Los papeles póstumos del club Pickwick (74 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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35. En el cual piensa Mr. Pickwick que lo que debe hacer es irse a Bath, y procede en consecuencia

—¿Pero es cosa decidida, mi querido señor —decía el pequeño Perker, que se hallaba en la habitación de Mr. Pickwick a la mañana siguiente a la vista—; pero es cosa decidida... hablando ahora seriamente y dejando aparte la indignación... que no piensa usted pagar las costas ni la indemnización?

—Ni medio penique —dijo con firmeza Mr. Pickwick—; ni medio penique.

—¡Hurra por los principios!, como dijo el prestamista que no quería renovar el pagaré —observó Mr. Weller, que quitaba a la sazón los cacharros del almuerzo.

—Sam —dijo Mr. Pickwick—: ten la bondad de marcharte. —En seguida, sir —replicó Mr. Weller.

Y obedeciendo la tímida indicación de Mr. Pickwick, retiróse Sam.

—No, Perker —dijo Mr. Pickwick con serio talante—; mis amigos se han empeñado en disuadirme de esa determinación, pero no lo han conseguido. Viviré como hasta aquí hasta que la parte contraria logre hacerse con la orden de ejecución contra mí; y si son bastante infames para servirse de ella y me llevan a prisión, me rendiré animosamente y con el corazón satisfecho. ¿Cuándo pueden hacer eso?

—Pueden obtener la orden de ejecución, mi querido señor, por el importe de la indemnización y de las costas, en el próximo ejercicio —repuso Perker—; de aquí a dos meses, mi querido señor.

—Muy bien —dijo Mr. Pickwick—. Hasta entonces, amigo, no me hable usted más del asunto. Y ahora —continuó Mr. Pickwick, mirando a sus amigos con alegre sonrisa y con un brillo en la mirada que no podían oscurecer ni ocultar los anteojos—, lo único que hay que resolver es adónde vamos ahora.

Mr. Tupman y Mr. Snodgrass estaban demasiado afectados por el heroísmo de su amigo para hallarse en condiciones de articular respuesta. Mr. Winkle aún no se había recobrado por completo del sinsabor ocasionado por su malhadada declaración, por lo cual no podía hacer observación alguna; así es que Mr. Pickwick esperó en vano la respuesta.

—Bien —dijo Mr. Pickwick—; si me dejan la elección del punto, yo digo que Bath. Creo que ninguno de nosotros ha estado allí.

Ninguno había estado, en efecto, y como la propuesta fue calurosamente secundada por Perker, que juzgaba probable que un pequeño cambio en la vida de Mr. Pickwick, con la alegría consiguiente, podría tal vez inclinarle a pensar mejor acerca de su determinación y peor acerca de la prisión de insolventes, quedó aceptada por unanimidad. Despachóse a Sam al instante a El Caballo Blanco para tomar cinco asientos en el coche de las siete y media de la mañana siguiente.

Quedaban precisamente dos plazas libres en el interior y tres en la imperial, por lo cual decidió Sam Weller tomarlas; y después de cambiar algunos cumplimientos con el empleado de la administración acerca de cierta media corona de estaño que le devolvieran entre las monedas del cambio, volvió a Jorge y el Buitre, donde se enredó hasta la hora de acostarse en acomodar los trajes y la ropa blanca en el menor espacio posible, y puso en actividad sus habilidades mecánicas desplegando una serie de ingeniosos artificios para cerrar unas maletas que no tenían bisagras ni cerraduras.

La mañana siguiente resultó bien poco propicia para un viaje, pues era lluviosa y fría. Los caballos de las paradas, así como los que atravesaban la ciudad, producían un vaho tan espeso, que hacíanse invisibles los pasajeros. Los vendedores de periódicos estaban chorreando y olían a cieno; la lluvia caía a torrentes de los sombreros de los vendedores de naranjas, y al meter éstos sus cabezas por las ventanillas del coche volcaban sobre los viajeros una refrescante catarata. Los judíos guardaban desesperados sus navajas de cincuenta hojas; los vendedores de cuadernos empaquetaban su mercancía. Las cadenas y los tridentes bajaban de precio; las cajas de lápices y las esponjas estaban por los suelos.

