Los papeles póstumos del club Pickwick (112 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
7.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Madruga usted, Mr. Pickwick—dijo una voz a su espalda.

—¡Ah, Mr. Lowten! —replicó Mr. Pickwick, mirando alrededor y reconociendo a su antiguo amigo.

—Vaya un calorcito, ¿verdad? —dijo Lowten, sacando del bolsillo una llave Bramah, con un pequeño fiador para sacar el polvo.

—Ya lo demuestra usted —respondió Mr. Pickwick, sonriendo al escribiente, que estaba como un tomate.

—Vengo muy acalorado, es verdad —replicó Lowten—. No hace ni media hora que atravesé el Polígono; pero como estoy aquí antes que él, todo va bien.

Tranquilizado con esta reflexión, extrajo Mr. Lowten el fiador de la llave, y luego de abrir la puerta introdujo de nuevo el fiador, guardóse su Bramah y cogió las cartas que el cartero había echado en el buzón. Acto seguido introdujo en el despacho a Mr. Pickwick. Entonces despojóse de su chaqueta en un abrir y cerrar de ojos, vistió una raída casaca que sacó de un pupitre, colgó su sombrero, sacó unas cuantas hojas de papeles de estraza y secantes en hiladas alternas y, colocándose una pluma detrás de la oreja, frotóse las manos con aire de gran satisfacción.           

—Ahí tiene usted, Mr. Pickwick —dijo—, ya estoy completo. Me he puesto mi chaqueta de trabajo, me he quitado la de calle, y que venga cuando quiera. ¿No tiene usted por ahí un poco de tabaco?

—No, no tengo—respondió Mr. Pickwick.

—Lo siento —dijo Lowten—. Pero no importa. Voy a llamar en seguida para que traigan una botella de soda. ¿No se me notan algo encendidos los ojos, Mr. Pickwick?

Examinó el apelado individuo desde alguna distancia los ojos de Lowten, y manifestó su opinión de que nada extraño se echaba de ver en aquellos rasgos.

—Me alegro —dijo Lowten—. Anoche lo pasamos bastante bien en El Tronco, y estoy algo trastornado. Perker se ha ocupado algo del asunto de usted.

—¿De qué asunto? —preguntó Mr. Pickwick—. ¿Las costas de la señora Bardell?

—No, no me refiero a ése —replicó Mr. Lowten—. Sobre lo de ese parroquiano por el que hemos pagado diez chelines por libra, según orden de usted, para rescatar el pagaré y sacarle de Fleet, ya sabe... y mandarle a Demerara.

—¡Ah, Mr. Jingle! —dijo en seguida Mr. Pickwick—. Sí. ¿Qué hay de eso?

—Pues que está arreglado —dijo Lowten, recortando su pluma—. El agente de Liverpool dice que está muy obligado a usted por varios motivos y que se complacería en tomarle por su recomendación.

—Está bien—dijo Mr. Pickwick—. Me alegro de saberlo.

—Pero oiga usted —continuó Lowten, raspando el revés de la pluma, antes de darle otro corte—: ¡qué blanducho es el otro!

—¿Cuál otro?

—Hombre, el criado, o amigo, o lo que sea; ya sabe usted: Trotter.

—¿Sí? —dijo, sonriendo, Mr. Pickwick—. Pues yo siempre pensé lo contrario.

—Claro; yo también, a poco de haberle visto —replicó Lowten—. Eso enseña cuán fácilmente puede uno engañarse. ¿Y qué piensa usted de esto de mandarle a Demerara?

—¡Cómo! ¿Y dejar lo que aquí se le ofrece? —exclamó Mr. Pickwick.

—Despreciar como si fuera una porquería el ofrecimiento que le ha hecho Perker de dieciocho chelines semanales y un aumento si se porta bien —repuso Lowten—. Pero dijo que tenía que irse con el otro; convenció a Perker de que escribiera otra vez, y se le ha conseguido algo en la misma casa, no tan bueno, ni mucho menos, dice Perker, como lo que pudiera obtener un ex presidiario en Nueva Gales del Sur si compareciese ante el Tribunal con ropa nueva.

—¡Qué locura! —dijo Mr. Pickwick con ojos centelleantes—. ¡Qué locura!

