Los papeles póstumos del club Pickwick (56 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Eso es —dijo la señora Weller, poniéndose derecho el gorro.

Pensó Sam lo mismo, pero se calló.

El coadjutor no pareció alegrarse mucho de la llegada de Sam, y cuando remitió la efervescencia del saludo, la misma señora Weller adoptó una actitud que parecía indicar que no le hubiera disgustado mucho dejar de recibir aquella visita. Sin embargo, allí estaba, y como no hubiera sido correcto despedirle, sentáronse los tres a tomar el té.

—¿Y cómo está padre? —dijo Sam.

Al oír esta pregunta, levantó sus manos la señora Weller y sus ojos al cielo, cual si se tratase de un asunto demasiado doloroso.

Mr. Stiggins dejó oír un gruñido.

—¿Qué le pasa a este caballero? —preguntó Sam.

—Es que le contraría mucho la conducta de tu padre —replicó la señora Weller.

—¡Ah!, ¿sí? —dijo Sam.

—Y con mucha razón —añadió gravemente la señora Weller.

Mr. Stiggins tomó otra rebanada de pan y gruñó con más fuerza.

—En un espantoso réprobo —dijo la señora Weller.

—¡Un hombre maldito! —exclamó Mr. Stiggins.

Tomó un gran bocado semicircular de la tostada y gruñó de nuevo.

Sintióse Sam fuertemente inclinado a dar al reverendo Mr. Stiggins algo que le sirviera de motivo para gruñir, pero reprimió su impulso y preguntó solamente:

—¿Qué es lo que hace el viejo ahora?

—¡Qué hace! —dijo la señora Weller—. ¡Oh!, es un hombre empedernido. Noche tras noche, este excelente hombre, no se enoje, Mr. Stiggins, yo quiero decir que usted es un excelente hombre, viene a sentarse aquí horas y horas sin que produzca el menor efecto sobre él.

—¡Caramba!, es raro —dijo Sam—. A mí me hubiera producido mucho efecto de haber estado en su lugar; estoy seguro.

—El hecho es, mi joven amigo —dijo solemnemente Mr. Stiggins—, que tiene un temperamento incorregible. ¡Oh, mi joven amigo! ¿Quién, que no fuera él, podría haber resistido a la persuasión de dieciséis de nuestras mejores hermanas sin ceder a sus exhortaciones para formar parte de nuestra noble sociedad, cuyo fin es proveer a los niños de las Indias occidentales de chalecos de franela y de pañuelos morales?

—¿Qué es un pañuelo moral? —dijo Sam—. Nunca he visto esos artículos de vestir.

—Aquellos en que se combinan la instrucción con el pasatiempo, mi joven amigo —replicó Mr. Stiggins—; en que se mezclan cuentos instructivos y grabados en madera.

—¡Ah!, ya sé —dijo Sam—; como los que están colgados en las tiendas de telas con peticiones de mendigos y todas esas cosas.

Empezó Mr. Stiggins una tercera tostada y asintió con la cabeza.

—¿Y no quiso dejarse persuadir por las señoras? —dijo Sam.

—Se sentaba y fumaba su pipa, y decía que los negritos eran... ¿Qué decía que eran los negritos? —dijo la señora Weller.

—Pequeños timos —replicó Mr. Stiggins, profundamente disgustado.

—Dijo que los negritos eran pequeños timos —repitió la señora Weller.

Y los dos empezaron a gemir por la terrible conducta del viejo.

Muchas otras iniquidades de análoga naturaleza pudieran haberse traído a cuento de no haber terminado la merienda ni el té llegado a un grado extremo de enrarecimiento; y como Sam no parecía dar señales de ausentarse, Mr. Stiggins recordó súbitamente que tenía una cita con el párroco y se despidió.

Apenas levantado el servicio del té y luego de haberse apagado y barrido el hogar, el coche de Londres depositó a Mr. Weller a la puerta; sus piernas le introdujeron en el bar y sus ojos le mostraron a su hijo.

—¡Cómo, Sammy! —exclamó el padre.