Dejando a Sam Weller que rescatara el equipaje de los siete u ocho mozos que con furia salvaje arrojáranse a él en el momento de detenerse el coche, y sabiendo que aún tardarían veinte minutos en partir, Mr. Pickwick y sus amigos se refugiaron en la sala de descanso, último recurso de la humana tribulación.

La sala de viajeros de El Caballo Blanco no hay que decir que era bastante incómoda, que si no, no sería sala de viajeros. Tratábase de una habitación lateral, de la que parecía haberse apoderado un pretencioso fogón de cocina, provisto de un rebelde hurgón, de una pala y de unas tenazas. Hallábase dividida en compartimentos, para que los viajeros pudieran acomodarse aisladamente, y provista de un reloj de pared, un espejo y un camarero animado, utensilio este último que se veía confinado en un estrecho canal, situado en un rincón de la estancia, donde daba cima a la tarea de fregar los vasos.

Ocupaba a la sazón uno de los compartimentos un hombre de severa mirada, de unos cuarenta y cinco años, cuya lustrosa y calva frente terminaba lateral y posteriormente en un cerco abundante de negros cabellos y cuyo rostro ostentaba dos grandes mostachos, negros también. Llevaba parda casaca, abotonada hasta arriba, y en la silla de al lado yacían un inmenso gabán y un capote. Al entrar Mr. Pickwick, levantó el mencionado caballero sus ojos de la mesa en que almorzaba y le dirigió una mirada altanera y enérgica, llena de dignidad; y luego de contemplar a su sabor, con escrutador empeño, a Mr. Pickwick y a sus acompañantes, inició un tarareo que parecía querer manifestar que abrigaba la suspicacia de que alguien se proponía ganarle la mano, pero que eso no podía ser.

—Camarero —dijo el caballero de los mostachos.

—¿Sir? —respondió un hombre de cara sucia, que llevaba una toalla en el mismo estado, surgiendo del canal.

—Otra tostada.

—En seguida, sir.

—Con manteca, fíjese bien —dijo el caballero, en tono autoritario.

—Al momento, sir —replicó el camarero.

Reanudó su tarareo el caballero de los mostachos y, en espera de la tostada, acercóse al fuego, cruzó sus manos sobre los faldones de su casaca y se entregó a la meditación.

—No se dónde parará el coche de Bath —dijo Mr. Pickwick, dulcemente, a Mr. Winkle.

—¡Hum!... ¿qué es eso? —dijo el extraño caballero.

—Hacía una observación a mi amigo, sir —respondió Mr. Pickwick, siempre dispuesto a entrar en conversación—. Le preguntaba que dónde pararía el coche al llegar a Bath. Tal vez pudiera usted informarme.

—¿Va usted a Bath? —dijo el desconocido.

—Sí, sir —respondió Mr. Pickwick.

—¿Y esos otros señores?

—También van —dijo Mr. Pickwick.

—¿Pero no en el interior, supongo?... Me he fastidiado si van ustedes dentro —dijo el desconocido.

—No todos —dijo Mr. Pickwick.

—¡No, todos, no! —repuso enfáticamente el desconocido—. Yo he tomado dos asientos. Si pretenden que vayan seis apiñados en ese cajón infernal, en que sólo caben cuatro, tomaré una posta y haré una reclamación. Yo he pagado mi viaje. Eso no lo tolero. Ya le dije al empleado, al tomar los billetes, que no lo aguantaba, porque sé que se ha hecho ya otras veces. Sé que lo hacen todos los días; pero a mí no me lo han hecho nunca ni me lo harán. Los que me conocen lo saben bien. ¡Pues no faltaba más!

Tiró violentamente de la campanilla el irascible caballero y dijo al camarero que como no le trajera inmediatamente la tostada podía prepararse.

—Señor mío —dijo Mr. Pickwick—, permítame que le observe que su excitación está completamente injustificada. Yo sólo he tomado dos asientos de interior.

