Los papeles póstumos del club Pickwick (54 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¿Qué es lo que me impide —decía Mr. Nupkins, con toda la dignidad de su magistratura, en el momento de entrar Job—, qué me impide prender a estos hombres por ladrones e impostores? Es una benignidad inexplicable.

—Orgullo, anciano, orgullo —replicó Jingle, ya dueño de sí mismo—. Nada serviría... Nada... capitán atrapado, ¿eh? ¡Ja, ja! Muy bien... Marido para la hija... suculento bocado... la gente enterada... por nada del mundo... sería estúpido.

—¡Miserable! —dijo la señora Nupkins—. Despreciamos sus rastreras insinuaciones.

—Siempre le detesté —añadió Enriqueta.

—¡Ah!, yo lo creo —dijo Jingle—. El pollo altiricón... Antiguo pretendiente... Sidney Porkandham... rico... guapo mozo... no tan rico como el capitán, por supuesto... desahuciado... fuera... al capitán, todo... ninguno como el capitán... a las chicas, de calle... todas locas, ¿eh, Job?

Mr. Jingle se echó a reír con toda su alma, y Job, frotándose las manos, dejó oír el primer sonido desde que entrara en la casa, un quedo gruñido de satisfacción, que pareció denotar que gozaba tanto con su risa que no quería dejarla escapar en forma de ruido.

—Mr. Nupkins —dijo la señora—: no es ésta conversación para que la oigan los criados. Manda que echen a estos canallas.

—Es verdad, querida —dijo Mr. Nupkins—. ¡Muzzle!

—Mande, sir.

—Abre la puerta.

—En seguida, sir.

—¡Salga de la casa! —dijo Mr. Nupkins, tendiendo su mano con majestuoso ademán.

Sonrió Jingle, y marchó hacia la puerta.

—¡Alto! —dijo Mr. Pickwick.

Jingle se detuvo.

—Yo no podía haber tomado —dijo Mr. Pickwick— una venganza mucho más dura por el trato que he recibido de usted y de su hipócrita amigo.

Job Trotter se inclinó cortésmente y se llevó la mano al corazón.

—Digo —prosiguió Mr. Pickwick, montando gradualmente en cólera— que podía haber tomado venganza más dura; pero me contento con desenmascararle, lo cual estimo deber mío para con la sociedad. Es una lenidad, sir, que espero habrá de recordar siempre.

Al llegar a este punto del período, Job Trotter, con ridícula gravedad, se puso la mano en la oreja, como si deseara no perder una sílaba.

—Y sólo he de añadir, sir —dijo Mr. Pickwick, ya francamente rabioso—, que le tengo a usted por un granuja y por un ... rufián... y... y como al peor de los hombres que he conocido, si no es ese pazguato y santurrón vagabundo de la librea castaña.

—¡Ja, ja! —replicó Jingle—. Gran persona, Pickwick... corazón hermoso... viejo carcamal... no se indigne... no es buena cosa... algún día nos veremos... reprímase... y ahora, Job... ¡trota!

Con estas palabras, calóse Mr. Jingle el sombrero a su antigua guisa y salió apresuradamente. Job Trotter quedóse parado un instante, miró a su alrededor, sonrió, y con una zumbona cortesía a Mr. Pickwick, y dirigiendo a Mr. Weller un guiño, cuya atrevida malicia sería imposible describir, siguió los pasos de su venturoso señor.

—Sam —dijo Mr. Pickwick, al ver que salía también Mr. Weller.

—Sir.

—Quédate.

Mr. Weller pareció vacilar.

—¿Es que no me deja sacudir un poco ahí fuera a ese Job? —dijo Mr. Weller.

—Claro que no —replicó Mr. Pickwick.

—¿No puedo siquiera echarle de un puntapié, sir? —insistió Mr. Weller.

—De ninguna manera —respondió su amo.

