Los papeles póstumos del club Pickwick (60 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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La canción fue ruidosamente aplaudida, porque los amigos y la dependencia constituían nutrido auditorio, y los parientes pobres, especialmente, no salían de su éxtasis. Alimentóse el fuego nuevamente y de nuevo circuló el perol.

—¡Cómo nieva! —dijo uno de los criados en voz baja.

—¿Nieva? —dijo Wardle.

—Noche atrozmente fría, sir —repuso el hombre—; y se ha levantado un viento que arremolina la nieve en los campos, haciendo blancos torbellinos.

—¿Qué dice Jaime? —preguntó la anciana—. ¿Es que ocurre algo?

—No, madre, no —respondió Wardle—; dice que hay montones de nieve y un viento helado. Ya lo suponía yo, porque se le oye zumbar por la chimenea.

—¡Ah! —dijo la anciana—. Ese mismo viento hacía y una nevada igual hace muchos años, me acuerdo... cinco años antes, precisamente, de que muriera tu pobre padre. Era también víspera de Navidad, y recuerdo que fue esa noche cuando nos contó la historia de los duendes que se llevaron al viejo Gabriel Grub.

—¿La historia de qué? —inquirió Mr. Pickwick.

—¡Oh! Nada, nada —replicó Wardle—. Se trata de un viejo sepulturero que las gentes de por aquí suponen que fue arrebatado por unos duendes.

—¡Suponen! —exclamó la anciana—. ¿Es que hay alguno que se atreva a negarlo? ¡Suponen! ¿Es que no oíste desde que eras niño que había sido arrebatado por los duendes, y no sabes que lo fue?

—Muy bien, madre; lo fue, si tú quieres —dijo Wardle, sonriendo—. Pues nada, Mr. Pickwick: que se lo llevaron los duendes, y eso es todo.

—No, no —dijo Mr. Pickwick—, no es eso todo, porque yo quiero saber cómo y por qué y todo lo que hay sobre el asunto.

Sonrió Wardle al ver cómo todas las cabezas adoptaban una actitud de aguda curiosidad, y llenando el perol con mano pródiga, bebió a la salud de Mr. Pickwick y empezó como sigue. Pero, ¡oh desmedido afán editorial, en qué capítulo tan largo nos hemos metido! Hemos olvidado por completo todas las restricciones inherentes a las medidas de los capítulos. ¡Lo mejor será dejar que el duende inicie gallardamente uno nuevo! Señoras y señores: ¡plaza a los duendes, y nada de contemplaciones con ellos!

29. Historia de los duendes que arrebataron a un sepulturero

En una antigua ciudad abacial de estas cercanías, hace mucho tiempo, tanto que la historia debe de ser cierta, porque nuestros abuelos la creyeron a pies juntillas, actuaba de enterrador y sepulturero en el cementerio un tal Gabriel Grub. De que un hombre sea sepulturero y de que se halle rodeado constantemente por los emblemas de la muerte no se sigue fatalmente que haya de ser una criatura de condición lúgubre y melancólica; los que se encargan de conducirnos a la última morada son las gentes más alegres del mundo, y en cierta ocasión tuve el honor de trabar intimidad con un mudo, que en su vida privada, fuera de su profesión, era el ser más festivo y cómico; que chapurraba una anacreóntica sin un desliz de su memoria, y que apuraba un buen vaso de ponche sin pararse a tomar resuello. Mas, no obstante estos precedentes contradictorios, Gabriel Grub era un hombre perverso, adusto, quisquilloso, lúgubre y solitario, que no se hallaba bien sino consigo mismo y con una cantimplora que guardaba en el amplio bolsillo de su chaleco. Miraba las caras alegres que al paso veía con gesto tan atravesado y malicioso, que era difícil cruzarse con él sin presentir algún mal suceso.