—¡Hola, viejo Nobs! —dijo el hijo.

Y se estrecharon las manos cordialmente.

—Encantado de verte, Sammy —dijo el viejo Weller—; pero es un misterio para mí cómo te las has apañado con tu madrastra. Sólo te pido que me des la receta; nada más.

—¡Chist! —dijo Sam—, que está en casa, amigo.

—Pero no está dentro escuchando —replicó Mr. Weller—; siempre se baja a murmurar un par de horas después del té, de modo que podemos remojarnos un poco, Sammy.

Y diciendo esto, Mr. Weller compuso dos vasos de aguardiente con agua y sacó un par de pipas. Padre e hijo sentáronse frente a frente: Sam, a un lado del hogar, en la silla de alto respaldo, y Mr. Weller al otro lado, en una cómoda butaca de paja; dedicáronse a regalarse con la debida compostura.

—¿Ha estado aquí alguien, Sammy? —preguntó secamente Mr. Weller, después de un largo silencio.

Sam asintió expresivamente con la cabeza.

—¿El mozo de la nariz roja? —interrumpió Mr. Weller.

Sam asintió nuevamente.

—Es un hombre muy afectuoso, Sammy —dijo Mr. Weller, fumando ávidamente.

—Así parece —observó Sam.

—Gran calculador —dijo Mr. Weller.

—¿Sí? —dijo Sam.

—Pide prestado el lunes dieciocho peniques, y viene el martes por un chelín, para completar media corona; viene el viernes por otra media corona, para convertirla en cinco chelines, y así va doblando hasta que hace en menos que se dice un billete de cinco libras, como esa suma de los libros de aritmética de los clavos y la herradura, Sammy.

Dio a entender Sam con un gesto que recordaba el problema que a su padre se refería.

—¿De modo que no se suscribe usted a los chalecos de franela? —dijo Sam, al cabo de otro intervalo empleado en fumar.

—Claro que no —replicó Mr. Weller—. ¿Para qué les sirven los chalecos de franela a los negritos de la India? Pero te diré lo que es, Sammy —dijo Mr. Weller, bajando la voz e inclinándose hacia el hogar—; ya les haría yo hermosos chalecos a algunos de la casa.

Después de decir esto, Mr. Weller recobró pausadamente su actitud primitiva y guiñó un ojo a su primogénito, con gran prosopopeya.

—Parece un poco raro eso de mandar pañuelos a gentes que no saben usarlos —observó Sam.

—Siempre están tramando alguna majadería por el estilo, Sammy—replicó su padre—. Estaba yo paseando por la carretera el último domingo, y ¿a quién dirías que vi a la puerta de la capilla, con una bandeja azul en la mano? Pues a tu madrastra. Creo que en la bandeja habría como un par de soberanos en piezas menudas, en monedas de medio penique; y, cuando la gente salía, hacía saltar los peniques en la bandeja, de tal manera que pocas bandejas lo resistirían. ¿Para qué crees que era todo esto?

—¿Para preparar algún otro té, tal vez? —dijo Sam.

—Nada de eso —replicó el padre—. Para el agua del pastor, Sammy.

—¿El agua del pastor? —dijo Sam.

—Eso mismo —replicó Mr. Weller—. Debía tres plazos, y el pastor no pagaba; quizá fuera esto porque a él no le servía el agua para nada, ya que bebe poco de eso; él sabe unas cuantas triquiñuelas como ésa. Pero como no pagaba, le cortaron el agua. Se fue el pastor a la capilla y empezó a decir que era un santo perseguido, que esperaba y pedía que se ablandara el corazón del fontanero y que éste se avendría a razones, mas pensando en su interior que tendría ya reservado un sitio en lugar poco grato. Entonces las mujeres convocaron la asamblea, entonaron un himno, eligieron a tu madrastra como presidenta, y al siguiente domingo reunieron una colección de monedas, que entregaron al pastor. Y si no tuvo bastante con ellas, Sammy, para estar en paz toda la vida con la compañía del agua, Sammy —dijo Mr. Weller, concluyendo—, yo soy un danés, tú eres otro y nada más.

