Los papeles póstumos del club Pickwick (100 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¡Caramba, caramba! —exclamó Mr. Pickwick, a quien había logrado conmover la invocación de su amigo—. ¡Qué ruido hay en esa puerta! ¿Quién es?

—Soy yo, sir —replicó Sam Weller, asomando la cabeza.

—No puedo hablar contigo ahora, Sam —dijo Mr. Pickwick—. En este momento estoy ocupado, Sam.

—Dispénseme, sir —repuso Mr. Weller—; pero hay aquí una señora, sir, que dice tener que revelarle algo muy importante.

—No puedo recibir a ninguna señora —replicó Mr. Pickwick, cuya mente se hallaba invadida por enojosas visiones de la señora Bardell.

—No estoy yo muy seguro de eso, sir —insistió Mr. Weller, sacudiendo la cabeza—. Si usted supiera quién está aquí, sir, me parece que cambiaría de parecer, como se dijo a sí mismo el milano con alegre risa al oír cantar al petirrojo que volaba a su alrededor.

—¿Quién es? —inquirió Mr. Pickwick.

—¿Quiere usted verla, sir? —preguntó Mr. Weller, sujetando la puerta con la mano, como si al otro lado de ella se escondiese algún animal curioso.

—Claro que quiero —dijo Mr. Pickwick, consultando a Mr. Perker.

—Bien. ¡Entonces, a empezar! —gritó Sam—. Suene la trompeta, levantad la cortina y que entren los dos conspiradores. Diciendo esto Sam Weller, abrió la puerta del todo, y precipitóse en la estancia Mr. Nathaniel Winkle, llevando de la mano a la misma señorita que en Dingley Dell llevaba las botas con vueltas de piel, y que ahora, animada por los rubores y la confusión, con su vestido de seda lila, elegante sombrero y lujoso lazo de terciopelo, aparecía más linda que nunca.

—¡Miss Arabella Allen! —exclamó Mr. Pickwick, levantándose de la silla.

—No —replicó Mr. Winkle, cayendo de hinojos—, señora Winkle. ¡Perdón, mi querido amigo, perdón!

Apenas si se atrevió Mr. Pickwick a dar crédito a sus sentidos, y tal vez no lo hiciera a no ser por el testimonio corroborante que le ofrecían el rostro sonriente de Perker y la presencia corporal de Sam y de la guapa doncellita, que parecían contemplar los sucesos con la más viva satisfacción.

—¡Oh, Mr. Pickwick! —dijo Arabella en voz baja, como sobrecogida por el silencio—. ¿Perdonará usted mi imprudencia?

No concedió Mr. Pickwick respuesta verbal a esta apelación; pero, quitándose los lentes a toda prisa y tomando las manos de la joven, las besó gran número de veces —tal vez muchas más de las necesarias—, y conservando luego entre las suyas una de las de la joven, dijo a Mr. Winkle que era un audaz ladronzuelo y le suplicó que se levantara. Mr. Winkle, que había permanecido unos segundos acariciándose la nariz con el ala del sombrero, en actitud penitente, accedió al cabo, después de lo cual le dio Mr. Pickwick varios espaldarazos y cambió un cordial apretón de manos con Perker, quien, para no quedarse atrás en los cumplimientos propios de la ocasión, saludó a la novia y a la linda doncellita, y luego de estrechar cordialmente la mano de Mr. Winkle, remató sus demostraciones de júbilo administrándose una dosis de rapé capaz de hacer estornudar toda la vida a media docena de hombres de narices normalmente construidas.

—Vaya, querida niña —dijo Mr. Pickwick—, ¿cómo ha sido esto? ¡Vamos a ver! Siéntese y cuéntemelo todo.

—¡Qué bien está!, ¿verdad, Perker? —añadió Mr. Pickwick, contemplando el rostro de Arabella con el mismo orgullo que si se hubiera tratado de su propia hija.

—Deliciosa, mi querido señor —replicó el hombrecito—. Si yo no fuera casado, no vacilaría en envidiarle, granuja.

