Los papeles póstumos del club Pickwick (83 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¡Cómo, querida María! —dijo Sam.

—¡Dios mío, Mr. Weller —dijo María—, vaya un susto que me ha dado usted!

No hubo de responder Sam verbalmente a esta reconvención, ni nos atrevemos a precisar la clase de respuesta que diera. Sólo podremos decir que, luego de una breve pausa, dijo María: «¡Por Dios, estése usted quieto, Mr. Weller!», y que su sombrero había caído momentos antes, síntomas ambos que nos inducen a sospechar que debió cruzarse entre las dos partes uno o más besos.

—¿Cómo ha venido usted aquí? —dijo María, reanudando la conversación así interrumpida.

—Pues claro es que he venido por usted, encanto mío —repuso Mr. Weller, dejando que por una vez triunfara su pasión de su veracidad.

—¿Y cómo ha sabido usted que estaba yo aquí? —preguntó María—. ¿Quién puede haberle dicho que cambié de casa en Ipswich y que después nos vinimos aquí? ¿Quién puede habérselo dicho, Mr. Weller?

—¡Ah, amiguita! —dijo Sam con gesto malicioso—. Ahí está el toque. ¿Quién podrá habérmelo dicho?

—¿No habrá sido Mr. Muzzle? —preguntó María.

—No, ca —replicó Sam, moviendo la cabeza con solemnidad—, no ha sido él.

—Tiene que haber sido la cocinera —dijo María.

—Naturalmente que ha sido ella —dijo Sam.

—¡Está bien, no he visto cosa igual! —exclamó María.

—Ni yo tampoco —dijo Sam, poniéndose extremadamente tierno—, María querida, me han encomendado un asunto muy urgente. Aquí está uno de los amigos de mi amo... Mr. Winkle; tiene usted que acordarse de él.

—¿El de la chaqueta verde? —dijo María—. ¡Ah!, sí, me acuerdo.

—Bueno —dijo Sam—, pues está en un estado de enamoramiento horroroso, trastornado, enloquecido.

—¡Qué atrocidad! —interrumpió María.

—Sí —dijo Sam—, pero eso no importaría si pudiéramos dar con la señorita.

Y entonces Sam, entre largas digresiones acerca de las gracias personales de María y de las indescriptibles torturas que había experimentado desde la última vez que la viera, hizo un relato fidelísimo del estado actual de Mr. Winkle.

—¡Qué cosa tan rara! —dijo María.

—Sí que es bien rara —dijo Sam—; es una cosa nunca vista. Y aquí me tiene usted, correteando como el judío errante, un personaje andarín del que habrá usted oído hablar, querida María, que desafiaba al tiempo y que no dormía jamás, buscando a esta Miss Arabella Allen.

—¿Miss qué? —dijo María, denotando un gran asombro.

—Miss Arabella Allen —dijo Sam.

—¡Cielo santo! —dijo María, señalando hacia la puerta del jardín por donde había entrado el adusto mancebo—. Pero si ésa es su casa; hace seis semanas que vive ahí. Su doncella, que es también la de la señora, me lo contó todo, desde el lavadero, una mañana, antes de que se levantasen los señores.

—¡Cómo! ¿Es la puerta de al lado de la de usted? —dijo Sam.

—La misma —replicó María.

Fue tan intensa la sorpresa que experimentó Mr. Weller al recibir esta información, que se vio en la imprescindible necesidad de apoyarse en su hermosa informadora, y hubieron de cruzarse entre ellos varias ternezas antes de que Sam pudiera recobrarse y volver a su asunto.

—Bien —dijo Sam, al cabo—; si esto no acaba como las riñas de gallos, nada acabará, como dijo el lord mayor cuando su secretario de estado propuso, al terminar de comer, un brindis por su señora. ¡La casa de al lado! Pues tengo una carta, que estoy todo el día trabajando por entregarla.

—¡Ah! —dijo María—, pero no puede usted entregarla ahora, porque ella no pasea por el jardín más que al anochecer y muy poco tiempo; nunca sale sin la vieja.