»Poco antes de anochecer, una víspera de Navidad se echó al hombro Gabriel Grub su pala, encendió su linterna y encaminóse hacia el viejo cementerio; tenía que acabar de abrir una fosa para la siguiente mañana, y, sintiéndose muy decaído, juzgó que tal vez contribuyera a reanimarle meterse en trabajo al punto. Al pasar por la antigua calle vio fulgurar las alegres candelas a través de las viejas puertaventanas y oyó las risas bulliciosas y el vivo griterío de los que estaban reunidos alrededor de los hogares; atisbó los ruidosos preparativos para el holgorio del siguiente día y olfateó los variados aromas propios de las circunstancias que se expandían por las ventanas de las cocinas en vaporosas nubes. Todo esto era hiel y acíbar para el corazón de Gabriel Grub, y cuando los grupos de chiquillos lanzados de sus casas pululaban por el camino y se topaban, antes de llamar en la puerta opuesta, con otra media docena de rapaces de rizadas cabecitas, que con ellos se mezclaban, subiendo en tropel las escaleras para emplear la tarde en sus juegos de Nochebuena, Gabriel Grub sonreía lúgubremente y oprimía con firme crispación el mástil de su pala, al tiempo que pensaba en el sarampión, la escarlatina, la difteria y la tos convulsa, y en muchos otros manantiales de consuelo.

»En tal situación de ánimo siguió su camino Gabriel Grub, contestando con bruscos gruñidos a los risueños saludos de los vecinos que hallaba al paso, hasta que penetró en la oscura callejuela que conducía al camposanto. Gabriel se complacía anticipadamente con la idea de llegar al oscuro callejón, que se le hacía un paraje deliciosamente lóbrego y macabro y por el cual no gustaban aventurarse los vecinos, como no fuera en pleno día y cuando el sol brillaba esplendoroso. No fue poco, pues, lo que hubo de contrariarle oír a un rapaz cantar a voz en cuello una alegre canción de Pascua en aquel temido santuario, al que se llamaba e! "callejón del Sepulcro" desde los tiempos de la antigua abadía y de los monjes tonsurados. Al avanzar Gabriel y acercarse la voz, advirtió que procedía de un chiquillo que marchaba aprisa para incorporarse a uno de los grupos que discurrían por la calle Vieja, y que, tanto para ahuyentar el miedo de la soledad como para ponerse a tono con las circunstancias, había roto a cantar con toda la energía de sus pulmones. Aguardó Gabriel el paso del chico y, apostándose en una rinconada, le golpeó en la cabeza repetidas veces con la linterna para enseñarle a modular su voz. Cuando el muchacho escapaba con las manos en la cabeza, entonando otro canto muy diferente, se regodeó Gabriel Grub y entró en el cementerio, cerrando la puerta tras de sí.

»Quitóse el sombrero, puso en el suelo su linterna y, metiéndose en la inacabada fosa, trabajó en ella cosa de una hora con gran ahínco. Mas la tierra estaba endurecida por la helada; costaba trabajo romperla y arrojarla con la pala; y aunque había luna, como era muy nueva, derramaba poca luz sobre la fosa, que caía en la sombra proyectada por la iglesia. En cualquier otro momento estos obstáculos hubieran hecho a Gabriel Grub refunfuñar y entristecerse; pero era tal el contento que le había producido interrumpir la canción del pequeñuelo, que no se cuidó del escaso progreso de su labor y miró al fondo de la fosa con sombría complacencia al dar por terminado su trabajo. Mientras recogía sus instrumentos, murmuraba:

Buenas posadas, muy buenas, cuando es !a vida acabada,

un par de varas de tierra, una piedra por almohada

y otra de escabel; jugosa y suculenta pitanza

con que, ávidos, los gusanos gustan llenarse !a panza;

hierba exuberante arriba y húmeda arcilla por manto.

Buenas posadas son estas que nos brinda e! camposanto.

»—Ja, ja! —rió Gabriel Grub, sentándose sobre la losa de una tumba, que era su lugar de reposo favorito, y sacando su cantimplora—. Sarcófago de Pascua. Una caja de Pascua.