Y diciendo esto, el diminuto procurador dio un golpe en el pecho de Mr. Winkle, quien al punto se lo devolvió. Después se echaron a reír los dos con todas sus ganas, aunque no con tantas como Samuel Weller, el cual había calmado sus emociones besando a la linda doncellita guareciéndose tras la puerta de la alacena.

—Nunca se lo agradeceré bastante, Sam —dijo Arabella con la más dulce sonrisa imaginable—. No podré olvidar jamás sus trabajos en el jardín de Clifton.

—No diga usted eso, señora —replicó Sam—. No hice más que ayudar a la Naturaleza, señora, como dijo el médico a la madre del chico después de matarle de una sangría.

—María querida, siéntate —dijo Mr. Pickwick, cortando bruscamente estos cumplimientos—. Y ahora decidme: ¿cuánto tiempo hace que se han casado?

Miró Arabella tímidamente a su amo y señor y respondió:

—Tres días solamente.

—Nada más que tres días, ¿eh? —dijo Mr. Pickwick—. Pues entonces, ¿qué es lo que han hecho en estos tres meses?

—¡Ah, eso es! —interrumpió Perker—. ¡Vamos! Justificación del abandono. Ya ven ustedes que lo que le asombra a Mr. Pickwick es que no lo hayan hecho hace varios meses.

—Pues ha consistido —repuso Mr. Winkle, mirando a su ruborizada esposa— en que tardé mucho tiempo en lograr convencer a Bella, y después de convencerla, tuvimos que esperar la oportunidad. María tenía que despedirse con un mes de anticipación de la casa de al lado, y no podíamos hacer nada sin su ayuda.

—A fe mía —exclamó Mr. Pickwick, que ya se había puesto los lentes y que paseaba su mirada de Arabella a Winkle y de Winkle a Arabella, con todo el alborozo que pueden infundir en un semblante la bondad y la ternura—, a fe mía que ha llevado usted las cosas con prudencia y método. ¿Y está enterado su hermano de todo esto, querida?

—¡Ah, no, no! —repuso Arabella, cambiando de color—. Querido Mr. Pickwick, él debe saberlo por usted solamente, sólo de sus labios. Es tan violento, tan maniático, y se ha interesado tanto..., tanto, por su amigo Mr. Sawyer —añadió Arabella, mirando al suelo—, que temo consecuencias espantosas.

—¡Ah!, ciertamente —dijo gravemente Perker—. Este asunto tiene usted que ventilárselo, mi querido señor. Esos muchachos han de respetar a usted más que a otro cualquiera, y han de escucharle lo que a nadie consentirían. No tiene usted más remedio que evitar el posible disgusto.

Y tomando el hombrecito una previsora dedada de rapé, sacudió su cabeza en ademán dubitativo.

—Pero usted olvida, amor mío —dijo Mr. Pickwick dulcemente—, que yo soy un prisionero.

—No, no, amigo querido —replicó Arabella—. No lo he olvidado un solo instante. No he dejado nunca de pensar en los sinsabores que habrá usted pasado en este lugar miserable y grosero. Pero siempre esperé que lo que no hiciera usted por sí mismo no dejaría de llevarlo a cabo mirando a nuestra felicidad. Si mi hermano llega a saber esto, en primer término, por usted, estoy segura de que podremos reconciliarnos. Es mi única familia en el mundo. Mr. Pickwick; y si usted no intercede por mí, creo que le pierdo. He procedido mal, muy mal, yo lo comprendo.

Y al llegar a este punto escondió la cara en el pañuelo la pobre Arabella y lloró amargamente.

Estas lágrimas conmovieron bastante la sensibilidad de Mr. Pickwick; pero al ver cómo Mr. Winkle enjugaba los ojos de su esposa y la mimaba y tranquilizaba con las más dulces inflexiones de su más dulce voz, experimentó extraordinaria inquietud y denotó la más visible indecisión, que se evidenciaba por las nerviosas frotaciones a que sometió a sus anteojos, su nariz, sus pantalones, su cabeza y sus polainas.

