Los papeles póstumos del club Pickwick (58 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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La ceremonia de presentación, dadas las circunstancias que concurrían, llevóse a cabo rápidamente, o más bien diremos que la presentación de los recién llegados realizóse inmediatamente sin ceremonia alguna. A los dos minutos bromeaba ya Mr. Pickwick con las señoritas, que no querían de ninguna manera saltar la cerca mientras él mirara, o que, hallándose favorecidas con lindos pies y excepcionales tobillos, preferían quedarse de pie sobre la misma por espacio de cinco minutos, declarando que les asustaba mucho el descender. En todas estas cosas se condujo Mr. Pickwick con una desenvoltura y sencillez que no parecía sino que las conocía de toda su vida. Es digno de notarse también que Mr. Snodgrass ofreció a Emilia una asistencia mucho más solícita de lo que exigía el peligro de la cerca (que no tenía más que tres pies de alta, además de haber dos piedras a modo de escalones). Entre tanto, una señorita de ojos negros y que ostentaba un precioso par de botas con vueltas de piel gritaba de lo lindo al ofrecerle Mr. Winkle ayuda para saltar.

Todo esto era extraordinariamente grato. Y cuando fueron salvados definitivamente los obstáculos de las cercas y se hallaron todos en campo abierto, informó el viejo Wardle a Mr. Pickwick de cómo todos habían acudido como una sola persona a inspeccionar la instalación y arreglo de la casa que la joven pareja había de ocupar después de las fiestas de Navidad; al oír estas palabras, Bella y Trundle se sonrojaron, como el chico gordo después de dormitar al fuego de la cantina. La señorita de los ojos negros y de las botas con vueltas de piel murmuró algo al oído de Emilia y miró entonces con ceño malicioso a Mr. Snodgrass; a esto le respondió Emilia que era una chiquilla que no pensaba más que disparates, no obstante lo cual se puso como la grana, y Mr. Snodgrass, que era vergonzoso, como suelen ser los grandes genios, sintió que el rubor le subía hasta el pelo y concibió el íntimo y fervoroso anhelo de que la mencionada señorita, con sus ojos negros, ceño malicioso y botas de vueltas de piel, fuera cómodamente transportada a los confines del condado adyacente.

Si la recepción había sido entusiasta y ferviente en el exterior de la casa, no fue menos calurosa y efusiva la que obtuvieron a! llegar a la granja. La servidumbre manifestó el inmenso júbilo que le producía el ver a Mr. Pickwick. Emma concedió a Mr. Tupman una mirada de inteligencia entre seria y desenvuelta, pero encantadora, que bastó para que la estatua de Bonaparte abriera sus brazos en el pasillo y la estrechara entre ellos.

La vieja dama estaba sentada en su sitio habitual, presidiendo el gabinete, pero se hallaba enojada y, por tanto, más sorda que de costumbre. Nunca salía sola y, cual otras muchas viejas de sus circunstancias, consideraba un acto de traición doméstica el que cualquier otro se tomase la libertad de hacer lo que ella no podía. Así, pues, la bendita señora sentábase erguida y tiesa en un gran sillón y aparecía profundamente enfadada, lo cual, en fin de cuentas, armonizaba con la ternura del conjunto.

—Madre —dijo Wardle—: Mr. Pickwick. ¿Se acuerda usted de él?

—No te ocupes —repuso la vieja con gran dignidad—. No incomodes a Mr. Pickwick por un vejestorio como yo. Nadie me hace caso, y es muy natural.

La vieja movió la cabeza y empezó a planchar su vestido de seda de color de salvado con sus manos temblonas.

—Vamos, vamos, señora —dijo Mr. Pickwick—; no puedo permitir que rechace así a un amigo antiguo como yo. He venido expresamente a charlar con usted largo y tendido y para jugar un
roby, y quiero, además, que enseñemos a los muchachos, antes de que pasan dos días, cómo se baila un minué.

La vieja depuso inmediatamente su enojo, mas no quería dejar traslucir la mudanza, por lo cual dijo solamente:

—¡Ah, no le oigo nada!

—¡Por Dios, madre! —dijo Wardle—. ¡Vaya, vaya no se enfade; es muy buena ella! Acuérdese de Bella. ¡Vamos, tiene usted que darle ánimos; pobre muchacha!

