Los papeles póstumos del club Pickwick (114 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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El anciano se detuvo para reír, y, habiéndolo hecho a satisfacción, prosiguió inmediatamente:

—Pero no es esto lo mejor, según parece. Esto no ha sido más que la mitad de la serie de amoríos y conspiraciones que se han desarrollado. Durante los últimos seis meses hemos estado paseándonos sobre un terreno lleno de minas, que al fin han reventado.

—¿Pero qué significa eso? —exclamó Mr. Pickwick, palideciendo—. ¿No habrá algún otro matrimonio secreto, me figuro?

—No, no —replicó el anciano Wardle—; no se ha llegado a eso, no.

—¿De qué se trata entonces? —preguntó Mr. Pickwick—. ¿Tengo yo algo que ver en ello?

—¿Debo contestar a esa pregunta, Perker? —dijo Wardle.

—Siempre que no se condene usted al hacerlo, mi querido señor.

—Bueno, pues entonces, sí; tiene usted que ver... —dijo Wardle.

—¡Cómo! —preguntó intrigadísimo Mr. Pickwick—. ¿En qué forma?

—Hombre —repuso Wardle—: es usted un chico tan violento, que casi me da miedo decírselo; mas si Perker se sienta entre los dos para evitar cualquier desaguisado, me arriesgaré.

Habiendo cerrado la puerta y tomado coraje mediante una nueva aplicación de la tabaquera de Perker, procedió el anciano a formular su gran revelación en estas palabras:

—El caso es que mi hija Bella... Bella, la que se casó con Trundle, ya sabe usted...

—Sí, sí, ya lo sabemos —dijo, impaciente, Mr. Pickwick.

 —No me asuste así al empezar. Mi hija Bella, luego que Emilia se fue a la cama con dolor de cabeza, después de leerme la carta de Arabella, se sentó junto a mí la otra noche, y empezó a charlar sobre este negocio matrimonial. «Bien, papá», dijo. «¿Qué piensa usted de eso?» «Pues, querida», dije, «supongo que resultará muy bien; espero que hagan su felicidad». Yo contesté así porque estaba sentado junto al fuego bebiendo mi ponche distraídamente, y sabía que, soltando de cuando en cuando cualquier frase vaga, bastaría para que mi hija continuase charlando. Mis dos hijas son retratos vivos de su querida madre, y a medida que voy siendo viejo me gusta cada día más tenerlas sentadas a mi lado, pues sus voces y sus miradas me retrotraen al período más dichoso de mi vida y me hacen por el momento tan joven como entonces, aunque claro está que no tan feliz. «Es verdaderamente un matrimonio de amor, papá», dijo Bella después de una breve pausa. «Sí, querida», dije yo; «pero esos matrimonios no siempre resultan los más venturosos».

—¡Yo protesto contra eso, téngalo usted en cuenta! —interrumpió fogosamente Mr. Pickwick.

—Muy bien —respondió Wardle—. Proteste contra todo lo que le dé la gana cuando le toque hablar, pero no me interrumpa.

—Pues dispénseme usted —dijo Mr. Pickwick.

—Dispensado —replicó Wardle—. «Siento muchísimo oírte esa opinión contra los matrimonios de amor, papá», dijo Bella, ruborizándose un poco. «Habré sido injusto; no debiera haber dicho eso, hija mía», dije, acariciándole la mejilla con toda la suavidad que puede esperarse de un hombre tan tosco como yo, «porque tal ha sido el caso de tu madre, y también el tuyo». «No es eso lo que quiero decir, papá», dijo Bella. «El caso es, papá, que yo quería hablarte de Emilia.»

Mr. Pickwick se sobresaltó.

—¿Qué le pasa? —preguntó Wardle, interrumpiendo su narración.

—Nada —replicó Mr. Pickwick—. Haga el favor de continuar.

