Los papeles póstumos del club Pickwick (111 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Sammy: si me quedo aquí nada más que una semana... sólo una semana, hijo mío... esa mujer se casa conmigo a la fuerza antes de que pase la semana.

—¡Cómo! ¿Tanto le quiere? —preguntó Sam.

—¡Querer! —replicó su padre—. No me la puedo quitar de encima... Si yo estuviera encerrado en una caja de hierro sistema Brahmín, ella sería capaz de dar con el medio de llegar hasta mí, Sammy.

—¡Qué suerte es saber hacerse desear tanto! —observó Sam, sonriendo.

—No me enorgullece lo más mínimo, Sammy —replicó Mr. Weller, atizando el fuego con vehemencia—. Es una situación horrible. Es una cosa que me echa ahora de mi casa y de mi hogar. Aún alentaba tu pobre madrastra cuando una vieja me mandó un tarro de mermelada; otra, un tarro de gelatina, y otra me trajo un gran jarro de manzanilla.

Detúvose Mr. Weller con aire de intenso disgusto y, mirando en torno, añadió por lo bajo:

—Todas eran viudas, Sammy, todas menos la de la manzanilla, que es una señorita soltera de cincuenta y tres.

Sonrió Sam cómicamente por toda respuesta, y, habiendo logrado el viejo romper un terrón de hulla tenacísimo con afanoso y maligno semblante, cual si hubiere sido aquél la cabeza de una de las viudas mencionadas, dijo:

—En una palabra, Sammy: yo sé que no estoy seguro más que en el pescante.

—¿Cómo puede usted estar allí más seguro que en ninguna otra parte? —interrumpió Sam.

—Porque un cochero es un ser privilegiado —replicó Mr. Weller, mirando a su hijo con fijeza—; porque un cochero puede hacer lo que ningún otro hombre sin que de él se sospeche; porque un cochero puede manifestarse en los términos más amistosos con ochenta mil mujeres sin que nadie se figure que intenta casarse con ninguna de ellas. ¿Y de qué otro hombre puede decirse lo mismo, Sammy?

—Hay mucha verdad en eso —dijo Sam.

—Si tu amo hubiera sido cochero —argumentó Mr. Weller—, ¿crees tú que ningún jurado se hubiera atrevido a condenarle, aunque las cosas hubieran llegado al extremo? No se hubieran atrevido a hacerlo.

—¿Por qué no? —dijo Sam, algo disconforme.

—¡Cómo por qué no! —repitió Mr. Weller—. Porque hubieran tenido que proceder contra su conciencia. Un cochero normal es una especie de eslabón entre el celibato y el matrimonio, y todo hombre discreto lo sabe.

—¡Cómo! ¿Quiere usted decir que son los favoritos y que nadie intenta abusar de ellos? —dijo Sam.

El padre movió la cabeza.

—Cómo se las arreglan para que así suceda —continuó Weller padre— no te lo puedo decir. En qué puede consistir que los mayorales posean esa seducción y sean estimados... adorados mejor dicho... por todas las jóvenes de los pueblos por donde pasan, no lo sé. Sólo sé que así es. Es una ley de la Naturaleza... un dispensario, como solía decir tu pobre madrastra.

—Una dispensa—dijo Sam, corrigiendo al anciano.

—Muy bien, Samivel; una dispensa, una concesión, si te parece mejor—respondió Mr. Weller—. Yo le llamo un dispensario, y eso es lo que está escrito en todos los sitios en que se dan medicinas gratuitas, llevando uno la botella. Eso es.

Diciendo esto, volvió a llenar y a encender su pipa Mr. Weller, y, adoptando una vez más un continente meditabundo, prosiguió así:

—De manera, hijo mío, que, como no veo la ventaja de quedarme aquí, arriesgándome a casarme quiera o no, y como al mismo tiempo no deseo tampoco alejarme de los interesantes individuos que componen la sociedad, he tomado la determinación de llevar La Seguridad y entrar otra vez en la Belle Savage, que es mi elemento, Sammy.

—¿Qué va a ser del negocio? —preguntó Sammy.

