Los papeles póstumos del club Pickwick (78 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Buena la has hecho, muchacho —dijo el hombre rechoncho.

Al percibir Mr. Winkle un rostro femenino en la ventanilla de la litera, volvióse rápidamente, aplicóse al llamador con todas sus fuerzas y conminó al conductor para que se llevara la silla inmediatamente.

—¡Llévesela, llévesela! —gritaba Winkle—. ¡Me parece que sale alguien de una casa! ¡Déjeme entrar en la litera! ¡Escóndame! ¡Haga usted algo por mí!

A todo esto, el pobre tiritaba de frío, y cada vez que sacaba la mano para llamar, amenazaba el viento arrebatarle su bata con una furia verdaderamente desagradable.

—¡Ya baja la gente por Crescent! ¡Vienen señoras! ¡Tápeme con cualquier cosa! ¡Póngase delante de mí! —rugía Mr. Winkle.

Pero el conductor, que no podía tenerse de risa, mal podía atenderle, y las señoras se acercaban cada vez más.

Mr. Winkle dio un aldabonazo desesperado; las damas venían ya por la casa de al lado. Arrojó la apagada bujía, que mantuviera todo este tiempo levantada sobre su cabeza, y se introdujo bonitamente en la litera de la señora Dowler.

La señora Craddock oyó al cabo la trapatiesta de voces y golpazos y, luego de cubrir su cabeza con algo más elegante que la cofia de noche, precipitóse al salón central para cerciorarse de que se trataba de los que regresaban de la fiesta. Levantó la contraventana en el preciso instante en que Mr. Winkle se colaba en la litera, y no bien se hizo cargo de lo que abajo estaba pasando, dejó escapar un agudo y lastimero alarido e imploró de Mr. Dowler que se levantara al instante, porque su esposa estaba a punto de escaparse con otro caballero.

Saltó de la cama Mr. Dowler con el ímpetu de una pelota de goma y, dirigiéndose atropelladamente a una de las habitaciones que daban a la calle, llegó a una de las ventanas en el momento en que Mr. Pickwick abría la otra, y lo primero que vio fue a Mr. Winkle introduciéndose en la litera.

—¡Sereno —gritó furioso Mr. Dowler—, deténgale..., sujétele..., agárrele bien..., enciérrele hasta que yo baje! ¡Le voy a degollar..., dadme un cuchillo..., de oreja a oreja, señora Craddock!

Y, desasiéndose el indignado marido de la patrona y de Mr. Pickwick, pescó un cuchillo del comedor y se lanzó a la calle.

Mas no le esperó Mr. Winkle. En cuanto oyó la terrible amenaza del bravo Mr. Dowler, salió de la litera casi tan rápidamente como había entrado y, tirando al camino las zapatillas, puso pies en polvorosa y dio la vuelta al Crescent, sañudamente perseguido por Mr. Dowler y el sereno. Pero llevábales buena delantera, y hallando la puerta abierta al llegar corriendo a la casa, metióse en ella, cerró la puerta en las mismas narices de Mr. Dowler, subió a su dormitorio, echó la llave a la puerta, amontonó detrás de ella el palanganero, una estantería y una mesa y se apresuró a empaquetar las ropas estrictamente necesarias para huir con las primeras claridades de la mañana.

Plantóse Dowler a la puerta del cuarto y declaró por el ojo de la cerradura su inapelable resolución de cortarle el cuello al día siguiente, y después de oírse en la sala un confuso vocerío, en el cual podía distinguirse la voz de Mr. Pickwick invitando a la conciliación, dispersáronse los moradores hacia sus dormitorios respectivos y reinó de nuevo el silencio.

Es probable que surja la pregunta encaminada a averiguar dónde pudiera hallarse a todo esto Mr. Weller. En el capítulo siguiente diremos dónde se encontraba.

37. Explicación satisfactoria de la ausencia de Mr. Weller y descripción de una soirée a que fue invitado. También se relata cómo le confió Mr. Pickwick una misión privada sumamente delicada e importante

—Mr. Weller —dijo la señora Craddock la mañana del azarosísimo día—, aquí hay una carta para usted.

