Los papeles póstumos del club Pickwick (59 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Acabó Mr. Pickwick, entre una tempestad de aplausos, y una vez más fueron puestos a prueba los pulmones de los menestrales, bajo las órdenes de Mr. Weller. Mr. Wardle brindó por Mr. Pickwick, y Mr. Pickwick por la anciana señora. Mr. Snodgrass brindó por Mr. Wardle; Mr. Wardle, por Mr. Snodgrass. Uno de los parientes menesterosos brindó por Mr. Tupman y el otro brindó por Mr. Winkle. Todo fue júbilo y felicidad hasta que la misteriosa desaparición de los dos parientes pobres por debajo de la mesa hizo comprender a la concurrencia que ya era tiempo de dar por terminada la fiesta.

Reuniéronse otra vez para cenar, después de dar los hombres un paseo de veinticinco millas, siguiendo el consejo de Mr. Wardle, para disipar los vapores del vino y del almuerzo. Los parientes pobres habían permanecido en el lecho todo el día con el designio de lograr ese objetivo; mas habiendo fracasado en su propósito, quedáronse donde estaban. Mr. Weller mantuvo la hilaridad del elemento doméstico, y el chico gordo repartió su tiempo en porciones, empleadas alternativamente en comer y dormir.

Fue la comida tan cordial y agradable como el almuerzo y casi tan bulliciosa, pero sin lágrimas. A los postres hubo algunos brindis más. Vino luego el té y el café, y por fin, el baile.

La mejor sala de Manor Farm era una hermosa y larga habitación artesonada con alta chimenea, por la que hubiera podido pasar un coche de los de nuevo modelo con ruedas y todo. En el fondo de la estancia, sentados bajo un templete de ramaje de acebo y siemprevivas, hallábanse los dos mejores violines y la única arpa de Muggleton. En todos los rincones y ménsulas descansaban macizos candelabros argentinos de cuatro brazos. Levantóse la alfombra, brillaron las luces, avivóse el fuego que en el hogar chisporroteaba y llenaron la estancia los gritos de alegría y las risas francas y ruidosas. Si algunos de los antiguos feudales ingleses transformados en brujas después de su muerte hubieran buscado punto para celebrar su aquelarre, no hubieran elegido otro lugar.

Si algo hubiera podido añadirse al interés de la deliciosa escena, hubiera sido el hecho insólito de ver aparecer a Mr. Pickwick sin polainas por primera vez en su vida, según lo podían recordar sus más íntimos amigos.

—¿Es que va usted a bailar? —dijo Wardle.

—Ya lo creo —respondió Mr. Pickwick—. ¿No me ve usted vestido para ello?

Mr. Pickwick exhibió sus medias de seda moteadas y sus escarpines, graciosamente atados.

—¡Usted con medias de seda! —exclamó Mr. Tupman con aire de zumba.

—¿Y por qué no, sir, por qué no? —dijo Mr. Pickwick, encarándose con él.

—¡Oh!, claro es que no hay razón para que usted no pueda llevarlas —contestó Mr. Tupman.

—Me lo figuro, sir, me lo figuro —dijo Mr. Pickwick con vehemencia.

Iba Mr. Tupman a insinuar una sonrisa; mas viendo que el asunto era serio, adoptó un grave continente y dijo que eran muy bonitas las medias.

—Me parece que sí —dijo Mr. Pickwick, clavando la mirada en su amigo—. Yo creo que no verá usted nada extraordinario en las medias, como tales medias, sir.

—Ciertamente que no. ¡Oh!, ciertamente que no —replicó Mr. Tupman.

Dirigióse a otro lado, y el semblante de Mr. Pickwick recobró su habitual placidez.

—Ya estamos preparados, creo —dijo Mr. Pickwick, que figuraba en la cabeza del baile, en unión de la anciana, y que ya había iniciado varias salidas en falso, en su afán excesivo de comenzar.

—Empiecen ya —dijo Wardle—. ¡Ya!

Sonaron los violines y la única arpa, y avanzaba Mr. Pickwick con las manos cruzadas, cuando se oyó una palmada general y un grito de «¡Alto, alto!».

—¿Qué pasa? —dijo Mr. Pickwick, que sólo se había detenido por haber callado los violines y el arpa y que no hubiera obedecido a ningún otro poder de la tierra, aunque hubiera ardido la casa.

—¿Dónde está Arabella Allen? —gritaron varias voces.

