Los papeles póstumos del club Pickwick (79 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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El frutero y su mujer colocaron sobre la mesa una pierna del carnero, humeante, con salsa de alcaparras, adornada con nabos y patatas. Ocupó la presidencia Mr. Tuckle y se sentó enfrente el caballero de peluche naranja. Calzóse el frutero un par de guantes, para manejar los platos, y se situó detrás de la silla de Mr. Tuckle.

—Enrique —dijo Mr. Tuckle en tono despótico.

—Sir —dijo el frutero.

—¿Se ha puesto usted los guantes?

—Sí, sir.

—Entonces, levante usted la tapadera.

—En seguida, sir.

Ejecutó el frutero lo que se le decía, con aire de gran humildad, y puso amablemente en manos de Mr. Tuckle el trinchante; pero en aquel momento se le ocurrió bostezar.

—¿Qué significa eso, sir? —dijo Mr. Tuckle con aspereza.

—Perdone, sir —replicó consternado el frutero—; no lo hice a propósito, sir; anoche me acosté muy tarde, sir.

—¿Sabe usted lo que estoy pensando, Enrique? —dijo Mr. Tuckle con aire amostazado—. Pues que es usted un animal.

—Espero, señores —dijo Enrique—, que no serán ustedes muy severos conmigo, señores. Estoy muy agradecido a ustedes, por su protección y por las recomendaciones que de mí hacen allí donde se necesita un servicio temporal. Espero, señores, que quedarán satisfechos.

—Pues se equivoca usted, sir —dijo Mr. Tuckle—. Ni muchísimo menos.

—Tenemos a usted por el más irrespetuoso de los granujas —dijo el caballero de peluche anaranjado.

—Y por un vil ladrón —añadió el de los verdes pantalones.

—Y por un galopín desaprensivo —observó el de traje morado.

Inclinóse humildemente el frutero mientras que sobre él llovían estos suaves epítetos, inspirados en la más baja tiranía, y, cuando todos hubieron hecho ostentación de su superioridad, procedió Mr. Tuckle a trinchar la pierna y a servir a los comensales.

No había hecho más que iniciarse este importante acto de la velada, cuando se abrió la puerta bruscamente, dando paso a un caballero con traje azul claro y botones de plomo.

—Contra las reglas establecidas —dijo Mr. Tuckle—. Demasiado tarde, demasiado tarde.

—No, no; no ha sido culpa mía —dijo el caballero de azul—. Apelo a la concurrencia. Un asunto galante; una cita en el teatro.

—¡Hola! —dijo el caballero de peluche anaranjado.

—Sí, eso ha sido, palabra de honor —dijo el caballero de azul—. Prometí ir a buscar a la más pequeña de nuestras hijas a las diez y media, y como es una chica tan guapa, no he tenido corazón para faltarle. No quiero ofender a los presentes, sir, pero un cotillón no es cosa que se pueda desdeñar.

—Empiezo a creer que hay ahí alguna cosa —dijo Tuckle, en tanto que el recién venido ocupaba un asiento contiguo al de Sam—. He notado una o dos veces que ella se apoya más de la cuenta en el hombro de usted al subir o bajar del carruaje.

—¡Oh!, sí, sí, Tuckle, pero no hablemos de eso —dijo el hombre de azul—. No sería correcto. Puede que yo haya dicho a uno o dos amigos que es una criatura divina y que ha rechazado uno o dos partidos sin causa justificada; pero... no, no, no, nada, Tuckle... Además, delante de extraños... no estaría bien. ¡Delicadeza, querido amigo, delicadeza!

Y sacando su pañuelo el hombre de azul y ajustándose las bocamangas de su librea movió la cabeza y frunció el entrecejo, como si quisiera significar que podría decir mucho más, pero que se reprimía por consideraciones de delicadeza.

