Los papeles póstumos del club Pickwick (117 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Ultimados estos graves asuntos, fijóse el día para la venta y transferencia de los títulos, para lo cual tuvieron que entrevistarse con Wilkins Flasher, esquire, agente de Bolsa que vivía cerca del Banco y que había sido recomendado por Mr. Salomón Pell.

Fue un motivo de fiesta, y los elementos que en ella tomaron parte se ataviaron de manera adecuada. Las botas de Mr. Weller estaban recién limpiadas y su traje denunciaba cuidado especialísimo. El de la cara pintada llevaba en el ojal una dalia de tamaño natural con varias hojas, y las chaquetas de sus dos amigos veíanse adornadas con ramos de laurel y otras plantas perennes. Los tres ostentaban sus mejores trajes de fiesta; es decir, que estaban abrochados hasta la barbilla y que llevaban cuantas prendas podían resistir, lo cual responde y ha respondido siempre al concepto que de la indumentaria solemne ha dominado entre los cocheros de punto desde que fueron inventados.

Mr. Pell esperaba en el punto habitual de cita a la hora señalada, y hasta el mismo Pell llevaba un par de guantes y una camisa limpia rozada por el cuello y los puños a consecuencia de los frecuentes lavados.

—Las dos menos cuarto —dijo Pell, mirando al reloj de la taberna—. Si vamos a casa de Mr. Flasher a las dos y cuarto, me parece que es la mejor hora.

—¿Qué tendrían ustedes que decir de un trago de cerveza, señores? —insinuó el de la cara pintada.

—Y un poquito de carne fiambre —dijo el segundo cochero.

—Y unas ostras—añadió el tercero, que era un individuo de ronca voz, sostenido por gruesas piernas.

—¡Vaya, vaya! —dijo Pell—. Para festejar a Mr. Weller al entrar en posesión de su propiedad, ¿eh? ¡Ja, ja!

—Completamente de acuerdo, señores —contestó Mr. Weller—. Sammy, tira de la campanilla.

Obedeció Sam, y traídos que fueron rápidamente la cerveza, el fiambre y las ostras, hízose al almuerzo amplia justicia. En un empeño en el que todos habían tomado parte tan activa seria injusto establecer distinciones; mas si alguno de ellos patentizó facultades y empuje mayores, fue el cochero de voz ronca, que se tomó con las ostras una pinta de vinagre sin denotar la más leve alteración.

—Mr. Pell, sir —dijo el anciano Mr. Weller, agitando el agua y el aguardiente de uno de los vasos que habían sido colocados ante los comensales, luego de retiradas las conchas de las ostras—; Mr. Pell, sir, era mi intención haber brindado por los títulos en esta ocasión; pero Samivel me ha dicho por lo bajo...

En esto, Mr. Samuel Weller, que se había tomado sus ostras en silencio y con tranquilas sonrisas, gritó «¡Vamos a ver!» en voz muy alta.

—...Me ha dicho por lo bajo —continuo su padre— que sería mejor dedicar el licor a desear a usted éxitos y prosperidad y a darle gracias por la manera que ha tenido de llevar este negocio. A su salud, sir.

—¡Alto! —interrumpió el de la cara pintada con repentina energía—. ¡Pongan atención, señores!

Y diciendo esto, el de la cara pintada se levantó, como había hecho el otro. Paseó su mirada por la concurrencia; levantó pausadamente su mano, a cuyo ademán todos, incluso él, hicieron una larga inspiración y levantaron las copas a sus labios. Inmediatamente después bajó de nuevo su mano el de la cara pintada, y todos los vasos quedaron vacíos sobre la mesa. Es imposible describir el hondo efecto producido por la conmovedora ceremonia, que resultó digna, solemne, impresionante y verdaderamente grandiosa.