—¿Y Winkle? —añadió Mr. Tupman.

—¡Aquí estamos! —exclamó el caballero aludido, surgiendo de un rincón con su linda compañera.

En aquel momento hubiera sido difícil decidir quién se hallaba más ruborizado, si él o la señorita de los ojos negros.

—¡Qué cosa más rara, Winkle —dijo Mr. Pickwick en tono de reproche—, que no haya podido usted ocupar su puesto antes!

—No tiene nada de raro —dijo Mr. Winkle.

—Bien —dijo Mr. Pickwick, con una sonrisa expresiva, dirigiendo sus ojos a Arabella—; es verdad: no me parece nada extraordinario.

Pero no era ocasión de discutir el asunto, porque los violines y el arpa empezaban a tocar con verdadero denuedo. Lanzóse Mr. Pickwick, con las manos cruzadas, desde el centro al fondo de la estancia, y luego hasta la chimenea, volviendo de nuevo a la puerta, empujando a todo el mundo, golpeando el suelo con el pie; toma nueva pareja, parte otra vez, repite la figura, otra patada para marcar el tiempo, otra pareja, otra y otra... ¡Nunca se viera contradanza igual! Por fin, al terminarse el baile, luego de haber sido reemplazada la anciana por otras catorce señoras y de haberse retirado fatigadas, luego de haber sido sustituida la esposa del pastor, el caballero, no obstante ser innecesario el movimiento, seguía marcando el paso sin moverse de su sitio, llevando el compás de la música; a todo esto, no cesaba de sonreír a su compañera con aire de contento inefable.

Mucho antes de que Mr. Pickwick se cansara de bailar, la nueva pareja había abandonado la escena. No obstante, verificóse en el piso de arriba una alegre cena, seguida de una prolongada tertulia; y al despertarse Mr. Pickwick, a la mañana siguiente, bastante tarde, recordaba confusamente haber invitado confidencial y formalmente a cuarenta y cinco personas a comer con él en Jorge y el Buitre la primera vez que fuesen a Londres, lo cual consideró Mr. Pickwick indicación segura de haber hecho algo más que bailar durante la noche precedente.

—¿De manera que ustedes tienen esta noche juegos en la cocina? —preguntó Sam a Emma.

—Sí, Mr. Weller —respondió Emma—; siempre los tenemos la víspera de Navidad. El amo no querría nunca prescindir de ellos.

—Su amo no quiere prescindir de nada, querida —dijo Mr. Weller—; no he visto nunca un hombre tan bueno ni un caballero tan cabal.

—¡Sí que lo es! —dijo el chico gordo, terciando en la conversación—. ¡Como que no ceba buenos cerdos!

El chico gordo dirigió a Mr. Weller un gesto netamente caníbal, al pensar en las patas asadas y en la salsa.

—¡Ah! ¿Ya se ha despertado al fin, eh? —dijo Sam.

El chico gordo asintió.

—Debo decirle, joven boa constrictor —dijo Mr. Weller con acento expresivo—, que, si no duerme usted un poco menos y no hace un poco más de ejercicio, cuando llegue a ser hombre se va usted a ver como se veía el viejo que llevaba un rabo de cerdo.

—¿Pues qué le pasaba? —preguntó el chico gordo con voz desfallecida.

—Se lo voy a decir a usted —replicó Mr. Weller—. Era uno de los más anchos modelos que se han fabricado; un hombre tan gordo, que en cuarenta y cinco años no pudo echar a sus zapatos una sola ojeada.

—¡Qué atrocidad! —exclamó Emma.