»—i Ja, ja, ja! —repitió una voz que sonó junto a él.

»Quedó Gabriel suspenso por el miedo en el momento de acercar a sus labios la cantimplora, y miró a su alrededor. La base de la más vieja tumba que allí había no estaba más inmóvil que el cementerio al claror de la pálida luna. La helada escarcha brillaba sobre las tumbas y chispeaba como sartas de gemas entre las esculpidas lápidas de la vieja iglesia. La nieve, endurecida y rígida, cubría el suelo y extendía sobre los montones de tierra tan pulido y blanco cendal que no parecía sino que los cadáveres yacían cubiertos solamente por sus mortajas. Ni el más leve rumor rompía la calma profunda del solemne escenario. Tan frío y tranquilo se hallaba todo, que hasta el ruido parecía haberse helado.

»—Fue el eco —dijo Gabriel Grub, acercando de nuevo a sus labios la botella.

»—No fue el eco —dijo una voz profunda.

»Estremecióse Gabriel y quedó clavado en su sitio por la sorpresa y el terror al posar sus ojos en una figura que hizo congelarse su sangre.

»Sentada sobre una tumba enhiesta que al lado tenía, había una figura extraña y sobrenatural que Gabriel juzgó al punto no ser de este mundo. Sus largas y fantásticas piernas, que podían llegar al suelo, estaban encogidas y cruzadas en elegante y caprichosa postura; sus nervudos brazos veíanse desnudos, y sus manos descansaban en sus rodillas. Envolvía su cuerpo breve un ceñido ropaje, exornado de menudo acuchillado; una corta esclavina caía por su espalda; el cuello, recortado en curiosos picos, servía al duende bufanda y corbata, y sus zapatos se prolongaban formando revueltas puntas. Llevaba en la cabeza un amplio sombrero abarquillado, con una sola pluma. El sombrero se hallaba cubierto de blanca escarcha, y el fantasma parecía llevar doscientos o trescientos años cómodamente sentado en la tumba. Hallábase completamente inmóvil; tenía la lengua fuera, como haciendo una mueca burlesca, y contemplaba a Gabriel Grub con un gesto que sólo puede adoptar un aparecido.

»—No fue el eco —dijo el aparecido.

»Gabriel Grub estaba paralizado y no pudo replicar.

»—¿Qué hace usted aquí, en víspera de Navidad? —dijo el aparecido, con severidad.

»—Vine a abrir una fosa, sir —balbució Gabriel Grub.

»—¿Qué hombre puede vagar entre las tumbas en una noche como ésta? —exclamó el aparecido.

»—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! —gritó furiosamente un coro de voces que parecía llenar el cementerio.

»Gabriel miró a su alrededor con espanto, pero nada vio.

»—¿Qué lleva en esa botella? —preguntó el aparecido.

»—Ginebra, sir —respondió el enterrador, temblando más que nunca, porque la había comprado a unos matuteros y recelaba que el preguntón formase parte del fisco entre los duendes.

»—¿Quién bebe ginebra a solas y en un cementerio en una noche como ésta? —dijo el fantasma.

»—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub! —contestó de nuevo el coro.

»Sonrió el aparecido maliciosamente al aterrado sepulturero, y levantando la voz exclamó:

»—¿Y quién será entonces nuestra hermosa y obligada presa?

»A esta pregunta respondió el eco misterioso en un tono que resonó como las voces de un coro nutridísimo que cantase acompañado por el más poderoso resoplido del viejo órgano de la iglesia; un tono que pareció envolver los oídos del enterrador con un viento furioso y apagarse en la distancia, pero el estribillo de la réplica era siempre el mismo: "¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub!".

»El aparecido hizo una mueca más pronunciada que las anteriores, y dijo:

»—Gabriel, ¿qué dices a eso?

»El enterrador se detuvo para tomar resuello.