—Jamás pude hilvanar una historia completa —dijo Wardle bruscamente—; pero como ha de salir más pronto o más tarde, siempre ha de ahorrarnos tiempo que salga de una vez. La cosa, en resumidas cuentas, es que Bella se armó al final de valor para decirme que Emilia era muy desgraciada; que ella y su amigo Snodgrass habían mantenido correspondencia y comunicación desde la última Pascua; que ella había formado, después de meditarlo mucho, la resolución de escaparse con él, siguiendo el laudable ejemplo de su amiga y compañera de colegio. Pero que, sintiendo algunos resquemores de conciencia, por reconocer que yo siempre me había mostrado cariñoso para con los dos, habían pensado, en primer lugar, guardarme la consideración de preguntarme si me opondría yo a que se casaran en la forma usual y corriente. Así, pues, Mr. Pickwick, si le es a usted posible reducir sus ojos a su abertura natural y decirme lo que cree que debo hacer, se lo agradeceré bastante.

El lúgubre tono con que el bondadoso anciano pronunció esta última frase no estaba completamente injustificado, porque el rostro de Mr. Pickwick había adoptado una expresión de sorpresa y de perplejidad verdaderamente curiosas.

—¡Snodgrass! ¡Desde la última Pascua! —fueron las primeras palabras entrecortadas que salieron de labios del confuso y asombrado caballero.

—Desde la última Pascua —replicó Wardle—. Es muy sencillo, y bien malos anteojos hemos de haber tenido para no descubrirlo antes.

—No lo entiendo —dijo Mr. Pickwick, sin dejar de meditar—; realmente no puedo entenderlo.

—Pues es muy fácil de entender —replicó el colérico anciano—. Si usted hubiera sido más joven, haría mucho tiempo que estaría en el secreto; y además —añadió Wardle después de un momento de vacilación— la verdad es que, ignorando yo esto, había apremiado a Emilia cuatro o cinco meses atrás para que aceptase (si podía, que yo jamás habría de intentar forzar las inclinaciones de una muchacha) las solicitudes de un joven de nuestras cercanías. No tengo duda de que, procediendo como suelen proceder las muchachas, con objeto de cobrar ánimos ella misma y con el de avivar el ardor de Mr. Snodgrass, ella se ha representado este asunto con matices exagerados, y así han llegado ambos a la conclusión de que eran un par de infortunados terriblemente perseguidos y que no tenían otra solución que el matrimonio clandestino o el picón. Ahora lo que falta saber es qué debe hacerse.

—¿Qué es lo que ha hecho usted?—preguntó Mr. Pickwick.

—¡Yo!

—Quiero decir que qué hizo usted cuando su hija casada le dijo eso.

—¡Oh!, hice una porción de tonterías, por supuesto —repuso Wardle.

—Eso es —interrumpió Perker, que durante este diálogo no había cesado de ocuparse en someter a diversas torsiones la cadena de su reloj, de frotarse airadamente la nariz y de manifestar otros varios síntomas de impaciencia—. Eso es muy natural. ¿Pero cómo?

—Me puse hecho una fiera, y asusté a mi madre hasta el punto de producirle un ataque —dijo Wardle.

—Eso era natural —observó Perker—. ¿Y qué más?

—No cesé de rabiar y de reñir en todo el día siguiente, produciendo un enorme trastorno —repuso el anciano—. Cansado al fin de mortificarme y de entristecer a los demás, tomé un coche en Muggleton y, enganchando a él mis caballos, vine a la ciudad con pretexto de traer a Emilia para ver a Arabella.

—¿Entonces está con usted Miss Wardle?—dijo Mr. Pickwick.

—Nada de eso —contestó Wardle—; no ha dejado de llorar amargamente, a no ser un rato anoche entre el té y la cena, en que se puso con gran aparato a escribir una carta, de la que yo fingí no enterarme.

—¿De modo que solicita usted mi consejo en este asunto? —dijo Perker, paseando su mirada de la muda faz de Mr. Pickwick al ávido semblante de Wardle y administrándose repetidas dosis de su estimulante favorito.