Aprovechando la ventaja de estos síntomas de perplejidad, Mr. Perker —a quien parecía haber visitado aquella mañana el joven matrimonio— arguyó con legal táctica y sutil marrullería que Mr. Winkle padre ignoraba el importante paso dado por su hijo; que las futuras esperanzas del referido hijo cifrábanse exclusivamente en que el mencionado Mr. Winkle padre continuara mirándole con la ternura y el afecto de siempre, cosa que era improbable si se le conservaba por largo tiempo en el secreto de este gran acontecimiento; que si Mr. Pickwick se dirigía a Bristol en busca de Mr. Allen, debía, con igual razón, dirigirse a Birmingham para avistarse con Mr. Winkle padre; finalmente, que Mr. Winkle padre tenía derecho y justo título para considerar, en cierto modo, a Mr. Pickwick como guardián y consejero de su hijo, y que, en consecuencia, incumbía a este señor, y le correspondía en calidad de tal, la misión de dar cuenta al susodicho Winkle padre, personal y verbalmente, de todas las circunstancias relativas al caso, así como de la parte que él mismo había tenido en el convenio.

Mr. Tupman y Mr. Snodgrass llegaron con la mayor oportunidad en aquel momento del debate, y como fuera necesario ponerles al tanto de lo ocurrido, con todos los pros y los contras, volvieron a formularse todos los argumentos, en cuya exposición arguyó cada cual según su estilo propio y peculiar amplitud. Por fin, Mr. Pickwick, hábilmente discutido y disuadido, hasta el punto de hacerle salirse de todas sus resoluciones, y en riesgo inminente de salirse de quicio, estrechó a Arabella en sus brazos, y, declarando que era una adorable criatura y que sin saber por qué la había amado desde el primer momento, dijo que no hallaba en su propio corazón motivo para atravesarse en el camino de la dicha de aquellos jóvenes y que podían hacer de él lo que quisieran.

El primer acto de Sam Weller, al oír esta concesión, fue despachar a Job Trotter en busca del ilustre Mr. Pell, con autorización para que entregase al portador la redención legalizada que su prudente padre había tenido la previsión de depositar en manos del docto caballero para el caso de que fuera requerida en cualquier momento y circunstancia. La segunda determinación que tomó fue invertir su entera disponibilidad de numerario en la adquisición de veinticinco galones de cerveza, que distribuyó por sí mismo en el patio a cuantos tuvieron a bien participar de ella; gritó luego diversos ¡hurras! en diversas regiones del establecimiento, hasta quedarse afónico, y, por último, se restituyó tranquilamente a su habitual y filosófica compostura.

A las tres de aquella tarde echó una última ojeada Mr. Pickwick a su pequeña estancia, y salió como pudo por entre la muchedumbre de deudores, que ávidamente se agolpaban en torno para estrecharle la mano, hasta alcanzar la escalera de la portería. Volvióse allí para mirar en derredor, e ilumináronse sus ojos con resplandor vivísimo. Entre la multitud de escuálidos y depauperados rostros, ni uno solo descubríase en que no alentasen el efecto y la simpatía hacia él.

—¡Perker! —dijo Mr. Pickwick, llamando a un joven para que se le acercara—. Éste es Mr. Jingle, de quien ya le he hablado.

—Muy bien, mi querido señor —replicó Perker, mirando al joven con fijeza—. Mañana me avistaré con usted... Espero que en lo sucesivo sólo vivirá para agradecer profundamente lo que he de comunicarle, sir.

Inclinóse respetuosamente Jingle. Viósele temblar al estrechar la mano de Mr. Pickwick, y se retiró.

—A Job ya le conoce, creo —dijo Mr. Pickwick, mostrándoselo.

—Conozco a este pícaro —repuso Perker, con gesto risueño—. Cuide a su amigo y haga por verme mañana a la una. ¿Lo oye usted? ¿Hay algo más?

—Nada —respondió Mr. Pickwick—. ¿Has entregado el paquetito que te di para tu antiguo patrón, Sam?

—Se lo he entregado, sir —replicó Sam—. Se echó a llorar, sir, y dijo que era usted muy generoso y caritativo y que sólo deseaba que le inoculase usted una consunción galopante, porque se ha muerto el amigo con quien ha vivido aquí tanto tiempo y no podrá encontrar otro como él.

