Los papeles póstumos del club Pickwick (80 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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Mr. Weller obedeció.

—Esta noche pasada ha ocurrido aquí un suceso lamentable —dijo Mr. Pickwick—. Como consecuencia del cual teme Mr. Winkle alguna violencia de Mr. Dowler.

—Eso me ha dicho abajo la patrona, sir —repuso Sam.

—Y siento muchísimo tener que decir, Sam —continuó Mr. Pickwick con cierto embarazo—, que, por miedo de esa violencia, ha huido Mr. Winkle.

—¡Huido! —dijo Sam.

—Abandonó la casa temprano, sin decirme una sola palabra —replicó Mr. Pickwick—. Y no sabemos adónde ha ido.

—Pues debía haberse quedado, para darle una paliza —observó Sam, despreciativamente—. No hace falta mucho para zurrarle a ese Dowler, sir.

—Tienes razón, Sam —dijo Mr. Pickwick—; yo también tengo mis dudas acerca de su bravura y resolución. Pero, sea como sea, el caso es que Mr. Winkle se ha marchado. Es preciso encontrarle, Sam. Encontrarle y traérmelo.

—Pero figúrese usted que no quiere volver, sir —dijo Sam.

—No hay más remedio que hacerlo, Sam —insistió Mr. Pickwick.

—¿Y quién va a hacerlo, sir? —preguntó Sam, sonriendo.

—Tú —replicó Mr. Pickwick.

—Está bien, sir.

Con estas palabras abandonó Sam la estancia, oyéndose a poco cerrar la puerta de la calle. A las dos horas volvió, con el aire indiferente y descuidado del que acaba de cumplir la comisión más natural y corriente, y participó a Mr. Pickwick que un individuo cuyas señas coincidían exactamente con las de Mr. Winkle había salido aquella mañana para Bristol en el coche del Hotel Real.

—Sam —dijo Mr. Pickwick, estrechando su mano—, eres un muchacho admirable. Eres un hombre inapreciable. Tienes que ir en su busca, Sam.

—Perfectamente, sir —respondió Sam.

—En cuanto le descubras, me escribes, sin perder un momento, Sam —dijo Mr. Pickwick—. Si intenta escapar de ti, le tiras al suelo o le encierras. Tienes toda mi autoridad, Sam.

—Lo tendré muy en cuenta, sir —replicó Sam.

—Le dirás —dijo Mr. Pickwick— que estoy enfadadísimo, altamente disgustado y justamente indignado por la insólita determinación que se le ha ocurrido tomar.

—Así se lo diré, sir —replicó Sam.

—Le dirás —continuó Mr. Pickwick— que si no vuelve contigo aquí, volverá conmigo, porque iré yo a buscarle.

—No dejaré de decírselo, sir —repuso Sam.

—¿Crees tú que podrás dar con él, Sam? —dijo Mr. Pickwick, mirándole con ansiedad.

—¡Oh, le encontraré, esté donde esté! —afirmó Sam con gran seguridad.

—Muy bien —dijo Mr. Pickwick—. Pues cuanto antes, mejor.

Luego de comunicarle estas instrucciones, puso Mr. Pickwick una suma en la mano de su fiel criado, y le ordenó partir para Bristol en busca del fugitivo.

Metió Sam unas cuantas prendas en un saco de alfombra y se dispuso a marchar. Detúvose, sin embargo, al llegar al fondo del pasillo, y volviendo suavemente sobre sus pasos, asomó la cabeza por la puerta del salón.

—Sir —dijo Sam.

—¿Qué hay? —respondió Mr. Pickwick.

—¿Habré entendido bien sus instrucciones, sir? —inquirió Sam.

—Creo que sí —contestó Mr. Pickwick.

—¿Puedo interpretar al pie de la letra eso de tirarle al suelo, sir? —preguntó Sam.

—Completamente —replicó Mr. Pickwick—. En absoluto. Procede como estimes necesario.

Hizo Sam un ademán de inteligencia y, retrotrayendo su cabeza, emprendió su peregrinación con el corazón animoso y tranquilo.