—El negocio, Samivel—replicó el viejo—, o sea la tienda, la clientela, los géneros y los muebles, serán vendidos por contrato privado; y el dinero, doscientas libras, cumpliendo un deseo de tu madrastra, que me comunicó poco antes de morir, será invertido, a tu nombre, en ... ¿cómo llamas tú a esas cosas?

—¿Qué cosas? —preguntó Sam.

—Esas cosas que están siempre subiendo y bajando en la City.

—¿Ómnibus? —sugirió Sam.

—No, hombre —replicó Mr. Weller—. Esas cosas que están siempre fluctuando y que se relacionan de alguna manera con la Deuda nacional, con los bonos y todas esas cosas.

—¡Ah!, los fondos públicos—dijo Sam.

—¡Eso! —asintió Mr. Weller—. Los fondos. Doscientas libras serán impuestas, Samivel, a tu nombre, en fondos públicos. Cuatro y medio por ciento consolidado, Sammy.

—Ha sido muy buena la vieja acordándose de mí —dijo Sam—, y se lo agradezco muchísimo.

—El resto se impondrá a mi nombre —continuó Mr. Weller—, y cuando yo cambie de ruta irá a parar a ti; así, que ten cuidado de no gastártelo de una vez, hijo mío, y procura que ninguna viuda le eche el ojo a tu fortuna, porque de lo contrario estás perdido.

Formulado este consejo, continuó Mr. Weller su pipa con rostro sereno, pues estas revelaciones parecieron tranquilizar su ánimo considerablemente.

—Llaman a la puerta —dijo Sam.

—Deja que llamen —replicó su padre con dignidad.

Procedió Sam de acuerdo con esta orden. Oyóse otro golpe, otro después y una larga serie de llamadas luego. Entonces preguntó Sam por qué no se admitía al que llamaba.

—¡Chisst! —murmuró Mr. Weller con aire receloso—. Haz como que no lo oyes, Sammy, no vaya a ser una de las viudas.

Como no se hiciera el menor caso de las llamadas, el invisible visitante, después de un breve lapso, se aventuró a abrir la puerta y a asomarse. No fue una cabeza femenina la que se dejó ver por la abertura, sino los luengos cabellos y roja faz de Mr. Stiggins. A Mr. Weller se le cayó la pipa de las manos.

Abrió el reverendo la puerta, por grados casi imperceptibles, hasta que el espacio abierto fue bastante para que pasara su robusto cuerpo, deslizóse en la estancia y cerró tras de sí con gran cuidado y suavidad. Volviéndose hacia Sam, y levantando las manos y los ojos en señal del inefable dolor que le producía la calamidad familiar, arrastró la silla de alto respaldo hacia su rincón habitual, al lado del fuego, y, sentándose en el borde, sacó un pañuelo marrón y empezó a limpiar sus lentes.

Mientras esto ocurría, el viejo Mr. Weller estaba repantigado en su silla, con los ojos desmesuradamente abiertos, con las manos apoyadas en las rodillas y manifestando en su semblante el más intenso asombro. Sam sentábase frente a él en silencio absoluto, esperando con avidez el desarrollo de la escena.

Mantuvo Mr. Stiggins el pañuelo marrón sobre sus ojos por espacio de algunos minutos, gimiendo discretamente, hasta que, logrando dominar sus sentimientos, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se guardó el pañuelo en el bolsillo y se lo abrochó. Después atizó el fuego, frotóse luego las manos y quedóse mirando a Sam.

—¡Oh mi joven amigo! —dijo Mr. Stiggins, rompiendo el silencio, con voz queda—. ¡Qué aflicción tan profunda!

Sam asintió ligeramente.

—¡Hasta para este impío! —añadió Mr. Stiggins—. ¡Como que hace sangrar a un corazón de barro!

Algo oyó Sam murmurar a Mr. Weller que parecía referirse a hacer sangrar una nariz de barro; pero no le oyó Mr. Stiggins.

—¿Sabe usted, joven —díjole por lo bajo Mr. Stiggins, acercando su silla a la de Sam—, si ha dejado algo para Emmanuel?

—¿Quién es? —preguntó Sam.

—La capilla —replicó Mr. Stiggins—. Nuestra capilla, nuestro rebaño, Mr. Samuel.

—No ha dejado nada al rebaño, ni al pastor, ni a los animales —dijo Sam con energía—, ni a los perros tampoco.

