Los papeles póstumos del club Pickwick (82 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—Es completamente imposible identificar a ningún caballero de un modo seguro sin verle, sir —replicó la voz con acento dogmático.

Sin que a Mr. Winkle le cupiera la menor duda acerca de quién pudiera ser el joven, abrió la puerta; no bien lo hiciera, colóse precipitadamente Mr. Samuel Weller y, cerrando la puerta por dentro, depositó intencionadamente la llave en el bolsillo de su chaleco y quedóse mirando a Mr. Winkle.

—Es usted un joven muy ocurrente, sir —dijo Mr. Weller.

—¿Qué significa esto, Sam? —preguntó indignado Mr. Winkle—. Fuera, sir, al instante. ¿Qué significa esto, sir?

—¿Que qué significa? —respondió Sam—. Vamos, sir, qué bueno está eso, como dijo la señorita reconviniendo al repostero por haberle vendido una empanada de cerdo que no tenía dentro más que gordo. ¿Que qué significa? Hombre, no está mal; no está mal.

—Abra la puerta y salga inmediatamente, sir —dijo Mr. Winkle.

—Saldré de la habitación, sir, en el preciso instante en que usted salga —respondió Sam, hablando con forzado aplomo y sentándose con gran serenidad—. Si no tengo más remedio que llevármelo a usted a rastras, claro está que tendré que salir un poquito antes que usted; pero me hará usted el favor de no obligarme a esa medida extrema; y al decir esto me acuerdo de lo que le decía el señor a un caracol rebelde, al que, no pudiendo hacer salir de su concha por medio de alfilerazos, temía verse en la necesidad de aplastarlo entre la hoja y el quicio de la puerta.

Al concluir esta relación, cuya latitud parecía desacostumbrada en Mr. Weller, apoyó éste sus manos en las rodillas y miró al rostro de Mr. Winkle con una expresión fisonómica que indicaba bien a las claras no hallarse dispuesto a tolerar que se jugara con él.

—Vaya un buen amigo que es usted, sir —prosiguió Mr. Weller en tono de reproche—; envolver a nuestro querido amo en toda clase de trapisondas, cuando se trata de un hombre que todo lo hace con arreglo a principios. Es usted mucho peor que Dodson, sir, y en cuanto a Fogg, me parece un ángel al lado de usted.

Acompañó Mr. Weller estas frases con una enfática palmada en sus rodillas; cruzóse de brazos con aire contrariado y se repantingó en la silla, adoptando la actitud del que espera un informe de defensa.

—Mi buen amigo —dijo Mr. Winkle extendiendo su mano, en tanto que sus dientes tiritaban por haber permanecido con el solo abrigo del atavío nocturno durante toda la fraterna de Mr. Weller—, mi buen amigo, respeto tu adhesión a mi excelente amigo y lamento con toda mi alma haber contribuido a aumentar sus preocupaciones. ¡Eso es, Sam!

—Bien —dijo Sam, sin abandonar su gesto regañón, pero estrechando al mismo tiempo respetuosamente la mano que se le tendía—, bien, así debe ser, y me alegro mucho de verle en esa disposición, porque, en lo que yo pueda, no he de consentir que nadie se la juegue de puño, ya lo sabe usted.

—Está bien, Sam —dijo Mr. Winkle—. Perfectamente. Ahora, vete a la cama, Sam, y mañana hablaremos más despacio.

—Lo siento mucho —dijo Sam—, pero no puedo irme a la cama.

—¿Cómo que no puedes irte a la cama? —replicó Mr. Winkle.

—No —dijo Sam, moviendo la cabeza—; no puede ser.

—¿No querrás decir que tenemos que regresar esta noche, Sam? —arguyó Mr. Winkle con cierto asombro.

—No, a menos que usted lo deseara —replicó Sam—; pero yo no puedo salir de esta habitación; las órdenes del amo son terminantes

—¡Qué tontería, Sam! —dijo Mr. Winkle—. Yo tengo que permanecer aquí dos o tres días; y es más, Sam, tú tienes que quedarte también para ayudarme a lograr una entrevista con una señorita... Miss Allen, Sam; ya te acordarás de ella... una señorita a quien es preciso que vea antes de salir de Bristol.

