Los papeles póstumos del club Pickwick (76 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¿Ese de cabellos largos y de frente pequeñísima? —preguntó Mr. Pickwick.

—El mismo: el joven más rico de Bath en la actualidad. El joven lord Mutanhed.

—¿Es posible? —dijo Mr. Pickwick.

—Sí; oirá usted su voz inmediatamente, Mr. Pickwick. Viene a hablarme. El que le acompaña, de chaleco rojo y bigote negro, es el honorable Mr. Crushton, su íntimo amigo. ¿Qué tal, milord?

—Mucho calor, Bantam —dijo su señoría.

—Sí, hace mucho calor, milord —contestó el maestro de ceremonias.

—Sofocante —asintió el honorable Mr. Crushton.

—¿Ha visto usted, Bantam, el coche correo de su señoría? —preguntó el honorable Mr. Crushton, después de una breve pausa, durante la cual el joven lord Mutanhed había intentado fascinar con su mirada a Mr. Pickwick y reflexionado Mr. Crushton acerca del tema que más podría agradar a su señoría.

—No, por cierto —replicó el maestro de ceremonias—. ¡Un coche correo! ¡Qué idea tan excelente! ¡Notable!

—¡Oh, cielos! —dijo su señoría—. Yo creí que todo el mundo había visto el nuevo coche correo. Es la cosa más linda y graciosa que ha rodado jamás. Pintado de rojo, con los guardabarros de color café con leche.

—Con un buzón para las cartas y todo —dijo el honorable Mr. Crushton.

—Y un pequeño asiento en la delantera, con una barandilla de hierro, para el conductor —añadió su señoría—. Fui en él la otra mañana a Bristol. Llevaba yo gabán rojo y venían dos criados a caballo guardando una distancia de un cuarto de milla. Y pueden creerme que la gente salía de sus casas e intentaban parar los caballos creyendo que era el correo. ¡Magnífico, magnífico!

Rió su señoría con todas sus ganas la anécdota, como hicieron, por supuesto, los que la escucharon. Dando luego su brazo al obsequioso Mr. Crushton, alejóse lord Mutanhed.

—Es un joven encantador su señoría —dijo el maestro de ceremonias.

—Ciertamente —asintió secamente Mr. Pickwick.

Comenzado el baile, efectuadas las necesarias presentaciones y dispuestos todos los arreglos preliminares, unióse Angelo Bantam a Mr. Pickwick y le condujo al salón de juego. No bien entraron en el salón, vieron a la ilustre señora Snuphanuph y a otras dos damas igualmente ancianas y con aspecto de jugadoras que rondaban en torno de una mesa desocupada; y al ver a Mr. Pickwick en compañía de Angelo Bantam, cambiaron mutuas miradas de inteligencia conviniendo en que aquél era precisamente la persona que necesitaban para hacer la partida.

—Mi querido Bantam —dijo la ilustre señora Snuphanuph con acento zalamero—, búsquenos algún buen compañero para la mesa, usted que es tan complaciente.

Como acertase Mr. Pickwick a mirar hacia otro lado en aquel momento, la ilustre señora le señaló con la cabeza y frunció el ceño de modo significativo.

—Mi amigo Mr. Pickwick, señora, se honraría muchísimo, estoy seguro, completamente seguro —dijo el maestro de ceremonias, recogiendo la seña—. Mr. Pickwick, la señora Snuphanuph... la señora del coronel Wugsby.. Miss Bolo.

Saludó Mr. Pickwick a cada una de las señoras, y viendo imposible la escapatoria, se rindió a la fatalidad. Pusiéronse a jugar Mr. Pickwick y Miss Bolo contra la señora Snuphanuph y la coronela Wugsby.

Al llegar a la segunda mano, y en el momento en que se volvía la muestra, entraron apresuradamente en la sala dos señoritas, que se situaron una a cada lado de la coronela Wugsby, donde aguardaban con paciencia que acabara aquel juego.

