Los papeles póstumos del club Pickwick (62 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Mr. Sawyer, que vestía una grosera chaqueta azul, que, sin ser gabán ni sobretodo, participaba de la naturaleza y cualidades de ambos, daba la impresión de ese desaliño elegante y continente agresivo propio de los señoritos que fuman en la calle por el día, vociferan y escandalizan por la noche, llaman a los camareros por sus nombres de pila y hacen otras muchas cosas igualmente pintorescas. Llevaban un pantalón de sarga y basto chaleco; para la calle usaba un grueso bastón de puño descomunal. Desdeñaba los guantes y, en definitiva, hacía pensar en un disipado Robinsón Crusoe.

Tales eran las dos personalidades a quienes fue presentado Mr. Pickwick en el momento de sentarse a tomar el desayuno en la mañana de Navidad.

—Espléndida mañana, señores —dijo Mr. Pickwick.

Mr. Bob Sawyer asintió desdeñosamente a esta observación y pidió a Mr. Benjamín Allen la mostaza.

—¿Vienen ustedes hoy de muy lejos, señores? —preguntó Mr. Pickwick.

—León Azul, de Muggleton —respondió lacónicamente Mr. Allen.

—Debían ustedes haberse unido a nosotros anoche —dijo Mr. Pickwick.

—Es verdad —replicó Bob Sawyer—; pero era el aguardiente demasiado bueno para dejarlo tan pronto. ¿Verdad, Ben?

—Ya lo creo —dijo Mr. Benjamín Allen—; y los cigarros no eran malos, ni tampoco las chuletas de cerdo. ¿Verdad, Bob?

—Desde luego que no —dijo Bob.

Los dos amigos reanudaron su ataque contra los comestibles con más denuedo que antes, cual si el recuerdo de la cena de la noche anterior hubiese comunicado a la comida un nuevo atractivo.

—Masca de firme, Bob —dijo Mr. Allen a su compañero, dándole ánimos.

—Eso hago —respondió Bob Sawyer.

Y la verdad es que lo hacía como lo decía.

—Nada como la disección para abrir el apetito —dijo Mr. Bob Sawyer, mirando alrededor de la mesa.

Mr. Pickwick sintió un ligero estremecimiento.

—Por cierto, Bob —dijo Mr. Allen—, ¿acabaste con aquella pierna?

—Casi, casi —respondió Sawyer, sirviéndose medio pollo—. Es demasiado musculosa para ser de un niño.

—¿Sí? —preguntó Mr. Allen negligentemente.

—Mucho —dijo Bob Sawyer con la boca llena.

—Me he inscrito en la escuela para un brazo. Estamos alistándonos para un cadáver, y la lista está completa casi; pero no podemos pescar ninguno que quiera una cabeza. Yo quisiera que la tomaras tú.

—No —replicó Bob Sawyer—; no puedo permitirme esos lujos.

—¡Qué tontería! —dijo Allen.

—No puedo —repuso Bob Sawyer—. Una sesera, no digo; pero con una cabeza entera no me atrevo.

—¡Chist!, caballeros: hagan el favor —dijo Mr. Pickwick—, que oigo ya a las señoras.

Al decir esto Mr. Pickwick, las señoras, galantemente escoltadas por los señores Snodgrass, Tupman y Winkle, regresaban de un paseo matinal.

—¡Ben! —dijo Arabella, más sorprendida que complacida, al ver a su hermano.

—Vine para llevarte mañana —replicó Benjamín.

Mr. Winkle palideció.

—¿No has visto a Bob Sawyer, Arabella? —preguntó Mr. Allen, reconviniéndola.

Arabella tendió graciosamente la mano, reconociendo a Bob Sawyer. Un escalofrío de odio conmovió a Mr. Winkle, al ver a Bob Sawyer apretar ostensiblemente la mano que se le entregaba.

—¡Oye, Ben! —dijo Arabella, ruborizándose—. ¿Te han... te han presentado a Mr. Winkle?

—Aún no; pero celebraré conocerle, Arabella —respondió su hermano, gravemente.

Mr. Allen saludó ceñudamente a Mr. Winkle, mientras que Mr. Winkle y Mr. Bob Sawyer se miraban a hurtadillas con mutuo recelo.

