Los papeles póstumos del club Pickwick (98 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¡Pobrecita! —dijo la señora Rogers—. Comprendo demasiado bien su angustia.

—¡Ah, pobre señora! Yo también —dijo la Sanders.

Y a continuación todas las señoras la compadecieron al unísono. Dijeron que sabían lo que le pasaba y la compadecieron desde el fondo de sus corazones. Hasta la criadita de la inquilina, que no tenía más de trece años ni de tres pies de alta, se atrevió a murmurar su simpatía.

—¿Pero qué es lo que ha pasado? —dijo la señora Bardell.

—¿Qué ha sucedido para que se ponga de esa manera? —preguntó la señora Rogers.

—Una sofocación tremenda —replicó la Raddle en tono de reproche.

—La cosa ha sido —dijo el infeliz marido adelantándose— que, al apearnos a la puerta, ha surgido una discusión con el cochero del cabriolé...

Un horrísono alarido de su esposa, al oír esta palabra, ahogó todo conato de explicación.

—Lo mejor sería que nos dejase usted con ella, Raddle —dijo la señora Cluppins—; mientras esté usted aquí no se tranquiliza.

Como todas las damas abundaron en la misma opinión, fue conminado Mr. Raddle a salir de la estancia, con orden de airearse un rato en el patio posterior. Allí permaneció cosa de un cuarto de hora, hasta que vino a anunciarle con grave semblante la señora Bardell que podía entrar ya, pero que se mirase mucho en el modo de tratar a su esposa. Ya sabía ella, por supuesto, que no había de conducirse en forma inconveniente; pero la resistencia de Mari Ana dejaba mucho que desear, y de no andar con cuidado se exponía a perderla cuando menos lo esperase, lo cual podría acarrearle un espantoso remordimiento, y así sucesivamente. Oyó todo esto Mr. Raddle con profunda sumisión, y entró de nuevo en la sala como un cordero.

—¡Por cierto, señora Rogers —dijo la Bardell—, que ahora caigo en que no le he presentado a nadie! Mr. Raddle, señora: la señora Cluppins; la señora Raddle.

—... Hermana de la señora Cluppins —sugirió la Sanders.

—¡Ah, muy bien! —dijo la Rogers con distinción suma, pues siendo la inquilina y corriendo el servicio a cargo de su criada, pensó que mejor cuadraba a su posición una amabilidad de buen tono que un aire de íntima llaneza—. ¡Ah, muy bien!

Sonrió dulcemente la señora Raddle, inclinóse Mr. Raddle y aseguró la Cluppins «hallarse encantada de trabar conocimiento con una señora de la que había oído tantas alabanzas», cumplido que recibió la aludida señora con exquisita deferencia.

—Vamos, Mr. Raddle —dijo la Bardell—, no dudo que se sentirá usted muy honrado al ser usted y Tomasito los únicos caballeros que han de escoltar a tantas damas en la excursión a los Españoles de Hampstead. ¿Verdad que debe estar orgulloso, señora Rogers?

—¡Ah, ya lo creo! —replicó la señora Rogers, después de lo cual se apresuraron todas las demás señoras a contestar—: ¡Ah, ya lo creo!

—Ya se ve que me halaga, señora —dijo Mr. Raddle, frotándose las manos y manifestando una ligera tendencia a sentirse alegre—. Y a la verdad, recuerdo haber dicho, cuando veníamos en el cabriolé...

Al oír repetirse esta palabra, que despertaba tan penosos recuerdos, llevóse el pañuelo a los ojos la señora Raddle y dejó escapar un sofocado lamento. Miró a Mr. Raddle ceñudamente la señora Bardell, como intimándole para que se abstuviera de seguir hablando, e indicó por un ademán a la criada de la señora Rogers que sacara el vino.