—Juana —dijo la coronela Wugsby, volviéndose hacia las muchachas—, ¿qué hay?

—He venido a preguntarte, mamá, si puedo bailar con Mr. Crawley —murmuró la más linda y joven de las dos.

—Vamos, vamos, Juana, ¿pero cómo se te ocurren esas cosas? —replicó indignada la mamá—. ¿No has oído decir cien veces que su padre tiene una renta vitalicia de ochocientas libras? No me avergüences. De ninguna manera.

—Mamá —murmuró la otra, que era mucho más vieja que su hermana, además de insípida y retocada—. Lord Mutanhed me ha sido presentado. Yo he dicho que me parecía que no estaba comprometida, mamá.

—Tú eres un encanto, amor mío —replicó la coronela Wugsby, acariciando con el abanico las mejillas de su hija—, y en ti se puede confiar. Es inmensamente rico, querida. ¡Dios te bendiga!

Diciendo esto, la coronela Wugsby besó con ternura a su hija mayor y, dirigiendo a la otra una mirada de reconvención, distribuyó las cartas.

¡Pobre Mr. Pickwick! En su vida había jugado con tres mujeres tan ladinas ni avisadas en el manejo de los naipes. Eran tan vivas y agudas, que el pobre hombre estaba asustado. Si jugaba una carta inconveniente, Miss Bolo tomaba el aspecto de una panoplia guarnecida de dagas. Si se detenía a meditar en la que echar debía, la señora Snuphanuph echábase hacia atrás en la silla y sonreía a la coronela con una mezcla de impaciencia y compasión, a la cual correspondía la coronela Wugsby encogiéndose de hombros y carraspeando, como si se preguntara que hasta cuándo iba a estar pensándolo. Luego, al acabar cada pase, preguntaba Miss Bolo, con lúgubre semblante y lanzando un suspiro de reproche, por qué Mr. Pickwick no había contestado con el diamante, o rendido el basto, o atacado con la espada, o matado el corazón, o atravesado el rey, o machacado el honor; y, en respuesta a tan graves cargos, Mr. Pickwick se hallaba en la imposibilidad de justificarse por haber olvidado de pronto todo lo relativo al juego; además, la gente se agrupaba alrededor de la mesa, con lo que se excitaban los nervios de Mr. Pickwick. La conversación que reinaba en torno y la que mantenían Angelo Bantam y las dos Miss Matinters que, siendo solteras y bastante raras, halagaban al maestro de ceremonias, en la esperanza de que les proporcionara alguna pareja que anduviera suelta, contribuían a distraerle. Todas estas cosas, combinadas con los ruidos y las interrupciones de las idas y venidas constantes, hacían que Mr. Pickwick jugara de un modo desastroso; por si algo faltaba, las cartas se le daban pésimamente, y cuando, diez minutos después de las doce, dieron por terminada la partida, levantóse de la mesa Miss Bolo agitadísima y se marchó a su casa inmediatamente, anegada en lágrimas, en una silla de mano.

Acompañado de sus amigos, todos y cada uno de los cuales aseguraban haber pasado la noche más deliciosa de su vida, dirigióse Mr. Pickwick a El Ciervo Blanco y, luego de calmar su excitación con algo caliente, se metió en la cama y se durmió instantáneamente.

36. Cuyos rasgos característicos los constituyen una versión auténtica de la leyenda del príncipe Bladud y una extraordinaria calamidad sobrevenida a Mr. Winkle

Siendo el designio de Mr. Pickwick permanecer en Bath dos meses por lo menos, juzgó conveniente tomar una casa para sí y para sus amigos, y como se le ofreciese una en condiciones ventajosas en Royal Crescent, de amplitud sobrada, Mr. Dowler y su esposa se prestaron a ayudarle, reservándose un dormitorio y un gabinete. Aceptada al punto la proposición, a los tres días todos se hallaban instalados en la nueva vivienda, comenzando acto seguido Mr. Pickwick a tomar las aguas con la mayor asiduidad. Las tomaba de un modo sistemático: bebía un cuarto de pinta antes del almuerzo, y se daba un paseo cuesta arriba; tomaba otro tanto después del almuerzo, y se daba un paseo cuesta abajo; y a cada nueva toma declaraba Mr. Pickwick, en forma enfática y solemne, que se encontraba mucho mejor, lo cual producía a sus amigos intensa alegría, si bien ignoraban cuál fuera la dolencia que aquejara a su maestro.

