Los papeles póstumos del club Pickwick (88 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Ésta fue la primera figura que advirtió la atención de Mr. Pickwick; hizo un guiño a Céfiro y le suplicó con gravedad burlona que no despertara al caballero.

—¡Vaya con el bendito señor! —dijo Céfiro, mirando en derredor y afectando extremada sorpresa—. El señor está despierto. ¡Eh, Shakespeare! ¿Cómo está usted, sir? ¿Cómo están María y Sarah, sir? ¿Y su vieja, sir? ¿Tendrá usted la bondad de incluirle mis respetos en el primer paquete que usted mande, sir, y decir que se los hubiera enviado antes si no hubiera temido que se hicieran pedazos en el carro, sir?

—No le des la lata al caballero con ordinarios cumplidos, cuando estás viendo que lo que desea es beber algo —dijo el de los mostachos con acento jocoso—. ¿Por qué no preguntas al señor qué es lo que quiere tomar?

—¡Vaya por Dios, se me había pasado! —replicó el otro— ¿Qué desea usted tomar, sir? ¿Quiere usted oporto, sir, o jerez, sir? Yo le recomiendo la cerveza, sir. ¿O tal vez le gusta el jugo de Malta crudo, sir? Concédame usted la felicidad de colgar su gorro de dormir, sir.

Diciendo esto, arrancó el charlatán el citado adminículo de la cabeza de Mr. Pickwick y lo encasquetó en un abrir y cerrar de ojos en la cabeza del borracho, el cual, firmemente convencido de que se hallaba deleitando a una numerosa asamblea, continuo atormentando los oídos de los circunstantes con las modulaciones melancólicas de la canción festiva.

Despojar a un hombre violentamente de su gorro de dormir y ajustarlo en la sucia cabeza de un desconocido, no obstante el aticismo de la maniobra, entra incuestionablemente en la categoría de las bromas pesadas. Mirado el asunto precisamente bajo este prisma por Mr. Pickwick, saltó vigorosamente de su lecho, sin la más ligera advertencia previa, y descargó tan soberbio puñetazo sobre el pecho de Céfiro, que hubo de privarle de una considerable porción del imprescindible elemento que en ocasiones desígnase con ese mismo nombre, y, recuperando su gorro de dormir, plantóse denodado en actitud de defensa.

—¡Ahora —dijo Mr. Pickwick, sofocado, tanto por la ira como por el desgaste de energía sufrido—, vengan acá los dos... los dos!

Formulada esta liberal invitación, imprimió a sus puños cerrados un movimiento rotatorio, con objeto de intimidar a sus adversarios con una ostentación de técnica.

La inesperada galantería de Mr. Pickwick o la aparatosa movición realizada para lanzarse del lecho y caer en masa sobre el de la cornamusa impresionaron a sus contrincantes. De que se conmovieron, no cabe duda alguna, porque en vez de aprestarse al asesinato, como era la creencia de Mr. Pickwick, quedaron suspensos; miráronse unos instantes, y acabaron por romper a reír con todas sus ganas.

—Bien; es usted un ventajista, y eso me le hace simpático —dijo Céfiro—. Ahora, vuélvase a la cama, que si no va usted a coger un reuma. Supongo que no me guardará rencor, ¿verdad? —dijo el hombre, tendiendo una manaza del tamaño de una de esas masas digitadas que cuelgan como emblema de las guanterías.

—Desde luego que no —dijo Mr. Pickwick con apresuramiento, ya que, pasada la excitación, comenzaba a sentir frío en las piernas.

—Dispénseme el honor —dijo el de los mostachos, ofreciendo su diestra y aspirando la
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—Con mucho gusto, sir —dijo Mr. Pickwick.

Y luego de estrecharse las manos solemnemente, se metió de nuevo en la cama.

—Mi nombre es Smangle, sir —dijo el de los mostachos.

—¡Ah!... —exclamó Mr. Pickwick.

—El mío es Mivins —dijo el de las medias.

—Encantado, sir —dijo Mr. Pickwick.

—¡Ejem! —carraspeó Mr. Smangle.

—¿Decía usted algo? —dijo Mr. Pickwick.