—¡Pobre hombre, pobre hombre! —dijo Mr. Pickwick—. Amigos míos, que Dios les bendiga.

Al pronunciar Mr. Pickwick este adiós, rompió la muchedumbre en una ruidosa aclamación. Muchos se esforzaban por abrirse paso para estrecharle de nuevo la mano, cuando, cogiéndose del brazo de Perker, abandonaba rápidamente la cárcel, bastante más triste y apenado que al entrar. ¡Cuántos desventurados, ay, no dejaba a su espalda!

Dichosa y grata fue aquella tarde para algunos, al menos, de los huéspedes de Jorge y el Buitre, y bien contentos y animosos sintiéronse dos de los corazones que salieron a la mañana siguiente de aquella puerta hospitalaria. Los poseedores de ellos eran Mr. Pickwick y Sam Weller, el primero de los cuales fue cómodamente instalado en una posta, en cuyo reducido asiento posterior montó el segundo con gran agilidad.

—¡Sir! —gritó Mr. Weller a su amo.

—¿Qué hay, Sam? —respondió Mr. Pickwick, sacando la cabeza por la ventanilla.

—Ojalá que estos caballos se hubieran pasado tres meses largos en Fleet.

—¿Por qué, Sam? —preguntó Mr. Pickwick.

—Caramba, sir —exclamó Mr. Weller, frotándose las manos—. Porque ¡qué bien correrían ahora!

48. En el que se relata cómo Mr. Pickwick intentó, con la ayuda de Sam Weller, ablandar el corazón de Mr. Benjamín Allen y aplacar la cólera de Mr. BobSawyer

Mr. Ben Allen y Mr. Bob Sawyer, sentados en el reducido gabinete quirúrgico contiguo a la rebotica, discutiendo mano a mano un salpicón de vaca y sus esperanzas para el futuro, llevaron la conversación hacia el negocio tomado en traspaso por el mencionado Bob y hacia las probabilidades que, de lograr una situación independiente, podría ofrecerle la honrosa profesión que había abrazado.

—... Las cuales, en mi concepto —observó Mr. Bob Sawyer, reanudando el tema del diálogo—, las cuales, en mi concepto, Ben, son un tanto dudosas.

—¿Qué es lo dudoso? —inquirió Mr. Ben Allen, al tiempo que aguzaba su intelecto con un trago de cerveza—. ¿Qué es lo dudoso?

—Hombre, las probabilidades —respondió Mr. Bob Sawyer.

—¡Ah, no me acordaba! —dijo Ben Allen—. La cerveza me ha refrescado la memoria... Sí, son dudosas.

—Es maravilloso lo que me protege esta gente pobre —dijo Bob Sawyer con acento reflexivo—. Me llaman a cualquier hora de la noche; toman las medicinas en una cantidad inconcebible; se plantan los vejigatorios y las sanguijuelas con una perseverancia digna de mejor causa; multiplican sus familias de una manera espeluznante. ¡Y seis pagarés de ésos, que vencen el mismo día, Ben, todos confiados a mi cuidado!

—¿Es muy halagüeño, verdad? —dijo Mr. Ben Allen, levantando el plato en demanda de una nueva ración de salpicón.

—¡Oh!, muchísimo —replicó Bob—; pero lo sería mucho más la confianza de unos cuantos enfermos que pudieran desprenderse de unos chelines. El negocio se describía admirablemente en el anuncio, Ben. Es una clientela, una extensa clientela... y nada más.

—Bob —dijo Mr. Ben Allen, dejando cuchillo y tenedor y clavando los ojos en la cara de su amigo—, Bob, te voy a decir una cosa.

—¿Qué es ello? —preguntó Mr. Bob Sawyer.

—Es preciso que te hagas cuanto antes con las mil libras de Arabella.

—Tres por ciento consolidado, que ahora están a su nombre en el libro Mayor del Banco de Inglaterra —añadió Bob Sawyer en estilo legal.

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