Los papeles póstumos del club Pickwick (70 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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De nuevo salieron a relucir los pañuelos, y con más vivas demostraciones que antes, porque Mr. Stiggins era popularísimo entre el elemento femenino de Brick Lane.

—Creo que puede entrar —dijo Mr. Humm, mirando sonriente a su alrededor—. Hermano Tadger, hágale subir, para que nos dirija la palabra.

El hombrecito de cortos pantalones, que respondía al nombre de hermano Tadger, se precipitó por la escalera, y se le oyó poco después subir a tropezones con el reverendo Mr. Stiggins.

—Ya está aquí, Sammy —murmuró Mr. Weller con el rostro enrojecido por la risa contenida.

—No me diga nada —replicó Sam—, porque voy a estallar. Está junto a la puerta. Le oigo dar cabezadas contra la pared y las maderas.

Al decir esto Sam Weller, abrióse la puerta de par en par y apareció el hermano Tadger, seguido inmediatamente del reverendo Mr. Stiggins, al entrar el cual se produjo una tempestad de aplausos, de pataleo y un entusiasta florecimiento de pañuelos, a cuyas demostraciones de júbilo no correspondió el hermano Stiggins con otra manifestación de reconocimiento que la de pasear una mirada furiosa y una sonrisa estúpida al ver el pabilo de la luz que había en la mesa, en tanto que agitaba su cuerpo a un lado y a otro de modo inseguro y vacilante.

—¿Está usted indispuesto, hermano Stiggins? —murmuró Mr. Antonio Humm.

—Estoy perfectamente, sir —replicó Mr. Stiggins con tono en el que se mezclaba la ferocidad con una marcada torpeza de dicción—; estoy perfectamente, sir.

—¡Ah!, muy bien —repuso Mr. Antonio Humm, retrocediendo unos pasos.

—Creo que ningún hombre de los que hay aquí se habrá atrevido a decir que no estoy bueno —dijo Mr. Stiggins.

—Ciertamente que no —dijo Mr. Humm.

—Más vale que no, sir; más vale que no —dijo Mr. Stiggins. En aquel momento guardaba la concurrencia silencio absoluto y esperaba con ansiedad la prosecución de la sesión.

—¿Va usted a hablar, hermano? —dijo Mr. Humm, invitándole con una sonrisa.

—No, sir —contestó Mr. Stiggins—; no, sir, no voy a hablar, sir.

Miráronse unos a otros con ojos espantados, y un murmullo de asombro corrió por la estancia.

—Mi opinión es, sir —dijo Mr. Stiggins, desabrochándose la levita y hablando muy fuerte—, mi opinión es, sir, que esta asamblea está beoda, sir. ¡Hermano Tadger, sir! —dijo Mr. Stiggins montando bruscamente en cólera y volviéndose con rapidez hacia el hombrecito de cortos pantalones—. ¡Usted está beodo, sir!

Y diciendo esto, Mr. Stiggins, tanto con el propósito laudable de fomentar la sobriedad de la asamblea como con el de expulsar a toda persona inconveniente, descargó en la punta de la nariz del hermano Tadger tan certero puñetazo, que el hombrecito de los pantalones cortos desapareció como el relámpago. El hermano Tadger cayó de cabeza por las escaleras.

Prorrumpieron las señoras en un horrendo alarido, y, apelotonándose en derredor de sus hermanos favoritos, extendieron sus brazos en torno de ellos para defenderlos contra el peligro. Fue ésta una prueba de afecto que estuvo a punto de costar cara a Humm, quien, por ser sumamente popular, a poco se ahoga entre la muchedumbre de admiradoras que se colgaron de su cuello, llenándole de caricias. La mayor parte de las luces se apagaron, y por todas partes reinó la confusión y el estrépito.

—Vamos, Sammy —dijo Mr. Weller, quitándose la pelliza con aire deliberado—: vete en seguida a buscar un sereno.

—¿Y qué vas tú a hacer mientras? —preguntó Sam.

—No te preocupes de mí, Sammy—repuso el viejo—; yo voy a ocuparme en arreglar una pequeña cuenta con ese Stiggins.