Ésta fue la señal para que salieran a la luz los escondidos tesoros de la alacena, consistentes en varios platos de naranjas y bizcochos, una botella de tostado oporto añejo de una con nueve y otra de un renombrado jerez de las Indias del Este de catorce peniques, todo lo cual se mostraba en honor de la inquilina con general satisfacción. Después de experimentar la señora Cluppins un principio de consternación, por manifestar Tomasito el propósito de referir el interrogatorio a que se le sometiera a cuenta del aparador, que constituía la actualidad del instante —propósito que dichosamente hubo de morir en capullo por haberse atragantado el chico con media copa del tostado, comprometiendo su vida por algunos momentos—, salieron los excursionistas en demanda del coche de Hampstead. Pronto dieron en él, y a las dos horas llegaban sanos y salvos al merendero de los Españoles, donde en poco estuvo que no sufriera una recaída la buena señora de Raddle, a causa de la primera iniciativa de éste. No fue otra la iniciativa que la de pedir té para siete, siendo así que, como las señoras opinaban a una, podía Tomasito haber tomado el té en la taza de cualquiera, o en la de todos, si era necesario, a hurtadillas del camarero, lo que hubiera ahorrado un té y al chico le hubiera sabido lo mismo.

Pero no hubo manera de componerlo. Vino la bandeja del té con siete tazas, siete platillos y el pan y la manteca correspondientes. Por unanimidad se concedió la presidencia a la señora Bardell, y situándose a su derecha la Rogers y a su izquierda la de Raddle, comenzó la merienda, con regocijo y general buen humor.

—¡Qué delicioso es el campo! —suspiró la Rogers—. Casi me gustaría vivir en él siempre.

—¡Oh!, no le agradaría a usted, señora —repuso la Bardell con viveza, pues no convenía a sus intereses de patrona fomentar semejantes aficiones—. No le agradaría a usted, señora.

—¡Bah! A mí me parece que es usted demasiado querida y estimada en la ciudad para contentarse con el campo —dijo la pequeña Cluppins.

—No diré que no, señora; no diré que no —suspiró la inquilina del primer piso.

—Para aquellos que viven solitarios, sin nadie a quien atender ni quien de ellos se cuide; para aquellos que han sufrido un desengaño o cosa por el estilo —observó Mr. Raddle, animándose un poco y mirando en derredor—, es muy bueno el campo. El campo para las almas heridas, dicen.

Cualquier cosa que pudiera habérsele ocurrido al desventurado hubiera sido preferible. No habrá que decir que la señora Bardell rompió a llorar y suplicó que se la llevaran de la mesa al instante, con lo cual empezó a gemir desconsoladamente su entrañable vástago.

—¿Se concibe, señora —exclamó la señora Raddle, volviéndose bruscamente hacia la Rogers—, que pueda haberse casado una mujer con un ser tan inhumano que se pasa el día martirizando los sentimientos de una mujer de esta manera?

—Querida mía —arguyó Mr. Raddle—, yo no he hablado con ninguna intención.

—¡Con ninguna intención! —replicó la señora Raddle, profundamente despreciativa—. Márchate. No puedo resistirte, bruto.

—No te sofoques, Mari Ana —terció la señora Cluppins—. Debías tener más cuidado contigo misma, y no lo haces. Usted, Raddle, váyase; ya ve usted a la pobre, se va a poner peor.

—Lo mejor será que tome usted el té solo, sir —dijo la señora Rogers, aplicándole de nuevo el frasquito de sales.

La señora Sanders, que, según su costumbre, estaba ocupadísima con el pan y la manteca, emitió idéntico parecer, y Mr. Raddle se retiró tranquilamente.

Luego vino la faena de colocar al pequeño Bardell en los brazos de su madre, faena harto laboriosa, dado el tamaño de la criatura, y durante la cual plantó sus botas en la bandeja, ocasionando cierta confusión en tazas y platillos; pero este género de desvanecimientos, que son contagiosos en las señoras, rara vez duran largo tiempo; así, pues, luego de haber recibido el chico suficiente número de besos y de haber lloriqueado un poco la madre, recobró la calma, puso al niño en el suelo, mostró su extrañeza por haberse atolondrado de aquella manera y tomó otro poco de té.

