Los papeles póstumos del club Pickwick (103 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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»El gran viaje anual de mi tío coincidía con la caída de la hoja, en cuya época recogía notas y pedidos en el Norte; iba de Londres a Edimburgo, de Edimburgo a Glasgow, de Glasgow otra vez a Edimburgo, y de allí a Londres, embarcado. Han de saber ustedes que su segundo viaje a Edimburgo era de puro placer. Acostumbraba pasarse allí una semana, con el objeto exclusivo de ver a sus antiguos amigos, y almorzando con uno, comiendo con otro, merendando con un tercero y cenando con otro se le pasaba una buena semana. Yo no sé si alguno de ustedes, señores, habrá disfrutado la sustanciosa hospitalidad de un almuerzo escocés; si habrá luego saboreado en la comida el barril de ostras, con su buena docena de botellas de cerveza y el frasco o los dos frascos de whisky por contera. Si así lo han hecho, convendrán conmigo en que se necesita una cabeza bastante firme para atreverse luego con la merienda y con la cena.

»Pero Dios les bendiga los corazones y las cejas; todo esto no era nada para mi tío. Estaba tan admirablemente ponderado, que todo eso era para él juego de niños. Le he oído decir que se las tenía tiesas con la gente de Dundee un día y otro, y que se iba a su casa luego sin vacilar en el paso; y tengan ustedes presente que las gentes de Dundee son las que tienen la cabeza y el ponche más fuertes que pueden hallarse entre los dos polos de la tierra. He oído hablar de uno de Glasgow y otro de Dundee que se estuvieron bebiendo, por apuesta, quince horas de una sentada. Ambos se sofocaron un poco, según parece, al mismo tiempo; pero, con esa pequeña excepción, señores, no les sentó mal, ni mucho menos.

»Una noche, la anterior al día en que tenía determinado embarcarse para Londres, cenó mi tío en la casa de un antiguo amigo suyo —un bailío Mac, algo más y cuatro sílabas después—, que habitaba en la parte vieja de Edimburgo. Asistieron la esposa del bailío, las tres hijas del bailío, el hijo mayor del bailío y tres o cuatro gordos personajes de frondosas cejas, finos escoceses de pura cepa, a quienes había invitado el bailío para obsequiar a mi tío y para animarla comida. Fue una gloriosa cena. Hubo salmón escabechado, pescadas de Finnan, una cabeza de cordero y una empanada —celebrado plato escocés, señores, del que mi tío acostumbraba decir que le parecía, al venir a la mesa, algo así como un estómago de Cupido—, y muchas otras cosas más, cuyos nombres he olvidado, pero que eran muy buenas, sin embargo. Las muchachas eran lindas y simpáticas; la esposa del bailío, uno de los seres más agradables del mundo, y mi tío estuvo de vena durante todo el tiempo. Como consecuencia de todo esto, las señoritas se desternillaron, la señora rió a mandíbula batiente y el bailío y los otros señores no cesaron de resoplar durante la comida, hasta el punto de ponérseles las caras como tomates. No puedo decir cuántos fueron los vasos de whisky que se bebió cada uno de sobremesa; lo que sí sé es que, hacia la una de la madrugada, el hijo mayor del bailío perdió el conocimiento al intentar decir el primer verso de "Guillermo coció un celemín de cebada"; y como éste fuera, desde hacía media hora, el único hombre que permanecía visible sobre la caoba, ocurriósele a mi tío que ya iba siendo hora de marcharse; tanto más cuanto que se había empezado a beber a las siete, con objeto de retirarse a una hora prudente. Mas, considerando que tal vez no sería correcto retirarse en aquel momento, asumió mi tío la presidencia, compuso otro vaso de ponche, levantóse para brindar a su propia salud, y dirigióse a sí mismo un delicado y amable discurso, bebiendo con gran entusiasmo. Pero nadie se despertó, por lo cual mi tío bebió otro sorbo —puro esta vez, para que la bebida estuviera a tono con él—, y, calándose violentamente el sombrero, salió a la calle.

»Era una noche borrascosa y terrible aquella en que mi tío cerró la puerta del bailío, y ajustándose bien el sombrero para evitar que el viento se lo llevase, se metió las manos en los bolsillos y, mirando a lo alto, examinó el estado atmosférico. Amontonábanse las nubes sobre la luna en carrera vertiginosa, oscureciéndola a ratos completamente, permitiéndole brillar esplendorosa en otros y derramar su luz sobre los objetos circundantes; volvían a cubrirla a poco con velocidad mayor, envolviéndolo todo en tinieblas. "Realmente, esto no viene a cuento", dijo mi tío, dirigiéndose a la atmósfera, como si se sintiera ofendido personalmente. "Esto no me conviene para mi viaje; no puede tolerarse", dijo mi tío con gran viveza. Después de repetir esto no pocas veces, volvió a coger el ritmo de su paso con alguna dificultad, por haberle ofuscado en cierto modo aquella prolongada contemplación del cielo, y partió alegremente.

»La casa del bailío estaba en Canongate, y mi tío se dirigía al otro extremo de Leith Walk, lo que representaba más de una milla de camino. A uno y otro lado de él disparábanse contra el cielo altas y desmedradas casas vacilantes, cuyas fachadas ostentaban la pátina del tiempo y cuyas ventanas parecían haber compartido el destino de los ojos humanos por lo sombrías y hundidas. Seis, siete, ocho pisos tenían estas casas, que se superponían como en los edificios de naipes de los niños. Todas arrojaban sus negras sombras sobre el piso desigual del camino, oscureciendo más a la noche misma. Unos cuantos faroles de aceite veíanse espaciados, pero sólo servían para señalar la inmunda entrada de algún estrecho callejón o para marcar por dónde comunicaba una escalera común con los pisos superiores por medio de intrincados pasadizos.