—No, nada, sir —respondió Mr. Smangle.

—Me había parecido, sir —repuso Mr. Pickwick.

La situación, como se ve, tomaba un cariz armónico y placentero; mas, para que acabara de establecerse la cordialidad, aseguró Mr. Smangle a Mr. Pickwick que le merecían un elevado respeto los sentimientos de un caballero, noble inclinación que le honraba tanto más cuanto que no era discreto suponer que en modo alguno los entendiera.

—¿Va usted a pasar por la Audiencia, sir? —inquirió Mr. Smangle.

—¿Por dónde? —preguntó Mr. Pickwick.

—Por la Audiencia de Portugal Street... El tribunal de liquidación... Ya me entiende usted.

—¡Oh, no; yo, no! —respondió Mr. Pickwick.

—¿Es que sale usted, entonces? —insinuó Mivins.

—No lo espero —replicó Mr. Pickwick—. Me niego a pagar indemnización, y por eso estoy aquí.

—¡Ah, ya! —dijo Mr. Smangle—. El papel ha sido mi ruina.

—¿Es usted papelero, tal vez, sir? —dijo inocentemente Mr. Pickwick.

—¡Papelero! No, hombre, no. ¡Cualquier día! No tan bajo. Nada de comercio. Al decir papel, me refiero a los pagarés.

—¡Oh! ¿Emplea usted la palabra en ese sentido? Ya comprendo —dijo Mr. Pickwick.

—¡Pero, qué caramba! Un caballero siempre está expuesto a reveses de fortuna —dijo Smangle—. ¿Y qué? Ya estoy en la prisión Fleet. Bueno. ¿Qué tenemos con eso? No estoy peor que antes.

—Ni mucho menos —replicó Mivins.

Y tenía razón, porque, lejos de hallarse peor, Mr. Smangle había prosperado, ya que, con objeto de prepararse para entrar en aquel lugar, había entrado gratuitamente en posesión de ciertos artículos de joyería que con anterioridad fueron a parar a una casa de empeño.

—Bien; pero vamos a ver —dijo Mr. Smangle—: esto está muy seco. Mojemos la boca con una gota de jerez caliente; el último que haya venido lo compra; Mivins irá a buscarlo, y yo ayudaré a beberlo. He aquí una equitativa y caballerosa distribución del trabajo. ¡Maldita sea!

Por no suscitar nueva discusión, aceptó Mr. Pickwick, contento, la propuesta, y consignó el dinero a Mr. Mivins, el cual, viendo que eran cerca de las once, dirigióse a toda prisa al café para cumplir el encargo.

—Oiga —murmuró Smangle en cuanto su amigo abandonó la estancia—, ¿qué le ha dado usted?

—Medio soberano —dijo Mr. Pickwick.

—Ése es un perro del demonio —dijo Mr. Smangle—; un guasón. No he visto otro igual; pero...

Y se detuvo bruscamente Mr. Smangle, moviendo la cabeza con aire dubitativo.

—¿No insinuará usted la probabilidad de que se quede con el dinero? —dijo Mr. Pickwick.

—¡Oh, no; no digo eso! Digo que es un muchacho caballeroso y travieso —dijo Mr. Smangle—. Pero me parece que no estaría mal que alguien bajara para vigilar si no metía el pico por casualidad en la jarra o cometía alguna equivocación, perdiendo el dinero al subir la escalera. Oiga, sir, baje usted y vigile a ese caballero, ¿quiere usted?

Esta súplica iba dirigida a un hombrecito de aspecto nervioso y tímido, cuya apariencia denotaba gran pobreza y que había permanecido acurrucado en su lecho todo ese tiempo, sobrecogido, al parecer, por la novedad de su situación.

—¿Sabe usted dónde está el café? —dijo Smangle—. Baje usted y diga a ese señor que ha ido para ayudarle a traer la jarra. O... espere. Le diré a usted... Le diré a usted lo que vamos a hacer —dijo Smangle con gran viveza.

—¿Qué? —dijo Mr. Pickwick.