En este momento oyóse el ruido de un coche, y dirigiendo sus ojos las señoras hacia el sitio por donde venía, vieron pararse el carruaje ante la verja del jardín.

—¡Ahí viene gente! —dijo la señora Sanders.

—Es un caballero —advirtió la señora Raddle.

—¡Calle, si es Mr. Jackson, el pasante de Dodson y Fogg! —exclamó la señora Bardell—. ¡Gran Dios! ¡No será que Mr. Pickwick haya pagado la indemnización!

—¡O que promete casarse! —dijo la señora Cluppins.

—¡Caramba, qué despacio viene! —observó la señora Rogers—. ¿Por qué no se dará prisa?

Mientras pronunciaba la señora estas palabras, venía Mr. Jackson del coche, a cuyo pie se había detenido unos momentos para hacer algunas indicaciones a un individuo desharrapado de pantalones negros que había surgido del vehículo con un garrote de fresno en la mano. Encaminóse el pasante hacia el lugar en que se sentaban las señoras, atusándose el cabello que rebosaba de su sombrero.

—¿Ocurre algo? ¿Ha pasado algo, Mr. Jackson? —dijo con avidez la señora Bardell.

—Nada de particular, señora —replicó Mr. Jackson—. ¿Qué tal, señoras? Tengo que pedirles mil perdones por entrometerme... pero la ley, señoras... la ley.

Con estas explicaciones, formuladas con rostro sonriente, saludó maliciosamente Mr. Jackson y atusó de nuevo su cabello. La señora Rogers dijo por lo bajo a la Raddle que, en realidad, era un joven muy elegante.

—He estado en Goswell Street —continuó Jackson—; y como me dijo la servidumbre que estaba usted aquí, he tomado un coche y he venido. Mi gente la necesita en seguida, señora Bardell.

—¡Dios mío! —exclamó la señora, sobresaltada ante la brusca nueva.

—Sí —dijo Jackson, mordiéndose los labios—. Se trata de un asunto muy importante y urgente, que no puede demorarse de ninguna manera. Así me lo ha dicho con mucho empeño Dodson y también Fogg. He conservado el coche para volver con usted.

—¡Qué cosa tan rara! —exclamó la Bardell.

Convinieron las señoras en que aquello era muy raro; pero abundaron en la opinión de que debía de tratarse de algo importante, pues de otro modo Dodson y Fogg no hubieran enviado por ella, y manifestaron además que, por tratarse de un negocio urgente, no tenía ella más remedio que acudir sin dilación al llamamiento de Dodson y Fogg.

Algo lisonjeó el orgullo de la señora Bardell el que aquellos juristas necesitaran de ella de modo tan apremiante, y se sintió no poco halagada en su importancia, teniendo en cuenta lo que aquello la enaltecía a los ojos de su inquilina del primer piso. Hizo unos cuantos remilgos, fingió vacilación y contrariedad y llegó al fin a la conclusión de que juzgaba imprescindible acudir.

—¿Pero no va usted a tomar algo después del paseo, Mr. Jackson? —dijo solícita la señora Bardell.

—No hay mucho tiempo que perder —respondió Jackson—, y tengo aquí un amigo —continuó mirando hacia el hombre de garrote de fresno.

—¡Oh!, diga usted a su amigo que venga, sir —dijo la señora Bardell—. Dígale que tenga la bondad de venir, sir.

—No, gracias; es mejor que no —dijo Mr. Jackson un poco azorado—. No está muy acostumbrado a tratar señoras y le resultaría violento. Si quiere usted decir al camarero que le lleve algo, no tardará en bebérselo... ¡Haga usted la prueba y verá!

Los dedos de Mr. Jackson vagaban jocosamente en torno de su nariz al decir esto, tratando de significar con aquel ademán que hablaba irónicamente.

—Isaac —dijo Jackson cuando ya estuvo la señora Bardell dispuesta a subir al coche, mirando al hombre del garrote, que fumaba un cigarro en el pescante.

—¿Qué hay?