Mr. Weller fumó algunos minutos en silencio y prosiguió:

—Lo peor de estos pastores es, hijo mío, que imperceptiblemente vuelven el juicio de todas las muchachas de por aquí. Las pobres inocentes piensan que todo eso está bien, y no conocen cosa mejor; pero son víctimas de un engaño, Samivel.

—Eso creo yo —dijo Sam.

—Ni más ni menos —dijo Mr. Weller, moviendo gravemente la cabeza—; y lo que más me indigna, Samivel, es verles gastar todo su tiempo en la tarea de hacer trajes para los cobreños, que no los necesitan, sin ocuparse de los cristianos blancos, a quienes tanta falta les hacen. Si me valiera, Samivel, pondría algunos de esos pastores holgazanes detrás de unas carretillas y les haría correr todo el día arriba y abajo sobre una plancha de madera de catorce pulgadas de ancho. Esto les curaría mejor que nada de su estupidez.

Después de prescribir Mr. Weller esta suave receta con gran énfasis, recalcándola con profusa variedad de guiños y contorsiones, vació de un trago su vaso y sacudió la ceniza de su pipa con ingenua dignidad.

Ocupábase en esta operación, cuando se oyó en el pasillo una voz penetrante y aguda.

—Aquí está tu querida pariente, Sammy —dijo Mr. Weller.

Y la señora Weller entró en la estancia apresuradamente.

—¡Oh, ya has vuelto! —dijo la señora Weller.

—Sí, querida mía —replicó Mr. Weller, llenando de nuevo su pipa.

—¿No ha vuelto Mr. Stiggins? —dijo la señora Weller.

—No, querida, no ha vuelto —replicó Mr. Weller, encendiendo la pipa por el ingenioso procedimiento de coger con las tenazas y mantener sobre el perol un ascua de fuego—; y es más, querida, procuraré sobrevivir al dolor de que no vuelva más.

—¡Puah, miserable! —dijo la señora Weller.

—Gracias, amor mío —dijo Mr. Weller.

—Vamos, vamos, padre —dijo Sam—; nada de ternezas delante de extraños. Aquí viene el reverendo.

A este anuncio, la señora Weller enjugó a toda prisa las lágrimas, que empezara a hacer brotar a viva fuerza, y Mr. Weller arrastró cazurramente su silla hacia el rincón del hogar.

Fácilmente se logró que Mr. Stiggins aceptase otro vaso del caliente brebaje de ron de piña, luego otro, y hasta un tercero, y que tomase un bocado para disponerse a comenzar de nuevo. Sentóse al mismo lado que Mr. Weller padre, y cada vez que éste podía eludir la mirada de su esposa descubría a su hijo los ocultos sentimientos de su pecho, agitando el puño en el aire sobre la cabeza del coadjutor, todo lo cual proporcionaba a su hijo indescriptible satisfacción y delicia, tanto más cuando que Mr. Stiggins seguía bebiendo tranquilamente la caliente pócima, sin percatarse de lo que pasaba.

Casi toda la conversación corrió a cargo de la señora Weller y del reverendo Mr. Stiggins. Los principales temas que se tocaron fueron las virtudes del pastor, la edificante condición de su rebaño y los graves crímenes y extravíos de todos los que no formaban parte de él. Todas estas disertaciones eran interrumpidas de cuando en cuando por las referencias entrecortadas que hacía Mr. Weller a cierto personaje llamado Walker, y otros comentarios de este jaez.

Por fin, Mr. Stiggins, mostrando indudables síntomas de haber consumido mucho más ron del que buenamente le cabía, tomó su sombrero y se despidió.

En seguida fue conducido Sam a su dormitorio por su padre. El respetable anciano se retorcía las manos con vehemencia y parecía dispuesto a comunicar a su hijo algunas observaciones; pero al ver acercarse a la señora Weller, pareció abandonar su propósito y se despidió de su hijo súbitamente.