—Mandarle decir que se traiga la vuelta en cigarros. ¡Admirable idea! Corra y dígale eso. ¿Oye usted? No se perderán —continuó Smangle, volviéndose hacia Mr. Pickwick—. Yo me los fumaré.

Tan ingeniosa fue esta maniobra, y ejecutada con tan irreprochable compostura y serenidad, que no quiso entorpecerla Mr. Pickwick, aunque en su mano hubiera estado el hacerlo. Volvió a poco Mr. Mivins con el jerez, que Mr. Smangle escanció en dos jícaras desconchadas, y considerando que, por lo que a él se refería, no debe un caballero pararse en minucias en tales circunstancias, declaró que no llegaba su orgullo hasta el punto de impedirle beber de la jarra.

Y para demostrar su sinceridad, se propinó ante la concurrencia un trago, en el que consumió la mitad casi de la jarra. Promovida, gracias a estos medios excelentes, la mejor inteligencia entre los circunstantes, procedió Mr. Smangle a divertir a sus oyentes con la relación de varias aventuras románticas, en las que se había visto envuelto en ciertas ocasiones, detallando diversas anécdotas interesantes relativas a un caballo de carreras y a una magnífica israelita, ambos bellísimos y envidiados por la nobleza y la crema de aquellos reinos.

Mucho antes de que terminaran estos elegantes extractos de la biografía del caballero habíase metido en la cama Mr. Mivins y había comenzado a roncar para toda la noche, dejando al tímido recluso y a Mr. Pickwick entregados al dominio de Mr. Smangle.

Mas no llegaron los edificantes pasajes relatados a conmover a estos dos caballeros tanto como hubiera ocurrido en otras circunstancias. Mr. Pickwick llevaba un rato dormitando, cuando percibió confusamente algo así como si el borracho hubiera de nuevo prorrumpido en la canción festiva y recibido de Mr. Smangle, por medio del jarro del agua, una tímida advertencia de que no estaba para músicas el auditorio. Durmióse otra vez Mr. Pickwick con la noción vaga de que Mr. Smangle estaba aún empeñado en la narración de una larga historia, cuyo fondo parecía consistir en haber despachado en cierta ocasión al mismo tiempo una cuenta y un caballero.

42. En el que se da cuenta, lo mismo que en el anterior, de que, como reza el viejo proverbio, la adversidad procura al hombre extraños compañeros de cuarto. Contiene asimismo el extraordinario y sorprendente anuncio que hizo Mr. Pickwick a Mr. Samuel Weller

Cuando abrió los ojos Mr. Pickwick a la mañana siguiente, el primer objeto en que éstos fueron a dar fue Samuel Weller, que se hallaba sentado en un negro y reducido portamantas, mirando atentamente la sólida figura del impetuoso Mr. Smangle, en tanto que Mr. Smangle, ya casi vestido, estaba sentado en su lecho, empeñado en el vano y loco intento de hacer bajar los ojos a Mr. Weller. Decimos vano y loco intento, porque Sam, luego de echar una comprensiva ojeada sobre el gorro, los pies, la cabeza, la cara, las piernas y los bigotes de Mr. Smangle, seguía mirándole fijamente, con síntomas de viva satisfacción, mas concediendo a la actitud de Mr. Smangle la misma importancia que si fuera una estatua de madera del propio Guy Fawkes.

—Bueno; ¿me reconoce usted ya? —dijo Mr. Smangle, frunciendo el ceño.

—Juraría haberle visto en alguna parte, sir —replicó Sam con acento risueño.

—No se insolente con un caballero, sir—dijo Mr. Smangle.

—Por nada del mundo —replicó Sam—. Si quiere usted indicármelo cuando se despierte, me conduciré con él como en la más elegante sobremesa.

Como esta observación marcara una tendencia remota a significar que Mr. Smangle no era un caballero, montó éste en cólera.

—¡Mivins! —dijo Mr. Smangle en tono airado.

—¿Qué hay que hacer? —replicó éste desde su cama.

—¿Quién demonio es este mozo?

—Chico —dijo Mr. Mivins, mirando perezosamente desde debajo de las sábanas—, iba yo a preguntárselo. ¿Tiene aquí algún negocio?

—No —replicó Mr. Smangle.

