Los papeles póstumos del club Pickwick (75 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Apenas terminara el almuerzo a la mañana siguiente, cuando un camarero entró con una tarjeta de Mr. Dowler, en la que solicitaba licencia para presentar a un amigo suyo. Inmediatamente después de ser entregada la tarjeta, entró Mr. Dowler en compañía de su amigo.

Era el amigo un joven encantador, de poco más de cincuenta años, vestido con casaca azul de botones resplandecientes, negros pantalones y un par de botas finísimas, extraordinariamente charoladas. Un monóculo con cerco de oro colgaba de su cuello por medio de una ancha y corta cinta negra; una tabaquera de oro jugaba con elegancia en su mano izquierda; innumerables sortijas brillaban en sus dedos, y un gran diamante, en un alfiler de oro, centelleaba en la pechera de su camisa. Tenía un reloj de oro y una cadena de oro, de la que pendían enormes guardapelos de oro, y llevaba un bastón de ébano con pesada empuñadura de oro. Su camisa era blanquísima, finísima y planchadísima; su peluca, de las más abundosas, negrísima y rizadísima. Su tabaco era de príncipe y su perfume
bouquet du roi. Sus rasgos se contraían en una sonrisa perenne, y guardaban sus dientes un orden tan perfecto, que era difícil a distancia distinguir los postizos de los propios.

—Mr. Pickwick —dijo Mr. Dowler—: mi amigo, Angelo Cyrus Bantam, esquire, maestro de ceremonias de Bantam; Mr. Pickwick. Ya se conocen ustedes.

—Sea usted bien venido a Bath, sir. Es verdaderamente una adquisición. Bien venido a Bath, sir. Hace mucho, mucho tiempo que Mr. Pickwick no toma las aguas. Se me figura un siglo, Mr. Pickwick. ¡Notable!

Tales fueron las frases con que Angelo Cyrus Bantam, esquire, maestro de ceremonias, estrechó la mano de Mr. Pickwick. Retúvola entre tanto, haciendo una serie de encogimientos de hombros y de inclinaciones, como si realmente le fuera imposible hacerse a la idea de abandonarla.

—Hace mucho tiempo que no tomo las aguas, ciertamente —replicó Mr. Pickwick—, porque, que yo sepa, no las he tomado nunca.

—¡Nunca en Bath, Mr. Pickwick! —exclamó el gran maestro, dejando caerla mano, aniquilado por la estupefacción—. ¡Nunca en Bath! ¡Je, je! Mr. Pickwick, es usted muy bromista. No está mal; no está mal. Bueno, bueno. ¡Je, je, je! ¡Notable!

—Aunque me avergüence, tengo que decir que hablo completamente en serio —repuso Mr. Pickwick—. No he estado aquí nunca.

—¡Ah! ya veo —exclamó el gran maestro, manifestando gran contento—; sí, sí... bueno, bueno... mejor que mejor. Usted es el señor de quien hemos oído hablar. Sí; le conocemos a usted, Mr. Pickwick, le conocemos.

«Las noticias del proceso, en esos malditos periódicos», pensó Mr. Pickwick. «Ya se han enterado de todo».

—Usted es el señor que reside en Clapham Green —continuó Bantam—, que se quedó baldado por haber cometido la imprudencia de coger frío después de beber vino de Oporto; que no podía moverse por los dolores agudos que sufría, y al que se llevó el agua del Baño del Rey embotellada a ciento tres grados. Se le mandaba en un carro hasta su dormitorio de la ciudad, donde se bañó, estornudó y se puso bueno en un solo día. ¡Muy notable!

Agradeció Mr. Pickwick la fineza que implicaba aquella suposición, mas tuvo la abnegación de rechazarla, y aprovechándose de una pausa del maestro de ceremonias, pidió licencia para presentar a sus amigos Mr. Tupman, Mr. Winkle y Mr. Snodgrass, presentación que honró grandemente al maestro de ceremonias y le colmó de placer.