El hombre de azul, que era de aspecto desenfadado, petulante, y que manifestaba ser un lacayo extraordinariamente avisado y de aire fanfarrón, había atraído desde el primer momento la atención de Mr. Weller; mas no bien empezó a producirse en esta forma, sintióse Sam más inclinado que nunca a cultivar su amistad. Metióse, pues, en la conversación, con su habitual y característica independencia.

—A la salud de usted —dijo Sam—. Me gusta mucho su conversación. Es sumamente agradable.

Sonrió al oír esto el hombre de azul, cual si se tratara de un cumplimiento que estaba acostumbrado a recibir. Miró complacido a Sam, al mismo tiempo, y dijo que tenían que ser buenos amigos, porque, sin adulación de ninguna clase, demostraba Sam ser un buen muchacho, cuyas maneras y temperamento coincidían con sus gustos.

—Es usted muy bueno, sir —dijo Sam—. Es usted un chico de suerte.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el caballero de azul.

—Me refiero a esa señorita —repuso Sam—. Ella se hace cargo de lo que usted vale. Bien claro se ve.

Guiñó un ojo Mr. Weller y movió la cabeza a un lado y a otro, en forma que halagaba grandemente la personal vanidad del caballero de azul.

—Me está usted pareciendo un joven bastante malicioso, Mr. Weller —dijo el de azul.

—No, no —dijo Sam—. Eso se queda para usted. Es una cosa que le importa a usted mucho más que a mí, como decía aquel que estaba dentro de las tapias del jardín a otro que se hallaba fuera en el momento en que venía por la calle un toro desmandado.

—Bien, bien, Mr. Weller —dijo el caballero de azul—; no niego que se haya fijado en mis maneras y en mi tipo, Mr. Weller.

—Era natural, me parece, que no le pasara inadvertido eso —dijo Sam.

—¿Tiene usted entre manos algún asuntillo de ese género, sir? —preguntó el favorecido caballero de azul, sacando un mondadientes del bolsillo del chaleco.

—De esa clase, precisamente, no —dijo Sam—. En mi casa no hay hijas, pues en tal caso ya le hubiera yo puesto los puntos a alguna de ellas. Por supuesto que yo no haría nada como no fuera, por lo menos, la hija de un marqués. Pudiera ocurrir que me decidiera por una muchacha muy rica, aunque no tuviera título, si ella se enamoraba perdidamente de mí. Otra cosa, no.

—Claro que no, Mr. Weller —dijo el caballero de azul—; no podemos hacernos de menos. Y nosotros comprendemos, Mr. Weller... nosotros, que somos hombres de mundo... que un uniforme bonito, tarde o temprano, siempre hace su efecto con las mujeres. De usted para mí: es lo único por lo que merece la pena de entrar en esta clase de servicio.

—Conforme —dijo Sam—. Eso es indudable.

Concluido de esta suerte el confidencial diálogo, distribuyéronse los vasos, y cada uno de los comensales pidió lo que más le agradaba, antes de que se cerrase la cantina. El caballero de azul y el anaranjado, que eran los más exquisitos de la concurrencia, pidieron grog frío, mientras que los otros parecían apetecer mejor la ginebra y el agua azucarada. Sam llamó «miserable villano» al frutero y pidió un gran vaso de ponche, detalles que parecieron enaltecerle grandemente en la opinión de los conspicuos.

—Señores —dijo el hombre de azul con las maneras del más consumado dandismo—, propongo un brindis por las damas; vamos.

—¡Eso, eso! —exclamó Sam—. Por nuestras amitas.

Prodújose un elevado vocerío en demanda de orden, y Mr. Juan Smauker, como miembro de la reunión que había presentado a Mr. Weller, hubo de advertirle que la palabra que había empleado era algo antiparlamentaria.

—¿Qué palabra? —inquirió Sam.

—Amitas, sir —replicó Mr. Juan Smauker con gesto avisado—. Nosotros no admitimos esas distinciones aquí.

