Los papeles póstumos del club Pickwick (67 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Una vez sacado el plato y ajustada a satisfacción de todos la cuenta de pérdidas y ganancias, pidió la cena Mr. Bob Sawyer y se apiñaron por los rincones mientras aquélla se disponía.

Mas no fue la tarea de prepararla tan sencilla como pudiera imaginarse. En primer lugar, hubo que despertar a la chica, que se había quedado dormida con el rostro pegado a la mesa de la cocina; esto costó no poco tiempo; pero, aun después de lograr que oyera la campanilla, transcurrió otro cuarto de hora, que se empleó en infructuosos esfuerzos para infundirle un débil y remoto destello de razón. El hombre a quien se encargaran las ostras no había sido advertido de que las abriera. Sabido es la dificultad que supone abrir una ostra con un cuchillo de mesa y tenedor de dos dientes, por lo cual fue un extremo bastante laborioso. El asado no estaba muy a punto, y el jamón, que era del alemán de la esquina, no era gran cosa tampoco. Hubo, sin embargo, bastante cerveza en la garrafa de estaño, y no quedó mal el queso, que era muy fuerte. El ágape no fue en conjunto ni mejor ni peor que cualquiera otro de la misma clase.

Después de la cena colocóse en la mesa otra jarra de ponche, con un paquete de cigarros y un par de botellas de licor. Luego se produjo un silencio embarazoso, y este silencio embarazoso debióse a una ocurrencia frecuente en tales lugares, pero enojosa no obstante.

Fue el hecho que la chica estaba lavando las copas. La casa sólo poseía cuatro, y no hemos de apuntar esta circunstancia como relacionada con ninguna restricción de la señora Raddle, porque no ha habido jamás una casa de huéspedes que no ande escasa de copas. Las de la patrona eran de fino vidrio y pequeñas, y aquellas que se habían aprontado en la taberna eran grandes, hidrópicas y toscas, sustentadas por enormes y gotosas peanas. Esto hubiera bastado a imponer a la concurrencia respeto a la verdadera situación de los asuntos; pero la muchacha, que allí hacía a todo, había eliminado toda posibilidad de error acerca de la cuestión con el sistema de llevarse a la fuerza la copa de cada uno, mucho antes de que acabara su cerveza, y de decir en tono bastante alto, a despecho de todos los guiños e interrupciones de Mr. Bob Sawyer, que hacía aquello para bajarlas y lavarlas enseguida.

Pero mal viento ha de ser el que no sopla bien para alguno. El atildado caballero de botas de paño, que intentara, sin éxito, hacer un chiste durante todo el tiempo que duró el juego, atisbó su oportunidad y quiso aprovecharla. En el momento en que los vasos desaparecieron, empezó una larga historia, en la que un elevado personaje, cuyo nombre había olvidado, hace una oportuna y aguda réplica a otra personalidad eminente que nunca había él sabido quién era. Se extendió prolijamente en diversas circunstancias, remotamente adjetivas a la anécdota en cuestión, y acabó por decir que le era imposible recordar en aquel momento en qué consistía la anécdota, aunque estaba harto de contarla desde hacía diez años, con gran aplauso de todos.

—¡Vaya por Dios! —dijo el hombre atildado de botas de paño—. Es bien raro lo que me ocurre.

—Siento que lo haya usted olvidado —dijo Mr. Bob Sawyer, mirando hacia la puerta con inquietud, porque le parecía oír el tintineo de las copas—; lo siento mucho.

—Yo también —respondió el hombre atildado—, porque sé que hubiera resultado muy amena; pero no importa; estoy seguro de recordarla antes de media hora.

Al llegar a este punto el hombre atildado, volvieron los vasos, y Mr. Bob Sawyer, que permaneciera absorto en su preocupación mientras que el otro hablara, dijo que le gustaría mucho oír el final de ella, porque, en opinión suya, era sin disputa la historia más curiosa que oído había.

La vista de las copas restauró en cierto modo la ecuanimidad de Bob Sawyer, de la que no había disfrutado desde su conferencia con la patrona. Resplandeció su fisonomía y empezó a manifestarse plenamente risueño.