—¡Oh!, es peor que un loco: es una perfidia ruin —replicó Lowten, tajando su pluma con aire despreciativo—. Dice que es el único amigo que ha tenido y que les une un gran afecto. La amistad es una gran cosa en sí; nosotros nos tratamos de una manera muy amigable y muy grata en El Tronco, por ejemplo, cuando estamos bebiendo nuestro ponche y pagando cada cual lo suyo; pero nada de perjudicarse por otro, ¡nada! Nadie debe tener más que dos afectos: el primero para el número uno, y el segundo para las señoras. Esto es lo que yo pienso...  ¡ja, ja!

Remató Mr. Lowten el párrafo con una estrepitosa risa, mitad alegre, mitad burlesca, que hubo de interrumpirse prematuramente por el ruido de los pasos de Perker en la escalera, al oír los cuales encorvóse el escribiente sobre el taburete con la más admirable agilidad y se puso a escribir con gran afán.

Caluroso y efusivo fue el saludo que hubo de cruzarse entre Mr. Pickwick y su consejero; pero aún no se había acomodado por completo el cliente en el sillón del procurador, cuando se oyó llamar a la puerta y preguntar si estaba allí Mr. Perker.

—¡Caramba! —dijo Perker—. Ése es uno de sus vagabundos... el propio Jingle, mi querido señor. ¿Quiere usted verle?

—¿Qué le parece a usted? —preguntó vacilando Mr. Pickwick.

—Sí, me parece lo mejor. ¡Eh, sir, quien sea: pase!

Atendiendo esta llana invitación, entraron Jingle y Job en la estancia, y al ver a Mr. Pickwick quedáronse algo cortados.

—Bien —dijo Perker—. ¿No conocen ustedes a este señor?

—De sobra —replicó Mr. Jingle adelantándose—. Mr. Pickwick... obligadísimo... salvador de mi vida... me ha hecho hombre... no se arrepentirá, sir.

—Me gusta oírle decir eso —dijo Mr. Pickwick—. A lo que parece, está usted mucho mejor.

—Gracias a usted, sir... cambio radical... la cárcel de Su Majestad... poco saludable... —dijo Jingle, meneando la cabeza.

Estaba pulcra y decentemente vestido, así como Job, que permanecía detrás de él contemplando a Mr. Pickwick con aire imperturbable.

—¿Cuándo se van a Liverpool? —preguntó Mr. Pickwick aparte a Perker.

—Esta tarde, sir, a las siete —dijo Job, dando un paso adelante.

—En el coche de la City, sir.

—¿Han tomado ustedes los asientos?

—Sí, sir —replicó Job.

—¿Está usted completamente decidido a marchar?

—Lo estoy, sir—replicó Job.

—En cuanto a la ropa que necesitaba Jingle —dijo Perker, dirigiéndose en alta voz a Mr. Pickwick—, me he permitido hacer un arreglo, deduciendo una pequeña suma de su sueldo trimestral, con lo que al cabo de un año, y siempre que me haga el envío con regularidad, podrá cubrirse el gasto. Desapruebo por completo el que usted haga nada más por él, mi querido señor, como no se haga acreedor a ello por su trabajo y buena conducta.

—Ciertamente —interrumpió Jingle con gran seguridad—. Clara inteligencia... hombre de mundo... muy natural... perfectamente.

—Por el acuerdo con su acreedor, desempeño de sus ropas, liberación y gastos de pasaje —continuó Perker, sin parar mientes en la observación de Jingle—, ha perdido usted ya más de cincuenta libras.

—Perdido, no —se apresuró a decir Jingle—. Se pagará todo... tenaz para los negocios... reembolsaré... hasta el último penique. La fiebre amarilla, pudiera ser... fuerza mayor... si no...

Detúvose en esto Mr. Jingle, y golpeando con violencia el casquete de su sombrero, se pasó la mano por los ojos y se sentó.

—Quiere decir—dijo Job, avanzando unos pasos más— que si no se le lleva la fiebre, devolverá el dinero. Si vive, lo hará, Mr. Pickwick. Lo doy por hecho. Sé que lo hará, sir —dijo Job con energía—. Me atrevería a jurarlo.