Meditó Sam unos momentos y se decidió al fin por el siguiente plan de operaciones: que volvería al oscurecer, a la hora en que Arabella daba su paseo invariablemente, y que, dándole entrada María en el jardín de su casa, procuraría él encaramarse en la tapia, resguardándose tras el ramaje de un frondoso peral; que entregaría su carta y trataría de preparar una entrevista de la muchacha con Mr. Winkle para la tarde siguiente a la misma hora. Planeada esta operación con gran diligencia, ayudó a María en la faena, largamente diferida, de sacudir las alfombras.

No es tarea tan inocente como parece esta de sacudir las alfombras, pues si no ofrece gran cosa de particular el sacudirlas, el proceso de doblarlas tiene su intríngulis. Mientras dura el sacudido y se hallan separadas las dos partes por la longitud de una alfombra, la faena constituye el más inocente pasatiempo que puede imaginarse; mas cuando empieza el doblado y a menguar gradualmente la distancia, reduciéndose a la mitad de la longitud de la alfombra, luego a la cuarta parte, a la octava, a la dieciseisava y luego a la treintaidosava, si la extensión de la alfombra es algo considerable, resulta un tanto peligrosa. No sabemos a ciencia cierta cuántas alfombras fueron dobladas en este caso; pero sí nos atrevemos a asegurar que Sam dio a la linda doncella tantos besos como alfombras había.

Obsequióse Sam moderadamente en la próxima taberna hasta que, llegado el anochecer, se encaminó de nuevo al callejón sin salida. Entrando en el jardín, guiado por María, y luego de recibir innumerables recomendaciones de ésta, concernientes a la seguridad de sus miembros, trepó Sam al peral, en espera de la salida de Arabella.

Tanto hubo de aguardar este acontecimiento, que empezaba a desconfiar de que llegara a sobrevenir, cuando oyó sobre la grava unos pasos menudos y vio a los pocos momentos a Arabella, que paseaba por el jardín con aire pensativo. En cuanto la muchacha se acercó al árbol, Sam, con objeto de insinuar su presencia, produjo varios ruidos diabólicos, semejantes a los que podría hacer una persona de edad madura que se hallara aquejada de una combinación de asma, garrotillo y tosferina desde su más tierna infancia.

Al oír esto, la señorita dirigió una mirada inquieta hacia el lugar de que provenían aquellos sonidos espantosos, y como su alarma no disminuyera, ni mucho menos, al percibir a un hombre entre las ramas, no hay que dudar de que hubiera huido y alarmado la casa de no haberse visto privada de todo movimiento y obligada a sentarse en un banco rústico que a la mano tenía.

—Se va a marchar —se decía Sam, presa de extraordinaria ansiedad—. Es mucha cosa esta manía que tienen las mujeres de desmayarse, precisamente cuando no tienen para qué hacerlo. Aquí, señorita, Miss Sierrahuesos. Señora Winkle, no se vaya.

No sabremos decir, ni nos importa, si fue el nombre mágico de Mr. Winkle, la frescura del aire libre o un vago recuerdo de la voz de Mr. Weller lo que hubo de reanimar a Arabella. Levantó la cabeza y preguntó con languidez:

—¿Qué es eso? ¿Qué quiere usted?

—¡Chissst! —dijo Sam, montándose en la tapia y acurrucándose cuanto pudo—. Soy yo, Miss, soy yo.

—¡El criado de Mr. Pickwick! —dijo Arabella, jadeante de sorpresa.

—El mismo —replicó Sam—. Está aquí Mr. Winkle, desesperado, Miss.

—¡Ah! —dijo Arabella, acercándose a la tapia.

—Sí —dijo Sam—. Anoche creímos vernos obligados a ponerle la camisa de fuerza; no ha hecho más que delirar todo el día, y dice que si no puede verla a usted antes de la noche de mañana algo muy desagradable tendrá que ocurrirle, si no se ahoga.