La llegada de los dos nuevos visitantes, que cohibió a Mr. Winkle y a la señorita con botas de vueltas de piel, hubiera seguramente interrumpido la hilaridad de la concurrencia si la jovialidad de Mr. Pickwick y el humor excelente del anfitrión no se hubieran puesto a prueba en beneficio del placer general. Mr. Winkle fue ganando poco a poco la estimación de Mr. Benjamín Allen, y hasta entabló una conversación admirable con Mr. Bob Sawyer, el cual, caldeado con el aguardiente y la charla, alcanzó el grado máximo de su alegre facundia y relató con gran amenidad una interesante anécdota acerca de la ablación de un tumor de la cabeza de cierto caballero, que ilustró gráficamente valiéndose de un cuchillo de ostras y de un trozo de pan, con gran complacencia de los circunstantes. Después dirigiéronse todos a !a iglesia, donde se quedó dormido Mr. Benjamín Allen, en tanto que Mr. Bob Sawyer apartaba sus pensamientos de los asuntos mundanales por el sistema ingenioso de grabar sobre un banco su nombre en letras de cuatro pulgadas.

—Ahora —dijo Wardle, después de un sustancioso refrigerio, con el agradable aditamento de cerveza y guindas en aguardiente, a los que se hizo amplia justicia—, ¿qué dicen ustedes de una horita en el hielo? Tenemos tiempo de sobra.

—¡Excelente! —dijo Mr. Benjamín Allen.

—¡Magnífico! —exclamó Mr. Bob Sawyer.

—¿Usted patina, por supuesto, Winkle? —dijo Wardle.

—Sí; ya lo creo —replicó Mr. Winkle—. Estoy... estoy un poco desentrenado.

—¡Oh, patine, Mr. Winkle! —dijo Arabella—. ¡Me gusta tanto verlo...!

—¡Oh, es tan bonito! —dijo otra señorita.

Una tercera señorita dijo que era elegante, y una cuarta expresó su opinión de que recordaba el patinador la airosa marcha del cisne.

—Yo lo haría de muy buena gana —dijo Mr. Winkle, poniéndose encarnado—; pero no tengo patines.

El obstáculo fue salvado al punto. Trundle tenía un par, y el chico gordo participó que abajo había media docena, todo lo cual contribuyó a que Mr. Winkle manifestara extremada alegría y experimentara extremada inquietud.

Guió el viejo Wardle a sus amigos hacia una preciosa superficie de hielo, y luego que Mr. Weller y el chico gordo hubieron barrido la nieve caída durante la noche, ajustóse los patines Mr. Bob Sawyer con una destreza que maravilló a Mr. Winkle y empezó a describir círculos sobre su pierna izquierda, a dibujar figuras en ocho y a trazar sobre el hielo, sin detenerse a respirar, muchas otras graciosas figuras, con gran regocijo de Mr. Pickwick, Mr. Tupman y de las señoras, satisfacción que llegó a su colmo cuando el viejo Wardle y Benjamín Allen, acompañados del mencionado Bob Sawyer, ejecutaron ciertas evoluciones complicadas, que denominaron «el aspa».

A todo esto, Mr. Winkle, con la cara y las manos azuladas por el frío, había introducido a viva fuerza un pequeño tornillo en las suelas de sus zapatos y puéstose los patines al revés y atádoselos con las correas formando un enredijo inextricable, con la ayuda de Mr. Snodgrass, que sabía de patines poco más o menos lo que un indio. Por fin, gracias a la intervención de Mr. Weller, pudieron ajustarse los dichosos patines y ponerse de pie Mr. Winkle.

—Ya está, sir —dijo Sam, animándole—; adelante, y enséñeles cómo se patina.

—¡Espera, Sam, espera! —dijo Mr. Winkle, temblando violentamente y agarrándose a los brazos de Sam con la prisa desesperada de un hombre que se ahoga—. ¡Qué resbaladizo está, Sam!

—Cosa nada rara en el hielo, sir —replicó Mr. Weller—. ¡Derecho, sir!

Esta última observación de Mr. Weller obedeció al frenético deseo que manifestó en aquel momento Mr. Winkle de echar los pies al aire y apoyar en el hielo el occipucio.