»—¿Qué piensas de esto, Gabriel? —dijo el aparecido, volteando sus pies en el aire a uno y otro lado de la tumba y contemplando las puntas curvas de sus zapatos con la misma complacencia que si estuviera ante sus ojos el más elegante modelo Wellington de Bond Street.

»—Que es... que es muy curioso, sir —replicó el sepulturero, muerto de miedo—; muy curioso y muy bonito; pero voy a terminar mi trabajo, si le parece, sir.

»—¡Trabajo! —dijo el fantasma—. ¿Qué trabajo?

» —La fosa, sir; abrirla fosa —balbució el sepulturero.

»—¿La fosa, eh? —dijo el aparecido—. ¿Quién se ocupa en abrir fosas y halla placer en ello cuando todos los hombres están llenos de alegría?

»De nuevo respondieron las voces misteriosas:

»—¡Gabriel Grub! ¡Gabriel Grub!

»—Presumo que mis amigos te necesitan, Gabriel —dijo el duende, hundiendo la lengua más que nunca en el carrillo, y era una lengua verdaderamente asombrosa—. Presumo que mis amigos te necesitan, Gabriel —repitió el aparecido.

»—¡Por favor, sir —replicó aterrado el sepulturero—: no puede ser, no me conocen, sir; yo creo que esos señores no me han visto nunca, sir!

»—¡Oh, sí! —replicó el aparecido—. Conocemos al hombre de cara fosca y ceño maligno que venía esta noche por la calle dirigiendo a los chiquillos miradas funestas y acariciando su fúnebre pala. Conocemos al hombre que golpeó al chico, con envidioso coraje, porque estaba el chico alegre y él no podía estarlo. Le conocemos, le conocemos.

Entonces soltó el aparecido una horrible carcajada, que el eco devolvió centuplicada. Levantando sus piernas en el aire, apoyó la cabeza, o más bien el vértice del abarquillado sombrero, sobre la estrecha cornisa de la tumba y dio un salto mortal con agilidad extraordinaria, cayendo a los pies del enterrador, plantándose ante él en la postura que adoptan para trabajar generalmente los sastres.

»—Siento... siento tener que dejarle, sir —dijo el enterrador, haciendo un esfuerzo supremo para levantarse.

»—¡Dejarnos! —dijo el aparecido—. ¿Dejarnos, Gabriel Grub? ¡Ja, ja, ja!

Mientras reía el duende, vio el enterrador por un momento iluminarse el exterior de la iglesia cual si todo el edificio estuviera ardiendo; apagóse el fulgor; dejó oír el órgano un aire alegre, y un golpe de duendes de la misma calaña que el primero irrumpió en el cementerio y empezó a jugar a la rana entre las tumbas, sin detenerse para tomar aliento, saltando uno tras otro por los más altos sarcófagos con maravillosa destreza. El primer duende era un saltarín asombroso, y ninguno de los otros podía comparársele. En medio del terror que embargaba al sepulturero, no podía dejar de observar que, mientras los amigos de aquél se contentaban con saltar sobre las tumbas de mediana altura, el primero elegía los panteones familiares, con verjas y todo, saltando sobre ellos con la misma agilidad que si fueran guardacantones.

»Por fin llegó el juego a su momento culminante: tocaba el órgano más deprisa cada vez y los duendes saltaban cada vez con más celeridad; giraban sobre sí mismos, daban volteretas por el suelo y pirueteaban sobre las tumbas, saltando como pelotas. La cabeza del enterrador parecía ser arrastrada por la vorágine que contemplaba, y sus piernas vacilaban, mientras que los fantasmas volaban ante sus ojos. En esto, el monarca de los duendes se arrojó hacia él bruscamente, le cogió por el cuello y se hundió con él en la tierra.

»Cuando Gabriel Grub pudo cobrar el aliento, que la rapidez del descenso le había paralizado, encontróse en lo que parecía ser una gran caverna, poblada de duendes feos y mal encarados; en el centro del recinto, sobre elevado sitial, estaba su amigo del cementerio, y junto a él, Gabriel Grub, completamente inmóvil.

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