—Ni una sola ojeada, querida —dijo Mr. Weller—; tanto, que si le hubiera usted puesto sobre la mesa dos piernas como las suyas no las hubiera reconocido. Iba siempre a su oficina con una cadena colgando de un pie y cuarto de larga y con un reloj de oro en su faltriquera que valía yo no sé cuánto, pero todo lo que puede valer un reloj; un reloj enorme, pesado, tan desproporcionado en su tamaño para reloj como era el dueño para hombre, y con una esfera a la medida. «No debía usted llevar ese reloj», decían sus amigos al viejo. «Se lo van a robar.» «¿Sí», decía él. «Sin duda», decían ellos. «¡Ca!», decía él. «Quisiera ver al ladrón que me quitara el reloj, porque yo maldito si puedo sacarlo de agarrado que está, pues cuando quiero saber la hora tengo que mirar en las panaderías.» Se reía con toda su alma y se paseaba con su empolvada cabeza y su coleta de rabo de cerdo por el Strand, con la cadena colgando cada vez más larga y el gran reloj que casi hacía reventar su bolsillo. No hubo en todo Londres un ratero que no diera un tirón de la cadena; pero la cadena nunca se rompía y el reloj no salía, por lo cual, cansados de tirar de un viejo tan pesado, renunciaron, y el hombre se iba a su casa riendo hasta hacer vibrar su rabo de cerdo como el péndulo de un reloj danés. Al fin, cierto día en que el viejo paseaba, vio a un ratero, que de vista conocía, acercársele del brazo de un chiquillo con una cabeza enorme. «Empieza el juego», se dijo el viejo a sí mismo. «Van a dar otro atraco que no les va a resultar.» Entonces continuó su marcha con rostro placentero, cuando de pronto el chiquillo, soltándose del brazo del ratero, se lanzó de cabeza contra la barriga del viejo, obligándole a doblarse por el dolor. «¡Asesino!», dijo el viejo. «Perfectamente, sir», le dijo el ratero al oído. Y cuando se enderezó de nuevo había desaparecido el reloj y la cadena, y, lo que fue peor, se estropearon las digestiones del viejo para toda su vida. Así es que aplíquese el cuento, amigo, y procure no engordar demasiado.

Al terminar Mr. Weller su moral relato, que afectó en gran manera al chico gordo, encamináronse los tres a la gran cocina, en la que ya se hallaba congregada la familia, según era costumbre observada todos !os años en víspera de Navidad por los antepasados de Wardle desde tiempo inmemorial.

El viejo Wardle acababa de colgar del centro del techo de la cocina, por sus propias manos, una enorme rama de muérdago, y esta misma rama de muérdago dio origen al instante a una escena de regocijada confusión y divertidas escaramuzas. En medio del barullo, Mr. Pickwick, haciendo honor a su proverbial galantería, que en nada hubiera desmerecido de la que fuera propia de un descendiente de la misma señora Tollinglower, tomó la mano de la anciana y, llevándola debajo del místico ramaje, la besó con toda cortesía y delicadeza. La anciana se allanó a este acto de cortesanía tradicional con toda la dignidad que requería tan importante y seria liturgia; pero las señoritas, que no se hallaban imbuidas por la misma supersticiosa veneración de la antigua costumbre, o que juzgaban que el valor de un beso debe hallarse realzado por el trabajo que cuesta obtenerlo, gritaban, se debatían, escapábanse hacia los rincones, amenazaban, protestaban y hacían cuanto se les ocurría, salvo el abandonar la estancia, hasta que, cuando ya se disponían a renunciar a la cosa algunos de los menos arriscados caballeros, consideraron aquéllas que era inútil resistirse más y graciosamente se sometieron a la ceremonia del beso. Mr. Winkle besó a la señorita de los ojos negros; Mr. Snodgrass besó a Emilia, y Mr. Weller, poco ducho en la conducta que debía seguirse bajo el muérdago, besó a Emma y a las otras criadas conforme pudo echarles mano. Los parientes pobres besaban a todo el mundo, sin exceptuar a las señoritas invitadas de aspecto menos agradable, las cuales, en su inadvertencia, empezaron a pasar bajo el muérdago, sin saber a lo que se exponían. Wardle, de espaldas al fuego, contemplaba la escena con la mayor complacencia, y el chico gordo encontró ocasión de apoderarse, para su personal beneficio, y devoró sin perder momento, un riquísimo pastelillo que estaba preparado para alguna otra persona.

Amainó el griterío, y las caras resplandecían de gozo; hallábanse revueltos bucles y cabelleras, y Mr. Pickwick, después de besar a la anciana, como ya se ha dicho, permanecía de pie bajo el muérdago, mirando con rostro placentero todo cuanto pasaba a su alrededor, cuando la señorita de los ojos negros, después de breve y secreto conciliábulo con las otras, avanzó resuelta, y rodeando con su brazo el cuello de Mr. Pickwick, besóle con ternura en la izquierda mejilla, y antes de que Mr. Pickwick se percatara de lo que ocurría, viose rodeado completamente y besado por todas ellas.