Mr. Stiggins miró a Sam con desconsuelo; dirigió sus ojos al anciano, que estaba sentado, al parecer dormido, y, acercando más la silla, dijo.

—¿Y a mí nada, Mr. Samuel?

Sam movió la cabeza negativamente.

—Yo creo que debe de haber algo —dijo Stiggins, palideciendo todo lo que él podía—. Considere, Mr. Samuel, ¡ni un pequeño recuerdo!

—Ni siquiera una cosa que tenga el valor de ese paraguas viejo que usted lleva —respondió Sam.

—¿Y no me habrá recomendado quizá —dijo vacilante Mr. Stiggins después de meditar profundamente unos momentos—, no me habrá recomendado quizá al cuidado del impío, Samuel?

—Es muy probable, por lo que le he oído decir —repuso Sam—; precisamente ahora mismo hablaba de usted.

—¡Ah!, ¿sí? —exclamó radiante Mr. Stiggins—. ¡Ah, eso es que ha cambiado! Podíamos vivir ahora juntos muy bien, Mr. Samuel, ¿verdad? Yo cuidaría de su propiedad en ausencia de usted... cuidaría perfectamente, ya ve usted.

Dejando escapar un profundo suspiro, Mr. Stiggins calló, aguardando respuesta. Meneó Sam la cabeza y el viejo Mr. Weller produjo un ruido extraño, que, sin ser gemido, ni gruñido, ni resoplido, ni aullido, participaba, a la verdad, de esas cuatro formas.

Envalentonado Mr. Stiggins por este ruido, que interpretó como signo de remordimiento o de contricción, miró en torno, frotóse las manos, lloró, sonrió, lloró otra vez, y, atravesando suavemente la estancia hacia una alacena que le era familiar y que estaba en un rincón, sacó un vaso y con gran parsimonia echó en él cuatro terrones de azúcar; hecho esto, miró de nuevo en derredor y suspiró tristemente; dirigióse luego silenciosamente a la taberna y volvió a poco con el vaso mediado de ron de manzana; acercóse al puchero, que hervía alegremente en el hogar, hizo la mezcla con el agua, agitó la bebida, la probó, se sentó y, administrándose un gran trago de ron y agua, detúvose para tomar aliento.

El anciano Weller, que aún seguía haciendo diversos y vanos intentos por aparecer dormido, no dijo palabra mientras se llevaban a cabo todos estos pormenores; mas al detenerse Stiggins para tomar resuello, abalanzóse a él, y arrancando el vaso de su mano arrojóle a la cara el resto de la bebida y a la rejilla del hogar el vaso. Asiendo después al reverendo enérgicamente por el cuello, empezó a darle furiosos puntapiés, acompañando cada aplicación de las punteras de sus botas a la persona de Mr. Stiggins de varios anatemas incoherentes y violentos relativos a los miembros, a los ojos y a otros diversos detalles de la humanidad del pastor.

—Sammy —dijo Mr. Weller—, asegúrame bien el sombrero.

Ajustó Sam cuidadosamente el sombrero de larga cinta sobre la cabeza de su padre, y reanudando el anciano su agresiva faena con más agilidad que antes, hizo pasar a Mr. Stiggins, a fuerza de puntapiés, de la trastienda a la taberna; de ésta, al pasillo, a la puerta y, por fin, a la calle, propinándole los puntapiés durante todo el trayecto y redoblando su vehemencia, más que moderándola, cada vez que levantaba una de sus botas.

Era un bello y regocijado espectáculo el ver retorcerse al de la nariz roja bajo la presa de Mr. Weller y verle temblar con angustia a medida que los puntapiés se sucedían rápidamente; pero aún era más curioso observar a Mr. Weller, después de la fatigosa refriega, sumergir la cabeza de Mr. Stiggins en el abrevadero caballar, que estaba lleno de agua, y sujetarle hasta verle a punto de ahogarse.

—¡Así! —dijo Mr. Weller, acumulando toda su energía en un complicado puntapié, cuando, al fin, permitió a Mr. Stiggins retirar su cabeza del agua—. ¡Tráigame acá a esos pastores haraganes, y yo les haré papilla y les ahogaré después! Sammy, ayúdame a entrar, y lléname un vasito de aguardiente. No puedo respirar, hijo mío.