—Ahora, Isabelita —dijo Mr. Bob Sawyer con gran suavidad y dispersando al mismo tiempo la tumultuosa muchedumbre que había colocado la chica en el centro de la mesa—, ahora, Isabelita, el agua caliente; viva; anda, hijita.

—El agua caliente no puede ser —replicó Isabelita.

—¡No puede ser! —exclamó Mr. Bob Sawyer.

—No —dijo la chica con un movimiento de cabeza que encarecía la negativa mejor que el discurso más prolijo—. La señora Raddle dijo que no la había para usted.

La sorpresa que en todos los rostros hubo de pintarse comunicó nuevo aliento al anfitrión.

—Trae el agua caliente ahora mismo... ¡Ahora mismo! —dijo Mr. Bob Sawyer con desesperada severidad.

—No; no puedo —dijo la chica—. La señora Raddle barrió el fuego de la cocina antes de irse a la cama y encerró el perol.

—¡Oh!, no importa; no importa. No se incomode usted por una futesa —dijo Mr. Pickwick, percibiendo el conflicto de sensaciones que se debatían en Bob Sawyer, según manifestaba su rostro—. Puede hacerse con agua fría muy bien.

—Admirablemente —dijo Mr. Benjamín Allen.

—Mi patrona padece ligeros desarreglos mentales —observó Bob Sawyer con sonrisa mortal—, y me parece que voy a tener que mudarme.

—No, eso no —dijo Ben Allen.

—Me lo temo —dijo Bob con firmeza heroica—. Le pagaré lo que le debo y mañana mismo me despido.

¡Pobre muchacho! ¡Ojalá pudiera!

Los mortecinos intentos que hizo Mr. Bob Sawyer para reanimarse después de este último golpe difundieron por la concurrencia una influencia enervante, y la mayoría, con objeto de levantar sus espíritus, dedicóse con ardor al aguardiente, patentizándose los primeros efectos por una renovación de hostilidades entre el joven escorbútico y el de las anclas. Ambos beligerantes desahogaron por algún tiempo sus sentimientos de mutuo desprecio, en una variedad de gestos y gruñidos, hasta que el joven escorbútico estimó necesario manifestarse de modo más explícito, iniciándose la siguiente clara explicación:

—Sawyer —dijo el joven escorbútico con voz fuerte.

—¿Qué hay, Noddy? —respondió Mr. Bob Sawyer.

—Sentiría muchísimo, Sawyer —dijo Mr. Noddy—, promover una cuestión enojosa en la mesa de un amigo, y mucho más en la de usted, Sawyer; pero no tengo más remedio que aprovechar esta ocasión para participar a Mr. Gunter que no es un caballero.

—Y yo sentiría mucho, Sawyer, producir un trastorno en la calle en que usted reside —dijo Mr. Gunter—; pero estoy viendo que no voy a tener más remedio que alarmar a la vecindad arrojando por la ventana a la persona que acaba de hablar.

—¿Qué quiere usted decir con eso, sir? —preguntó Mr. Noddy.

—Lo que digo, sir —replicó Mr. Gunter.

—Me gustaría verlo, sir —dijo Mr. Noddy.

—Pues va usted a verlo antes de medio minuto, sir —replicó Mr. Gunter.

—Le agradecería que me honrara usted con su tarjeta, sir —dijo Mr. Noddy.

—No haré tal, sir —replicó Mr. Gunter.

—¿Por qué no, sir? —inquirió Mr. Noddy.

—Porque va usted a exhibirla, poniéndola sobre la chimenea de su cuarto, y a engañar a sus visitantes con la falsa creencia de que ha recibido usted la visita de un caballero, sir —repuso Mr. Gunter.

—Sir: mañana se verá con usted un amigo mío —dijo Mr. Noddy.

—Sir: muy agradecido por ese aviso de precaución; pero daré a mis criados orden de que encierren perfectamente las cucharas —replicó Mr. Gunter.