—Bantam —dijo Mr. Dowler—: Mr. Pickwick y sus amigos son forasteros. Tienen que inscribir sus nombres. ¿Dónde está el libro?

—El registro de los visitantes distinguidos de Bath estará en la sala de baños mañana a las dos —replicó el maestro de ceremonias—. ¿Quiere usted acompañar a nuestros amigos al espléndido edificio y proporcionarme el honor de registrar sus autógrafos?

—Así lo haré —respondió Dowler—. Es una visita larga. Ya es hora de marcharse. Volveré dentro de una hora. Vamos.

—Esta noche hay baile —dijo el maestro de ceremonias, tomando de nuevo la mano de Mr. Pickwick al levantarse—. Las noches de baile, en Bath, son horas arrancadas del Paraíso; se hacen encantadoras por la música, la belleza, la elegancia, la distinción, la etiqueta y... y... sobre todo, por la ausencia de mercachifles, que son completamente incompatibles con el Paraíso y que se amalgaman todos en Guildhall cada quince días, lo que es verdaderamente notable. ¡Adiós, adiós!

Y asegurando, mientras bajaba las escaleras, hallarse satisfecho, encantado y halagadísimo, Angelo Cyrus Bantam, esquire, maestro de ceremonias, subió a un elegante carruaje que le esperaba a la puerta y se alejó.

A la hora señalada, Mr. Pickwick y sus amigos, escoltados por Dowler, encamináronse a la sala de reunión e inscribieron sus nombres en el libro. Fue un ejemplo de amabilísima deferencia que confundió y llenó de gratitud a Angelo Bantam. Las papeletas de admisión para la fiesta de la noche debían ser extendidas para todos, y como aún no estaban preparadas, decidió Mr. Pickwick, a despecho de todas las protestas de Angelo Bantam, enviar a Sam a recogerlas, a las cuatro de la tarde, a casa del maestro de ceremonias, que se hallaba en la plaza de la Reina. Luego de dar un corto paseo por la ciudad y de llegar a la conclusión unánime de que Park Street se parecía mucho a esas calles empinadísimas que en sueños suelen verse y por las cuales se hace imposible subir, volvieron a El Ciervo Blanco y despacharon a Sam con la comisión a que su amo se había comprometido.

Calóse el sombrero Sam Weller con gracioso desgaire y, metiendo sus manos en los bolsillos de su chaleco, encaminóse decidido a la plaza de la Reina, silbando, en tanto que caminaba, los aires populares en boga, arreglados según nuevas modulaciones para el noble instrumento bucal o tubular. Al llegar frente al número de la plaza de la Reina que se le había indicado, cesó de silbar y dio un golpe discreto en la puerta, al que acudió instantáneamente un lacayo, de cabeza empolvada y gran librea, que tenía una estatura bastante aventajada.

—¿Vive aquí Mr. Bantam, buen viejo? —preguntó Sam WeIler, nada intimidado por la llamarada esplendorosa que se ofreció a su vista en la persona del lacayo empolvado de gran librea.

—Por qué, joven? —preguntó con altanería el lacayo de cabeza empolvada.

—Porque, si es así, tiene usted que entrar esta tarjeta y decir que espera Mr. Weller —dijo Sam.

Y diciendo esto, se coló en el portal con gran desembarazo y se sentó.

El lacayo de empolvada cabeza dio un fuerte portazo y frunció altivamente el ceño, portazo y fruncimiento que pasaron inadvertidos para Sam, que contemplaba atentamente, con señales inequívocas de crítico satisfecho, un inmenso paraguas de caoba.

La acogida que mereciera la tarjeta por parte del amo debió predisponer en favor de Sam al lacayo de empolvada cabeza, porque al volver, después de entregarla, sonrióle amistosamente y le dijo que se le daría en seguida la contestación.

—Muy bien —dijo Sam—. Diga al viejo que no vaya a sudar por apresurarse. Que no se dé prisa, seis pies. Yo he comido ya.

—Temprano come usted, sir —dijo el lacayo de empolvada cabeza.