—Bien, bien —dijo Mr. Pickwick, que llevaba un rato haciendo a Perker una larga serie de gestos, con objeto de interrumpir la enumeración de los beneficios dispensados; señas que el pequeño procurador se obstinó en desatender—, procure usted no jugar más partidos dudosos de cricket, Mr. Jingle, y no reanudar su amistad con sir Tomás Blazo, y no dudo que se conservará usted bien.

Sonrió Mr. Jingle esta salida; pero manifestóse un tanto confuso, por lo cual Mr. Pickwick cambió el tema, diciendo:

—¿No sabría usted, por casualidad, qué ha sido de aquel otro amigo de usted... tan humilde, a quien vimos en Rochester?

—¿Jemmy el nefasto? —preguntó Jingle.

—Sí.

Jingle movió la cabeza.

—Un truhán de primera... punto original, gran trapisondista... hermano de Job.

—¡Hermano de Job! —exclamó Mr. Pickwick—. Sí; ahora que le miro de cerca descubro el parecido.

—Siempre se nos ha tenido por gemelos, sir —dijo Job, mirando de soslayo, con malicia—; sólo que yo fui siempre más serio, mucho más serio que él. Emigró a América, sir, porque le buscaban aquí demasiado para estar tranquilo, y desde entonces no ha vuelto a saberse de él.

—Pues ésa debe de ser la explicación de que yo no haya recibido aquella «página o novela de la vida real» que me prometió una mañana en que parecía meditar el suicidio en el puente de Rochester —dijo, sonriendo, Mr. Pickwick—. ¡No necesitaré preguntar si aquella lúgubre actitud constante suya era natural o fingida!

—Él podía fingir todo lo que quiera, sir —dijo Job—. Puede usted darse por contento con haberse librado de él tan fácilmente. Hablando con sinceridad, hubiera sido para usted una amistad más peligrosa aún que la...

Job miró a Jingle titubeando, y por fin añadió:

—Que la... que la mía.

—Vaya una familia recomendable, Mr. Trotter —dijo Perker, señalando a una carta que acababa de escribir en aquel momento.

—Sí, sir—replicó Job—. Mucho.

—Bien —dijo, riendo, el hombrecito—. Pues me parece que va usted a desmentir la casta. Entregue esta carta al agente cuando llegue a Liverpool y permítanme que les aconseje, señores, que no ejerciten sus mañas en las Indias del Oeste. Si desaprovechan ustedes esta ocasión, merecen que se les ahorque, pues no otra cosa creo que hicieran con ustedes. Y ahora, lo mejor que pueden hacer es dejarme solo con Mr. Pickwick, porque tenemos que hablar de varias cosas y el tiempo es precioso.

Diciendo esto Perker, miró hacia la puerta con deseo manifiesto de que se abreviase la despedida todo lo posible.

Y no pudo ser más breve por parte de Mr. Jingle. Agradeció al pequeño procurador en unas cuantas atropelladas palabras la amabilidad y la rapidez con que le había prestado su asistencia, y volviéndose hacia su bienhechor, permaneció unos segundos indeciso acerca de lo que debiera decir o hacer. Pero Job Trotter disipó su perplejidad, pues inclinándose humilde y lleno de gratitud ante Mr. Pickwick, cogió a su amigo por el brazo suavemente y se lo llevó.

—Magnífica pareja —dijo Perker no bien se cerró la puerta detrás de ellos.

—Bien puede ocurrir que lo sea —replicó Mr. Pickwick—. ¿Qué piensa usted? ¿Habrá alguna probabilidad de enmienda definitiva?

Encogióse de hombros Perker en señal de duda; pero advirtiendo la contrariedad y desconsuelo de Mr. Pickwick, respondió:

—Claro que hay probabilidades. No desconfío de que se corrijan. Ahora están indudablemente arrepentidos; pero no olvidemos que está en ellos muy reciente el recuerdo de lo que han sufrido. ¿Qué ocurrirá cuando ese recuerdo se disipe? Es un enigma que ni usted ni yo podemos resolver. Mas sea lo que fuere, mi querido señor —añadió Perker, apoyando la mano en el hombro de Mr. Pickwick—, siempre será meritoria la acción de usted. Si esa clase de beneficencia tan cauta y precavida, que rara vez se ejerce por miedo a salir chasqueado con detrimento del amor propio, es verdadera caridad o hipocresía mundana, decídanlo otras cabezas más avisadas que la mía. Pero si esos dos mozos cometen mañana un robo, mi juicio sobre la acción de usted sería igualmente enaltecedor.