Como respuesta a estas proposiciones, sacudió Sam la cabeza con gran firmeza y replicó en tono inapelable:

—No puede ser.

Al cabo de una copiosa argumentación, acumulada por Mr. Winkle, y luego de relatar la entrevista celebrada con Dowler, empezó Sam a vacilar, llegándose, por último, a un acuerdo, cuyas principales condiciones eran las siguientes:

Que Sam se retiraría, dejando a Mr. Winkle en posesión de su dormitorio, a condición de que se le permitiera cerrar y llevarse la llave, con el compromiso de que, en caso de fuego, de alarma o de otra cualquiera contingencia de peligro, la puerta fuera franqueada. Que se escribiría una carta a Mr. Pickwick, por la mañana temprano, por conducto de Mr. Dowler, pidiendo se autorizase a Sam y a Mr. Winkle para quedarse en Bristol, en vista del objeto señalado, y pidiendo se enviara la respuesta en el primer coche. Si la respuesta era favorable, ambos permanecerían en la ciudad, regresando a Bath inmediatamente en caso contrario. Y, por último, que Mr. Winkle se comprometía a no escaparse por la ventana, ni por la chimenea, ni por ningún otro conducto subrepticio, durante la noche. Ultimadas las estipulaciones, cerró Sam la puerta y se marchó.

No bien llegó a las escaleras, paróse de repente y sacó la llave de su bolsillo.

—Se me ha olvidado lo de tirarle al suelo —dijo Sam, haciendo ademán de volver—. El amo dijo que se hiciera de una manera explícita. ¡Pero, vaya una estupidez! No importa —dijo Sam, regocijado por la súbita ocurrencia—: eso puede hacerse mañana perfectamente.

Tranquilizado con esta reflexión, introdujo nuevamente Mr. Weller la llave en su bolsillo, y bajando el resto de la escalera sin que le asaltaran nuevos resquemores de conciencia, quedó profundamente dormido, lo mismo que los demás inquilinos de la casa.

39. En el cual procede Mr. Weller a ejecutar una misión de amor que se le confía y cuyo éxito verá el que leyere

Durante todo el día siguiente mantúvose Sam sin perder de vista a Mr. Winkle, completamente resuelto a no dejarle de la mano un solo instante, mientras no recibiera instrucciones concretas del alto manantial. Por muy desagradable que se le hiciera a Mr. Winkle la estrecha vigilancia de Sam, juzgó preferible allanarse a exponerse, por un acto de oposición violenta, a ser conducido a la fuerza, que era el propósito de Mr. Weller, según le insinuara con energía inapelable. Y no puede dudarse de que Sam se hubiera apresurado a calmar sus escrúpulos, llevándose a Bath a Mr. Winkle atado de pies y manos, de no haber Mr. Pickwick, prestando atención diligente a la carta que Dowler se encargara de entregar, evitado tan sumario y extremo procedimiento. En una palabra: que a las ocho de la noche se presentó Mr. Pickwick en el café de El Arbusto y dijo a Sam, con cara sonriente, lo cual hubo de tranquilizarle, que había procedido admirablemente y que era ya innecesario prolongar la guardia.

—He creído mejor venir yo mismo —dijo Mr. Pickwick, dirigiéndose a Mr. Winkle, en tanto que Sam le despojaba de su gran abrigo y de su bufanda de viaje— para cerciorarme, antes de dar mi consentimiento para que Sam intervenga en el asunto, de que son completamente serios y formales los sentimientos de usted en relación con esa señorita.

—¡Serios; salen de mi corazón... de mi alma! —respondió Mr. Winkle con gran energía.

—No olvide usted, Winkle —dijo Mr. Pickwick con ojos centelleantes—, que la conocimos en casa de nuestro excelente y hospitalario amigo. Sería una villanía corresponder ligera y desconsideradamente a las tiernas deferencias de esa señorita. No lo consentiré, sir, no lo consentiré.