—Me alegro de saberlo —dijo el rabioso caballero—. Retiro mis palabras. Doy a usted mis satisfacciones. Aquí está mi tarjeta. Démonos a conocer.

—Con mucho gusto, sir —replicó Mr. Pickwick—. Vamos a ser compañeros de viaje, y espero que ambos lo pasaremos agradablemente.

—Así lo espero, sir —dijo el altivo caballero—. Estoy seguro de ello. Me agrada su aspecto de usted. Me agradan los demás. Señores, denme sus manos y sus nombres. Hagámonos amigos.

Ni que decir tiene que a esta graciosa invitación siguió un cambio de saludos amicales. El altivo caballero procedió a comunicar inmediatamente a los amigos, en el mismo estilo, compuesto de frases cortadas, abruptas, inquietas, que su nombre era Dowler; que se dirigía a Bath, en viaje de placer; que había pertenecido al ejército; que en la actualidad se dedicaba a negocios, como particular; que vivía de sus rentas, y que la persona a que se destinaba el otro asiento que había tomado era nada menos que la señora DowIer, su esposa.

—Es una mujer hermosa —dijo DowIer—. Me siento orgulloso de ella, y con razón.

—Tendré el gusto de juzgar por mí mismo —dijo Mr. Pickwick con una sonrisa.

—Ya lo creo —replicó DowIer—. Ella le conocerá a usted. Le estimará. Le hice el amor de una manera muy singular. La conquisté gracias a un voto audaz. Fue de esta manera: La vi, la amé, la solicité, me rechazó. «¿Ama usted a otro?» «Respete mi pudor.» «¿Le conozco?» «Le conoce usted.» «Muy bien; si está aquí, le desuello vivo.»

—¡Qué atrocidad! —exclamó involuntariamente Mr. Pickwick.

—¿Desolló usted al caballero, sir? —preguntó Mr. Winkle, poniéndole muy pálido.

—Le puse una esquela. Le dije que se trataba de una cuestión muy desagradable, y realmente lo era.

—Sin duda ninguna —interrumpió Mr. Winkle.

—Le dije que había empeñado mi palabra de caballero de desollarle. Mi honor se hallaba en entredicho. No podía elegir. Como oficial al servicio de Su Majestad, estaba obligado a desollarle. Lo sentía mucho, pero no había más remedio. Él se convenció. Se hizo cargo de que las exigencias del servicio son imperiosas. Huyó. Me casé con ella. Aquí está el coche. Ésa es su cabeza.

Al acabar Mr. DowIer, señaló a un coche que acababa de llegar, por cuya abierta ventana asomaba, debajo de un sombrero azul, un lindo rostro, que buscaba con afán entre la muchedumbre que allí se hallaba estacionada: probablemente buscaba al hombre audaz. Pagó su consumo Mr. DowIer y se precipitó con su gorra de viaje, su gabán y su capa. Mr. Pickwick y sus amigos se apresuraron a requerir sus asientos.

Mr. Tupman y Mr. Snodgrass se habían sentado en la trasera del coche; Mr. Winkle tenía asiento en el interior, y Mr. Pickwick se disponía a ocupar su sitio, cuando Sam Weller se acercó a su amo y le pidió licencia por lo bajo para decirle algo, con aire de profundo misterio.

—¿Qué, Sam —dijo Mr. Pickwick—, qué hay?

—Algo que corre por ahí, sir —respondió Sam.

—¿Qué es? —inquirió Mr. Pickwick.

—Pues hay, sir —repuso Sam—, que mucho me temo que el propietario de este coche quiera jugarle una mala pasada.

—¿Cómo es eso, Sam? —dijo Mr. Pickwick—. ¿No están los nombres en la hoja de ruta?

—Los nombres no sólo están en la hoja de ruta, sir —replicó Sam—, sino que están pintados en la puerta del coche.

Y al decir esto, señaló Sam al punto de la portezuela del coche en que figura generalmente el nombre del propietario, y allí, sin que pudiera haber lugar a dudas, en letras doradas de gran tamaño, veíase el nombre mágico de Pickwick.

—¿Cómo es esto? —exclamó Mr. Pickwick, asombrado de aquella coincidencia—. ¡Qué cosa tan extraordinaria!

