Los papeles póstumos del club Pickwick (64 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—No, no, Mr. Pickwick —dijo Mr. Jackson, para concluir—; la gente de Perker adivinará seguramente lo que nosotros nos proponemos con esas citaciones. Y si no lo adivinan, ya lo sabrán cuando llegue la vista.

Dirigió Mr. Pickwick una mirada de pronunciado enojo a su inoportuno visitante, y hubiera disparado algún tremendo anatema sobre las cabezas de los señores Dodson y Fogg de no ser interrumpido por Sam, que entraba en aquel instante.

—¿Samuel Weller? —dijo Mr. Jackson, interrogando.

—Una de las mayores verdades que ha dicho usted hace muchos años —replicó Sam, con irreprochable compostura.

—Aquí hay una citación para usted, Mr. Weller —dijo Jackson.

—¿Qué es eso en inglés? —preguntó Sam.

—Éste es el original —dijo Jackson, eludiendo la respuesta.

—¿Cuál? —dijo Sam.

—Éste —replicó Jackson, sacudiendo el pergamino.

—¡Ah! ¿Es ése el original? —dijo Sam—. Bien; me alegro mucho de haber visto el original, porque es una cosa verdaderamente agradable y que le tranquiliza a uno mucho.

—Y aquí está el chelín —dijo Jackson—. Es de parte de Dodson y Fogg.

—Y es muy de agradecer que Dodson y Fogg, que tan poco me conocen, se vengan con ese regalo —dijo Sam—. Es una alta deferencia, sir, y les honra mucho eso de recompensar el mérito dondequiera que lo encuentren. Y además resulta conmovedor para uno.

Al decir esto, Mr. Weller frotóse ligeramente su párpado derecho con la manga de la chaqueta, como hacen los actores cuando marcan un latiguillo patético.

Pareció desconcertarse un tanto Mr. Jackson con las maneras de Sam; pero una vez entregadas las citaciones, no teniendo nada que añadir, hizo ademán de ponerse uno de los guantes, que habitualmente llevaba en la mano por respeto a las apariencias, y marchó a la oficina para dar cuenta de su gestión.

Poco durmió aquella noche Mr. Pickwick; su memoria había recibido una desagradable impresión con el pleito Bardell. Desayunóse temprano a la mañana siguiente y, acompañado de Sam, dirigióse a Gray's Inn Square.

—¡Sam! —dijo Mr. Pickwick, mirando a todas partes, al llegar al fin de Cheapside.

—¡Sir! —dijo Sam, acercándose a su amo.

—¿Por dónde?

—Newgate Street arriba.

En vez de cambiar de dirección en seguida, Mr. Pickwick quedóse mirando a Sam distraídamente algunos segundos, y dejó escapar un profundo suspiro.

—¿Qué le pasa, sir? —preguntó Sam.

—La vista, Sam —dijo Mr. Pickwick—, se espera para el catorce del mes que viene.

—¡Notable coincidencia, sir! —replicó Sam.

—¿Por qué notable, Sam? —preguntó Mr. Pickwick.

—Es el día de San Valentín, sir —respondió Sam—. Gran día para juzgar una ruptura de promesa matrimonial.

La sonrisa de Mr. Weller no despertó el menor signo de alegría en el rostro de su amo. Cambió de rumbo bruscamente Mr. Pickwick, y siguió andando en silencio.

Así anduvieron un buen trecho; Mr. Pickwick trotaba delante, sumergido en profundas meditaciones, y seguíale Sam, con una cara que denotaba el más envidiable desdén a todo y a todos, cuando el último, que siempre estaba deseando comunicar a su amo todas cuantas noticias poseía, apresuró el paso hasta colocarse junto a Mr. Pickwick, y señalándole una casa por la que pasaban, dijo:

—Magnífica salchichería, sir.

—Sí, así parece —dijo Mr. Pickwick.

—Famosa fábrica de embutidos —dijo Sam.

—¿Sí? —dijo Mr. Pickwick.

—¡Sí! —reiteró Sam, algo indignado—; es decir, lo era. No se entera usted de las cosas. Aquí es donde desapareció misteriosamente un honrado comerciante hace cuatro años.