—No tengo semejante intención —exclamó Mr. Winkle calurosamente—. He meditado largamente el asunto, y estoy convencido de que mi felicidad depende de ella.

—Eso es lo que se llama atarse en el mismo paquete, sir —interrumpió Mr. Weller con sonrisa placentera.

Acogió Mr. Winkle con cierta severidad la interrupción, y Mr. Pickwick, con acento de enojo, suplicó a su criado que no se chanceara de uno de los más hermosos sentimientos de nuestra naturaleza; a lo cual replicó Sam que no volvería a hacerlo, pero que eran tantos los humanos sentimientos, que no le era fácil saber cuáles eran los más hermosos.

Relató entonces Mr. Winkle la conversación que había mantenido con Mr. Ben Allen acerca de Arabella; declaró que era su propósito lograr una entrevista con ella y descubrirle formalmente su pasión; y dijo que estaba convencido, en vista de ciertas vagas insinuaciones del susodicho Ben, de que, cualquiera que fuera el sitio en que actualmente se hallara recluida su hermana, debía caer hacia el Arenal.

Con tan incierta guía, convínose que al día siguiente emprendiera Mr. Weller un recorrido de exploración; resolvióse al mismo tiempo que Mr. Pickwick y Mr. Winkle, que confiaban muy poco en sus facultades descubridoras, se quedarían en la ciudad, y que se dejarían caer en casa de Mr. Bob Sawyer aquel mismo día para ver de indagar algo acerca del paradero de la señorita.

A la mañana siguiente partió, en consecuencia, Mr. Weller, con objeto de llevar a cabo sus pesquisas, nada cohibido por la desconsoladora perspectiva que se le ofrecía. Empezó a recorrer una calle y otra —íbamos a decir calle arriba y calle abajo, sin darnos cuenta de que todo Clifton es una pura cuesta—, sin hallar nada ni nadie que pudiera arrojar alguna luz sobre el asunto que tenía entre manos. Celebró numerosos coloquios con los mozos que paseaban caballos y con nodrizas que paseaban niños; mas no pudo sacar de unos ni de otras el menor indicio que guardara relación con el objetivo de su habilísima indagatoria. Había en muchas casas muchas señoritas, la mayoría de las cuales estaban, al decir de criados y criadas, perdidamente enamoradas de alguno o dispuestas a enamorarse en cuanto se ofreciera la menor oportunidad. Pero como ninguna de ellas se llamaba Arabella Allen, todos estos informes dejaban a Sam en el mismo estado de ignorancia que al principio.

Al llegar al Arenal, tuvo Sam que luchar contra un fuerte vendaval, y se preguntó repetidas veces si sería preciso siempre sostenerse el sombrero con las dos manos en esta parte de la comarca. Llegó en esto a una sombría plazoleta, rodeada de pequeños hoteles de tranquila y recatada apariencia. A la puerta de una cuadra, y en el fondo de un largo callejón sin salida, un muchacho, en mangas de camisa, estaba haraganeando, aunque persuadido, en apariencia, de que hacía algo, con una pala y una carretilla. No está de más observar en este punto que hemos visto pocos mozos que, cuando se hallan ociosos a la puerta de una cuadra, dejen de ser víctimas de una ilusión semejante.

Juzgando Sam que lo mismo podía dirigirse a este mozo que a otro cualquiera y sintiéndose impulsado a ello por hallarse fatigado y descubrir una gran piedra frente a la carretilla, anduvo el callejón y, sentándose en la piedra, entabló conversación con la fácil desenvoltura que le era peculiar.

—Buenos días, compadre —dijo Sam.

—Querrá usted decir buenas tardes —replicó el mozo, dirigiendo a Sam una mirada hostil.

—Tiene usted razón, compadre —dijo Sam—; quiero decir buenas tardes. ¿Cómo está usted?

—Pues ni mejor ni peor por ver a usted —repuso el adusto mancebo.

