Los papeles póstumos del club Pickwick (81 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¡Oh!, Ben y yo hemos descubierto una docena de recursos parecidos —repuso Bob Sawyer con muy buen humor—. El farolero tiene dieciocho peniques por semana por tirar diez veces de la campanilla cada vez que pasa; y el chico se lanza dentro de la iglesia momentos antes de los salmos, cuando la gente no tiene otra cosa que hacer sino mirar a su alrededor, y me llama con semblante inquieto y desolado. «¡Dios mío», dice todo el mundo, «alguien se ha puesto malo de repente! Vienen a buscar a Sawyer, antes Nockemorf. ¡Qué clientela tiene ese muchacho!».

Al acabar esta revelación de algunos misterios de la Medicina, Mr. Bob Sawyer y su amigo Ben Allen retrepáronse en sus respectivas sillas y se echaron a reír estrepitosamente. Luego de haber disfrutado a su sabor de este regocijo, derivó la conversación hacia el punto que más interesaba a Mr. Winkle.

Creemos haber dicho en alguna parte que Mr. Benjamín Allen muestra una marcada tendencia a ponerse sentimental después del aguardiente. No es singular el caso, como podemos testificar, por haber observado algunos pacientes que se sienten aquejados de igual dolencia. En este crítico período de su existencia padecía Mr. Benjamín Allen tal vez esa predisposición al sentimentalismo más acentuada que nunca. Y la causa de su enfermedad era ésta: llevaba cerca de tres semanas al lado de Bob Sawyer; Mr. Bob Sawyer no se distinguía por su templanza, ni podía envanecerse Mr. Benjamín Allen de poseer una cabeza muy segura. Y la consecuencia de todo esto era que, durante el tiempo mencionado, Mr. Benjamín Allen había estado oscilando entre la embriaguez parcial y la embriaguez absoluta y completa.

—Mi querido amigo —dijo Mr. Ben Allen, aprovechando la ausencia momentánea de Mr. Bob Sawyer, que había acudido al mostrador para entregar algunas de las mencionadas sanguijuelas de segunda mano—, mi querido amigo, soy muy desgraciado.

Expresó Mr. Winkle su sentimiento ante aquellas palabras, y trató de averiguar si podría hacer algo para aliviar las penas del dolorido estudiante.

—Nada, amigo, nada —dijo Ben—. ¿Se acuerda usted de Arabella, Winkle? ¿Mi hermana Arabella... una muchachita, Winkle, de ojos negros... cuando estuvimos en casa de Wardle? No sé si usted se fijaría en ella; una linda muchacha, Winkle. Tal vez mis facciones puedan ayudarle a recordarla.

Mr. Winkle no necesitaba absolutamente nada para representarse a la encantadora Arabella; y no era poca fortuna que así ocurriera, porque los rasgos de su hermano Benjamín hubieran constituido un excitante bien poco activo para su memoria. Contestó, con toda la calma que pudo, que recordaba perfectamente a la señorita y que deseaba sinceramente que gozara de buena salud.

—Nuestro amigo Bob es un muchacho encantador, Winkle —fue la única respuesta de Mr. Ben Allen.

—Mucho —dijo Mr. Winkle, acogiendo con escasa complacencia esta estrecha conexión de los dos nombres.

—Yo destinaba el uno al otro; habían sido engendrados el uno para el otro; había venido al mundo el uno para el otro; había nacido el uno para el otro, Winkle —dijo Mr. Ben Allen, dejando su vaso con énfasis—. Hay una indudable predestinación, mi querido amigo: sólo se llevan cinco años, y los dos nacieron en agosto.

Era demasiada el ansia con que aguardaba Mr. Winkle el desarrollo de la conversación para que se hallase en condiciones de demostrar su asombro ante la extraordinaria coincidencia, por muy maravillosa que fuera. Mr. Ben Allen, después de derramar una o dos lágrimas, procedió a declarar que, no obstante la estima, el respeto y la veneración que su amigo le inspiraba, Arabella había manifestado una evidente y decidida antipatía hacia la persona de Mr. Bob Sawyer.