—Claro está —dijo Wardle a Mr. Pickwick.

—Naturalmente —replicó éste.

—Bien. Pues entonces—dijo Perker, empujando su silla hacia atrás— mi consejo es que se vayan los dos a paseo juntos, a pie o en coche, o en cualquier otro medio, y que arreglen el asunto entre ustedes, porque me tiene ya harto; y si en la primera ocasión que los vea no lo han ultimado, ya les diré yo lo que hace al caso.

—Muy satisfactorio —dijo Wardle, que no sabía si sonreír o enfadarse.

—¡Bah, bah!, mi querido señor —repuso Perker—: conozco a ustedes mucho mejor que ustedes mismos. Eso ya lo tienen ustedes decidido
in mente
.

Y al decir esto el hombrecito hundió su tabaquera en el pecho de Mr. Pickwick primero, y después en el chaleco de Mr. Wardle, con lo cual echáronse a reír los tres, y especialmente los dos últimos señores, que se estrecharon efusivamente las manos sin motivo inmediato que lo justificara.

—Usted comerá hoy conmigo —dijo Wardle a Perker al despedirles éste.

—No puedo prometerlo, mi querido señor, no lo prometo —replicó Perker—. De todos modos, a la tarde veremos.

—Pues a las cinco le esperamos —dijo Wardle—. ¡José!...

Y habiendo despertado, al fin, José, partieron los dos amigos en el coche de Wardle, en el que, por elemental humanidad, había un asiento posterior para el chico gordo, quien, de haber tenido que ir de pie, según la manera ordinaria de los lacayos, habríase caído y matado al primer sueñecillo.

Dirigiéronse a Jorge y el Buitre, donde se enteraron de que Arabella y su criada habían pedido un coche de punto no bien recibieron una breve esquela de Emilia anunciándoles su llegada a la ciudad, y trasladádose al Adelphi. Como Wardle tenía que solventar algunos asuntos en la City, enviaron al carruaje y al chico gordo al hotel con recado de que Mr. Pickwick y él volverían a las cinco para comer.

Con este mensaje volvió el muchacho, dormitando en su percha y saltando sobre las piedras con la misma placidez que si descansara en un colchón de muelles. Por milagro extraordinario despertó espontáneamente al detenerse el coche, y dándose una buena sacudida para poner en actividad sus facultades, subió la escalera para cumplir su mandado.

Ahora, si la sacudida había trastornado todas las facultades del muchacho en vez de disponerlas según su orden natural, o si le sugirió tal cantidad de nuevas ideas que hiciéronle dar al olvido las ceremonias ordinarias, o, lo que es muy posible, si resultó ineficaz para impedir que se quedara dormido al subir la escalera, es lo cierto que entró en el salón sin llamar a la puerta previamente, y que se encontró con un caballero que estrechaba el talle de una señorita, sentado amorosamente con ella en un sofá, mientras que Arabella y su linda doméstica simulaban mirar a la calle por una ventana situada en el fondo de la estancia. A la vista de este singular fenómeno, el chico gordo profirió una interjección, chillaron las señoras y juró el caballero simultáneamente.

—¡Miserable! ¿Qué busca usted aquí? —dijo el caballero, que no necesitamos decir que era Mr. Snodgrass.

El chico gordo, grandemente aterrado, respondió solamente:

—¡Señoritas!

—¿Qué me quieres? —preguntó Emilia, volviendo la cabeza—.¡Estúpido!

—El amo y Mr. Pickwick vienen a comer a las cinco —replicó el chico gordo.

—¡Fuera de aquí! —dijo Mr. Snodgrass, dirigiendo una mirada centelleante al asustado mancebo.

—No, no, no —añadió Emilita en seguida—. Bella querida, aconséjame.

En esto, Emilita y Mr. Snodgrass y Arabella y María agrupáronse en un rincón y se pusieron a cuchichear afanosamente por espacio de algunos minutos, durante los cuales dormitó el chico gordo.