—Así llego mejor a la cena —replicó Sam.

—¿Hace tiempo que está usted en Bath, sir? —preguntó el empolvado lacayo—. No he tenido el gusto de verle nunca.

—Aún no he causado aquí gran sensación —repuso Sam—, porque yo y los otros elegantes hemos llegado anoche.

—Hermosa ciudad, sir —dijo el empolvado lacayo.

—Así parece —observó Sam.

—Agradable sociedad, sir —observó el empolvado lacayo—. Hay criadas muy agradables, sir.

—Ya lo suponía yo —replicó Sam—. Gentes afables, llanas, de esas que no se ocupan de nadie.

—¡Oh!, así es, sir —dijo el empolvado lacayo, tomando como una fineza la observación de Sam—; así es. ¿No lo gasta usted, sir? —preguntó el alto lacayo, sacando una tabaquera que tenía una cabeza de zorra en una esquina.

—Sin estornudar, no —replicó Sam.

—Caramba, pues así es difícil, sir, lo confieso —dijo el lacayo.

—Esto hay que hacerlo poco a poco, sir. El café es lo mejor. Yo he usado el café mucho tiempo. Se parece mucho al rapé, sir.

Un fuerte campanillazo impuso al empolvado lacayo la ignominiosa obligación de meterse en el bolsillo la tabaquera y echar a correr con humilde semblante al «estudio» de Mr. Bantam. ¡Que, por cierto, no ha habido hombre de los que jamás leen ni escriben que no tenga algún pequeño aposento retirado al que llama estudio!

—Aquí está la contestación, sir —dijo el empolvado lacayo—. Temo que la encuentre usted demasiado voluminosa.

—No se preocupe —dijo Sam, tomando una carta encerrada en pequeñísimo sobre—. De esa manera, el ser más débil puede cargar con ella.

—Espero que volveremos a vernos, sir —dijo el empolvado lacayo, frotándose las manos y acompañando a Sam hasta la puerta.

—Es usted muy amable, sir —replicó Sam—. Ahora, no se imponga usted muchas fatigas; sería una lástima en una persona tan amable. Considere usted que se debe a la sociedad, y no debe permitir que le agobie un trabajo excesivo. Por sus amigos, consérvese usted lo mejor que pueda; piense en la pérdida que para ellos sería.

Y con estas frases patéticas se alejó Sam Weller.

—Es un joven muy original —dijo el empolvado lacayo, viendo alejarse a Mr. Weller y haciendo un gesto que parecía significar que no se trataba de un hombre que se dejara mangonear.

Sam no dijo absolutamente nada. Guiñó un ojo, movió la cabeza, sonrió, volvió a guiñar y, adoptando la actitud de aquel que está dispuesto a echarlo todo a broma, emprendió alegremente su camino.

Veinte minutos antes de las ocho de la noche, Angelo Cyrus Bantam, esquire, el maestro de ceremonias, apeábase de su carruaje a la puerta del casino con la misma peluca, los mismos dientes, el mismo monóculo, el mismo reloj con los guardapelos, las mismas sortijas, el mismo alfiler y el mismo bastón. La única diferencia apreciable en su indumento y tocado podría ser que llevaba una casaca de azul más vivo, camisola de seda blanca, negros pantalones ajustados, medias negras, escarpines del mismo color; que ostentaba un magnífico chaleco blanco y que difundía, si cabe, un perfume más penetrante.

Ataviado de esta guisa, el maestro de ceremonias, cumpliendo rigurosamente los deberes de su importante cargo, situóse a la entrada de los salones para recibir a la concurrencia.