—Y yo pienso —dijo Mr. Ben Allen, resumiendo—, yo pienso que ella tiene otro amor.

—¿Tiene usted alguna idea de quién pueda ser el objeto de esa inclinación? —preguntó Mr. Winkle, trepidante de ansiedad.

Apoderóse Mr. Ben Allen del hurgón, agitólo en el aire en ademán agresivo, descargó un tremendo golpe sobre un cráneo imaginario y acabó por decir, en forma harto expresiva, que lo único que deseaba era enterarse de ello; nada más.

—Ya le diría yo lo que pensaba de él —dijo Mr. Ben Allen.

Y blandió de nuevo el hurgón con más ardor que antes.

Todas estas confidencias venían, por supuesto, a mitigar las inquietudes de Mr. Winkle, el cual, después de permanecer silencioso por espacio de algunos minutos, formó el propósito de averiguar el paradero de Miss Allen, en Kent.

—No, no —dijo Mr. Allen, abandonando el hurgón y adoptando un gesto reflexivo—; no me parece apropiada la casa de Wardle para una muchacha juiciosa; y puesto que soy yo su natural protector y custodio, muertos mis padres, la he traído para aquí a pasar unos meses en casa de una anciana tía, que es un sitio bastante recogido y poco ameno. Confío en que se curará. Pero si no es así, me la llevaré a viajar un poco de tiempo, y veremos lo que pasa.

—¿Y reside en Bristol la tía? —balbució Mr. Winkle.

—No, no; en Bristol, no —replicó Mr. Ben Allen, levantando el pulgar hacia atrás por encima de su hombro derecho—. Por ahí; por allá abajo. Pero, chitón, que viene Bob. Ni una palabra, amigo, ni una palabra.

Por breve que fuera esta conversación, bastó para despertar una ansiedad tremenda en el ánimo de Mr. Winkle. El presunto amor anterior de la muchacha le llenaba el corazón de incertidumbre. ¿Sería él, por ventura, el objeto de ese cariño? ¿Habría ella desdeñado por él al vivaracho y arriscado Bob Sawyer, o existía otro rival favorecido? Resolvió, pues, entrevistarse con ella a toda costa. Pero he aquí que le salía al paso una dificultad insuperable: porque aquella frase aclaratoria de «Por ahí; por allá abajo», de Mr. Ben Allen, no era posible adivinar si indicaba tres millas, treinta o trescientas.

Mas no tuvo ocasión para entregarse a sus amorosos pensamientos, porque la llegada de Bob Sawyer sólo precedió unos segundos a la de una empanada, traída de la panadería, de la que se le invitó a participar. Luego de ponerse el mantel por la mujer de un carretero, que oficiaba de ama de gobierno de Mr. Bob Sawyer, y de pedir prestado un cuchillo y un tenedor a la madre del chico de librea gris, pues el menaje de Mr. Sawyer dejaba aún bastante que desear, sentáronse a la mesa; la cerveza se sirvió, según frase de Mr. Sawyer, en su estaño nativo.

Después de comer, mandó Mr. Bob Sawyer que se le trajera el mortero más capaz de la tienda y vertió en él un brebaje humeante, compuesto de ron y de ponche; agitó y mezcló los ingredientes con una mano de almirez de marcado estilo farmacéutico. Siendo célibe Mr. Bob Sawyer, no había en la casa más que un vaso, que se destinó a Mr. Winkle, como deferencia al visitante; Mr. Ben Allen se proveyó de un embudo tapado con un corcho, y se contentó Bob Sawyer con una de esas copas de anchos bordes, grabada con gran variedad de cifras cabalísticas, en las que los químicos gradúan los componentes líquidos para las recetas. Terminados estos arreglos preliminares, consumióse el ponche, cuyas excelencias fueron al punto proclamadas, y luego de pactarse que Bob Sawyer y Ben Allen podían beberse dos copas por cada una que apurase Mr. Winkle, continuó el ágape, con gran satisfacción y en la mejor camaradería.