Y antes de que Sam tuviera ocasión de impedirlo, ya estaba su heroico padre en un remoto extremo de la sala, y atacaba al reverendo Mr. Stiggins con destreza sin igual.

—¡Vamos, vamos! —dijo Sam.

—¡Vamos! —gritó Mr. Weller.

Y sin más preparación propinó al reverendo Mr. Stiggins un golpe en la cabeza y empezó a danzar a su alrededor lo mismo que un corcho, lo que no era poco digno de maravilla en un hombre de su edad.

Convencido Sam de la inutilidad de sus consejos, encasquetóse el sombrero, se echó al brazo el abrigo de su padre y rodeando al viejo por la cintura le arrastró por la escalera a la calle, sin soltar su presa ni permitirle detenerse hasta llegar a la inmediata esquina. Desde allí pudieron oír los gritos del populacho, que presenciaba el traslado del reverendo Mr. Stiggins a los seguros aposentos en que había de pasar la noche, y pudieron oír el ruido con que se dispersaban en todas direcciones los miembros de la Sección Brick Lane de la Gran Asociación Ebenezer de Templanza.

34. Enteramente dedicado a la reseña completa del juicio memorable celebrado con motivo del proceso de Bardell-Pickwick

—Yo me pregunto qué es lo que habrá almorzado el presidente del jurado, quienquiera que sea —dijo Mr. Snodgrass, deseoso de promover conversación, en la azarosa mañana del catorce de febrero.

—¡Ah! —dijo Perker—. Supongo que habrá sido bueno.

—¿Porqué? —preguntó Mr. Pickwick.

—Es de suma importancia; muy importante, mi querido señor —repuso Perker—. Un buen presidente de jurado, satisfecho y bien almorzado, es lo mejor que puede desearse. Un jurado descontento o hambriento, mi querido señor, siempre se inclina al querellante.

—¡Dios nos asista! —dijo Mr. Pickwick, palideciendo— ¿Por qué hacen eso?

—Psch, no lo sé —replicó el hombrecito con indiferencia—; supongo que será porque ahorra tiempo. Cuando se acerca la hora de la comida, saca el reloj el presidente, una vez que se han retirado a deliberar, y dice: «Bueno, señores, son las cinco menos diez, lo advierto. Yo como a las cinco, señores». «Yo también», dicen todos los demás, con excepción de dos, que deben de haber comido a las tres y que parecen más dispuestos a resistir. Sonríe el presidente y se mete el reloj en el bolsillo. «Bien, señores, ¿qué hacemos: demandante o demandado? Yo pienso, por lo que a mí se refiere, señores (digo que pienso, pero no quiero que esto influya en ustedes), pienso a favor del demandante.» Con esto, otros dos o tres señores puede asegurarse que dicen pensar de la misma manera, y así lo declaran; y entonces se establece entre todos la más confortable unanimidad. ¡Las nueve y diez! —dijo el hombrecito, consultando su reloj—. Ya debíamos haber salido, mi querido señor. Ruptura de promesa matrimonial... la sala está llena generalmente en estos casos. Si no pide usted un coche, mi querido señor, creo que llegaremos tarde.

Llamó inmediatamente Mr. Pickwick, y no bien llegó el coche, embutiéronse en él los cuatro pickwickianos y Mr. Perker y encamináronse a Guildhall. Sam Weller, Mr. Lowten y la bolsa azul seguían en otro carruaje.

—Lowten —dijo Perker, al llegar al vestíbulo de la Audiencia—: ponga a los amigos de Mr. Pickwick en la tribuna de los estudiantes. Mr. Pickwick, mejor será que se siente a mi lado. Por aquí, mi querido señor, por aquí.

Tirando de la manga de la chaqueta de Mr. Pickwick, le condujo el hombrecito al banco que se hallaba bajo los pupitres del Consejo Real, dispuesto en beneficio de los procuradores, que desde este lugar pueden cuchichear al Consejo en caso necesario y comunicarle las aclaraciones que puedan demandar las circunstancias en el curso del juicio. Los ocupantes de este banco permanecen invisibles para la mayoría de los espectadores, pues se sientan a un nivel mucho más bajo que el que corresponde a los abogados, cuyos asientos ocupan una elevada plataforma. Ni que decir tiene que se hallan de espaldas a éstos y frente por frente del juez.