—¿No querrás decir que fue asesinado, Sam? —dijo Mr. Pickwick, mirando con curiosidad a su alrededor.

—No, sir —replicó Mr. Weller—. ¡Ojalá! Mucho peor que eso. Era el dueño de esa tienda y el inventor de una máquina de vapor para hacer salchichas sin fin, y esa máquina se hubiera tragado un adoquín y lo hubiera hecho salchicha como si fuera un niño de pecho. Estaba muy orgulloso de su máquina, con razón, y cuando ella trabajaba a toda marcha, se metía en el cuarto a mirarla, hasta que lloraba de alegría. Hubiera sido un hombre muy feliz, con su máquina y dos chiquillos que tenía por añadidura, a no ser por su mujer, que era una madrastra inaguantable. Siempre estaba ella molestándole y martirizándole los oídos con sus voces, hasta que él no pudo sufrirla más. «Voy a decirte una cosa, querida», le dijo un día: «si sigues con esa murga, por mi salud que me voy a América, y no te digo más». «Tú eres un calzonazos», dijo ella, «y me alegraré que reciban ese regalo los americanos». Estuvo mortificándole media hora, y luego se metió en la trastienda y empezó a berrear, diciendo que aquel hombre iba a ser su muerte, y le dio un ataque que le duró tres horas largas, uno de esos ataques que consistían en chillar y patalear. Pues al día siguiente echó de menos al marido. No se había llevado nada, ni siquiera el abrigo, por lo cual no habría que pensar que se hubiera ido a América. No volvió al día siguiente, ni tampoco a la otra mañana. La mujer puso anuncios diciendo que si volvía le perdonaría todo (cosa muy meritoria, porque el hombre no había hecho nada); se dragaron los canales, y durante dos meses todos los cadáveres que salían a flote se llevaban invariablemente a la salchichería. Pero ninguno coincidía con sus señas. Diósele ya por desaparecido para siempre, y la mujer se encargó del negocio. Un sábado por la noche llegó a la tienda un viejecito flaco, bramando de rabia, y dijo: «¿Es usted la señora de esta tienda?». «Sí, yo soy», dijo ella. «Bien, señora», dijo él: «en primer lugar, tengo que decirte que ni mi familia ni yo queremos que se nos ahorque por nada del mundo, y además, señora», dijo, «me permitirá que le diga que, puesto que usted no emplea carne de la mejor clase para fabricar su salchicha, creo que debiera usted elegir la vaca mejor que los botones». «¡Los botones, sir!», dijo ella. «Los botones, señora», dijo el viejecito, deshaciendo un paquete de papel y presentando a la dueña veinte o treinta pedazos de botones. «Magníficos ingredientes para las salchichas son los botones, señora». «Son los botones de mi marido», dijo la viuda, desmayándose. «¡Cómo!», gritó el viejecllo, poniéndose pálido. «¡Ahora me lo explico todo», dijo la viuda: «en un ataque de locura se ha convertido en salchicha!» —Y así fue, sir —dijo Mr. Weller, mirando con fijeza al horrorizado semblante de Mr. Pickwick—. También puede ser que la máquina le cogiera; pero, fuere lo que fuere, el caso es que el viejecito, que durante toda su vida tuvo debilidad por las salchichas, salió de la tienda como alma que lleva el diablo, y no se oyó hablar más de él.

El relato de este suceso emocionante, acaecido en la intimidad del hogar, duró hasta que el amo y el criado llegaron a la oficina de Mr. Perker. Lowten, con la puerta entreabierta, hablaba con un hombre de mísero aspecto, desarrapado, con botas sin talones y guantes sin dedos. Las privaciones y los sufrimientos, casi la desesperación, pintábanse en su rostro escuálido y depauperado por los sinsabores; se avergonzaba de su pobreza, porque se retiró al fondo oscuro del portal al llegar Mr. Pickwick.

—Es mucha contrariedad —dijo el desconocido, suspirando.

—Mucha —dijo Lowten, garabateando su nombre en el quicio de la puerta con la pluma y borrándolo luego con las barbas de la misma—. ¿Quiere usted dejar algún recado para él? —

¿Cuándo cree usted que vuelva? —preguntó el desconocido.