No hubo canciones, por juzgarlas Mr. Bob Sawyer impropias de su condición profesional; mas para resarcirse de esta privación charlóse de lo lindo y se rió de tan buena gana, que debía oírseles desde el extremo de la calle. Esta conversación aligeró el paso de las horas y ocasionó no poca excitación al chico de Mr. Bob Sawyer, el cual, en vez de emplear la tarde en su ocupación habitual, que consistía en escribir su nombre en el mostrador para borrarlo en seguida, asomó la cabeza por el cristal de la puerta, y allí permaneció mirando y escuchando.

Poco tardó en convertirse en furiosa la alegría de Mr. Bob Sawyer; Mr. Ben Allen cayó a poco en su habitual sentimentalismo, y aún no se había consumido el ponche por completo cuando el chico, entrando rápidamente, anunció que acababa de llegar una mujer joven para decir que fuera inmediatamente Sawyer, antes Nockemorf, a una casa cercana. Con esto se disolvió la partida. Enterado Mr. Bob Sawyer del recado, al cabo de unas veinte repeticiones, envolvióse la cabeza en un paño mojado, con objeto de serenarse, y luego de conseguirlo, hasta cierto punto, calóse sus verdes antiparras y salió. Rechazando cuantas súplicas se le hicieron para que se quedase hasta que volviera y juzgando imposible entablar con Mr. Ben Allen conversación normal acerca de la materia que tanto le interesaba, como de cualquiera otra, pidió la venia Mr. Winkle y se volvió a El Arbusto.

La ansiedad que embargaba su mente y las atropelladas meditaciones que hubo de suscitar Arabella impidieron que la parte de mortero de ponche que le había correspondido le causara el efecto que sin duda ninguna hubiérale producido en otras circunstancias. Así, pues, luego de tomar una copa de aguardiente y soda en la cantina, penetró en el café, más desanimado que esperanzado por las ocurrencias de la tarde.

Sentado frente a la chimenea y de espaldas a él había un hombre de aventajada estatura, envuelto en un gran abrigo. Era éste la única persona que en la estancia hallara. Era una tarde fría para la estación, y con objeto de que pudiera disfrutar del fuego el recién llegado, se hizo a un lado con la silla. ¡Cuál no sería la sorpresa de Mr. Winkle cuando descubrió la figura y los rasgos del vengativo y sanguinario Dowler!

El primer impulso de Mr. Winkle fue dar un violento campanillazo, asiendo el llamador más próximo; pero éste acertaba, por desgracia, a encontrarse inmediatamente detrás de la cabeza de Mr. Dowler. Ya había dado un paso hacia el boliche, cuando se detuvo bruscamente. Entonces se volvió rápido Mr. Dowler.

—Mr. Winkle, sir, cálmese; no me pegue; no lo consiento. ¡Una bofetada, jamás! —dijo Mr. Dowler, mirando a Mr. Winkle con mucha mayor humildad de la que pudiera hacer esperar su fiereza.

—¿Una bofetada, sir? —balbució Mr. Winkle.

—Una bofetada, sir —replicó Dowler—. Cálmese. Siéntese. óigame.

—Sir—dijo Mr. Winkle, temblando de pies a cabeza—, antes de consentir en sentarme a su lado o frente a usted, sin que se halle presente un criado, necesito la garantía de alguna explicación. Usted profirió anoche una amenaza contra mí, sir, una terrible amenaza, sir.

Palideció Mr. Winkle al decir esto y paró en seco.

—Es cierto —dijo Dowler, cuyo semblante aparecía tan lívido como el de Mr. Winkle—. Las circunstancias eran sospechosas. Ya se me ha explicado. Respeto su bravura. La razón está de su parte. Tiene usted la conciencia de la inculpabilidad. Aquí está mi mano. Estréchela usted.

—Realmente, sir —dijo Mr. Winkle, vacilando al entregar su mano y recelando casi que se le pidiera con el designio de obtener una ventaja—, realmente, sir, yo...