—¡Oh, no, no, Mr. Weller! —dijo Arabella, cruzando las manos.

—Eso dice, Miss —replicó Sam—. Él es hombre de palabra, y para mí que lo hace, Miss. Creo que le ha hablado algo de usted el sierrahuesos de los lentes.

—¡Mi hermano! —dijo Arabella, reconociendo difícilmente al aludido en la descripción de Sam.

—Yo no estoy seguro de si es su hermano, Miss —repuso Sam—. ¿Es el más sucio de los dos?

—Sí, sí, Mr. Weller —respondió Arabella—. ¡Vamos, dese prisa; por favor!

—Bien, Miss —dijo Sam—. Le ha oído hablar de usted y opina mi amo que, si no le ve usted en seguida, el sierrahuesos de que hemos hablado va a recibir en su cabeza mucho más plomo del que conviene para que pueda conservarse en espíritu de vino.

—¡Oh! ¿Qué puedo yo hacer para evitar esa espantosa lucha? —exclamó Arabella.

—Creo que la causa de todo es la sospecha de que usted tiene ya un amor —replicó Sam—. Lo mejor es que usted le vea, Miss.

—Pero ¿cómo, dónde? —gritó Arabella—. Yo no me atrevo a salir sola de la casa. ¡Mi hermano es tan violento, tan poco razonable! Comprendo que le extrañará a usted que le hable de esta manera, Mr. Weller, pero soy muy desgraciada...

Y la pobre Arabella empezó a llorar con tanta amargura, que Sam sintió dentro de sí el ballestazo caballeresco.

—Es posible que le parezca a usted extraño hablarme de estos asuntos, Miss —dijo Sam con vehemencia—; pero lo que puedo decir es que no sólo estoy dispuesto, sino que deseo con toda mi alma hacer lo que haya que hacer para que se le arreglen los asuntos; y si hay que tirar a alguno de los sierrahuesos por la ventana, aquí estoy yo.

Al decir esto Sam, se estiró los puños, con riesgo inminente de caerse de la tapia, para encarecer su anhelo de poner manos a la obra.

Por mucho que halagaran a Arabella estas protestas de amistad y protección, declinó resueltamente, pensando con harta ligereza, a juicio de Sam, aprovecharse de ellas. Negóse la señorita con gran energía por algún tiempo a conceder a Mr. Winkle la entrevista que Sam solicitaba tan patéticamente; mas como el coloquio se viera amenazado de interrupción por la llegada intempestiva de una tercera persona, dio a entender a Sam la señorita, entre innumerables promesas de gratitud, que tal vez pudiera salir al jardín al día siguiente, una hora más tarde. Comprendió Sam perfectamente lo que indicaba Arabella, y luego de recibir de ésta una sonrisa dulcísima, partió Mr. Weller poseído de una gran admiración hacia los encantos morales y físicos de la muchacha.

Descendió Sam de la tapia sin haber sufrido daño alguno, y, sin olvidarse de conceder algunos momentos a los asuntos propios que tenía en aquel mismo lugar, regresó lo más de prisa que pudo a El Arbusto, donde su prolongada ausencia había dado pábulo a no pocos comentarios y a cierta alarma.

—Tenemos que ir con cuidado —dijo Mr. Pickwick, después de escuchar atentamente el relato de Sam—; no por nosotros, sino por la señorita; tenemos que ir con gran cautela.

—¡
Tenemos
!—dijo Mr. Winkle con cierto énfasis.

El fugaz gesto de indignación que cruzó por el rostro de Mr. Pickwick al oír esta reticencia fundióse en su bondadosa expresión característica, y replicó:

—¡Tenemos,
sir! Porque yo acompañaré a ustedes.

—¡Usted! —dijo Mr. Winkle.

—Yo —replicó dulcemente Mr. Pickwick—.Al conceder a usted la entrevista, esta señorita ha dado un paso que, si es natural y explicable, no deja de ser imprudente. Si yo, que soy amigo de ambos y bastante viejo para poder ser considerado como el padre de los dos, me hallo presente, nunca osará levantarse contra ella la voz de la calumnia.