—José —dijo al fin Arabella, mirando en torno con la más hechicera sonrisa—. ¿Cómo te va, José?

—José —dijo Emilia—, eres un buen muchacho; ya me acordaré de ti, José.

—José —dijo Mr. Snodgrass, acercándose al asombrado mozo y tomándole la mano—, no te había conocido. ¡Toma cinco chelines, José!

—Yo te prometo cinco, José —dijo Arabella—, por nuestra antigua amistad.

Y otra cautivadora sonrisa fue dispensada al corpulento inoportuno.

Hallándose dotado el chico gordo de un defectuoso sentido de percepción, pareció confuso al principio al observar este repentino cambio en su favor, y miró en torno suyo un tanto alarmado. Por fin comenzó su ancha faz a iniciar una sonrisa de dimensiones proporcionadas, y metiéndose entonces media corona en cada uno de sus bolsillos acompañadas de manos y muñecas, rompió a reír estrepitosamente por primera vez en su vida.

—Ya nos ha entendido, por lo que veo —dijo Arabella.

—Lo mejor es que coma algo en seguida—observó Emilia.

Casi se echó a reír otra vez el chico gordo al oír esta proposición. María, después de otro ligero cuchicheo, destacóse del grupo y dijo:

—Hoy comeré con usted, sir, si usted no se opone.

—Por aquí —dijo el chico gordo ávidamente—. ¡Hay una empanada de carne magnífica!

Dichas estas palabras, bajó la escalera el chico gordo; su linda compañera le seguía, cautivando a todos los camareros y haciendo rabiar a todas las camareras al dirigirse al comedor.

Allí estaba la empanada de carne de la que el joven hablara tan ardorosamente y allí había además fiambre, un plato de patatas y un vaso de cerveza.

—Siéntese —dijo el chico gordo—. ¡Oh, qué rico! ¡Qué hambre tengo!

Luego de encomiar en una especie de rapto cinco o seis veces el dichoso espectáculo que sus ojos descubrían, ocupó el mozo la cabecera de la mesa, y se sentó María enfrente.

—¿Quiere usted un poco de esto? —dijo el chico gordo, hundiendo en la empanada el cuchillo y el tenedor hasta los respectivos mangos.

—Un poco, si me hace el favor—replicó María.

Sirvió a María el chico gordo un poco; sirvióse él un mucho, y ya se disponía a comer, cuando abandonó bruscamente su cuchillo y su tenedor, echóse hacia adelante y, apoyando sus manos, provistas de tenedor y cuchillo, en sus rodillas, dijo pausadamente:

—Pero oiga: ¡qué bonita es usted!

Dijo esto con tanta admiración, que no podía menos de ser lisonjero; mas percibíase tanto canibalismo en los ojos del joven, que no parecía sino que la fineza tenía un doble sentido.

—¡Por Dios, José! —dijo María, fingiendo ruborizarse—. ¿Qué dice usted?

Recobrando poco apoco el chico gordo su posición primera, replicó con un hondo suspiro, y quedando pensativo unos momentos, bebió un buen trago de cerveza. Hecho esto, suspiró de nuevo y se aplicó denodadamente a la empanada.

—¡Qué mona es la señorita Emilia! —dijo María al cabo de un largo silencio.

El chico gordo acababa de dar fin a la empanada en aquel momento. Fijó sus ojos en María y replicó:

—Conozco otra más mona.

—¡Ah!, ¿sí?—dijo María.

—¡Sí, ya lo creo! —replicó el chico gordo con insólita vivacidad.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó María.

—¿Cuál es el de usted?

—María.

—Pues ése es —dijo el chico gordo—. Ésa es usted.

Sonrió el muchacho para subrayar el piropo, y puso sus ojos de manera que parecía entre bizco y tuerto, por lo cual hay razones para creer que intentó hacer un guiño.

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