38. De cómo al salir Mr. Winkle de la sartén, se arrojó dulce y confortablemente al fuego

El asendereado caballero que fuera causa infortunada y fatal del inaudito escándalo y de la perturbación que hubo de difundir la alarma entre los habitantes de Royal Crescent, según se ha descrito más arriba, después de pasar la noche sumido en la ansiedad y en la confusión, abandonó la casa en que aún dormitaban sus amigos y partió con rumbo desconocido. Nunca serán bastante apreciados ni encomiados con el debido calor los edificantes y nobles móviles que le impulsaron a dar este paso. «Si este Dowler», razonaba Mr. Winkle para sus adentros, «llega a poner por obra, como ha de hacerlo sin duda, sus amenazas de violencia contra mí, me vería en la precisión de llevarle al terreno. Pero tiene una esposa, una esposa que le ama y que no tiene otro amparo que el suyo. ¡Cielo santo! ¡Si yo le matara, en la ceguedad de mi cólera, qué remordimientos no serían los míos!». Esta triste reflexión influyó tan decisivamente en el ánimo del humanitario joven, que sus rodillas entrechocaron convulsivamente y dibujáronse en su rostro los síntomas alarmantes de una honda emoción interna. Impelido por estas consideraciones, cargó con su saco de viaje y, deslizándose furtivamente por la escalera, cerró con todo el silencio posible la odiosa puerta de la casa y se lanzó a la calle. Enderezó sus pasos al Hotel Real, donde halló un coche que estaba a punto de partir para Bristol y, recapacitando en que Bristol respondía a sus propósitos tan bien como otro lugar cualquiera, montó en el pescante y alcanzó el término de su jornada tan pronto como puede permitirlo un tronco de caballos que hacen el viaje dos veces al día sin ser reemplazados.

Alojóse en El Arbusto, y aplazando el escribir a Mr. Pickwick hasta que hubiera probabilidades de que la ira de Mr. Dowler se disipara en cierto grado, salió a la calle para ver la ciudad, que le chocó, por encontrarla un poco más sucia que todas las que viera hasta entonces. Después de curiosear por los muelles del puerto y de visitar la catedral preguntó el camino de Clifton, encaminándose a este punto luego que se le indicó la dirección. Mas como las aceras de Bristol no son precisamente las más desahogadas ni limpias de la tierra, así como tampoco son sus calles las más rectas ni menos intrincadas, llegó a desconcertarse entre el sinnúmero de revueltas y encrucijadas, viéndose precisado a buscar una tienda de mediano aspecto donde pudiera inquirir nuevas indicaciones.

Fue a dar su mirada en un establecimiento de portada recién pintada, que habíase convertido poco antes en algo intermedio entre una tienda y una casa particular, y el farol rojo que colgaba sobre la puerta no hubiera permitido tomarla desde luego como la residencia de un médico, si la palabra «Clínica» no se hallara inscrita en letras de oro sobre la ventana que en otro tiempo correspondiera al salón principal. Juzgando el lugar apropiado para solicitar las indicaciones que deseaba, entró en la tiendecilla Mr. Winkle, donde pudo ver gran número de frascos y una serie de cajones rotulados con letras doradas. Como no viera a nadie en la tienda, hizo sonar repetidas veces en el mostrador una pieza de media corona, para llamar la atención de quien pudiera haber en la trastienda, aposento que se le antojaba constituir el más íntimo y característico
sancta sanctorum del establecimiento, por haber observado otra vez la palabra «Clínica» en la puerta, pintada esta vez con letras blancas, por huir, sin duda, de la monotonía.

A la primera llamada cesó bruscamente un ruido que parecían hacer dos personas batiéndose con los férreos utensilios de la chimenea; a la segunda, un joven de aspecto estudioso, con verdes antiparras y con un inmenso libraco en su mano, deslizóse suavemente en la tienda y llegándose al mostrador preguntó qué deseaba el visitante.

—Siento molestarle, sir —dijo Mr. Winkle—, pero si tuviera usted la bondad de indicarme...