Los ojos de Mr. Pickwick resplandecieron de lícito orgullo ante su delicada previsión. Mr. Winkle se sintió conmovido por este rasgo de caballerosidad hacia la joven
protegi
da de su amigo, y tomó su mano, lleno de reconocimiento, casi de veneración.

—Tiene usted que ir —dijo Mr. Winkle.

—Iré —dijo Mr. Pickwick—. Sam, prepárame el abrigo y la bufanda y haz que venga un coche mañana por la tarde, con la anticipación necesaria para que lleguemos oportunamente.

Llevóse la mano al sombrero Mr. Weller, en señal de obediencia solícita, y marchó a ejecutar los preparativos necesarios para la expedición.

El coche estuvo dispuesto a la hora señalada, y luego de instalar Mr. Weller cuidadosamente a Mr. Pickwick y a Mr. Winkle en el interior, ocupó su asiento en el pescante, junto al cochero. Apeáronse, según estaba convenido, a un cuarto de milla del lugar de la cita, y encargando al cochero que les esperase allí, recorrieron a pie el camino que les faltaba.

En este momento se hallaban de la importante empresa, cuando Mr. Pickwick, a vuelta de muchas sonrisas y de otras manifestaciones de contento, sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta una linterna sorda, de que se había provisto para el caso, y cuyos primores mecánicos procedió a explicar a Mr. Winkle en tanto que caminaban, con no pequeña sorpresa de los escasos transeúntes que hallaban al paso.

—Mejor me hubiera ido en mi última expedición nocturna al jardín si hubiera tenido algo como esto, ¿eh, Sam? —dijo Mr. Pickwick, mirando sonriente a su criado, que le seguía inmediatamente.

—Esas cosas son muy bonitas cuando se manejan oportunamente, sir —replicó Mr. Weller—; pero cuando a usted no le conviene que le vean, me parece que es mucho más útil apagada que encendida.

Pareció rendirse Mr. Pickwick a la observación de Sam, porque metió la linterna en su bolsillo y continuaron en silencio.

—Por aquí, sir —dijo Sam—. Permítame que guíe. Éste es el callejón, sir.

Embocaron el callejón, que estaba bastante sombrío. Sacó Mr. Pickwick la linterna dos o tres veces al tiempo que avanzaba y proyectó una brillante estela de claridad delante de él, de un pie de diámetro o cosa así. Era muy bonito el espectáculo, más parecía aumentar la oscuridad de los objetos circundantes.

Llegaron por fin a la gran piedra. Entonces encargó Sam a su amo y a Mr. Winkle que se sentaran mientras que él practicaba un reconocimiento y se cercioraba de si estaba o no María esperándoles.

Al cabo de una ausencia de cinco o diez minutos volvió Sam diciendo que la verja estaba abierta y todo tranquilo. Siguiéronle con paso furtivo Mr. Pickwick y Mr. Winkle y pronto se hallaron en el jardín. Todos creyéronse en el caso de decir «¡Chisssst!» gran número de veces, y luego ninguno parecía tener noción clara de lo que debía hacerse acto seguido.

—¿Está en el jardín Miss Allen, María? —preguntó Mr. Winkle, presa de gran agitación.

—No lo sé, sir —replicó la linda doncella—. Lo mejor será, sir, que Mr. Pickwick tenga la bondad de ver si viene alguien por el callejón, mientras que yo vigilo el otro extremo del jardín. Pero, gran Dios, ¿qué es eso?

—Esa dichosa linterna nos va a matar —exclamó Sam, impaciente—. Tenga cuidado con lo que hace, sir; ahora manda usted la luz derecha a la ventana del salón.

—¡Vaya por Dios! —dijo Mr. Pickwick, cambiando de postura apresuradamente—. No era ése mi propósito.

—Ahora es a la casa de al lado, sir —le reconvino Sam.

—¡Caramba! —exclamó Mr. Pickwick, revolviéndose de nuevo.

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