—Entonces tírale por la escalera y dile que no se le ocurra volver hasta que yo me levante y pueda darle una patada —añadió Mr. Mivins.

Con esta pronta resolución, zambullóse de nuevo en el sueño el excelente caballero.

Como la conversación presentara síntomas inequívocos de bordear el terreno personal, juzgó oportuno terciar Mr. Pickwick.

—Sam —dijo Mr. Pickwick.

—Sir —respondió Mr. Weller.

—¿Hay alguna novedad desde anoche?

—Nada de particular, sir —respondió Sam, contemplando los mostachos de Mr. Smangle—. El último efecto de una atmósfera enrarecida y confinada parece haber favorecido el desarrollo de una semilla de naturaleza sanguinaria y alarmante; pero con esta excepción, todo está bastante tranquilo.

—Voy a levantarme —dijo Mr. Pickwick—; dame ropa limpia.

Cualesquiera que hubieran sido las intenciones hostiles de Mr. Smangle, pronto evolucionó su pensamiento, solicitado por la operación de deshacer el portamantas. El contenido de éste pareció imponerle al punto la más favorable opinión, no sólo de Mr. Pickwick, sino también de Sam, el cual, según dijo Mr. Smangle en voz bastante alta para que llegara a oídos de aquel excéntrico personaje, no bien se le ofreció oportunidad, era un hombre original y muy de su gusto. En cuanto a Mr. Pickwick, la afección que le inspiraba no tenía límites.

—¿Puedo ayudarles en algo, mi querido señor? —dijo Smangle.

—En nada, que yo sepa; muchas gracias —replicó Mr. Pickwick.

—¿No hay ropa que dar a la lavandera? Conozco una magnífica lavandera de aquí cerca, que viene por mis prendas dos veces a la semana, y, ¡qué casualidad!... ¡qué feliz coincidencia!... hoy le toca venir. ¿Quieren que meta alguna de esas cosas con las mías? Nada de molestia. No hablemos de eso. Si un caballero que se encuentra en una situación apurada no puede molestarse un poco para ayudar a otro que se encuentra en circunstancias análogas, ¿qué es la naturaleza humana?

Hablando de esta suerte, Mr. Smangle inclinábase hacia el portamantas cuanto podía, dirigiéndole miradas de la más ferviente y desinteresada amistad.

—¿No quiere usted dar nada a cepillar, querido amigo, al hombre que está ahí fuera? —continuó Smangle.

—Absolutamente nada, hermoso —contestó Sam, apoderándose de la respuesta—. Tal vez si uno de nosotros se pusiera a cepillar sin molestar al hombre, sería más agradable para todos, como dijo el maestro a aquel chico que se oponía a que le azotara el mayordomo.

—¿Y no hay nada que pueda yo enviar en mi caja a la lavandera? —dijo Mr. Smangle, mirando alternadamente a Sam y a Mr. Pickwick con aire desconsolado.

—Absolutamente nada, sir —repitió Sam—. Tengo miedo de que la caja reviente sólo con usted.

Fue acompañada esta respuesta de una mirada tan expresiva a aquella porción especial de la ropa de Mr. Smangle por cuya apariencia viene a juzgarse, en general, de la pericia de la lavandera, que hubo éste de girar sobre sus talones y abandonar por el momento todo proyecto relacionado con la bolsa y guardarropa de Mr. Pickwick. Retiróse, cabizbajo, al patio, donde se obsequió con el sano y frugal desayuno de los cigarros adquiridos en la noche precedente.

Mr. Mivins, que no era fumador y cuya cuenta de artículos comestibles subía ya hasta las tejas y aun doblado el caballete, permaneció en el lecho, y según frase propia, «se desayunó con sueño».

Después de desayunar en un reducido aposento, anejo a la cantina, que ostentaba el título imponente de gabinete, recinto cuyo temporal ocupante, sin más que un leve sobreprecio, disfrutaba la inefable ventaja de escuchar la conversación de la cantina, luego de despachar con algunas comisiones a Mr. Weller, encaminóse Mr. Pickwick a la portería con objeto de consultar a Mr. Roker acerca de su futura instalación.

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