Por primera vez desde que entrara al servicio del caballero pareció Mr. Weller contrariado y triste. Mas no tardó en alegrársele la cara, porque el avieso Mr. Muzzle, que había permanecido oculto detrás de la puerta de la calle, saltó de repente con oportunidad y destreza suficientes para hacer rodar por la escalinata a Mr. Jingle y a su criado, que fueron a caer en los tinancos de los áloes americanos que a los lados estaban.

—Cumplido mi deber, sir —dijo Mr. Pickwick a Mr. Nupkins—, mis amigos y yo vamos a despedirnos de ustedes. Al darle gracias por la hospitalidad que nos ha dispensado, permítame que le asegure en nombre de todos que no la hubiéramos aceptado, ni hubiéramos consentido en zafarnos de esta manera del compromiso, de no habernos impelido a ello el poderoso instinto de nuestro deber. Mañana regresamos a Londres. El secreto descansa en nosotros.

Habiendo formulado de esta suerte su protesta contra el atropello de la mañana, hizo Mr. Pickwick una profunda reverencia a las damas y, a pesar de las instancias de la familia, abandonó la sala en unión de sus amigos.

—Coge tu sombrero, Sam —dijo Mr. Pickwick.

—Está abajo, sir —dijo Sam, y corrió a buscarlo.

En la cocina no había nadie más que la linda doncellita, y como Sam había perdido su sombrero, tenía que buscarlo, y la linda doncella tenía que alumbrar al mozo, tuvieron que registrar por todas partes para dar con el sombrero. La linda doncellita, en su afán de hallarlo, se arrodilló y revolvió todo lo que había en un rincón junto a la puerta. Era un rincón endiablado. No era posible llegar a él sin cerrar la puerta.

—Aquí está —dijo la linda doncella—. Aquí está. ¿No es éste?

—Permítame que lo vea —dijo Sam.

La linda doncellita había dejado en el suelo la palmatoria, y como la luz que daba era muy tenue, no tuvo Sam más remedio que arrodillarse para cerciorarse de si el sombrero estaba allí o no. Era aquél un rincón sumamente angosto, y por eso, de lo que sólo era culpable el que la casa hiciera, Sam y la linda doncellita tenían que hallarse muy juntitos.

—Sí, ése es —dijo Sam—. ¡Adiós!

—¡Adiós! —contestó la linda doncellita.

—¡Adiós! —repitió Sam.

Y al decirlo dejó caer el sombrero que con tanto afán buscara.

—¡Qué torpe es usted! —dijo la linda doncellita—. Va a perderlo otra vez si no tiene cuidado.

Y para evitar un nuevo extravío, ella misma se lo puso a Sam.

Si la linda doncellita apareció más linda aún al avanzar su rostro al de Sam, o si fue una simple ocurrencia, originada por el hecho de hallarse tan cerca uno de otro, no ha sido posible decidirlo hasta el día; lo que sí es seguro es que Sam la besó.

—¿No lo habrá hecho usted aposta? —dijo ruborizándose la linda doncellita.

—No —dijo Sam—, pero ahora lo haré. Y la besó otra vez.

—¡Sam! —dijo Mr. Pickwick, llamándole desde arriba.

—Voy, sir —respondió Sam, precipitándose escaleras arriba.

—¡Cómo has tardado! —dijo Mr. Pickwick.

—Había una cosa detrás de la puerta que no nos dejaba abrirla, sir—replicó Sam.

Y éste fue el primer episodio del primer amor de Sam.

26. Que contiene una breve noticia del desarrollo de la demanda de Bardell contra Pickwick

Cumplido el primordial objeto y fin esencial de su viaje, una vez desenmascarado Jingle, revolvió Mr. Pickwick regresar a Londres sin demora, con el propósito de enterarse de los incidentes promovidos en contra suya por Dodson y Fogg durante el interregno. Poniendo por obra su resolución con la energía y el empeño propios de su temperamento, montó en la trasera del coche que partió de Ipswich en la mañana que sucedió a los acontecimientos que se han detallado por lo largo en los dos capítulos precedentes, y, acompañado de sus tres amigos y de Mr. Samuel Weller, llegó a la metrópoli aquella misma tarde sano y salvo.