Al llegar a este punto, interpusiéronse los demás invitados y reconvinieron a ambas partes, haciéndoles ver lo incorrecto de su conducta; pero Mr. Noddy insistió, exigiendo quedara establecido que su padre era tan respetable como el padre de Mr. Gunter; a lo cual replicó Mr. Gunter que su padre era tan honorable como el de Mr. Noddy, y que el hijo de su padre era tan buena persona como Mr. Noddy en cualquier día de la semana. Como estas reclamaciones parecían iniciar una reanudación de la disputa, terciaron de nuevo los circunstantes, y, al cabo de una interminable charla y de instancias repetidas, fuese apaciguando Mr. Noddy paulatinamente, llegando a declarar que había siempre abrigado una afectuosa inclinación hacia Mr. Gunter. A esto repuso Mr. Gunter que tenía a Mr. Noddy en más que a su propio hermano, al oír lo cual levantóse magnánimo éste y tendió su mano a Mr. Gunter. Estrechóla Mr. Gunter con fervor entrañable, y todo el mundo afirmó que la cuestión se había desarrollado de una manera que honraba altamente a las dos partes.

—Ahora —dijo Jacobo Hopkins—, para ponernos a tono otra vez, Bob, no estaría mal una canción.

Y Hopkins, estimulado por atronadores aplausos, zambullóse al punto en «Dios bendiga al rey», que cantó a toda voz, con música de «Golfo de Vizcaya» y «Quería una rana». El estribillo era la esencia del canto y, como cada uno lo cantó como pudo, el efecto fue verdaderamente notable.

Al acabar la primera estrofa del coro, levantó su mano Mr. Pickwick, en actitud de escuchar, y dijo, tan pronto como se hizo el silencio:

—¡Chissst! Un momento. Creo haber oído llamar desde arriba.

Siguió un profundo silencio, y viose palidecer a Mr. Bob Sawyer.

—Me parece oírlo ahora —dijo Mr. Pickwick—. Hagan el favor de abrir la puerta.

No bien se abrió la puerta, desvaneciéronse todas las dudas.

—¡Mr. Sawyer! ¡Mr. Sawyer! —gritaba alguien desde el piso alto.

—Es mi patrona —dijo Bob Sawyer, mirando alrededor con gran desconsuelo—. Sí: la señora Raddle.

—¿Qué significa esto, Mr. Sawyer? —respondió la voz con gran viveza—. ¿No es bastante estafarle a una el alquiler y el dinero prestado y ser ofendida e insultada por esos amigos suyos, que tienen la avilantez de llamarse hombres, para que ponga usted la casa en revolución y forme usted un escándalo que va a hacer venir a los bomberos?... ¡Eche usted a esos canallas!

—No sé cómo no les da a ustedes vergüenza —dijo Mr. Raddle, cuya voz parecía salir a lo lejos de entre las sábanas.

—¡Avergonzarse! —dijo la señora Raddle—. ¿Por qué no bajas tú y los echas a puntapiés?

—Lo haría si yo fuese una docena de hombres, querida —dijo Mr. Raddle con acento pacificador—; pero me llevan ventaja en el número, querida.

—¡Ah, qué cobardón! —replicó la señora Raddle con soberano desprecio—. ¿Pero es que va usted a echar a esos malditos o no, Mr. Sawyer?

—Ya se van, señora Raddle, ya se van —dijo el pobre Bob—. Creo que debieran ustedes marcharse —dijo a sus amigos Mr. Bob Sawyer—. Ya me parecía a mí que hacían ustedes demasiado ruido.

—Es una lástima —dijo el joven peripuesto—. Precisamente cuando empezaba esto a animarse.

En la memoria del joven atildado comenzaba a alborear el recuerdo de la olvidada historia.

—¡Esto no se puede sufrir! —dijo el joven atildado, mirando a su alrededor—. ¡No se puede aguantar!

—¡No se puede tolerar! —corroboró Jacobo Hopkins—. Vamos con la otra estrofa, Bob. ¡Sigamos!