—No tengo seguridad ninguna —replicó Lowten, haciendo una seña a Mr. Pickwick, aprovechando el momento en que el desconocido miraba al suelo.

—Entonces, ¿cree usted que sería inútil que le esperara? —dijo el desconocido, mirando afanosamente hacia el interior de la oficina.

—¡Ah!, completamente —replicó el pasante, situándose más al centro de la puerta—. Seguramente que no viene en esta semana, y sería una casualidad que volviera en la siguiente; porque cuando Perker sale de la ciudad nunca tiene prisa por volver.

—¡Está fuera! —dijo Mr. Pickwick—. ¡Dios mío, qué mala suerte!

—No se marche, Mr. Pickwick —dijo Lowten—; he recibido una carta para usted.

Pareció vacilar el desconocido; miró nuevamente al suelo, y el pasante hizo un guiño intencionado a Mr. Pickwick, como si quisiera indicarle que iba a ocurrir algo divertido, aunque Mr. Pickwick no podía adivinar en qué pudiera consistir.

—Pase, Mr. Pickwick —dijo Lowten—. ¿Quiere usted dejar algún recado, Mr. Watty, o va usted a volver?

—Dígale usted que tenga la bondad de indicarle lo que haya hecho en mi asunto —dijo el hombre—. ¡Por Dios, no me eche en olvido, Mr. Lowten!

—No, no, no lo olvidaré —replicó el pasante—. Entre usted, Mr. Pickwick. Buenos días, Mr. Watty; hermoso día para pasear, ¿verdad?

Viendo que el desconocido no se decidía a marcharse, indicó a Sam Weller que siguiera a su amo, y cerró la puerta en las narices del hombre.

—¡No he visto en toda mi vida un concursado tan inaguantable como éste! —dijo Lowten, tirando la pluma con aire de enfado—. No hace ni cuatro años que está su asunto en Chancery, y el diablo me lleve si no viene a machacarme dos veces por semana. Pase por aquí, Mr. Pickwick. Perker está, y sé que desea verle. Hace un frío atroz —añadió malhumorado— para estarse a la puerta perdiendo el tiempo con esa ralea de vagabundos.

Después de atizar un fuego muy grande con un hurgón muy pequeño, acompañó el pasante a Mr. Pickwick al despacho particular de su principal, y le anunció.

—¡Ah, mi querido señor! —dijo el pequeño Perker, alzándose de su sillón—. Bien, mi querido señor, ¿qué hay de nuevo en su asunto? ¿Hay algo más de nuestros amigos de Freeman's Court? No se han dormido, ya lo sé. ¡Ah!, son unos chicos muy listos; muy listos, realmente.

Acabó el hombrecito y tomó con prosopopeya un polvo de rapé, en homenaje a la listeza de los señores Dodson y Fogg.

—Son unos grandísimos bribones —dijo Mr. Pickwick.

—Vaya, vaya —dijo el hombrecito—; eso es cuestión de gustos, ya lo sabe usted, y no hemos de discutir por palabra más o menos; porque claro es que no puede esperarse que usted juzgue esos asuntos con criterio profesional. Bueno, hemos hecho todo lo necesario. He comprometido al gran Snubbin.

—¿Es bueno ése? —preguntó Mr. Pickwick.

—¡Bueno! —replicó Perker—. ¡Por Dios!, mi querido señor: Snubbin está en la cumbre de su profesión. Tiene tres veces más asuntos que cualquiera otro... Se le llama para toda clase de litigios. No hay que hacer esto público, pero nosotros decimos... nosotros, los profesionales... Snubbin tiene cogida a la Audiencia por la nariz.

Tomó el hombrecito otro polvo al hacer este comentario y movió la cabeza, mirando a Mr. Pickwick con aire de misterio.

—Han citado a mis tres amigos —dijo Mr. Pickwick.

—¡Ah, claro está que lo han hecho! —repuso Perker—. Son testigos de importancia; vieron a usted en aquella delicada situación.

—Pero ella se desmayó porque quiso —dijo míster Pickwick—. Se echó en mis brazos materialmente.

—Es posible, mi querido señor —replicó Perker—; muy probable y muy natural. Nada más lógico, mi querido señor, nada. ¿Pero quién puede probar eso?