La buena señora debió oír esto, porque temblaron sus labios con aquellas palabras de su hijo. Pero la edad impone ciertas flaquezas al temperamento, y aún no había recobrado el humor. Alisó de nuevo su vestido de seda de color de salvado y, volviéndose a Mr. Pickwick, dijo:

—¡Ah, Mr. Pickwick: la gente joven era muy distinta en mi mocedad!

—Sin duda, señora —dijo Mr. Pickwick—; y ésa es la razón por la cual me atraen tanto los pocos que conservan algunos rasgos de !os antiguos usos.

Y diciendo esto, Mr. Pickwick atrajo dulcemente a Bella, e imprimiendo un beso en su frente le suplicó que se sentara en el pequeño escabel que servía de apoyo a los pies de su abuela. Fuera que la expresión del rostro de la muchacha al levantar su mirada hacia la vieja dama despertara en ella alguna reminiscencia de otros tiempos, que la afectuosa condición de Mr. Pickwick la conmoviera o cualquier otra cosa, fue el caso que se dejó vencer por la ternura; se echó al cuello de su nieta, y el enfadillo se evaporó en un raudal de lágrimas silenciosas.

Fue agradabilísima la velada de aquella noche. Tranquilas y solemnes fueron las manos de
roby que jugaron de compañeros Mr. Pickwick y la vieja; bulliciosa hasta el extremo la alegría que reinó en torno de la mesa. Mucho después de retirarse las señoras, el vino añejo caliente, bien sazonado con aguardiente y especias, corrió en rondas numerosas; fue saludable el dormir y gratos los sueños que siguieron. Y es digno de registrarse el hecho de que todos los de Mr. Snodgrass relacionáronse constantemente con Emilia Wardle, así como que la figura que campeaba en todas las visiones de Mr. Winkle era una señorita de ojos negros, ceño malicioso y con un par de lindas botas con vueltas de piel.

Despertóse temprano Mr. Pickwick a la mañana siguiente, con un rumor de voces y de pisadas que hubieran bastado a sacar al chico gordo de sus profundos sopores. Sentóse en el lecho Mr. Pickwick, y escuchó. Las criadas y las señoritas invitadas corrían sin cesar de un lado a otro, y fueron tan múltiples !as demandas de agua caliente, tan repetidas las llamadas en que se pedía aguja e hilo, y tan numerosas las súplicas jadeantes de «¡Venga a atarme esto! ¡Gracias!», que Mr. Pickwick comenzó a imaginar en su inocencia que debía de haber ocurrido algo espantoso; cuando el sueño le dejó apercibirse más claramente de las cosas, recordó la boda. Y siendo la ocasión de tan alta importancia, se vistió con especial cuidado y bajó a tomar el desayuno.

Todas las criadas, de uniforme de muselina roja y con lazos blancos en sus cofias, corrían por la casa en un estado de agitación imposible de describir. La anciana señora vestía un traje de brocado que no había visto la luz en veinte años, si se exceptúan los maliciosos rayos furtivos que habrían penetrado por los resquicios de la caja en que permaneciera guardado todo ese tiempo. Mr. Trundle aparecía muy peripuesto y animoso, si bien un tanto inquieto. El bondadoso anfitrión pretendía mostrarse indiferente y alegre, mas fracasaba notoriamente en su propósito. Todas las muchachas se hallaban adornadas de lágrimas y muselina blanca, salvo dos o tres que se vieron favorecidas con el honor de contemplar en las habitaciones superiores a la novia y a sus azafatas. Todos los pickwickianos lucían resplandecientes atavíos, y en la pradera que había frente a la casa dominaba un terrible escándalo, ocasionado por todos los hombres, chicos y deudos afectos a la granja, cada uno de los cuales ostentaba en el ojal su lazo blanco, gritando a pleno pulmón, siendo incitados y estimulados a ello por Mr. Samuel Weller, que ya había logrado hacerse popular y que se encontraba tan a sus anchas cual si hubiera nacido en aquel paraje.