—Estos... estos patines son muy malos, ¿verdad, Sam? —dijo Mr. Winkle, vacilando.

—Me parece que el que es malo es el que los lleva, sir —replicó Sam.

—Vamos, Winkle —gritó Mr. Pickwick, completamente ignorante de lo que sucedía—. Vamos, que las señoras están impacientes.

—Sí, sí —repuso Mr. Winkle con sonrisa mortal—. Allá voy.

—En seguida va —dijo Sam, tratando de desasirse de él—. Ahora, sir, adelante.

—Espera un poco, Sam —murmuró Mr. Winkle, agarrándose a Mr. Weller del modo más entrañable y apasionado—. Ahora me acuerdo de que tengo en casa dos chaquetas que no me hacen falta, Sam. Son para ti, Sam.

—Gracias, sir —contestó Mr. Weller.

—No te ocupes de quitarte el sombrero —se apresuró a decir Mr. Winkle—. No tienes que quitarte el sombrero por eso. Pensaba haberte dado esta mañana cinco chelines para una caja de mazapán, Sam. Te los daré esta tarde, Sam.

—Es usted muy bueno, sir —replicó Mr. Weller.

—Sujétame bien al principio, Sam, ¿quieres? —dijo Mr. Winkle—. Eso es... Perfectamente. En seguida podré soltarme, Sam; pero no muy de prisa.

Encorvado Mr. Winkle hacia delante, con el cuerpo doblado, empezaba a caminar por el hielo, sostenido por Mr. Weller, haciendo una figura muy curiosa y muy poco semejante a la de un cisne, cuando Mr. Pickwick, con la mayor inocencia del mundo, llamó desde la orilla opuesta.

—Sam.

—Sir.

—Ven acá, que te necesito.

—Déjeme ir, sir —dijo Sam—. ¿No oye usted que el amo me llama? Déjeme, sir.

Con un violento esfuerzo, se desprendió Mr. Weller de la presa del agonizante pickwickiano, dando un fuerte empujón, al hacerlo, al desdichado Mr. Winkle. Con una precisión inexplicable, aun en el caso del patinador más diestro y consumado, el infortunado caballero dirigióse como una flecha al mismo centro del aspa, en el preciso instante en que Mr. Bob Sawyer ejecutaba una filigrana de belleza insuperable. Chocó furiosamente contra él Mr. Winkle, y ambos cayeron, dándose un batacazo ruidoso y formidable. Corrió al sitio Mr. Pickwick. Bob Sawyer se puso de pie inmediatamente; pero Mr. Winkle era demasiado prudente para hacer semejante cosa con los patines puestos. Quedó sentado en el suelo, haciendo esfuerzos espasmódicos para sonreír; pero la angustia campeaba en todos los rasgos de su fisonomía.

—¿Está usted herido? —preguntó con gran ansiedad Benjamín Allen.

—No mucho —respondió Mr. Winkle, frotándose la espalda con toda su fuerza.

—Permítame usted que le sangre —propuso Mr. Benjamín con gran empeño.

—No, gracias —le atajó Mr. Winkle, sin perder momento.

—Pues creo que le convendría a usted —dijo Allen.

—Gracias —replicó Mr. Winkle—; yo creo que no.

—¿Qué opina usted, Mr. Pickwick? —preguntó Bob Sawyer.

Mr. Pickwick estaba fuera de sí. Llamó a Mr. Weller y le dijo con voz severísima:

—¡Quítale los patines!

—Pero si no he hecho más que empezar —arguyó Mr. Winkle.

—¡Quítale los patines! —repitió con firmeza Mr. Pickwick.

La orden no admitía réplica. Mr. Winkle se allanó a que Mr. Weller la cumpliera en silencio.

—Levántale —dijo Mr. Pickwick.

Sam le ayudó a levantarse.

Apartóse un poco Mr. Pickwick de la concurrencia y llamando a su amigo clavó en él una mirada inquisitorial y le dijo en voz baja, pero en tono perceptible y solemne, estas palabras lapidarias:

—Es usted un fullero, sir.

—¿Un qué? —dijo Mr. Winkle, sorprendido.