—Cosa rara —dijo Sam—; algo debe haber ocurrido, porque no recuerdo que haya nadie entre mis conocimientos capaz de escribirme una carta.

—Puede ser que haya sucedido algo importante —observó la señora Craddock.

—Tiene que ser muy importante para que me escriba una carta un amigo mío —replicó Sam, moviendo la cabeza con aire de duda—; por lo menos, algún terremoto, como dijo el muchacho al sufrir un ataque de epilepsia. Del padre no puede ser —dijo Sam, mirando la dirección—. Siempre escribe en letras de imprenta, porque aprendió en el libro de facturas de la administración. Lo que me intriga es de dónde podrá venir esta carta.

Al decir esto, Sam hizo lo que hace la mayor parte de la gente cuando ignoran la persona que a ellos se dirige por carta o esquela: miró el sello, observó luego el sobre por el derecho, después por el revés; lo puso luego de canto, y se fijó por último en el sobrescrito; como último recurso, se le ocurrió que convendría ver el contenido para despejar la incógnita.

—Está escrita en papel de canto dorado —dijo Sam, desplegando la esquela— y sellada en cera con la guarda de la llave. Vamos a verla.

Y, con grave continente, leyó Mr. Weller poco a poco lo que sigue:

—«Un selecto círculo, compuesto por los criados de Bath, presenta sus respetos a Mr. Weller y le suplica el honor de su compañía esta noche, en la
soirée íntima, que consistirá en una pierna de carnero cocida con los adornos de costumbre. La soirée estará dispuesta en la mesa a las nueve y media en punto».

Esta esquela iba incluida en una nota que rezaba de esta suerte:

«Mr. Juan Smauker, la persona que tuvo el gusto de conocer a Mr. Weller en la casa de su común amigo Mr. Bantam hace unos días, suplica a Mr. Weller acepte la adjunta invitación. Si Mr. Weller fuera a buscar a Mr. Juan Smauker a las nueve en punto, Mr. Juan Smauker tendría el honor de presentar a Mr. Weller.—Firmado:
Juan Smauker.»

El sobre estaba dirigido a Mr. Weller, esquire (sin nombre), en casa de Mr. Pickwick, y en la esquina derecha leíanse las palabras «tírese de la campanilla», como advertencia al portador de la misiva.

—Está bien —dijo Sam—. Esto es verdaderamente extraordinario. Nunca oí que se llamara
soirée a una pierna de carnero cocida. ¿Cómo le llamarían si se tratara de una pierna asada?

Mas, sin detenerse a meditar acerca de este punto, dirigióse Sam en busca de Mr. Pickwick y le pidió el permiso para la noche, permiso que le fue inmediatamente concedido. Con esta licencia, y con la llave de la puerta de la casa, salió Sam Weller un poco antes de la hora señalada y encaminóse descuidado y tranquilamente hacia la plaza de la Reina, teniendo la satisfacción, no bien llegó a ella, de ver a Mr. Juan Smauker, que apoyaba su empolvada cabeza contra un farol qué había cerca de la casa, fumando un cigarro que se hallaba al extremo de un tubo de ámbar.

—¿Cómo está usted, Mr. Weller? —dijo Mr. Juan Smauker, quitándose graciosamente el sombrero con una mano, mientras agitaba la otra en ademán deferente—. ¿Qué tal, sir?

—Vaya, no llevo mala convalecencia —replicó Sam—. Y usted, ¿cómo se encuentra, mi querido camarada?

—Así así nada más —dijo Mr. Juan Smauker.

—¡Ah!, se conoce que ha trabajado usted mucho —observó Sam—. Ya me lo temía yo. Pues eso no puede ser; no puede usted abandonarse a su temperamento diligente.

—No es tanto eso, Mr. Weller —respondió Mr. Juan Smauker—, como el vino malo; yo creo que es que hago una vida algo disipada.

—¡Oh! ¿Es eso? —dijo Sam—. Pues es mala enfermedad.