La sala de aguas era un espacioso recinto, exornado de pilares corintios, con un estrado para la música, un reloj Tompion, una estatua de Nash y una inscripción en letras de oro, a la que todos deben prestar atención por constituir una apelación a la caridad. Hay un gran bar con una pila de mármol, de la que el encargado toma el agua, sirviéndola en vasos de tinte amarillento, y resulta verdaderamente grato y edificante observar la constancia y la seriedad con que tragan el agua los concurrentes. Hay también una sala de baños, en la que se bañan parte de los agüistas, y una banda de música toca después, para amenizar la salida del baño. Hay otra sala de bebida, a la cual son conducidos los señores y señoras impedidos, sobre ruedas, en tan sorprendente variedad de sillas y carritos, que aquel atrevido que se decidiera a entrar y que tuviera cabales sus remos corría inminente riesgo de salir sin ellos. Existe un tercer departamento, al que concurren las gentes tranquilas, por ser menos ruidoso que los otros. Obsérvase un continuo pasear con muletas o sin ellas, con bastón o sin él, y un gran rumor de conversaciones jocosas y alegres.

Todas las mañanas, los agüistas puntuales, entre los cuales se contaba Mr. Pickwick, encontrábanse en la sala de bebida, tomaban su cuarto de pinta y daban su paseo obligado. En el paseo de la tarde, lord Mutanhed, el honorable Mr. Crushton, la ilustre señora Snuphanuph, la coronela Wugsby, todas las personas de calidad y todos los agüistas de la mañana reuníanse en gran asamblea. Luego paseaban a pie o en coche o eran conducidos en sillas de mano, volviendo a encontrarse. Después, dirigíanse los caballeros a las salas de lectura, donde encontraban elementos fraccionarios de la masa. Luego retirábanse a sus casas. En las noches de teatro no era extraño que se encontraran en el teatro; si era noche de reunión, veíanse en el casino, y si no había ni lo uno ni lo otro, no se encontraban hasta el día siguiente. Agradable rutina, que tiene cierto dejo de monotonía.

Después de emplear el día en esta forma, estaba Mr. Pickwick sentado en su habitación, haciendo anotaciones en su diario, después de haberse retirado a descansar sus amigos, cuando fue interrumpido en su tarea por un golpe suave dado a la puerta.

—Dispense, sir —dijo la señora Craddock, la patrona, asomándose—. ¿Necesita usted algo, sir?

—Nada, señora —respondió Mr. Pickwick.

—Mi hija se ha ido a la cama, sir —dijo la señora Craddock—; Mr. Dowler es tan bueno, que ha dicho que esperará a la señora Dowler, que vendrá tarde; de modo que yo pensaba, Mr. Pickwick, que si usted no necesita nada podía irme a acostar.

—Desde luego, señora —replicó Mr. Pickwick.

—Pues muy buenas noches, sir —dijo la señora Craddock. —Muy buenas noches, señora.

Cerró la puerta la señora Craddock y prosiguió su trabajo Mr. Pickwick.

A la media hora ya había concluido sus anotaciones. Apretó Mr. Pickwick cuidadosamente la última página contra el secante, cerró el libro, limpió su pluma con el extremo inferior de la parte posterior del faldón de su casaca y abrió el cajón del tintero para guardarlo escrupulosamente. En el cajón del tintero veíanse dos hojas de apretada y primorosa escritura, dobladas en forma tal, que se hacía bien visible el título, escrito en magnífica redondilla. Comprendiendo que no se trataba de un documento privado, que debía referirse a Bath y que era muy corto, desplegó las hojas Mr. Pickwick, encendió la bujía, que podía durar muy bien hasta el fin de la lectura, y, acercando su silla a la chimenea, leyó lo que sigue:

LEYENDA AUTÉNTICA DEL PRÍNCIPE BLADUD

»Hará cosa de doscientos años que en uno de los baños públicos de esta ciudad apareció una inscripción que honraba la memoria de su poderoso fundador, el renombrado príncipe Bladud. Esa inscripción se ha borrado ya.