—Bien, señores —dijo Mr. Pell—: todo lo que yo puedo decir es que tales pruebas de confianza no pueden menos de lisonjear a un profesional. Nada quiero decir que trascienda a vanagloria, señores, pero me alegro mucho, por ustedes, de que hayan venido a mí. Eso es todo. De haberse dirigido a cualquier currinche de la profesión, tengo la convicción firme y les aseguro a ustedes que lo hubieran pasado mal antes de llegar este momento. Hubiera deseado que viviera mi noble amigo para haberme visto desenvolverme en este caso. No lo digo por orgullo; mas presumo... Sin embargo, señores, no quiero importunarles con estas cosas. A mí se me encuentra aquí generalmente, señores; pero si no estoy aquí o en las inmediaciones, he aquí mis señas. Hallarán ustedes mis honorarios muy razonables y módicos; no hay ninguno que atienda a sus clientes como yo, y me parece que de mi profesión conozco un poco. Si tienen ustedes ocasión de recomendarme a alguno de sus amigos, señores, he de quedarles muy agradecido, como ellos habrán de quedarles a ustedes, no bien me conozcan. A su salud, señores.

Al terminar Mr. Salomón Pell esta exposición de sus sentimientos, entregó tres tarjetas escritas a los amigos de Mr. Weller, y mirando de nuevo al reloj, expresó su opinión de que era tiempo de partir. Ante esta advertencia, pagó la cuenta Mr. Weller, y levantándose el ejecutor, el legatario, el procurador y los árbitros, encamináronse hacia la City.

El despacho de Mr. Wilkins Flasher, esquire, del
Stock Exchange
, estaba en un primer piso de una plazoleta situada a la espalda del Banco de Inglaterra; la casa de Wilkins Flasher, esquire, hallábase en Brixton, Surrey; el caballo y la carretela de Wilkins Flasher, esquire, estaban en una elegante cochera próxima; el lacayo de Wilkins Flasher, esquire, había tenido que ir a West End a entregar un dinero; el escribiente de Wilkins Flasher, esquire, se había ido a comer; así es que el propio Wilkins Flasher, esquire, tuvo que gritar «¡Adelante!» cuando Mr. Pell y sus acompañantes llamaron a la puerta de su oficina.

—Buenos días, sir —dijo Pell, saludando amablemente—. Deseamos hacer una pequeña transferencia, si hace usted el favor.

—¡Oh, adelante; tengan la bondad! —dijo Mr. Flasher—. Siéntense un minuto; estoy con ustedes en seguida.

—Gracias, sir —dijo Pell—; no hay prisa. Siéntese, Mr. Weller.

Tomó una silla Mr. Weller; tomó Sam un cajón; tomaron lo que pudieron los árbitros, y pusiéronse a contemplar el almanaque y uno o dos periódicos que estaban pegados a la pared con el mismo asombro y reverencia que si se tratara de las más hermosas obras clásicas.

—Bien; le apuesto a usted media docena de botellas. ¡Vamos! —dijo Wilkins Flasher, esquire, reanudando la conversación que, momentáneamente, interrumpiera la entrada de Mr. Pell.

Esta frase iba dirigida a un elegante joven que llevaba el sombrero inclinado sobre el diestro mostacho y que holgaba en el pupitre matando moscas con una regla. Wilkins Flasher, esquire, columpiábase en el taburete, que hacía oscilar sobre dos patas, entreteniéndose en herir una caja de obleas con un cortaplumas, que hacía caer de cuando en cuando con gran destreza en el propio centro de una pequeña oblea roja. Los dos caballeros mostraban holgados chalecos, grandes cuellos vueltos, pequeñas botas, enormes tumbagas, diminutos relojes y gruesas cadenas, simétricos pantalones y perfumados pañuelos.

—Yo no apuesto nunca media docena —dijo el otro caballero—: apuesto una docena.

—¡Convenido, Simmery, convenido! —dijo Wilkins Flasher, esquire.

—P. P., por supuesto—observó el otro.

—Por supuesto —replicó Wilkins Flasher, esquire.

Wilkins Flasher, esquire, consignó el acuerdo en un librito con un lápiz de caja de oro, apuntándolo el otro en otro librito con otro lápiz de oro.