—Un fullero, sir. Si usted lo quiere más claro, un impostor, sir.

Y diciendo esto, giró sobre sus talones Mr. Pickwick y se incorporó al grupo.

Mientras que Mr. Pickwick se desahogaba en la forma expresada, Mr. Weller y el chico gordo habían logrado formar un resbaladero, sobre el cual se ejercitaban de modo brillante y magistral. Sam Weller, especialmente, exhibía esa manera pintoresca de resbalar que vulgarmente se denomina «llamar a la puerta del remendón», figura que se remata deslizándose por el hielo sobre una sola pierna y dando en el suelo un golpe de cuando en cuando. Era muy largo el resbaladero y había en aquel juego dinámico algo que a Mr. Pickwick, que se hallaba aterido por el reposo, le tentaba sobremanera.

—Parece eso muy divertido y confortante, ¿verdad? —preguntó éste a Mr. Wardle, que estaba jadeante por el fatigoso esfuerzo que había hecho conservando sus piernas en compás y dibujando sobre el hielo una serie de complicados jeroglíficos.

—¡Ah, ya lo creo! —respondió Mr. Wardle—. ¿No patina usted así?

—De pequeño lo hacía en los canalillos —replicó Mr. Pickwick.

—Pues inténtelo usted —dijo Wardle.

—¡Ay, sí, Mr. Pickwick! —gritaron las señoras.

—Yo les proporcionaría esa diversión con mucho gusto —repuso Mr. Pickwick—, pero hace treinta años que no pruebo.

—¡Vaya, vaya, qué tontería! —exclamó Mr. Wardle, quitándose los patines con la impetuosidad que caracterizaba todas sus resoluciones—. ¡Ea!; yo le acompaño; vamos.

Y se lanzó el jovial anciano por el resbaladero con una velocidad que en nada desmerecía de la de Mr. Weller y que eclipsaba las hazañas del chico gordo.

Mr. Pickwick se tomó una pausa; meditó; se quitó los guantes, metiéndolos debajo del sombrero; insinuó dos o tres salidas; se aturulló, como de costumbre; tomó al fin carrera y empezó a deslizarse lenta y gravemente por el resbaladero, con los pies separados yarda y media, entre las regocijadas aclamaciones de los espectadores.

—No deje enfriarse el puchero, sir —dijo Sam.

Y se precipitó nuevamente Wardle, siguióle Mr. Pickwick, y luego Sam, Mr. Winkle, Mr. Bob Sawyer, el chico gordo y Mr. Snodgrass, pisándose casi los talones y corriendo el uno en pos del otro con un afán que no parecía sino que las esperanzas que vislumbraba cada cual en el porvenir de su vida dependían de aquella presteza.

Resultaba del más vivo interés observar la manera que tenía Mr. Pickwick de desempeñar su papel en la ceremonia; la angustia con que miraba al que iba en su zaga, que amenazaba darle alcance a cada paso, con riesgo inminente de atropellarle; verle cómo descansaba del penoso esfuerzo realizado en la carrera y pasear majestuosamente su mirada por la pista, volviéndose hacia el punto de partida. Era encantadora la angelical sonrisa que alegraba su rostro al terminar cada carrera, y graciosísimo el afán con que volvía a ocupar su puesto y se lanzaba en pos del que le precedía, corriendo por el hielo con sus negras polainas y con los ojos rebosantes de gozo. Y cuando le tiraban al suelo (cosa que ocurría a cada tres vueltas), hacíase singularmente pintoresco verle recoger su sombrero, sus guantes y su pañuelo, con plácida cara, y recuperar su puesto en la fila con un ardor y un entusiasmo que nunca desfallecían.

Cuando el juego era más interesante, más veloz la carrera y más estrepitosas las risotadas, oyóse un fuerte chasquido. Prodújose una precipitada huida hacia la orilla, un chillido de las señoras y un grito estentóreo de Mr. Tupman. Desapareció una extensa masa de hielo, por cuyo hueco burbujeaba el agua, y pudo verse flotando el sombrero, los guantes y el pañuelo de Mr. Pickwick; y esto era todo lo que se veía de Mr. Pickwick.

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