»Muchas centurias antes de ese tiempo corría de boca en boca, de generación en generación, una vieja leyenda, según la cual el ilustre príncipe, viéndose atacado por la lepra a su regreso de Atenas, adonde se dirigiera con propósito de adquirir una abundante cosecha de conocimientos, apartóse de la corte de su real padre y se fue a vivir en una humilde sociedad de pastores y de cerdos. Entre los que constituían la piara (dice la leyenda), había un puerco de faz solemne y grave, hacia el cual se sintió inclinado el príncipe (que también era discreto y prudente); un puerco muy dado a la meditación y de irreprochable conducta; era un animal superior a sus compañeros, cuyo gruñido era temible y cuya mordedura era espantosa. El joven príncipe suspiraba hondamente al observar el rostro del majestuoso cerdo; pensaba en su real padre, y sus ojos se inundaban de lágrimas.

»El sagaz paquidermo gustaba de bañarse en el cieno rico y aguanoso; mas no en el verano, como hacen los cerdos vulgares de la actualidad, para refrescarse, y como se hacía en aquellas remotas edades (lo que constituye una prueba de que la luz de la civilización alboreaba ya, aunque débilmente), sino en los días crudos del invierno. Su piel era tan reluciente y tan limpio estaba su semblante, que resolvió el príncipe ensayar las cualidades depurativas del agua de que su amigo se servía. Llevó a cabo el intento. Por debajo del nuevo fango hizo pasar las venas calientes de Bath. Se bañó, y resultó curado. Volvió apresuradamente a la corte de su padre para ofrecerle sus respetos y, regresando a poco, fundó esta ciudad y sus famosos baños.

»Buscó al cerdo con todo el afán de una amistad antigua, pero, ¡ay!, que las aguas habíanle acarreado la muerte. ¡Había cometido la imprudencia de tomar un baño a una temperatura excesiva, y el filósofo había fenecido! La misma suerte hubo de correr su sucesor Plinio, quien, como es sabido, fue víctima de su sed de conocimientos.

ȃsta era la leyenda. Oid ahora la verdadera historia.

»Hace muchos siglos floreció brillantemente el famoso y renombrado Lud Hudibras, rey de Britania. Fue un monarca poderoso. Temblaba la tierra cuando él andaba, de gordo que era. Sus súbditos se soleaban con el resplandor de su fisonomía: tan roja y luminosa se ofrecía. Era rey pulgada por pulgada. Y bien de pulgadas tenía, pues, aunque no era alto, poseía un respetable contorno, y las pulgadas que faltábanle de altura eran compensadas por el desarrollo de su circunferencia. Si algún monarca degenerado de los tiempos modernos pudiera en alguna manera parangonarse con él, yo diría que era el venerable rey Cole, el ilustre potentado.

»Este buen rey tuvo una reina que ocho años antes le diera un hijo, al que llamó Bladud. Fue enviado a un seminario preparatorio que había en los dominios de su padre, hasta que, diez años más tarde, fue consignado, bajo la custodia de un ayo fiel, a una escuela de ampliación de Atenas. Y como nada había que añadir al precio de la estancia por quedarse allí durante las vacaciones, ni había que dar aviso anticipado para la salida de un alumno, allí permaneció por espacio de ocho años, al cabo de los cuales el rey, su padre, mandó al lord chambelán para pagar la cuenta y traer al hijo. El lord chambelán fue recibido con aclamaciones, luego de cumplida esta misión difícil, y se le otorgó inmediatamente una pensión vitalicia.

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