Una boda es siempre motivo obligado de chistes y donaires, aunque en el fondo no se trate de un asunto que se preste a la broma —hablamos exclusivamente de la ceremonia, bien entendido que no queremos insinuar la más tímida ironía por lo que se refiere a la vida del matrimonio—. Con el placer y la alegría del momento vienen a confundirse la impresión dolorosa de abandonar el hogar, las lágrimas con que se separan padres e hijos, el sentimiento de dejar a los amigos más queridos y cariñosos de la época más feliz de la humana existencia, para buscar las preocupaciones y contrariedades entre otras personas que aún están por experimentarse y por conocer, emociones naturales que no queremos describir por no echar sobre este capítulo un velo de tristeza y que en modo alguno osaríamos ridiculizar.

Permítasenos decir sumariamente que la ceremonia se consumó bajo el ministerio del viejo clérigo en la iglesia parroquial de Dingley Dell, y que el nombre de Mr. Pickwick figura en el registro que aún se conserva en aquella sacristía; que la señorita de los ojos negros estampó su nombre con mano insegura y trémula; que la firma de Emilia, así como las de las otras damas de honor, es punto menos que ilegible; que todo se llevó a cabo con distinción suprema; que la mayoría de las muchachas juzgó la cosa mucho menos temible de lo que presumieran, y que, no obstante haber participado a Mr. Winkle la propietaria de los ojos negros y del ceño malicioso que ella jamás había de someterse a nada tan espantoso, tenemos las mejores razones para pensar que se equivocó de medio a medio. Añadiremos que Mr. Pickwick fue el primero en felicitar a la novia y que, al hacerlo, echó a su cuello un valioso reloj de oro con su cadena como no lo habían visto ojos mortales, se si exceptúan los del joyero. Repicó la vieja campana tan alegremente como pudo, y todos volvieron para el almuerzo.

—¿Dónde van los pastelillos, joven opiófago? —dijo Mr. Weller al chico gordo, ayudándole a disponer los manjares que no habían podido colocarse la noche anterior.

El chico gordo señaló el lugar que debían ocupar los pastelillos.

—Muy bien —dijo Sam—; pondremos en ellos un ramito de Navidad. La fuente, al otro lado. Así; ahora ya estamos arreglados, como dijo el padre después de cortarle a su hijo la cabeza para curarle de su estrabismo.

Luego de hacer Mr. Weller esta comparación, retrocedió unos pasos para ver el efecto y vigiló los preparativos con la mayor satisfacción.

—Wardle —dijo Mr. Pickwick, no bien se hubieron sentado—: un vaso de vino en honor de! suceso venturoso.

—Encantado, amigo mío —dijo Mr. Wardle—. José... ¡Maldito chico; ya se ha dormido!

—No, sir —replicó el chico gordo, surgiendo de un rincón donde, cual el santo patrono de los chicos gordos, el inmortal Horner, había estado devorando un pastel de Navidad, aunque no con la tranquilidad y parsimonia que caracterizaba todos los actos del mancebo.

—Llena el vaso de Mr. Pickwick.

—En seguida, sir.

El chico gordo llenó el vaso de Mr. Pickwick y se situó detrás de la silla de su amo, desde donde contemplaba la faena de cuchillos y tenedores en el progresivo trasiego de tajadas desde los platos a las bocas de los comensales, con una especie de sombría y melancólica alegría, que era conmovedora.

—¡Dios le bendiga, mi buen amigo! —dijo Mr. Pickwick.

—Lo mismo le digo, querido —replicó Wardle.

Y entre ambos se cruzaron votos efusivos.

—Señora Wardle —dijo Mr. Pickwick—: nosotros los viejos tenemos que brindar en honor del fausto acontecimiento.

La vieja dama se hallaba ya en el apogeo de su magnificencia, porque presidía la mesa con su traje de brocado, teniendo a su derecha a la recién casada y a la izquierda a Mr. Pickwick, disponiéndose a hacer los platos. Mr. Pickwick no había hablado en voz muy alta, pero ella le entendió al punto y bebió un vaso de vino a la salud y felicidad del caballero; después, la digna señora rompió en una minuciosa y detallada relación de su propia boda, disertando acerca de la moda de los tacones altos, relatando algunas particularidades concernientes a la vida y aventuras de la hermosa señora Tollimglower, ya difunta. La anciana reía con toda su alma, y también reían las muchachas, preguntándose entre ellas de qué diablos hablaba la abuela. Al oír aquellas risas, reía con más afán la vieja y decía que aquéllas eran unas historias notabilísimas; con esto se acentuaba e! regocijo de las otras y el humor de la vieja llegaba a su colmo. Partióse e! gran pastel, y fue pasando alrededor de la mesa; las muchachas apartaban algunos trozos, con objeto de ponerlos bajos sus almohadas y soñar con sus futuros esposos, con lo cual se produjo un rubor general y la alegría consiguiente.