—Me han dado esta mañana una noticia acerca de Boffer —observó Mr. Simmery—. ¡Pobre diablo; ha sido desahuciado!

—Le apuesto a usted diez guineas contra cinco a que se degüella —dijo Wilkins Flasher, esquire.

—Van —replicó Mr. Simmery.

—¡Espere! Me retracto —dijo Wilkins Flasher, esquire, con aire pensativo—. Tal vez se ahorque.

—Muy bien —repuso Mr. Simmery, sacando otra vez el lápiz de oro—. Acepto esa forma. Digamos que se quita de en medio.

—Concretando: que se suicida —dijo Wilkins Flasher, esquire.

—Eso es —replicó Mr. Simmery, apuntándolo—. «Flasher... diez guineas contra cinco; Boffer se mata.» ¿Qué plazo diremos?

—¿Quince días...? —sugirió Mr. Wilkins Flasher, esquire.

—¡No, caramba! —repuso Mr. Simmery, deteniéndose un instante para aplastar una mosca con la regla—. Pongamos una semana.

—Partamos la diferencia —dijo Wilkins Flasher, esquire—. Diremos diez días.

—Bien; diez días—aceptó Mr. Simmery.

Consignóse en los cuadernitos que si Boffer no se mataba en el término de diez días, Wilkins Flasher, esquire, habría de pagar a Francisco Simmery, esquire, la suma de diez guineas; y que si Boffer se mataba dentro de ese plazo, Francisco Simmery, esquire, tendría que pagar a Wilkins Flasher, esquire, cinco guineas.

—Siento mucho que haya quebrado —dijo Wilkins Flasher, esquire—. Daba magníficas comidas.

—Tenía un oporto riquísimo —observó Mr. Simmery—. Mañana vamos a mandar a nuestro despensero a recoger algo de ese sesenta y cuatro.

—Es usted el demonio —dijo Wilkins Flasher, esquire—. El mío va también. Cinco guineas a que mi hombre le gana la mano al de usted.

—Van.

Anotóse ese compromiso con el lápiz de oro en los cuadernitos, y habiendo ya matado Mr. Simmery en aquel momento todas las moscas y aceptado todas las apuestas, encaminóse a la Bolsa con objeto de ver lo que pasaba.

Entonces Wilkins Flasher, esquire, se dignó recibir las instrucciones de Mr. Salomón Pell, y luego de llenar unos impresos, suplicó a sus visitantes que le acompañaran al Banco. Hiciéronlo así éstos. Mr. Weller y sus tres amigos no cesaban de mirar en torno con asombro inenarrable, en tanto que Sam contemplábalo todo con una indiferencia imperturbable.

Después de cruzar un patio lleno de ruido y de gente y de pasar por delante de un par de porteros que parecían vestidos obedeciendo al solo designio de emular a una bomba de incendios que había en un rincón, llegaron a la oficina en que había de formalizarse su negocio, y en la que Pell y Mr. Flasher les dejaron unos momentos mientras que ellos subían al Negociado de Testamentos.

—¿Qué departamento es éste? —murmuró el de la cara pintada al anciano Mr. Weller.

—La Oficina de Consolidado —replicó en voz queda el ejecutor.

—¿Qué es lo que hacen esos señores detrás de las ventanillas? —preguntó el cochero de voz ronca.

—Consolidados, supongo —replicó Mr. Weller—. ¿No son consolidados reducidos, Samivel?

—¡Hombre, me figuro que no pensará usted que los consolidados reducidos son hombres de carne y hueso! —arguyó Sam con cierto desdén.

—¿Y cómo he de saberlo yo? —respondió Mr. Weller—. Yo creí que se parecían mucho a eso. ¿Qué son entonces?

—Escribientes —replicó Sam.

—¿Y por qué están comiendo todos emparedados de jamón? —inquirió su padre.

—Porque están cumpliendo con su deber, supongo —replicó Sam—; es una parte del régimen. ¡Eso es lo que hacen durante todo el día!