—También han citado a mi criado —dijo Mr. Pickwick, abandonando el otro camino, en vista de lo que le desorientaba la objeción hecha por Mr. Perker.

—¿Sam? —dijo Perker.

Mr. Pickwick replicó afirmativamente.

—Por supuesto, mi querido señor, por supuesto. Ya sabía yo que habían de hacerlo. Hace un mes que yo se lo hubiera dicho a usted. Pero debo advertirle, mi querido señor, que si quiere usted ocuparse de sus asuntos por sí mismo después de haberlos confiado a su procurador, tendrá usted que atenerse a las consecuencias.

Irguióse entonces Mr. Perker con gran dignidad y sacudió de la pechera de su camisa algunos restos de tabaco.

—¿Y qué es lo que quieren que pruebe él? —preguntó Mr. Pickwick, al cabo de dos o tres minutos de silencio.

—Que le envió usted a la demandante para ofrecerle alguna transacción, sospecho —replicó Perker—. Pero no importa, sin embargo; creo yo que ningún tribunal podría sacar mucho de él.

—Eso me parece a mí —dijo Mr. Pickwick, sonriendo, a despecho de lo que le enojaba la idea de ver aparecer a Sam como testigo—. ¿Qué táctica vamos a seguir?

—No tenemos más que una, mi querido señor —replicó Perker—; interrogar por nuestra parte a los testigos, confiar en la elocuencia de Snubbin, levantar una polvareda para cegar al juez y entendérnoslas con el jurado.

—¿Y si el veredicto me es contrario? —dijo Mr. Pickwick.

Sonrió Mr. Perker, absorbió una buena dosis de rapé, atizó el fuego, se encogió de hombros y guardó un silencio expresivo.

—¿Quiere usted decir que, en ese caso, tendré que pagar la indemnización? —dijo Mr. Pickwick, que había recogido la telegráfica respuesta con bastante severidad.

Dio Perker al fuego otro toque, absolutamente innecesario, y dijo:

—Eso temo.

—Pues entonces, desde ahora le anuncio mi resolución inquebrantable de no pagar ninguna clase de indemnización —dijo Mr. Pickwick, con énfasis—. Ninguna, Perker. Ni una libra, ni un penique de mi dinero han de ir a parar a los bolsillos de Dodson y Fogg. Ésta es mi determinación irrevocable y deliberada.

Mr. Pickwick dio en la mesa un fuerte puñetazo, para confirmar lo inapelable de su resolución.

—Muy bien, mi querido señor, muy bien —dijo Perker—. Usted sabrá lo que hace, por supuesto.

—Naturalmente —se apresuró a decir Mr. Pickwick—. ¿Dónde vive el doctor Snubbin?

—En Lincoln's Inn Old Square —replicó Perker.

—Porque yo quisiera verle —dijo Mr. Pickwick.

—¡Ver al doctor Snubbin, mi querido señor! —repuso Perker, con profunda estupefacción—. ¡Bah, bah!, mi querido señor, imposible. ¡Ver al doctor Snubbin! ¡Pero qué inocente es usted, mi querido señor! Jamás se oyó tal cosa, sin abonar previamente la consulta y señalar la hora para ella. Eso no puede ser, sir; no puede ser.

Pero Mr. Pickwick no sólo creía que podía hacerse, sino que había de hacerse, y el resultado fue que, cinco minutos después de habérsele asegurado que la cosa era imposible, dirigíase, acompañado de su procurador, al despacho oficial del gran doctor Snubbin.

Era una alfombrada estancia de medianas dimensiones, con una mesa bufete situada junto a la chimenea; el paño que cubría la mesa había perdido tiempo hacía el matiz prístino de su verde y, transformádose paulatinamente en gris, a favor del tiempo y de los días, salvo en aquellos puntos en que su color natural había sido borrado por las manchas de tinta. Yacían sobre la mesa numerosos legajos atados con balduque, y detrás de ella sentábase un viejo pasante, cuya relamida apariencia y gran cadena de reloj sugerían decisivas indicaciones acerca de la extensa y lucrativa clientela del doctor Snubbin.

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