—¡Ja, ja, ja! —mugió el estudioso joven, arrojando al aire el libro y recogiéndolo de nuevo, con gran destreza, en el momento en que amenazaba convertir en añicos los frascos del mostrador—. ¡Vaya una sorpresa!

Y así era, en efecto, porque Mr. Winkle experimentó tan extraordinario asombro ante la conducta del joven médico, que retrocedió maquinalmente hacia la puerta y manifestó una gran inquietud al ver la extraña recepción que se le hacía.

—¿Qué, no me conoce usted? —dijo el joven médico.

Mr. Winkle murmuró que no tenía ese gusto.

—Hombre, entonces —dijo el joven médico—, aún me quedan esperanzas; aún puedo aspirar a la mitad de las viejas de Bristol, si es que tengo un poco de suerte. ¡A paseo, viejo mamotreto!

Con esta abjuración, que iba dirigida al infolio, arrojó el volumen con maravillosa agilidad al otro extremo de la tienda, y quitándose las verdes antiparras produjo talmente el gesto peculiar de Roberto Sawyer, esquire, antiguo alumno en el Hospital Guy del Borough, con residencia privada en Lant Street.

—¿No querrá usted decir que no venía en mi busca? —dijo Mr. Bob Sawyer, estrechando calurosamente la mano de Mr. Winkle.

—Mi palabra que no —respondió Mr. Winkle devolviendo el saludo.

—Me extraña que no viera usted el nombre —dijo Bob Sawyer, llamando la atención de su amigo hacia la puerta exterior, en la que figuraba en letras blancas «Sawyer, antes Nockemorf».

—Pues no lo he visto —replicó Mr. Winkle.

—¡Por Dios! Si yo hubiera sabido quién era, me hubiera apresurado a salir para estrecharle en mis brazos —dijo Bob Sawyer—; mas, por mi vida, que creí que era usted el de las contribuciones.

—No —dijo Mr. Winkle.

—Pues lo creí, realmente —respondió Bob Sawyer—, y ya iba a decir que no estaba en casa, pero que, si deseaba usted dejarme un recado, yo me lo transmitiría; porque ése no me conoce, como tampoco los del alumbrado y las aceras. Yo creo que el del culto y clero se figura quién soy, y me consta que el del agua lo sabe, porque le saqué una muela a poco de llegar aquí. ¡Pero pase, pase!

Charlando de esta suerte, condujo Bob Sawyer a Mr. Winkle a la trastienda, donde se entretenía en abrir pequeñas cavernas circulares en el tapete de la chimenea, con un hurgón al rojo, nada menos que Mr. Benjamín Allen.

—¡Bueno! —dijo Mr. Winkle—. Es un placer que no esperaba. ¡Qué lugar tan agradable tiene usted aquí!

—No está mal, no está mal —replicó Bob Sawyer—. Terminé poco después de aquella deliciosa fiesta, y mis amigos me ayudaron a implantar este negocio. Así es que me puse un traje negro y unas gafas y vine aquí, procurando adoptar el aspecto más solemne posible.

—Y debe usted tener aquí un negocio muy apañadito, ¿verdad? —dijo Mr. Winkle con gesto avisado.

—Mucho —replicó Bob Sawyer—. Tan apañadito que, al cabo de unos cuantos años, podría usted meter todas las ganancias en una copa de vino y cubrirla con una hoja de grosella.

—¡No es posible! —dijo Mr. Winkle—. Solamente el almacén...

—Pamemas, querido amigo —dijo Bob Sawyer—; la mitad de los cajones están vacíos y la otra mitad son de mentirijillas.

—¡Cómo! —dijo Mr. Winkle.

—¡Palabra de honor! —repuso Bob Sawyer, saliendo a la tienda y probando la veracidad de su aserto dando unos cuantos tirones a los dorados boliches de los cajones figurados—. Apenas si hay en la tienda, en realidad, más que las sanguijuelas, y ésas son de segunda mano.

—¡Nunca lo hubiera creído! —exclamó Mr. Winkle, estupefacto.

