero sus palabras se ahogaron en el tumulto.

—¿Quién? —gritó Sam de nuevo.

De nuevo contestaron a una, y aunque no oyera tampoco las palabras, comprendió Sam, por el movimiento de los labios, que habían articulado la mágica palabra «Pickwick».

Era bastante. Un minuto después había Sam atravesado la multitud, parado a los conductores y encarádose con el orondo Grummer.

—¡Eh, buen viejo! —dijo Sam—. ¿A quién ha metido usted en esa litera?

—¡Atrás! —dijo Mr. Grummer, cuya dignidad, como la de muchos otros hombres, había crecido prodigiosamente con aquel soplo de popularidad.

—Déle un golpe si no se quita —dijo Mr. Dubbley.

—Le agradezco mucho, buen viejo —replicó Sam—, que haya tenido en cuenta mi conveniencia y aún agradezco más a ese otro caballero, que parece que se ha escapado de la caravana de un gigante, su magnífica idea; pero si le fuera a usted lo mismo, preferiría que contestara a mi pregunta. ¿Qué tal, sir?

Esta frase última fue dirigida con aire protector a Mr. Pickwick, que en aquel momento sacaba la cabeza por la ventanilla.

—¡Ah! —dijo Sam—. Está muy bien, sobre todo la corona, que talmente parece de verdad.

—¡Atrás! —dijo el ofendido Grummer.

Y para reforzar la orden metió con una mano en la misma corbata de Sam el broncíneo emblema de la realeza y le asió con la otra por el cuello; cumplida atención a que Sam correspondió derribándole de un puñetazo, después de brindarle la fineza de derribar a uno de los portadores para que aquél cayera encima.

No sabríamos decir si obedeció a un fugaz acceso de vesania, debido al escozor de la afrenta, o tuvo por causa predisponente la bravura desplegada por Mr. Weller; pero es lo cierto que tan pronto como Mr. Winkle vio caer a Mr. Grummer, agredió terriblemente a un chico que a su lado estaba; en esto, Mr. Snodgrass, con nobleza genuinamente cristiana y para evitar que nadie pudiera cogerle desprevenido, anunció en tono mayor su designio de comenzar por su parte, y procedió a despojarse de su levita con toda mesura. Fue inmediatamente cercado y prendido; y ha de decirse, en estricta justicia, que ni él ni Mr. Winkle hicieron el menor esfuerzo para escapar ni para auxiliar a Mr. Weller, el cual, después de luchar a brazo partido, fue arrollado por el número y hecho prisionero. Reorganizóse la procesión, ocuparon sus puestos los conductores y prosiguió la marcha.

La indignación de Mr. Pickwick durante toda esta remoción no tuvo límites. Pudo ver cómo los guardias caían patas arriba a manos de Sam y cómo aquéllos huían en todas direcciones; mas no le fue posible ver otra cosa, porque no se abrían las portezuelas de la litera ni era fácil levantar las cortinillas. Por fin, ayudado de Mr. Tupman, logró levantar el techo, y subiéndose en el asiento y sosteniéndose en pie a duras penas y apoyándose con la mano en el hombro de su compañero, procedió Mr. Pickwick a arengar a la muchedumbre, encareciendo el trato injustificado que se le daba y haciendo constar públicamente que su criado había sido agredido en primer lugar. De esta manera llegaron al juzgado: los conductores trotando, dejándose llevar los prisioneros, perorando Mr. Pickwick y vociferando la multitud.

25. En el que se pone de manifiesto, entre otras cosas gratas, la majestuosa imparcialidad de Mr. Nupkins; cómo Mr. Weller devolvió a Mr. Trotter su volante con la misma fuerza con que le fuera arrojado, y otros varios pormenores que se hallarán en su lugar correspondiente