—No, no, Jacobo —interrumpió Bob Sawyer—. Es una hermosa canción, pero creo que lo mejor será no meterse con esa estrofa. Son muy bárbaros los de esta casa.

—¿Quieres que suba yo y me las entienda con la patrona —propuso Hopkins—, o que empiece a dar matraca con la campanilla, o que salga a meter bulla a la escalera?

—Te agradezco mucho tu amistad y tu buena disposición, Hopkins —dijo el desgraciado Bob Sawyer—; pero pienso que lo mejor, para evitar otra discusión, es que nos separemos en seguida.

—¡Ea, Mr. Sawyer! —gritó la voz aguda de la señora Raddle—. ¿Se van ya esos granujas?

—Ya se van. Están cogiendo sus sombreros, señora Raddle —dijo Bob—. Se van en seguida.

—¡Se van! —dijo la señora Raddle, asomando su gorro de dormir por la barandilla de la escalera, al tiempo que salía del gabinete Mr. Pickwick seguido de Mr. Tupman—. ¡Se van! ¿Para qué han venido?

—¡Señora, por Dios! —la reconvino Mr. Pickwick, mirando hacia arriba.

—¡Fuera, maldito viejo! —exclamó la señora Raddle, quitándose a toda prisa el gorro de dormir—. ¡Puede ser su abuelo, granuja! Es usted peor que ellos.

En vano trató Mr. Pickwick de patentizar su inocencia. Bajó apresuradamente a la calle, adonde le siguieron Mr. Tupman, Mr. Winkle y Mr. Snodgrass. Mr. Ben Allen, a quien había el alcohol sumido en depresión profunda, les acompañó hasta el puente de Londres, y durante el trayecto confió a Mr. Winkle, como persona apropiada para depositar el secreto, que estaba resuelto a degollar a cualquiera que aspirase al amor de su hermana Arabella, como no fuera Mr. Bob Sawyer. Habiendo manifestado su determinación de cumplir con toda firmeza este penoso deber fraternal, rompió a llorar, se echó el sombrero a los ojos y, volviendo como pudo, llamó con redoblado golpeteo a la puerta del mercado del Borough, y alternando esta acción con algunos sueños descabezados sobre la escalinata, pasó hasta el amanecer, firmemente persuadido de que vivía allí y de que había perdido la llave.

Dispersada la reunión, en obediencia a la apremiante súplica de la señora Raddle, quedó solo Mr. Bob Sawyer, meditando en los probables acontecimientos de la siguiente mañana y en los placeres de la noche pasada.

33. En el cual Mr. Weller emite algunas ideas de crítica literaria y, con asistencia de su hijo Samuel, liquida un pequeño plazo de la cuenta que tiene pendiente con el reverendo de la nariz roja

La mañana del trece de febrero, que era la del día anterior al que estaba señalado para la vista del proceso Bardell, según saben los lectores de esta auténtica narración tan bien como nosotros, fue de grandes quehaceres para Samuel Weller, que no cesó de pasearse entre Jorge y el Buitre y la casa de Mr. Perker, entre nueve de la mañana y dos de la tarde, ambas horas inclusive. No es que hubiera nada que hacer, pues la consulta había ya tenido efecto y la conducta a seguir estaba sobradamente convenida y fijada; pero hallándose Mr. Pickwick poseído de grande excitación, no paraba de enviar a su procurador breves esquelas, que rezaban simplemente: «Querido Perker: ¿marcha todo bien?», a lo cual respondía Mr. Perker invariablemente: «Querido Pickwick: todo lo bien posible». Y el hecho era, según hemos señalado ya, que nada podía marchar ni bien ni mal hasta que se constituyera la sala a la mañana siguiente.

Mas las gentes que de grado o por fuerza tienen que ver con la ley por vez primera es natural que experimenten ansiedad y excitación; y Sam, concediendo la debida indulgencia a las flaquezas de la naturaleza humana, obedeció todos los mandatos de su amo con aquel buen humor imperturbable y aquella mesurada compostura que constituían una de sus más notorias y amables características.

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