—Ésa es la tribuna de los testigos, ¿verdad? —dijo Mr. Pickwick, señalando a una especie de púlpito de balaustrada de bronce que había a la derecha.

—Ésa es la tribuna de los testigos, mi querido señor —respondió Perker, exhumando un montón de papeles de la bolsa azul que Lowten acababa de depositar a sus pies.

—Y ahí —dijo Mr. Pickwick, señalando a un par de bancos que había también a la derecha, detrás de una balaustrada—, ahí es donde se sienta el jurado, ¿no es eso?

—Ahí mismo, mi querido señor —replicó Perker, golpeando la tapa de su tabaquera.

Mr. Pickwick paseó una mirada por la sala, presa de honda agitación. En la galería había ya buen golpe de espectadores; en la tribuna de letrados, una gran exposición de pelucas, bajo las que se veía esa grata y extensa variedad de narices y mostachos que tanto contribuye a la celebridad del foro inglés. Aquellos que podían exhibir un legajo lo acariciaban de manera ostensible, y de cuando en cuando se rascaban la nariz con él, con objeto de hacer patente la acción para excitar la admiración de los espectadores. Otros, que no disponían de legajo para enseñarlo, mostraban bajo su brazo hermosos volúmenes en octavo, de rojo tejuelo y con pasta que semejaba el exterior de las tortas demasiado cocidas y que se conoce en lenguaje técnico con el nombre de «ternera legal». Algunos otros, que ni tenían legajo ni volumen que mostrar, metíanse las manos en los bolsillos y miraban con gesto docto. Otros se agitaban infatigablemente de acá para allá, con avidez y afán diligentes, encantados con despertar por doquier la admiración y el asombro de los no iniciados. El conjunto, con gran maravilla de Mr. Pickwick, dividíase en pequeños grupos, que charlaban y discutían acerca de las noticias del día con la mayor indiferencia, casi casi lo mismo que si no se hallara a punto de empezar un juicio importante.

Una inclinación de Mr. Phunky, al entrar en la sala y tomar asiento detrás del que estaba dispuesto para el Consejo Real, atrajo la atención de Mr. Pickwick, y no había devuelto el saludo aún cuando apareció el doctor Snubbin, seguido de Mr. Mallard, que casi tapaba al doctor con una inmensa bolsa encarnada, que colocó sobre la mesa, retirándose luego de estrechar la mano a Mr. Perker. Entraron luego dos o tres doctores más, y entre ellos uno de obesa contextura y roja faz, que saludó amistosamente al doctor Snubbin y dijo que hacía una hermosa mañana.

—¿Quién es ese de cara roja que ha dicho que hace una mañana hermosa al saludar a nuestro abogado? —murmuró Mr. Pickwick.

—El doctor Buzfuz —repuso Perker—. Es de la otra parte. Ese señor que hay detrás de él es Mr. Skimpin, su adjunto.

A punto estaba Mr. Pickwick de preguntar, lleno de odio implacable ante la despiadada villanía del hombre, cómo el doctor Buzfuz, que era abogado de la parte contraria, había osado decir al doctor Snubbin, que era su propio abogado, que hacía una hermosa mañana, cuando fue interrumpido por un movimiento que hicieron al levantarse los abogados, y una gran exclamación de «¡Silencio!» de los oficiales de la Sala. Mirando a su alrededor, observó que aquello era debido ala entrada del juez.

El justicia Stareleigh, que ocupaba la presidencia en ausencia del primer justicia, que se hallaba indispuesto, era un hombre extraordinariamente corto y tan gordo que parecía exclusivamente constituido por una cara y un chaleco. Movíase sobre dos piernecillas algo torcidas, y después de saludar con gravedad al estrado de los abogados, que correspondieron con la misma gravedad, metió las piernas bajo la mesa, puso en la misma el tricornio, y, luego de hacer esto, todo lo que de él podía verse eran dos curiosos ojuelos, una ancha faz enrojecida y algo parecido a una enorme y cómica peluca.