—Sé lo que usted quiere decir —le atajó Dowler—. Se siente usted ofendido. Muy natural. Yo también lo estaba. Me equivoqué. Perdóneme. Seamos amigos.

Con esto, obligó Dowler a que tomara su mano Mr. Winkle, y, sacudiéndola con la mayor vehemencia, declaró que era un hombre de probado temple y que tenía de él mejor opinión que nunca.

—Ahora —dijo Dowler—, siéntese. Cuéntelo todo. ¿Cómo ha dado usted conmigo? ¿Cuándo salió usted en mi busca? Sea usted franco. Dígamelo.

—Ha sido completamente casual —replicó Mr. Winkle, un tanto perplejo ante el inesperado y curioso derrotero que tomaba la entrevista—; completamente.

—Encantado —dijo Dowler—. Yo me desperté esta mañana. Había olvidado mi amenaza. Me eche a reír al recordar lo ocurrido. Me sentía animado de los mejores sentimientos. Así lo dije.

—¿A quién? —inquirió Mr. Winkle.

—A la señora Dowler. «Hiciste un juramento», dijo ella. «Es verdad», dije yo. «Fue un juramento inapelable», dijo ella. «Lo fue», dije yo. «Le daré explicaciones. ¿Dónde está?»

—¿Quién? —preguntó Mr. Winkle.

—Usted —replicó Dowler—. Bajé la escalera. No se le encontraba por ninguna parte. Pickwick parecía sombrío. Movía su cabeza de un lado a otro. Dijo que esperaba no se llegase a la violencia. Lo comprendí todo. Usted se sintió ofendido. Usted había salido en busca de un amigo. Tal vez por pistolas. «Gran temple», dije yo. «Le admiro.»

Tosió Mr. Winkle, y como empezara a comprender que pisaba terreno firme, adoptó un continente orgulloso.

—Dejé una esquela para usted —continuó Dowler—. Decía yo que lo lamentaba. Era verdad. Asuntos perentorios me reclamaban aquí. Usted no había recibido satisfacción. Usted me siguió. Exigía una explicación verbal. Tenía derecho. Ya pasó todo. Mi negocio ha terminado. Vuelvo mañana. Véngase conmigo.

En tanto que Dowler desarrollaba su explicación, iba el rostro de Mr. Winkle cobrando dignidad y prestancia. El misterioso comienzo de su conversación quedaba suficientemente aclarado; en una palabra: que el jactancioso y temible personaje era uno de los cobardes más redomados, que, habiendo interpretado la ausencia de Mr. Winkle guiándose por sus propios temores, había seguido la misma táctica y puéstose en salvo hasta que la excitación hubiera pasado.

Como la verdadera naturaleza del caso se descubría con toda claridad a los ojos de Mr. Winkle, adoptó un gesto terrible y dijo que se consideraba satisfecho; pero al mismo tiempo se cuidó de decirlo en un tono tal, que Mr. Dowler no pudo menos de inferir que en caso contrario hubiera ocurrido seguramente algo espantoso y trágico. Mr. Dowler mostróse impresionado por la noble magnanimidad de Mr. Winkle, y ambos beligerantes se dieron las buenas noches con interminables protestas de eterna amistad.

Serían las doce y media cuando Mr. Winkle, sumergido haría unos veinte minutos en las delicias de su primer sueño, despertó bruscamente a consecuencia de un fuerte golpe dado en la puerta de su dormitorio, que hubo de repetirse con redoblada energía, hasta que le hizo saltar de la cama y preguntar quién era y qué pasaba.

—Dispense, sir; aquí hay un joven que dice que tiene que verle inmediatamente —respondió la voz de la camarera.

—¡Un joven! —exclamó Mr. Winkle.

—No se equivoca, sir —replicó otra voz por el ojo de la cerradura—; y si a ese interesante joven no se le franquea la entrada inmediatamente, será muy posible que entren sus piernas antes que su cara.

Dio el joven un suave puntapié a uno de los tableros inferiores de la puerta, al pronunciar esta frase, como para subrayar la intimación.

—¿Eres tú, Sam? —preguntó Mr. Winkle levantándose.

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