—¡Ah, muy bien! —dijo Sam—. Entonces, enmendaré la frase y les llamaré dulces criaturas, si me lo permite el señor de Llamas.

Alguna duda se produjo en la mente del caballero de los pantalones verdes acerca de si sería o no legal llamar así al presidente; más como la concurrencia parecía no cuidarse mucho de esta circunstancia, la objeción no llegó a suscitarse. Dio un resoplido el hombre de la cocarda y permaneció algún tiempo mirando a Sam, mas consideró prudente no decir nada, por miedo a tener que sentirlo.

Después de una breve pausa, un caballero de bordada casaca, que le llegaba a los tobillos, y cuyo chaleco, igualmente bordado, le llegaba hasta la mitad de las piernas, agitó enérgicamente la ginebra de su vaso, y, levantándose con un esfuerzo violento, dijo que deseaba hacer algunas observaciones a la asamblea. Y considerando el del sombrero decorado que había de agradar a la concurrencia escuchar lo que aquél tuviera que decir, accedió gustoso a lo solicitado.

—Me siento grandemente cohibido, señores, al empezar —dijo el hombre de larga casaca—, por tener la desgracia de ser cochero y de no figurar sino como miembro honorario en esta agradable
soirée, pero me veo obligado, señores, aunque me hallo como gallina en corral ajeno, si es admitida la frase, a dar a conocer una circunstancia aflictiva que ha llegado a mi noticia y que ha ocurrido en la esfera de acción de mi látigo, puede decirse. Señores, nuestro amigo Mr. Whiffers —todas las miradas se vuelven hacia el individuo anaranjado—, nuestro amigo Whiffers ha dimitido.

Prodújose un asombro general en el auditorio. Miráronse unos a otros, y volvieron después sus ojos hacia el cochero que les dirigía la palabra.

—No me extraña que les sorprenda, señores —dijo el cochero—. No me atrevería a poner de manifiesto las causas que han producido esta irreparable pérdida en el servicio; pero suplico a Mr. Whiffers que las haga públicas, para ejemplo y mejoramiento de los amigos que le admiran.

Calurosamente aprobada la insinuación, procedió Mr. Whiffers a rendir sus explicaciones. Dijo que él hubiera deseado ciertamente continuar en el puesto que acababa de dimitir. El uniforme era verdaderamente bello y costoso; las mujeres de la familia eran sumamente agradables, y las obligaciones inherentes a su cargo, en honor a la verdad, nada penosas. El principal servicio que le estaba asignado consistía en mirar por la ventana del vestíbulo, hora tras hora, en compañía de otro caballero, que también había dimitido. Hubiera deseado no verse compelido a participar a la concurrencia el desagradable y enojoso detalle que iba a revelar; pero como se le había pedido una explicación, no tenía más remedio que declarar paladina y explícitamente que se le había obligado a comer carne fiambre.

Es difícil expresar el disgusto que esta declaración despertó en los pechos de los que componían el auditorio. Varias voces gritaron: «¡Qué vergüenza!», y oyéronse gruñidos y siseos por espacio de un cuarto de hora.

Añadió entonces Mr. Whiffers que tal vez hubiera contribuido a hacer posible el ultraje el natural paciente del orador y su predisposición acomodaticia. Recordaba distintamente haber consentido en tomar manteca salada; y había, además, en cierta ocasión en que hubo enfermos en la casa, olvidado su dignidad hasta el punto de transportar al segundo piso un cubo de carbón. Confiaba en que la franca confesión de sus culpas no había de rebajarle en el buen concepto de sus amigos, y esperaba que la rapidez con que había protestado contra aquella afrenta inhumana le rehabilitaría, en caso contrario, en la opinión general.