—Ésta es la señora Bardell.

—¡Oh, la conozco hace mucho tiempo! —dijo el del garrote.

Subió la señora Bardell al coche, siguióla Mr. Jackson y partieron. La señora Bardell no dejaba de pensar en lo que había dicho el amigo de Mr. Jackson. Son listos estos hombres de ley. ¡Válgame Dios, cómo conocen a la gente!

—¿Es una cuestión muy enojosa esa de las costas, verdad? —dijo Jackson cuando ya la Cluppins y la Sanders se hubieron quedado dormidas—. La cuenta de sus costas, quiero decir.

—No se puede usted figurar lo que siento que no las cobren —repuso la señora Bardell—. Pero si ustedes los profesionales hacen estas cosas por especulación, es lógico que pierdan alguna vez.

—¿Usted les dio un
cognovit
por el importe de sus costas, después de la vista, según creo? —dijo Jackson.

—Sí. Una cuestión de fórmula —replicó la señora Bardell.

—Desde luego —asintió Jackson con sequedad—. Una simple cuestión de forma, y nada más.

A la mitad del camino se durmió la señora Bardell. Despertóse al cabo de un rato, cuando paró el coche.

—¡Cómo! —dijo la señora—. ¿Estamos en la Audiencia de Freeman?

—No vamos tan lejos —contestó Jackson—. Tenga usted la bondad de apearse.

La señora Bardell, aún medio dormida, accedió inmediatamente. Era un curioso paraje: una pared interminable, con una verja en el centro y un mechero de gas ardiendo en el interior.

—¡Ahora, señoras —dijo el hombre del garrote, mirando hacia dentro del coche y sacudiendo a la señora Sanders para despertarla—, vamos!

Después de despertar a su amiga, se apeó la señora Sanders. La señora Bardell, apoyándose en el brazo de Jackson y llevando de la mano a Tomasito, había cruzado el pórtico. Las demás la siguieron.

La estancia en que penetraron tenía un aspecto más extraño aún que el vestíbulo. ¡Cuántos hombres había allí! ¡Y cómo miraban!

—¿Qué sitio es éste? —preguntó deteniéndose la señora Bardell.

—Es uno de nuestros establecimientos públicos —replicó Jackson, haciéndola entrar a escape por una puerta y mirando en torno para cerciorarse de que las demás mujeres venían también—. ¡Mucho Ojo, Isaac!

—Sanos y salvos —replicó el hombre del garrote.

Cerróse la puerta tras ellos y bajaron un corto tramo de escaleras.

—Ya estamos aquí. ¡Perfectamente, señora Bardell! —dijo Jackson, mirando satisfecho a su alrededor.

—¿Qué quiere usted decir? —dijo la señora Bardell, con el corazón palpitante.

—Le diré a usted —replicó Jackson, llamándola aparte—. No se asuste, señora Bardell. No ha existido jamás persona más delicada que Dodson, señora, ni hombre más humanitario que Fogg. Era su deber, atendiendo a la marcha del negocio, tomar a usted como rehén de las costas; pero deseaban muy sinceramente hacerla sufrir lo menos posible. ¡Debe ser un gran consuelo para usted el considerar la forma en que se han hecho las cosas! Esto es Fleet, señora. Buenas noches, señora Bardell. ¡Buenas noches, Tomasito!

En el momento en que Jackson salía a escape en unión del hombre del garrote, otro individuo, con una llave en la mano, que había permanecido mirándoles durante el breve diálogo, condujo a la asombrada señora a un segundo tramo de escaleras que daban acceso a una galería. La señora Bardell gritó violentamente; gimió Tomasito; encogióse en sí misma la señora Cluppins, y salió a buen paso la señora Sanders. Porque allí estaba el ofendido Mr. Pickwick, tomando su nocturna ración de aire, y a su lado veía a Samuel Weller, el cual no bien percibió a la señora Bardell, se quitó el sombrero con burlona cortesía, en tanto que su amo, indignado, volvía la espalda a la señora.

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