Resultaba sumamente grato ver a Mr. Pickwick en el centro del grupo, solicitado por aquí, atraído por allá, besado en la mejilla, en la nariz y hasta en los lentes, y era encantador oír las explosiones de risa que por todas partes saltaban; pero hízose aún más delicioso ver a poco a Mr. Pickwick actuando de gallina ciega, con los ojos vendados por un pañuelo de seda, tropezando contra las paredes, metiéndose por los rincones y haciendo todos los misteriosos ademanes propios del caso, complaciéndose altamente en el juego, hasta que atrapó a uno de los parientes pobres. Luego había que verle sortear al que le reemplazó, con una agilidad y una viveza que promovieron la admiración y el aplauso de todos los circunstantes. Los parientes pobres atrapaban a aquellos de los que pensaban había de gustarles, y cuando el interés del juego decayó, se perseguían unos a otros. Cuando todos se hubieron cansado de la gallina ciega, jugóse al dragón y luego de haberse chamuscado algunos dedos y de haber desaparecido las uvas, sentáronse alrededor de la enorme fogarata que hacían los troncos candentes a despachar una sustanciosa cena y el contenido de un perol, poco más pequeño del que se emplea en los lavaderos, en el que se cocían numerosas manzanas, produciendo un borboteo tentador y un delicioso golpe de vista; tan delicioso que no había quien se le resistiera.

—Esto —dijo Mr. Pickwick, mirando a su alrededor—, esto es verdaderamente encantador.

—Es nuestra costumbre invariable —replicó Mr. Wardle—. Todos vienen a sentarse con nosotros la víspera de Navidad, como los ve usted ahora, criados y todo, y así aguardamos hasta que dan las doce, para recibir la Navidad, engañando el tiempo con juegos de prendas y viejas historias. Trundle, hijo mío, atiza el fuego.

Al remover los troncos encendidos, volaron las chispas en brillantes miríadas. El rojo vivo de la llama produjo un hermoso resplandor, que invadió los más lejanos rincones de la estancia y proyectó sobre todos los rostros sus alegres tonalidades.

—¡Ea! —dijo Wardle—. ¡Una canción, un villancico! A falta de otro mejor, yo cantaré uno.

—¡Bravo! —dijo Mr. Pickwick.

—¡A beber! —gritó Wardle—. Aún pasarán dos horas hasta que pueda usted ver el fondo del perol a través del hermoso color del líquido; venga una ronda, y a cantar.

Diciendo esto, el alegre anciano comenzó con voz franca y llena su canto, sin más demora.

CANTO AL INVIERNO

No quiero a la Primavera.

Ella fabrica las flores

para luego aniquilarlas,

de sus lluvias al azote,

y dárselas a los vientos

antes de que el día asome.

Hada inconstante y versátil,

ni a sí misma se conoce,

ni ve las contrarias sendas

que su voluntad recorre.

Sonreirá ante vosotros

y después, con gesto torpe,

marchitará de repente

vuestra amada flor más joven.

Váyase el sol del Estío,

que no he de buscarle nunca.

Si, tras de la nube negra,

su rostro abrasado oculta,

me río de él, y su aspecto,

por sombrío, no me asusta.

Él, hirviéndolo en la fiebre,

hace del amor locura,

y el amor muy violento,

como, para su mal,

muchas almas lo experimentaron,

pronto se muere o se esfuma.

La luna, modesta y suave,

que la vendimia preside,

tiene, para mí, fulgores

más seguros y apacibles

que la impúdica y redonda

que en la canícula ríe.

Mas viendo caer del árbol

las hojas, que han de dormirse

a sus plantas, para siempre,

me pongo, en verdad, muy triste.

No me parecéis tan bellos,

aires del Otoño, grises,

para que mi alma a vosotros

su predilección os brinde.

Yo lanzo al aire mi canto

al llegar la hermosa Pascua,

cariñosa y atrevida,

alborotadora y franca.

Bebo mi copa y, con toda

la fuerza de mi garganta,

doy tres vivas a la vieja

Pascua, que viene a mi casa.

 Hagámosla entrar con júbilo,

que su corazón aguarda risueño.

Y no dejaremos que nos abandone

hasta que sobre el mantel no quede

ni un sorbo ni una vianda.

Después..., nos separaremos

como buenos camaradas.

En su honrado y franco orgullo

no quiere disimular

ni una de sus cicatrices

hechas por el temporal.

No son tristes, porque hay muchas

iguales sobre la faz

de los bravos marineros.

 A ellas mis canciones van

por millares, a la anciana

que llega esta noche,

a la reina de las estaciones,

que nos viene a visitar.

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