—Hombre, me extraña mucho eso —dijo Sam—, porque parece usted tan extraordinariamente alegre y tan juguetón que, al verle, se le regocija a uno el corazón.

El adusto mozo pareció acentuar su malhumor con esto, mas sin hacer mella en Sam, que preguntó acto seguido, con ansioso semblante, si no era Walker el nombre de su amo.

—No, no es —dijo el mozo.

—¿Ni Brown, tampoco? —dijo Sam.

—Tampoco.

—¿Ni Wilson?

—No, ninguno de ésos —resumió el mancebo.

—Bien —repuso Sam—; entonces estoy equivocado y, contra lo que yo creía, no tiene su amo el honor de conocerme. Pero no se quede usted aquí por hacerme la visita —dijo Sam, viendo que el mozo hacía rodar hacia dentro la carretilla y se disponía a cerrar la puerta—. Nada de cumplimientos, compadre; se los dispenso todos.

—Por menos de una corona le quito a usted la cabeza —dijo el hosco mancebo, bajando la corredera de una de las hojas de la puerta.

—Me parece eso demasiado barato —repuso Sam—. Valdría, por lo menos, todos los jornales de usted hasta el fin de sus días, y aún sería bastante módico. Presente usted mis respetos a los señores. Dígales que no me esperen a cenar y que no prescindan de nada en consideración a mí, porque ya habrá llovido antes de que yo entre en la casa.

Como respuesta, el mozo, que ya se iba amostazando, expresó en palabras ininteligibles su deseo de inferir a Sam algún daño personal; mas desapareció sin poner por obra semejante anhelo, cerrando la puerta tras de sí de golpe y desentendiéndose de la afectuosa súplica que le hiciera Sam para que le dejara un mechón de su cabello.

Continuó Sam descansando en la ancha piedra, meditando en lo que debiera hacer y dando vueltas en su mente al proyecto de llamar a todas las casas de cinco millas a la redonda de Bristol, calculando a ciento cincuenta diarias, en su afán de descubrir a Miss Arabella por este procedimiento, cuando un incidente fortuito puso en su camino lo que no hubiera podido hallar aunque hubiera permanecido doce meses sentado en la piedra.

Abríanse al mismo callejón en que él se hallaba sentado tres o cuatro verjas de jardines pertenecientes a otras tantas casas que, a pesar de estar separadas, se hallaban en vecindad estrecha por los jardines. Como eran éstos largos, espaciosos y hallábanse provistos de frondoso arbolado, las casas no sólo se hallaban algo distantes del callejón, sino que la mayor parte de ellas se ocultaba de la vista por el follaje. Permanecía Sam sentado, con los ojos fijos en un montón de tierra que yacía junto a la puerta contigua a aquella por la que el mozo había desaparecido, preocupado con las dificultades de su empresa, cuando se abrió la verja, dando paso a una criada que salía para sacudir unas alfombras de cama.

Tan absorto en sus pensamientos estaba Sam, que se hubiera limitado probablemente a darse cuenta de la presencia de la muchacha y tan sólo a levantar la cabeza y observar que tenía una linda figura, si sus hábitos de galantería no le hubiesen llevado a considerar que no tenía la muchacha quien le ayudara en su faena y que las alfombras parecían harto pesadas para las fuerzas de la criada. Mr. Weller era galante de suyo, y no bien percibió esta circunstancia, levantóse con presteza de la ancha piedra y se dirigió hacia la muchacha.

—Querida —dijo Sam, avanzando con ademán respetuoso—, va usted a estropear ese precioso cuerpecito más de la cuenta si se empeña en sacudir sola las alfombras. Déjeme que la ayude.

La joven, que afectaba ladinamente no haberse hecho cargo de la presencia del caballero, volvióse al oír a Sam, sin duda, como dijo después, para declinar el ofrecimiento, por venir de un extraño, y, en vez de hablar, retrocedió sobresaltada y dejó escapar un tímido chillido. No fue menor el asombro de Sam cuando en el rostro de la guapa doncella percibió los ojos de su enamorada, la hermosa sirvienta del Dr. Dupkins.

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