Entonces separáronse los amigos, aunque no por mucho tiempo. Los señores Tupman, Winkle y Snodgrass se dirigieron a sus domicilios respectivos, con objeto de hacer los preparativos necesarios para su proyectada excursión a Dingley Dell. Mr. Pickwick y Sam entraron en su actual vivienda, que se hallaba en un agradable y antiguo barrio, a saber: la Posada de Jorge y el Buitre, en George Yard de Lombard Street.

Mr. Pickwick, después de haber cenado y apurado su segundo vaso de oporto, cubrió su cabeza con un pañuelo de seda, puso los pies en la galería de la chimenea, y se acomodaba en una confortable butaca cuando le sacó de sus plácidas meditaciones la entrada de Mr. Weller con el saco de alfombra.

—Sam —dijo Mr. Pickwick.

—Sir —contestó Mr. Weller.

—Estaba pensando, Sam —dijo Mr. Pickwick—, que, como he dejado muchas cosas en casa de la señora Bardell, en Goswell Street, es preciso arreglarlas, para sacarlas de allí antes de marcharnos.

—Muy bien, sir —replicó Mr. Weller.

—Podía mandarlas por el momento a casa de Mr. Tupman, Sam —continuó Mr. Pickwick—; pero antes de sacarlas es necesario verlas y formar un paquete con ellas. Yo quisiera, Sam, que fueses a Gosweil Street y lo arreglases todo.

—¿Es seguida, sir? —preguntó Mr. Weller.

—En seguida —replicó Mr. Pickwick—. Espera, Sam —añadió Mr. Pickwick, sacando su portamonedas—. Hay que pagar algo del alquiler. El trimestre no vence hasta Navidad, pero puedes pagarlo, y así se acaba todo. Con avisar un mes antes, basta. Aquí está el aviso. Lo entregas, y dices a la señora Bardell que puede poner la cédula.

—Muy bien, sir —respondió Mr. Weller—. ¿Algo más, sir?

—Nada más, Sam.

Mr. Weller se dirigió lentamente a la puerta, como esperando algo más; abrióla despacio, salió despacio y la fue cerrando despacio, hasta dejar una rendija de dos pulgadas, cuando le llamó Mr. Pickwick.

—Sam.

—Sir —dijo Mr. Weller, volviendo rápidamente y cerrando la puerta tras de sí.

—Yo no he de ver mal, Sam, que procures enterarte de la disposición en que la señora Bardell se halla respecto de mí, y si es que se propone realmente llevar hasta el fin ese descabellado proceso. Quiero decir que, si tú lo deseas, yo no he de oponerme a que lo hagas —dijo Mr. Pickwick.

Hizo Sam un gesto de inteligencia y abandonó la estancia. Cubrió de nuevo su cabeza Mr. Pickwick con el pañuelo de seda y se dispuso a echar un sueñecillo. Mr. Weller partió rápidamente para llevar a cabo su comisión.

Eran cerca de las nueve cuando llegaba a Goswell Street. Un par de velas ardían en la reducida antesala y un par de sombreros de señora reflejábanse en los cristales de la ventana. La señora Bardell tenía visita.

Llamó a la puerta Mr. Weller y, al cabo de un rato bastante largo —que empleó el de fuera en silbar una cancioncilla y el de dentro en persuadir a una vela rebelde para que se encendiera—, oyóse el ruido de unas botas sobre la alfombra y presentóse el pequeño Bardell.

—¡Hola, joven ciudadano! —dijo Sam—. ¿Cómo está la madre?

—Bastante bien —replicó el pequeño Bardell—; y yo también lo estoy.

—Bueno, me alegro —dijo Sam—. Dile que necesito hablarle. ¿Quieres, pequeño fenómeno?