—Sí, pero ya ve usted: las tentaciones, Mr. Weller —observó Mr. Juan Smauker.

—¡Ah, lo comprendo! —dijo Sam.

—Envuelto en el torbellino de la sociedad, ya comprende usted, Mr. Weller—dijo suspirando Mr. Juan Smauker.

—¡Es terrible, verdaderamente! —repuso Sam.

—Es lo que pasa siempre —dijo Mr. Juan Smauker—; si la suerte le lleva a uno a intervenir en la vida pública y a ocupar una posición pública, es uno víctima de las tentaciones de que se hallan libres otras gentes.

—Eso es precisamente lo que dijo mi tío cuando puso la taberna —observó Sam—; y tenía mucha razón el viejo, porque se murió, a fuerza de beber, poco después de establecerla.

Mr. Juan Smauker contempló indignado a su amigo al verse parangonado con el difunto en cuestión; mas, como el rostro de Sam denotaba la más perfecta calma, lo pensó mejor y adoptó un gesto afable.

—Creo que debemos echar a andar —dijo Mr. Smauker, consultando un reloj de cobre que moraba en el fondo de un enorme bolsillo y que salía a la superficie a favor de un cordón negro, con una llave de cobre al extremo.

—Más vale —replicó Sam—, porque, si no, se les va a pasar la
soirée y se va a estropear.

—¿Ha bebido usted las aguas, Mr. Weller? —inquirió su compañero, en tanto que caminaban hacia High Street.

—Una vez —replicó Sam.

—¿Y qué le parecen a usted, sir?

—Me parecen bastante desagradables —repuso Sam.

—¡Ah! —dijo Mr. Juan Smauker—. ¿Le disgusta a usted el gusto ferruginoso?

—Yo no entiendo mucho de eso —dijo Sam—. Yo lo que les noto es un olor muy fuerte a hoja de lata.

—Eso es lo ferruginoso, Mr. Weller —observó Mr. Juan Smauker desdeñosamente.

—Bueno, pues si es eso, es una palabra bastante poco apropiada —dijo Sam—. Puede que sea así, pero yo estoy muy poco versado en cuestiones de química, así es que no puedo decir.

Y en aquel momento, con gran horror de Mr. Juan Smauker, empezó a silbar Sam Weller.

—Dispense, Mr. Weller —dijo Mr. Juan Smauker, terriblemente contrariado por aquel ruido tan poco señoril—, ¿quiere usted tomar mi brazo?

—Muchas gracias; es usted muy amable, pero no quiero privarle a usted de él —replicó Sam—. Yo tengo la costumbre de meterme las manos en los bolsillos, si le es a usted lo mismo.

Y diciendo esto, Sam siguió la acción a la palabra y volvió a silbar más fuerte que antes.

—Por aquí —dijo su nuevo amigo, que pareció tranquilizarse al desembocar en una callejuela—; en seguida llegamos.

—¿En seguida? —dijo Sam, que no se inmutó lo más mínimo al ver que se aproximaban al círculo de los sirvientes distinguidos de Bath.

—Sí —dijo Mr. Juan Smauker—. No tenga usted cuidado, Mr. Weller.

—No tengo ninguno —dijo Sam.

—Verá usted hermosos uniformes, Mr. Weller —prosiguió Mr. Juan Smauker—, y puede que encuentre usted a algunos de ellos un tanto altaneros al principio, pero en seguida le tratarían con llaneza.

—Es una gran amabilidad por su parte —replicó Sam.

—Claro está —continuó Mr. Juan Smauker con aire de sublime protección—, claro está que, como usted es forastero, tal vez se pongan un poco pesados al principio.

—¿Pero no serán muy crueles? —preguntó. Sam.

—No, no —contestó Mr. Juan Smauker, sacando la cabeza de zorra y tomando un polvo con ademán distinguido—. Hay algunos guasones entre nosotros, y probablemente saltarán con alguna broma; pero no se ocupe usted de ellos, no se ocupe usted de ellos.

—Procuraré tenerme derecho contra esa avalancha de talento —replicó Sam.