—Me lo figuro —replicó Bob Sawyer—, porque entonces, ¿de qué servirían las apariencias? Pero vamos a ver, ¿qué quiere usted tomar? ¿Quiere usted hacer lo que nosotros? Perfectamente. Ben, mi buen compañero, vete al aparador y saca el digestivo patentado.

Sonrió Mr. Benjamín Allen, mostrándose propicio, y sacó de la alacena una botella negra, que estaba mediada de aguardiente.

—¿No tomará usted agua, por supuesto? —dijo Bob Sawyer.

—Gracias —replicó Mr. Winkle—. Es un poco temprano. Prefiero mezclar, si usted no se opone.

—De ninguna manera; allá usted con su conciencia —replicó Bob Sawyer, propinándose entre tanto un vaso de licor, que bebió con gran complacencia—. ¡Ben, saca el puchero!

Mr. Benjamín Allen sacó del mismo escondite un pequeño puchero de bronce, del que dijo Bob Sawyer que le enorgullecía en gran manera porque estaba muy en carácter. Luego de hervir el agua en la profesional vasija, después de un rato largo y de varias adiciones de carbón, que hubo de extraer Mr. Bob Sawyer de un cajón practicable, rotulado «Agua de soda», adulteró Mr. Winkle su aguardiente, y empezaba a generalizarse la conversación, cuando vino a interrumpirla la entrada en la tienda de un muchacho con raída librea y sombrero galoneado, que llevaba una cesta bajo el brazo, y al que recibió Mr. Bob Sawyer diciéndole:

—Tomás: ven acá, vagabundo.

El muchacho se presentó al punto.

—¡Se conoce que te has detenido en todas las esquinas de Bristol, holgazán! —dijo Mr. Bob Sawyer.

—No, sir —replicó el muchacho.

—¡Más vale así! —dijo Mr. Bob Sawyer, con aire amenazador—. ¿Te figuras tú que va alguien a confiar en un profesional cuyo sirviente juega a las canicas en el arroyo o tira el volante en la carretera? ¿Es que no sientes tu profesión, so gandul? ¿Has dejado todas las medicinas?

—Sí, sir.

—¿Los polvos para el niño, en la casa grande de la familia nueva, y las píldoras para tomar cuatro veces al día, en la del viejo gruñón de la pierna gotosa?

—Sí, sir.

—Entonces, cierra la puerta y vigila la tienda.

—Vamos —dijo Mr. Winkle, no bien se retiró el muchacho—, las cosas parece que no van tan mal como usted quería hacerme creer. Por lo visto, se mandan algunas medicinas.

Asomóse a la tienda Mr. Bob Sawyer, para cerciorarse de que no podía oírle ningún extraño, y, acercándose a Mr. Winkle, dijo por lo bajo:

—Las deja todas equivocadas.

Mr. Winkle manifestó una gran sorpresa, y Bob Sawyer y su amigo se echaron a reír.

—¿No lo comprende usted? —dijo Bob—. El chico va a una casa, tira de la campanilla, toma un paquete de medicinas que no tiene dirección, se lo entrega al criado y se marcha. El criado lo lleva al comedor; lo abre el amo, y lee el rótulo: «Poción para tomarla al acostarse... píldoras como siempre... loción corriente... los polvos... casa Sawyer, antes Nockemorf. Prescripciones facultativas cuidadosamente preparadas». Se lo enseña a su mujer...; lee ella la etiqueta, pasa a manos de los criados...; leen ellos la etiqueta. Al día siguiente llama el chico: Lo siente mucho..., ha sido una equivocación suya..., un pedido inmenso..., un sinnúmero de paquetes a entregar... Mr. Bob Sawyer presenta sus excusas.... antes Nockemorf. El nombre se abre camino, y éste es el sistema, amigo, en cosas de Medicina. Tenga usted presente, mi buen amigo, que esto vale más que todos los anuncios del mundo. Tenemos una botella de cuatro onzas que ha estado ya en la mitad de las casas de Bristol y que aún no se ha concluido.

—Claro, ya lo veo —observó Mr. Winkle—. ¡Qué sistema tan admirable!

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