Levantóse Sam temprano al día siguiente y, después de participar de un frugal desayuno, se dispuso a regresar a Londres. En el momento en que ponía el pie fuera de la casa, se encontró con su padre.

—¿Te vas, Sammy? —preguntó Mr. Weller.

—Ahora mismo —replicó Sam.

—Me gustaría que empaquetaras a ese Stiggins y te lo llevases —dijo Mr. Weller.

—¡Me avergüenzo por usted! —dijo Sam, en tono de reproche—. ¿Cómo le deja usted que enseñe su nariz roja en El Marqués de Granby?

Mr. Weller padre fijó en su hijo una ansiosa mirada y replicó:

—Porque estoy casado, Samivel, porque estoy casado. Cuando tú estés casado comprenderás una porción de cosas que ahora no entiendes y si merece o no la pena de afanarse tanto para aprender tan poco; como dijo aquel chico cuando llegó al final del alfabeto, es cuestión de gustos. Yo más bien creo que no lo merece.

—Bien —dijo Sam—. Adiós.

—Adiós, adiós, Sammy —replicó su padre.

—Sólo he de decirle —dijo Sam, deteniéndose súbitamente— que si yo fuera el amo de El Marqués de Granby y ese dichoso Stiggins viniera a beber en mi bar, yo...

—¿Qué? —interrumpió Mr. Weller con gran ansiedad—. ¿Qué?

—Envenenaría su ron —dijo Sam.

—¡Ca! —dijo Mr. Weller, estrechando jovialmente la mano de su hijo—. ¿Lo harías realmente, lo harías tú?

—Sí —dijo Sam—. Al principio no le apretaría mucho. Le zambulliría en la tina y pondría la tapa, y si veía que era insensible a esta delicadeza, emplearía el otro modo de persuasión.

Dirigió el viejo Weller a su hijo un mirada de inefable admiración y, después de estrecharle la mano, se alejó pausadamente, resolviendo en su fantasía las numerosas ocurrencias que le despertara el consejo filial.

Miró Sam hacia atrás hasta doblar el recodo de la carretera, y emprendió su regreso a Londres. Fuese meditando primero en las probables consecuencias de su consejo y en la probabilidad o improbabilidad de que su padre lo adoptase. Alejó de su mente poco después estos pensamientos, a favor de la reflexión consoladora de que el tiempo lo diría, y ésta es la reflexión que nosotros desearíamos sugerir al lector.

28. Capítulo de Pascuas risueñas, que contiene el relato de una boda y el de otros solaces que, con ser a su modo tan edificantes como el matrimonio, no se practican tan religiosamente en estos tiempos degenerados

Diligentes como abejas, si no livianos cual hadas, reuniéronse los pickwickianos en la misma mañana del día veintidós de diciembre del año de gracia en que fueron emprendidas y acabadas las aventuras que fielmente se van relatando. Acercábanse las Navidades con toda su candorosa y rústica honradez. Llegaba la temporada de la hospitalidad, del regocijo y de la cordialidad espontánea. El año caduco, cual viejo filósofo, congrega a sus amigos y dispónese a partir tranquilo entre el estruendo y la francachela. Llegaban los días alegres y juguetones, y alegres y juguetones sentíanse cuatro, por lo menos, de los corazones que celebraban su advenimiento.

Y muchos son, en efecto, los corazones a que traen las Navidades una breve temporada de felicidad y esparcimiento. ¡Cuántas son las familias cuyos miembros hállanse dispersos y repartidos por la anchura de la tierra, empeñados en las luchas sin tregua de la vida, que se reúnen y encuentran de nuevo en ese feliz estado de jovialidad y camaradería, que es tan puro manantial de delicias impolutas; período dichoso, tan incompatible con los cuidados y dolores del mundo, que las creencias religiosas de las naciones más civilizadas, como las tradiciones primitivas de las más salvajes y atrasadas, lo cuentan entre las primeras alegrías de una existencia futura, bendecida por la dicha perenne! ¡Cuántas viejas reminiscencias y cuántas simpatías dormidas no vienen a despertar los días de Pascua!

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