El discurso de Mr. Whiffers fue acogido con demostraciones clamorosas de admiración, y se bebió de modo entusiasta a la salud del mártir. El mártir expresó su agradecimiento, y brindó por el nuevo amigo Mr. Weller, un caballero al que apenas conocía, pero que, por ser amigo de Mr. Juan Smauker, se recomendaba sobradamente a cualquier sociedad formada por caballeros. A este respecto, pensaba haber propuesto un brindis solemne en honor de Mr. Weller, en el caso de que sus amigos estuvieran bebiendo vino; mas, como bebían licores, por el gusto de variar, y como podría resultar, en cierto modo, inconveniente apurar una copa a cada brindis, propuso que se sobreentendiera el mencionado agasajo.

Al concluir esta peroración, todos echaron un trago en honor de Sam, y Sam, después de haber apurado en honor de sí mismo dos vasos de ponche, dio las gracias en un cumplido e impecable discurso.

—Agradezco con toda mi alma, mis buenos amigos —dijo Sam, dejando en la mesa el vaso de ponche con la mayor desenvoltura—, los cumplimientos que se me han dedicado, cumplimientos que me anonadan por venir de donde vienen. Mucho he oído en elogio de ustedes, como colectividad, más tengo que decir que nunca pensé que esta colectividad estuviera compuesta de hombres tan finos y distinguidos. Abrigo la esperanza de que os cuidaréis de vuestra dignidad y no habréis de comprometerla jamás, pues es cosa muy agradable de contemplar cuando se va de paseo, y siempre me ha gustado mirarla y me ha encantado contemplarla desde que era yo como la mitad del bastón de mi muy respetable amigo Llamas, aquí presente. En cuanto a la víctima de la tiranía, nuestro amarillo compañero, sólo diré que espero obtenga un acomodo tan bueno como merece, en cuyo caso estoy seguro de que no volverá a ser humillado con ninguna
soirée fría.

Sentóse Sam con sonrisa placentera y, luego de recibir por su discurso una calurosa ovación, disolvióse la partida.

—¡Cómo! ¿No pensará usted marcharse ya, buen amigo? —dijo Sam Weller a su amigo Mr. Juan Smauker.

—No tengo más remedio —dijo Mr. Smauker—; se lo he prometido a Bantam.

—¡Ah! muy bien —dijo Sam—; eso es otra cosa. Tal vez dimitiera él si usted le faltara. ¿No se irá usted, verdad, Llamas?

—Sí que me voy —dijo el de la escarapela.

—Parece mentira que se vaya, dejándose aquí más de medio vaso de ponche —dijo Sam—. ¡Qué tontería! Siéntese otra vez.

No resistió Mr. Tuckle a esta invitación. Dejó a un lado el sombrero y el bastón, que ya tenía en la mano, y dijo que estaba dispuesto a beberse otro vaso para celebrar su buena amistad.

Como el caballero de azul intentara marcharse, como Mr. Tuckle, también se le obligó a quedarse. Cuando ya estaba a punto de acabarse el ponche, ordenó Sam al frutero que trajera ostras, y el efecto de ambas cosas fue tan maravilloso, que Mr. Tuckle, revestido de sus atributos, que eran el sombrero y el bastón, bailó la danza de la rana, entre las conchas de las ostras que había en la mesa, en tanto que el caballero de azul le acompañaba con un ingenioso instrumento musical, formado por un peine y un rizador. No bien salió al aire, Mr. Tuckle sintióse acometido del repentino deseo de tirarse al suelo, y considerando Sam que sería una lástima contrariarle, le dejó que hiciera su gusto. Como el tricornio podría sufrir deterioro, de permanecer donde estaba, decidió Sam aplastarlo sobre la cabeza del caballero de azul, y colocando en su mano el gran bastón y apoyando su cuerpo contra la puerta de su casa, tiró de la campanilla y se encaminó tranquilamente a su domicilio.

Mucho más temprano que de costumbre se levantó a la mañana siguiente Mr. Pickwick y, ya vestido y acicalado, bajó la escalera y llamó.

—Sam —dijo Mr. Pickwick, en cuanto Sam acudió a su llamada—, cierra la puerta.

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