—Mr. Miller —dijo Mr. Pickwick a su antiguo amigo, el de la cabeza de manzana—, ¿una copita?

—Con gran placer, Mr. Pickwick —replicó solemnemente el de la cabeza de manzana.

—¿Puedo entrar yo? —dijo el bondadoso pastor.

—¿Y yo? —dijo su esposa.

—¿Y yo, y yo? —dijeron dos parientes pobres que se hallaban al extremo de la mesa, que habían comido y bebido terriblemente y que se reían de cualquier cosa.

Mr. Pickwick manifestaba su agrado a cada nueva solicitud, y sus ojos resplandecían de bondad y de gozo.

—Señoras y señores —exclamó Mr. Pickwick, levantándose súbitamente.

—Silencio, silencio —gritó Mr. Weller, en el paroxismo de su entusiasmo.

—Llame a todos los criados —se apresuró a decir Mr. Wardle, en previsión de que Mr. Weller recibiera una admonición pública de su amo—. Que se dé a cada uno un vaso de vino, para que tomen parte en el brindis. Adelante, Pickwick.

En medio del silencio de la concurrencia, entre el murmullo de las criadas y la embarazosa actitud expectante de los hombres, prosiguió Mr. Pickwick.

—Señoras y señores... es decir, no: amigos míos, queridos amigos míos, si es que las señoras me conceden tan preciosa licencia.

En este momento fue interrumpido Mr. Pickwick por una salva atronadora de las señoras, secundadas por los caballeros, durante la cual se oyó a la propietaria de los ojos negros asegurar que besaría de buena gana al querido Mr. Pickwick. A esto arguyó galantemente Mr. Winkle, preguntándole si no podría hacerlo con él por delegación, contestando la señorita de los ojos negros con un «¡Vaya usted a paseo!», orden rotunda a la que hubo de acompañar una mirada que decía con toda la elocuencia que puede entrañar una mirada: «Haga usted la prueba».

—Mis queridos amigos —continuó Mr. Pickwick—: voy a proponer un brindis a la salud de los novios. Dios los bendiga.
(Aclamaciones y lágrimas.) Mi joven amigo Trundle es, en opinión mía, un excelente muchacho, y su esposa es, según me consta, una delicada y adorable criatura, sobradamente apta para llevar a otras esferas la dicha que por espacio de veinte años ha sabido difundir a su alrededor en la casa de su padre. —En este punto rompió el chico gordo en jipíos estentóreos, por lo cual hubo de sacarle de la estancia Mr. Weller, agarrándole por el cuello—. Yo quisiera —prosiguió Mr. Pickwick—, yo quisiera ser bastante joven para poder ser esposo de sus hermanas (Aprobación); mas en la imposibilidad de aspirar a esto, soy, por fortuna, bastante viejo para poder llamarme su padre, y así, nadie osará atribuirme ocultos designios al oírme decir que admiro, estimo y amo a las dos. (Aclamaciones y sollozos.) El padre de la novia, nuestro buen amigo aquí presente, es un hombre nobilísimo y me enorgullezco con su amistad. (Aplausos estrepitosos.) Es un hombre cortés, excelente, de gran temple moral, de corazón hermoso y hospitalario en grado sumo. (Aclamaciones entusiastas de los parientes pobres a cada adjetivo, y a cuenta de los dos últimos con especialidad.) Que su hija disfrute todas las venturas que él pueda desearle, y que él reciba de la contemplación de la felicidad de su hija todo el contento y toda la paz de ánimo que también merece, es, a no dudarlo, nuestro deseo unánime. ¡Bebamos, pues, a su salud, y hagamos votos por su larga vida colmada de bienes!

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