Como Bath rebosaba de gente, la concurrencia y las monedas de seis peniques del té entraban a raudales. En la sala de baile, en el gran salón de juego, en la sala octogonal de juego y en las escaleras y galerías se oía un murmullo constante de voces y el ruido de muchas pisadas. Rozaban las sedas, ondeaban las plumas, fulgían las luces y resplandecían las joyas. Percibíase una música, no la del rigodón, porque éste aún no había empezado, pero sí la música de unos pasitos suaves y delicados, entreverados de risas claras y alegres, dulce y queda, pero agradabilísima de oír cuando la produce la voz de una mujer, lo mismo en Bath que en otra parte cualquiera. Por todas partes brillaban miradas reveladoras de placentera expectación y veíase por doquier deslizarse entre la muchedumbre formas exquisitas y graciosas que, no bien se perdían, eran reemplazadas por otras igualmente lindas y hechiceras.

En la sala del té y merodeando alrededor de las mesas de juego veíase una nutrida pléyade de viejas y raras señoras y de decrépitos caballeros, que discutían los pequeños escándalos del día con una fruición y un gusto que denunciaban a las claras la intensidad del gozo que sacaban de semejante ocupación. Mezclábanse entre estos grupos tres o cuatro mamás casamenteras que, simulando hallarse absorbidas en la conversación, no dejaban de lanzar, de tiempo en tiempo, ávidas ojeadas de soslayo sobre sus hijas, quienes, recordando la orden maternal de sacar de su juventud todo el partido posible, ya habían comenzado esos primeros flirteos que consisten en extraviar sus chales, ponerse los guantes, dejar las tazas sobre la mesa, y así sucesivamente; nonadas aparentes que rinden, no obstante, efectos maravillosos cuando son guiadas por manos expertas y adiestradas.

Hacia las puertas y en los rincones extremos de la sala pululaban nutridas falanges de pollos insustanciales, que desplegaban una variada gama de dandismo y estolidez. Con su aire atolondrado y presuntuoso, eran objeto de la burlona contemplación de los discretos y se creían el blanco de la general admiración, ilusión pueril que liberalmente se tolera por las gentes serias.

Y, por último, sentadas en los bancos de atrás, en los cuales habían tomado sus posiciones para la velada, había diversas solteronas que, habiendo ya perdido su oportunidad, no bailaban por no tener pareja y no tomaban parte en los juegos de cartas por miedo a que se les considerase como solteras irredimibles. En esta situación, se permitían criticar a todo el mundo, sin pararse a reflexionar en ellas mismas. Y podían criticar a todo el mundo, porque todo el mundo estaba allí. Era una escena en que se mezclaban la alegría, el brillo y la ostentación; una escena de ricos vestidos, hermosos espejos, guirnaldas y bujías; y por todas partes, corriendo de un lado a otro, con muda suavidad, distribuyendo obsequiosas reverencias, saludando familiarmente a aquél y sonriendo complacido a todos, veíase la atildada y elegante persona de Angelo Cyrus Bantam, esquire, el maestro de ceremonias.

—Deténgase en la sala del té. Dé usted los seis peniques. Le darán a usted agua caliente, que es a lo que aquí llaman té. Bébalo —dijo Mr. Dowler en voz alta, dirigiéndose a Mr. Pickwick, que avanzaba, al frente de sus amigos, llevando del brazo a la señora Dowler.

Dio una vuelta Mr. Pickwick por la sala del té y, no bien le echó la vista encima, Mr. Bantam se abrió camino entre la multitud y le recibió extasiado de placer.

—Mi querido señor, me siento honradísimo. Es una honra para Bath. Señora Dowler, usted embellece los salones. Felicito a usted por sus plumas. ¡Notable!

—¿Hay alguien aquí? —inquirió Dowler con acento suspicaz.

—¡Alguien! La elite de Bath, Mr. Pickwick. ¿Ve usted aquella señora con turbante de gasas?

—¿La vieja gorda? —preguntó Mr. Pickwick inocentemente.

—¡Chist!, mi querido señor... en Bath nadie es gordo ni viejo. Ésa es la ilustre señora Snuphanuph.

—¿Es ella? —dijo Mr. Pickwick.

—Nada menos que ella, se lo aseguro a usted —dijo el maestro de ceremonias—. ¡Chist! Acérquese un poco más, Mr. Pickwick. ¿Ve usted aquel joven elegantísimo que viene hacia acá?

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