Era violentísima la indignación que demostraba Mr. Weller al ser conducido al Juzgado; menudearon sus alusiones a la figura y conducta de Mr. Grummer, y resplandeció la arrogancia y el valor en la manera que tenía de retar a los seis caballeros que le rodeaban, retos que le servían para desahogar en cierto modo su disgusto. Mr. Snodgrass y Mr. Winkle oían con resignado acatamiento el torrente de elocuencia que su maestro vertía desde la litera; torrente que no podía atajar Mr. Tupman a pesar de sus afanosos intentos por cerrar el techo de la misma. Mas no tardó en calmarse la rabia de Mr. Weller, tornándose en curiosidad, al ver que la procesión se internaba en el mismo patio en que hallara al fugitivo Mr. Trotter, y aun llegó a convertirse esta curiosidad en regocijado asombro cuando el solemne Mr. Grummer, mandando parar a los conductores, avanzó con portentoso y digno paso hacia la misma puerta verde por que viera salir a Job Trotter y dio un fuerte tirón de la campanilla, cuyo llamador colgaba por fuera. Acudió a la llamada una linda criadita, que después de juntar sus manos, alarmada por la rebelde apariencia de los prisioneros y el patético lenguaje de Mr. Pickwick, requirió a Muzzle. Abrió éste una hoja de la puerta cochera para dar entrada a la litera, a los detenidos y a los guardias, y dio con ella en las narices del populacho, que, irritado por esta exclusión y ansioso por saber lo que hubiera de pasar, desfogó sus iras golpeando en la puerta y dando campanillazos por espacio de una hora o dos. Todos alternaron en este divertido ejercicio, salvo tres o cuatro afortunados, que, habiendo descubierto una rendija en la puerta, por la que nada se veía, miraban con la misma perseverancia infatigable con que la gente se complace en aplastarse la nariz contra el escaparate de la botica siempre que un borracho atropellado por un carro es sometido al examen quirúrgico en el interior de la misma.

Al pie de una breve escalinata que conducía a la puerta de la casa, y a la que daba guarda por ambos lados un áloe americano plantado en una tina de madera verde, fue depositada la litera. Mr. Pickwick y sus amigos entraron en el vestíbulo, y previo aviso de Mr. Muzzle y luego que Mr. Nupkins dio la orden, fueron introducidos a la venerable presencia de ese prestigioso funcionario.

La escena era emocionante y bien calculada para infundir el terror en el espíritu de los culpables tanto como para hacerles formarse una idea exacta de la severa majestad de la ley. Frente a una voluminosa estantería, sentado en un gran sillón, detrás de una gran mesa y ante un gran libro, hallábase Mr. Nupkins, que parecía abultar más que todo eso, con ser de buen tamaño. Guarnecían la mesa montones de papeles, y por detrás de ellos aparecían la cabeza y los hombros de Mr. Jinks, que se ocupaba activamente en buscar alguna cosa.

Luego de haber entrado la comitiva, cerró la puerta cuidadosamente Mr. Muzzle y colocóse tras del sillón de su amo para esperar sus órdenes. Echóse hacia atrás Mr. Nupkins con enfática solemnidad y avizoró las caras de sus involuntarios visitantes.

—Grummer, ¿quién es ese sujeto? —dijo Mr. Nupkins, señalando a Mr. Pickwick, el cual, en calidad de verbo de sus amigos, permanecía de pie, sombrero en mano, e inclinado con el mayor respeto y cortesía.

—Éste es Pickwick, sir —dijo Grummer.

—Vaya, quítese de ahí, viejo apagaluces —interrumpió Mr. Weller, colocándose en primera línea—. Perdón, sir, pero este oficial de usted de las botazas nunca se ganaría la vida como maestro de ceremonias. Éste, sir —continuó Mr. Weller, empujando hacia un lado a Grummer y dirigiéndose al magistrado con risueña familiaridad—, éste es Mr. Pickwick, esquire; éste es Mr. Tupman, ése es Mr. Snodgrass, y aquel que está al otro lado, Mr. Winkle... todos agradabilísimos caballeros, sir, con cuya amistad se honrará usted. Así es que cuanto más pronto mande usted a la rueda a esos dependientes por un mes o dos, más pronto llegaremos a entendernos. Primero, el negocio, el placer, después, como dijo el rey Ricardo III cuando apuñaló al otro rey en la Torre, antes de machacar a los chiquillos.

Al acabar este discurso, Mr. Weller cepilló su sombrero con el codo e hizo un gesto amistoso a Jinks, que le había estado escuchando con indescriptible estupefacción.

—¿Quién es este hombre, Grummer? —dijo el magistrado.

—Un sujeto imposible, sir —replicó Grummer—. Ha intentado libertar a los prisioneros y agredió a los guardias; por eso le hemos detenido y conducido aquí.

—Ha hecho usted bien —replicó el magistrado—. Es sin duda un rufián incorregible.

—Es mi criado, sir —dijo Mr. Pickwick, indignado.

—¡Oh, es su criado!, ¿verdad? —dijo Mr. Nupkins—. Se trata de una conjura para frustrar los fines de la justicia y asesinar a sus agentes. Criado de Pickwick. Ponga eso, Mr. Jinks.

Mr. Jinks lo anotó.

—¿Cómo se llama usted, amiguito? —tronó Mr. Nupkins.

—Weller —replicó Sam.

—Magnífico nombre para el santoral de Newgate —dijo Mr. Nupkins.

Esto era un chiste, por lo cual Jinks, Grummer, Dubbley, todos los guardias y Muzzle sufrieron un ataque de risa que les duró cinco minutos.

—Apunte su nombre, Mr. Jinks —dijo el magistrado.

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