—Eso es —dijo Mr. Juan Smauker, levantando a un tiempo la cabeza de zorra y la suya propia—; yo le ayudaré a usted. Llegaban entonces a una pequeña verdulería, en la que entró Mr. Juan Smauker, seguido de Sam, que, en cuanto se vio detrás de su amigo, se entregó a los más aparatosos y extraños gestos y a otras diversas manifestaciones de hallarse en un estado envidiable de alegría y regocijo.

Cruzaron la tienda, y dejando su sombrero en las escaleras del pequeño pasillo que había en la parte de atrás, entraron en un pequeño gabinete, donde se descubrió a los ojos de Mr. Weller el magnífico esplendor de la escena.

En el centro de la estancia habían puesto dos mesas juntas, cubiertas con tres o cuatro manteles, que se hallaban en muy diferentes grados de limpieza y que estaban dispuestos de manera que pareciesen de una sola pieza. Sobre los manteles yacían cuchillos y tenedores para seis u ocho comensales. Algunos de los mangos de los cuchillos eran verdes, rojos los otros y amarillos no pocos, y como los tenedores eran negros, la combinación de colores era sorprendente. Calentábanse ante el fuego seis u ocho platos y ante ellos se calentaban también los comensales. El jefe y la persona más importante de todos parecía ser un obeso personaje, que vestía librea carmesí de largos faldones, rojos pantalones y un sombrero con su cocarda, que estaba de espaldas al fuego y que debía de haber entrado poco antes, porque, además de que aún conservaba en su cabeza el decorado sombrero, empuñaba ese largo bastón que los caballeros de su profesión suelen levantar oblicuamente sobre los techos de los carruajes.

—Smauker, amigo mío, venga esa aleta —dijo el caballero de la escarapela.

Enganchó Mr. Smauker la primera falange del dedo meñique de su mano derecha en el del caballero de la escarapela y dijo que se alegraba extraordinariamente de verle tan bueno.

—Sí, todo el mundo me dice que tengo un aspecto rozagante —dijo el hombre de la escarapela—, y es maravilloso. Durante los últimos quince días he tenido que seguir a mi vieja dos horas diarias; y si el contemplar constantemente cómo se recoge ese infernal vestido café con leche no basta para hacerle a uno desgraciado por toda la vida, que me quiten la mitad de mi salario.

Rió a esto grandemente la selecta asamblea, y un caballero de chaleco amarillo, ribeteado al estilo de los cocheros, murmuró a uno que se hallaba a su lado, que tenía pantalón bombacho de color verde, que Tuckle estaba de vena aquella noche.

—Por supuesto que —dijo Mr. Tuckle—, Smauker amigo, usted...

El resto de la frase fue dicho por lo bajo al oído de Mr. Juan Smauker.

—¡Oh, vaya por Dios, lo había olvidado! —dijo Mr. Juan Smauker—. Señores, mi amigo Mr. Weller.

—Lamento muchísimo privarle a usted del fuego, Weller —dijo Mr. Tuckle, moviendo la cabeza familiarmente—. Supongo que no tendrá usted frío, Weller.

—De ninguna manera, señor Llamas —replicó Sam—. Tendría que ser un verdadero carámbano el que sintiera frío estando frente a usted. Se ahorraría carbón si le pusieran a usted en la parrilla de una taberna, seguramente.

Como esta respuesta parecía entrañar una alusión personal a la librea carmesí de Mr. Tuckle, adoptó éste por algunos segundos una actitud majestuosa; pero, alejándose poco a poco de la chimenea, mostró una forzada sonrisa y dijo que no estaba mal aquello.

—Muy agradecido por su elogio, sir —replicó Sam—. Nos entenderemos poco a poco, creo yo. Aún espero que se me ocurra algo mejor.

La conversación fue interrumpida en este punto por la llegada de un caballero ataviado con una casaca de peluche color naranja, acompañado de otro conspicuo que llevaba una morada y unas medias de marca mayor. Luego que la concurrencia saludó a los recién llegados, propuso Mr. Tuckle que se pidiera la comida, proposición que fue acogida unánimemente.

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