—Sí, pero no es eso todo —dijo Sam, llamando nuevamente la atención de su amo hacia la portezuela del carruaje—; no contento con escribir «Pickwick», pone delante «Moisés», lo cual es añadir la injuria al agravio, como dijo el loro cuando vio que no sólo le sacaban de su país natal, sino que le obligaban además a hablar inglés.

—Es muy extraño, Sam —dijo Mr. Pickwick—; pero si nos quedamos aquí hablando, vamos a perder nuestros asientos.

—¿Qué, no hay nada que hacer en vista de esto, sir? —exclamó Sam, estupefacto ante la indiferencia con que Mr. Pickwick parecía disponerse a embutirse en el coche.

—¡Hacer! —dijo Mr. Pickwick—. ¿Hacer qué?

—¿Es que no hay que darle a alguno algún latigazo por tomarse esa libertad, sir? —dijo Mr. Weller, que esperaba, al menos, se le comisionase para retar al guarda y al cochero a un encuentro singular en aquel mismo instante.

—Claro que no —replicó Mr. Pickwick con decisión—; de ninguna manera. Sube a tu sitio inmediatamente.

«Temo», se dijo Sam para sus adentros, «que le ocurra al amo algo raro, pues si no, no hubiera tomado la cosa con tanta tranquilidad. No me extrañaría que ese proceso le hubiera trastornado el juicio, porque le encuentro mal, muy mal».

Movió Mr. Weller gravemente la cabeza, y es digno de notarse, para encarecer la importancia que dio a la cosa, que no habló una sola palabra hasta que traspuso el coche la barrera de Kensington, lo cual representaba para él una meditación y un silencio tan largos, que puede considerarse el hecho insólito y sin precedente.

Nada de particular ocurrió durante el viaje. Mr. Dowler relató un sinnúmero de anécdotas, en todas las cuales campeaban sus proezas personales y las dificultades con que había luchado, apelando de cuando en cuando al testimonio corroborante de la señora Dowler, que terciaba invariablemente, a guisa de apéndice, recordando algún hecho o circunstancia olvidados por Mr. Dowler, o tal vez omitido por razones de modestia, porque todas las adiciones concurrían a demostrar que Mr. Dowler era un ser mucho más maravilloso de lo que él mismo daba a entender. Mr. Pickwick y Mr. Winkle escuchaban admirados y conversaban a intervalos con la señora Dowler, que era una simpática y fascinadora mujer. Tanto, que entre las narraciones de Mr. Dowler, los encantos de la señora Dowler, el buen humor de Mr. Pickwick y el buen escuchar de Mr. Winkle, reinó en el interior la más grata camaradería durante todo el camino. Los viajeros del exterior hicieron lo que hacen todos los viajeros del exterior. Mostráronse alegres y locuaces al principio de cada trayecto, soñolientos y decaídos hacia la mitad y extraordinariamente animosos y despiertos al acercarse el fin. Había un joven, con una capa impermeable, que se pasó el día fumando cigarros, y había otro joven, envuelto en una parodia de gabán, que encendió una infinidad y, sintiéndose indudablemente molesto a la segunda chupada, los tiraba cuando juzgaba que nadie le veía. Había en el pescante otro joven que manifestaba un gran afán por adquirir conocimientos de ganadería, y un viejo, en el asiento de atrás, que demostraba hallarse familiarizado con los asuntos agrícolas. Hubo un pasar incesante de hombres de blusa y chaquetas blancas, que fueron invitados por el mayoral a subir y que conocían a todos los caballos y postillones del camino y a los que no eran del camino. Hubo una comida que hubiera sido barata, a media corona por boca, de haber habido bocas capaces de despacharla en el tiempo asignado. Y a las siete de la tarde, Mr. Pickwick y sus amigos y Mr. Dowler y su esposa retiráronse a sus estancias respectivas del hotel El Ciervo Blanco, que da frente al gran Balneario de Bath, donde los sirvientes podían haberse confundido con los chicos de Westminster si la conducta irreprochable de los primeros no hiciera imposible la confusión.

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