Así conjurado, el pequeño Bardell colocó la rebelde palmatoria en un escalón y fue a dar su recado. Los dos sombreros que se reflejaban en el cristal de la ventana pertenecían a dos de las más íntimas amigas de la señora Bardell, que habían venido a tomar una taza de té y una frugal merienda, compuesta de patatas y queso tostado. El queso calentábase deliciosamente al fuego en una cacerola danesa; las patatas cocíanse en una pequeña vasija de estaño, y la señora Bardell y su dos amigas regalábanse con una grata conversación, en la que salían a relucir todos sus amigos y conocidos, cuando volvió el pequeño Bardell de la antesala y comunicó el mensaje de Mr. Samuel Weller.

—¡El criado de Mr. Pickwick! —dijo la señora Bardell, palideciendo.

—¿Es posible? —dijo la señora Cluppins.

—¡Caramba!, en verdad que no lo hubiera creído de no haber estado aquí —dijo la señora Sanders.

Era la señora Cluppins una mujercita vivaracha y diligente; la señora Sanders, en cambio, era una corpulenta y obesa señora, de faz carnosa; ambas constituían la visita.

La señora Bardell consideró oportuno demostrar agitación, y como ninguna de las tres sabía a punto fijo en aquellas circunstancias qué clase de actitud debiera adoptarse frente al criado de Mr. Pickwick, por verse privadas en aquel momento del consejo de Dodson y Fogg, quedaron suspensas y perplejas. En aquel estado de incertidumbre, lo primero que había que hacer, indudablemente, era reñir al muchacho por haberse encontrado con Mr. Weller a la puerta. Su madre le zurraba, y él chillaba melodiosamente.

—¡No hagas ruido, necia criatura! —dijo la señora Bardell.

—Claro está; no comprometas a tu pobre madre —dijo la señora Sanders.

—Ya tiene la pobre bastante para atormentarse. Tomasito —dijo la señora Cluppins con afectuosa conmiseración.

—¡Ah, desgraciada, pobre cordera! —dijo la señora Sanders.

En medio de todas estas reflexiones morales, el pequeño Bardell berreaba cada vez más.

—¿Y qué es lo que debemos hacer? —dijo la señora Bardell a la señora Cluppins.

—Yo creo que debe usted verle —replicó la señora Cluppins—; pero de ninguna manera sin un testigo.

—A mí me parece que será más legal dos testigos —dijo la señora Sanders, que, lo mismo que la otra amiga, reventaba de curiosidad.

—Lo mejor será que entre aquí —dijo la señora Bardell.

—Eso es —repuso la señora Cluppins, atrapando la idea a! vuelo—. Entre, joven, y haga el favor de cerrar la puerta de la calle.

Mr. Weller siguió inmediatamente la indicación, y presentándose en la sala explicó su asunto a la señora Bardell de esta manera:

—Siento mucho producir alguna molestia, señora, como dijo el ladrón a la vieja cuando la echó al fuego; pero, como mi amo acaba de llegar y está a punto de partir otra vez, no ha podido evitarse, ya ve usted.

—Claro está; el joven no puede ser responsable de las culpas de su amo —dijo la señora Cluppins, favorablemente impresionada por la actitud y las palabras de Mr. Weller.

—Claro que no —corroboró la señora Sanders, que, por las codiciosas miradas que dirigía a la cacerola de estaño, debía de hallarse absorbida en hacer cálculos mentales encaminados a averiguar hasta dónde llegarían las patatas en el caso de que se invitase a merendar a Mr. Weller.

—Pues he venido exclusivamente para lo que voy a decir —dijo Sam—; primero, a dar el recado de mi amo; segundo, a pagar el alquiler... eso es; tercero, a decir que se haga un paquete con todas sus cosas y que se lo entreguen al que venga por ellas; cuarto, que puede usted alquilar el cuarto en cuanto quiera... Eso es todo.

—Sea lo que sea lo ocurrido —dijo la señora Bardell—, siempre he dicho y diré siempre que, salvo en una cosa, se ha conducido Mr. Pickwick en todo como un perfecto caballero. Su dinero fue siempre de ley, siempre.

Al decir esto, llevóse el pañuelo a los ojos la señora Bardell y salió de la sala en busca del recibo.

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