Sin que Mr. Weller y sus amigos tuvieran apenas un momento para reflexionar acerca de esta regulación singularísima del sistema monetario del país uniéronseles Pell y Wilkins Flasher, esquire, que lo llevaron a una ventanilla sobre la cual había una redonda placa negra con una gran «W».

—¿Para qué es eso, sir? —preguntó Mr. Weller, llamando la atención de Pell sobre la placa en cuestión.

—La primera letra del nombre del difunto —repuso Pell.

Oigan ustedes—dijo Mr. Weller, volviéndose hacia los árbitros—: yo creo que no está bien. Nuestra letra es la «V»... esto no está bien.

Los árbitros manifestaron al punto su opinión decidida de que el asunto no podía conducirse en estricta legalidad con la letra «W», y según todas las probabilidades, hubiérase paralizado todo un día por lo menos, de no haber sido por la rápida y a primera vista desleal intervención de Sam, que, cogiendo a su padre por el faldón de la chaqueta, le arrastró a la ventanilla y allí le hizo permanecer hasta que hubo estampado su firma en un par de documentos; empeño que, dada la costumbre que Mr. Weller tenía de firmar con caracteres de imprenta, fue un trabajo tan largo y penoso, que el escribiente actuante peló y comió tres manzanas de Ribston durante la operación.

Como el anciano Mr. Weller insistiera en vender sin demora sus valores, trasladáronse desde el Banco a la puerta del Stock Exchange, donde permanecieron hasta que volvió Wilkins Flasher, esquire, después de corta ausencia, con un cheque sobre Smith Tayn y Smith por la cantidad de quinientas treinta libras, que era la suma en que venían a convertirse a la cotización del día los ahorros de la señora Weller. Transferidas que fueron a nombre de Sam las doscientas libras y pagada la comisión de Wilkins Flasher, esquire, dejó éste caer el dinero con indiferencia en el bolsillo de su chaqueta y regresó perezosamente a su oficina.

Mr. Weller obstinóse en los primeros momentos en hacer efectivo el cheque, transformándolo en soberanos; mas como le hicieron observar los árbitros que procediendo así había de serle preciso gastar algún dinero en un saco para llevárselos a casa, consintió en recibir la cantidad en billetes de cinco libras.

—Mi hijo —dijo Mr. Weller al salir del Banco—, mi hijo y yo tenemos que hacer esta tarde, y desearía arreglar las cosas de una vez; así es que vámonos a cualquier parte donde podamos liquidar las cuentas.

No les fue difícil hallar un tranquilo recinto donde se examinaron las cuentas. La de Mr. Pell fue tasada por Sam y algunas partidas fueron desautorizadas por los árbitros; mas, no obstante declarar Mr. Pell con solemnes aseveraciones que le trataban con excesiva dureza, resultaron sus honorarios muy superiores a los que hasta entonces había percibido en el curso de su vida profesional, y a expensas de los cuales comió, durmió y se lavó por espacio de seis meses.

Luego de mojarse un poco el gaznate, los árbitros despidiéronse y se alejaron, por tener que salir con sus coches de la ciudad aquella noche misma. Comprendiendo Salomón Pell que no había más probabilidades de comer ni de beber, se despidió amistosamente, dejando solos a Sam y a su padre.

—¡Perfectamente! —dijo Mr. Weller, guardando su cartera en un bolsillo lateral—. Con lo del traspaso y las demás cosas tenemos aquí mil ciento ochenta libras. Ahora, Samivel, hijo mío, vuelve los caballos hacia Jorge y el Buitre.

56. Importante conferencia celebrada entre Mr. Pickwick y Samuel Weller, con asistencia de su padre. Llega inesperadamente un anciano con traje color de tabaco

Estaba Mr. Pickwick sentado y solitario, meditando en una porción de cosas y pensando en cómo habría de componérselas para atender a las necesidades de la joven pareja, cuya precaria situación preocupábale constantemente, cuando entró María apresuradamente en la habitación y, acercándose a la mesa, dijo con cierta precipitación:

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