No bien tomó asiento el juez, proclamó el silencio el oficial de Sala, en tono autoritario, después de lo cual proclamó el silencio en la galería otro bedel, en forma un tanto airada, y poco después proclamaron el silencio tres o cuatro ujieres, con voz de indignada reconvención. A poco, un caballero vestido de negro, que ocupaba el estrado inferior al juez, empezó a llamar a los jurados, y al cabo de unas cuantas vacilaciones y murmullos llegó a descubrirse que sólo se hallaban presentes diez de los miembros del Jurado especial. Un comerciante de comestibles y un boticario fueron requeridos inmediatamente.

—Respondan cuando se les llame, señores, que va a tomárseles juramento —dijo el caballero de negro—. Richard Upwitch.

—Presente —dijo el tendero.

—Tomás Groffin.

—Presente —dijo el boticario.

—Tomen el libro, señores. ¿Juran ustedes enjuiciar con arreglo a su conciencia?

—Dispénseme la Sala —dijo el boticario, que era un larguirucho hombrecillo, de rostro amarillento—, pero solicito de la Sala que me excuse de la asistencia.

—¿Con qué motivo, sir? —dijo el justicia Stareleigh.

—No tengo ayudante, señor —dijo el boticario.

—Yo no puedo evitar eso, sir —replicó el justicia Stareleigh—. Haber contratado uno.

—No me es posible, señor —repuso el boticario.

—Pues debía usted haberlo procurado, sir —dijo el juez, poniéndose encarnado, porque el temperamento del justicia Stareleigh era fácilmente irritable y no admitía contradicción.

—Ya comprendo que
debía, si me fuera tan bien como merecía; pero no es así, señor —replicó el boticario.

—Que juren esos señores —dijo el juez, en tono apremiante.

No había hecho el oficial más que decir: «¿Jura usted enjuiciar con arreglo a su conciencia?», cuando de nuevo fue interrumpido por el boticario.

—¿Va a tomárseme juramento, señor? —dijo el boticario.

—Desde luego, sir —replicó el tétrico juez.

—Muy bien, señor —replicó el boticario con resignado acento—. Entonces, antes de que termine esta vista se cometerá un asesinato; no digo más. Tómeseme juramento, si usted quiere, sir.

Y se tomó juramento al boticario, antes de que el juez pudiera decir una sola palabra.

—Sólo quería advertir, señor —dijo el boticario, sentándose con gran deliberación—, que no he dejado en la botica más que un chico que tengo para hacer recados. Es un buen muchacho, señor, pero no sabe una palabra de drogas, y sé perfectamente que abriga la convicción de que sal de Epson significa ácido oxálico, y jarabe de ipecacuana, láudano. Nada más, señor.

Y diciendo esto, el larguirucho boticario se colocó en actitud confortable, y adoptando un continente placentero, pareció disponerse a aguardar los acontecimientos.

Miraba Mr. Pickwick al boticario, con la interna sensación del horror más profundo, cuando se hizo ostensible una ligera conmoción en la Sala, e inmediatamente después la señora Bardell, sostenida por la señora Cluppins, era introducida y colocada, en estado del mayor abatimiento, en el otro extremo del banco que ocupaba Mr. Pickwick. Un paraguas de tamaño más que mediano era transportado por Mr. Dodson, y un par de zuecos por Mr. Fogg, cada uno de los cuales traía preparada para el caso una expresión humilde y melancólica. Entonces apareció la señora Sanders, llevando de la mano al pequeño Bardell. A la vista de su hijo, sobresaltóse la señora Bardell; mas, recobrándose inmediatamente, empezó a besarle con frenesí, cayendo en seguida en un estado de imbecilidad histérica y preguntando además que dónde se encontraba. En respuesta a esto, la señora Cluppins y la señora Sanders volvieron sus caras a otro lado, rompiendo a llorar, en tanto que los señores Dodson y Fogg suplicaban a la demandante que se reportara en lo posible. Frotóse los ojos enérgicamente el doctor Buzfuz con un gran pañuelo blanco y dirigió al jurado una mirada intencionada, mientras que el juez, visiblemente afectado, así como algunos otros circunstantes, procuraban, tosiendo, disimular su emoción.

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