Con estas palabras, que fueron pronunciadas con énfasis mucho más caluroso de lo que es corriente entre las gentes de ley, acercó Perker su silla al pupitre y se puso a escuchar la relación que le hizo Mr. Pickwick acerca de la testarudez del viejo Winkle.

—Déle usted una semana—dijo Perker, moviendo su cabeza en ademán profético.

—¿Cree usted que cambiará de parecer? —preguntó Mr. Pickwick.

—Creo que sí —repuso Perker—. Si no, podremos ensayar la labor persuasiva de la señora, y eso es lo que hubiera empezado por hacer cualquiera otro que no fuera usted.

Tomaba Mr. Perker un polvo de rapé entre contracciones grotescas de su rostro, con las que quería realzar el poder de persuasión que atesoran las señoras, cuando se oyó en el despacho de al lado el murmullo de una pregunta y una respuesta, y llamó Lowten a la puerta.

—¡Adelante! —gritó el hombrecito.

Entró el escribiente y cerró la puerta con gran misterio.

—¿Qué hay? —preguntó Perker.

—Le buscan a usted, sir.

—¿Quién me busca?

Miró Lowten a Mr. Pickwick y tosió.

—¿Quién me busca? ¿No puede usted decírmelo, Mr. Lowten?

—Ya lo creo, sir —replicó Lowten—. Está ahí Dodson, y Fogg viene con él.

—¡Dios nos asista! —dijo el hombrecito, consultando su reloj—. Les cité aquí a las once y media para ultimar el asunto de usted, Pickwick. Les di un documento de compromiso, sobre el cual me enviaron ellos la renuncia; es muy violento, mi querido señor. ¿Qué va usted a hacer? ¿Quiere usted pasar a la habitación inmediata?

Como la habitación inmediata no fuera otra que aquella en que estaban los señores Dodson y Fogg, respondió Mr. Pickwick que él se quedaría donde estaba; tanto más cuanto que los señores Dodson y Fogg habrían de ser los que se avergonzaran de mirarle a la cara, en vez de ser él el que tuviera que avergonzarse. Esto lo dijo, encareciendo de Mr. Perker que lo tuviera muy en cuenta, con semblante airado e inequívocas señales de indignación.

—Muy bien, mi querido señor, muy bien —replicó Perker—; lo único que he de decirle es que si usted espera que Dodson o Fogg manifiesten al ver a usted el menor síntoma de vergüenza o confusión, es usted el hombre más iluso que me he topado en mi vida. Hágales pasar, Mr. Lowten.

Desapareció Mr. Lowten marcando un gesto significativo y volvió inmediatamente para introducir a la firma en el orden debido: Dodson primero y Fogg después.

—¿Han visto ustedes a Mr. Pickwick, verdad? —dijo Perker a Dodson, señalando con su pluma hacia donde estaba sentado el aludido.

—¿Cómo está usted, Mr. Pickwick? —dijo Dodson con voz clara.

—Calle —gritó Fogg—, ¿cómo está, Mr. Pickwick? ¿Está usted bien? Yo creía conocer la cara —dijo Fogg, tomando una silla y mirando en torno con una sonrisa.

Inclinó Mr. Pickwick la cabeza muy ligeramente en respuesta a estas salutaciones, y viendo que Fogg sacaba un legajo del bolsillo de su chaqueta, levantóse y fue hacia la ventana.

—No tiene por qué molestarse Mr. Pickwick, Mr. Perker —dijo Fogg, desatando el balduque que sujetaba el legajo y sonriendo de nuevo con más dulzura que antes.

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
7.76Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Unmasking the Spy by Janet Kent
Whatever It Takes by Dixie Lee Brown
Lassiter 08 - Lassiter by Levine, Paul
The Mermaid's Madness by Jim C. Hines
The Path of a Christian Witch by Adelina St. Clair
Night and Day by White, Ken