53. Comprende la salida definitiva de Mr. Jingle y de Job Trotter, con la narración de una mañana atareadísima en Gray's Inn Square, terminando con una doble llamada a la puerta de Mr. Perker

Cuando Arabella, después de una discreta y gradual preparación y al cabo de asegurarle repetidas veces que no había el menor motivo para desanimarse, fue al fin informada por Mr. Pickwick del adverso resultado de su visita a Birmingham, rompió a llorar y, sollozando ruidosamente, comenzó a lamentarse en términos conmovedores de ser la causa infeliz de una desavenencia entre padre e hijo.

—Querida niña —dijo cariñosamente Mr. Pickwick—, no es culpa de usted. Era imposible prever que el viejo estuviese tan enérgicamente predispuesto en contra del matrimonio de su hijo. Estoy seguro —añadió Mr. Pickwick, contemplando su lindo rostro— de que no tiene la menor idea del placer de que a sí mismo se priva.

—¡Oh mi querido Mr. Pickwick! —dijo Arabella—. ¿Qué vamos a hacer si continúa enojado con nosotros?

—Hija, esperar con paciencia, querida mía, hasta que lo piense mejor —replicó alegremente Mr. Pickwick.

—Pero, querido Mr. Pickwick, ¿qué va a ser de Nathaniel si su padre le retira su ayuda? —arguyó Arabella.

—En ese caso, amor mío —repuso Mr. Pickwick—, me atrevo a profetizar que ya se podrá encontrar algún otro amigo que no rehúse ayudarle a dar sus primeros pasos en el mundo.

No estaba tan desfigurado el sentido de esta respuesta de Mr. Pickwick para que Arabella dejara de comprenderlo. Así, pues, echándole los brazos al cuello y besándole con ternura, sollozó más fuerte que antes.

—Vamos, vamos —dijo Mr. Pickwick, tomando su mano—, esperemos unos días más y veremos si escribe o si hace algo en vista de la comunicación de su marido de usted. Si no, yo tengo ya pensados media docena de proyectos, cualquiera de los cuales ha de hacerla feliz en seguida. ¡Eso es, querida, eso es!

Con estas palabras, oprimió suavemente Mr. Pickwick la mano de Arabella y le suplicó que se enjugara los ojos para no angustiar a su marido. Y Arabella, que era uno de los seres más buenos del mundo, guardó su pañuelo en el bolsillo, y al llegar Mr. Winkle mostró todo el fulgor espléndido de aquellos ojos chispeantes y reidores que desde el primer momento le cautivaron.

«Es una situación muy crítica la de esos muchachos», pensaba Mr. Pickwick mientras se vestía a la mañana siguiente. «Voy a ver a Perker para consultarle sobre el caso.»

Como Mr. Pickwick sentía, además, vivo deseo de trasladarse a Gray's Inn Square para arreglar sus cuentas, sin más dilación, con el bondadoso procurador, desayunóse apresuradamente, y puso por obra su intento con tal presteza, que no habían dado las diez cuando llegaba a Gray's Inn.

Aún faltaban diez minutos para esa hora cuando subía la escalera que daba acceso a las habitaciones de Perker. Los escribientes no habían llegado todavía, y nuestro amigo engañó el tiempo mirando por la ventana de la escalera.

La luz risueña de una hermosa mañana de octubre prestaba cierto brillo a los viejos caserones, algunas de cuyas empolvadas ventanas parecían casi alegres a los reflejos del sol. Los escribientes iban entrando a toda prisa en el patio por ambas puertas y, mirando al gran reloj, aceleraban o moderaban su andar, según las horas a que empezaban nominalmente sus oficinas; los de las nueve y media redoblaban el paso, mientras que los de las diez adoptaban una marcha de la más aristocrática lentitud. Dio el reloj las diez, y los escribientes empezaron a llover más de prisa que nunca, viéndose a cada uno sudar más copiosamente que el que le precediera. El ruido de abrir y cerrar puertas resonaba por doquier; en todas las ventanas aparecían a cada momento mágicamente sus cabezas; los ordenanzas ocupaban sus puestos; la desharrapada lavandera corría de un lado a otro; el cartero iba de casa en casa, y todo el enjambre legal comenzaba a agitarse.

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