»Mirando a todas estas cosas con el aire de un hombre que las había visto demasiado para juzgarlas dignas de atención en aquel momento, caminaba mi tío por medio de la calle, con los pulgares en los bolsillos de su chaleco, entregándose de cuando en cuando a repetidos conatos de canciones, entonadas con tanta gana y ánimos, que las gentes pacíficas despertaban sobresaltadas de su primer sueño y permanecían temblando en sus lechos hasta que se perdía el eco en la distancia; y, tranquilizadas por juzgar que se trataba de algún borracho que seguía vacilante el camino de su casa, tapábanse hasta la boca y volvían a dormirse.

»Me extiendo en describir a mi tío caminando por medio de la calle con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, señores, porque, como él solía decir, y con sobrada razón, esta historia no tiene nada de extraordinaria, como no sea que ustedes se hayan hecho cargo desde el principio de que no hay en ella el menor detalle maravilloso o romántico.

»Mi tío, señores, marchaba con los pulgares en los bolsillos del chaleco, haciéndose dueño del centro de la calle y cantando, ora un verso de un canto amoroso, ora el comienzo de una tonadilla báquica, y cuando se cansaba de uno y otra, silbando melodiosamente, hasta que llegó al puente del Norte, que une la nueva y la vieja Edimburgo. Allí se detuvo un minuto a contemplar los extraños e irregulares grupos que formaban las luces, encaramadas las unas sobre las otras y titilando en lontananza, tan altas, que parecían estrellas, fulgurando desde los muros del castillo por un lado y desde Calton Hill por el otro, cual si iluminasen verdaderos castillos aéreos, mientras que la antigua ciudad pintoresca dormía profundamente allá abajo envuelta en sombras tétricas, con su palacio e iglesia de Holyrood, guardado día y noche, como solía decir un amigo de mi tío, por la Silla de Arturo, que dominaba, hosca y tenebrosa, como un genio ceñudo, la vieja ciudad que tan largamente contemplara. Digo, señores, que mi tío se detuvo allí un minuto para mirar en derredor, y dirigiendo una cortesía al temporal, que había cedido un poco, aunque la luna estaba a punto de hundirse, reanudó su marcha tan majestuosa como antes, siguiendo con gran dignidad por medio de la calle y mirando por doquier como si anhelara encontrarse con alguien que quisiera disputarle su posesión. Pero como nadie hubiera para discutir el punto, siguió su camino con los pulgares en los bolsillos del chaleco, lo mismo que un cordero.

»Al llegar mi tío al final de Leith Walk tuvo que cruzar un extenso solar, que le separaba de una calle corta que tenía que seguir para dirigirse a su morada. En este vasto solar había en aquel tiempo un recinto que pertenecía a un carpintero de carretería, que tenía contrato con la Casa de Correos para comprar los coches inutilizados; y siendo mi tío muy aficionado a los carruajes viejos, jóvenes o de edad madura, ocurriósele al punto desviarse de su camino con el solo objeto de curiosear entre las tablas de la empalizada aquellos viejos correos, media docena de los cuales recordaba luego haber visto arrinconados y en estado del mayor abandono y desmantelamiento. Mi tío era un hombre muy entusiasta, bastante enfático, señores, y convencido de que no podía observar bien por entre las tablas, escaló la valla, y, sentándose tranquilamente sobre un viejo eje, se puso a contemplar los coches correos con toda gravedad.

»Había una docena de ellos, o tal vez más —mi tío nunca estuvo cierto en este punto, y como era hombre de escrupulosa veracidad en achaque de números, no gustaba decir cuántos había—; pero allí estaban apelotonados, en la mayor desolación. Las puertas habían sido arrancadas de sus goznes; los paños de los asientos, destrozados: sólo un jirón colgaba aquí y allá de un herrumbroso clavo; las lámparas habían volado; las lanzas habíanse evaporado; los herrajes estaban mohosos; la pintura no se veía ya; silbaba el viento a través de las desnudas armazones, y la lluvia, depositada en los techos, caía gota a gota en el interior con ruido sordo y melancólico. Allí estaban los desmedrados esqueletos de los difuntos correos, y en aquel solitario paraje, en aquella hora de la noche, aparecían lúgubres y ateridos.

»Mi tío descansaba con la cabeza apoyada en sus manos y pensaba en las gentes afanosas que años antes fueran dando tumbos en los viejos coches que ahora se veían tan cambiados y silenciosos; pensaba en la multitud de seres a quienes alguno de aquellos desvencijados armadores había llevado una y otra noche, durante muchos años y en todo tiempo, la noticia esperada con ansia, y el envío anhelado, la garantía prometida de salud y seguridad, el anuncio repentino de la enfermedad y de la muerte. El mercader, el amante, la esposa, la viuda, la madre, el estudiante, hasta los niños que pululaban a la puerta, al oír la llamada del cartero, ¡con cuánto afán no esperaban la llegada del viejo coche! ¡Y dónde estarían ya todos!

»Señores: mi tío solía decir que él pensaba todo esto; pero yo más bien sospecho que lo aprendió después en algún libro, porque él aseguraba que había caído en una especie de sopor, a poco de sentarse sobre el eje y de contemplar los abandonados carruajes, y que fue despertado bruscamente por el agudo tañido de una esquila de iglesia al dar las dos. Ahora bien; mi tío nunca fue un pensador de gran viveza, y de haber imaginado todas aquellas cosas, yo estoy seguro de que hubiera necesitado para ello hasta las dos y media por lo menos. Lo que sí creo firmemente, señores, es que mi tío cayó en una especie de sopor sin haber pensado en nada de esto.

»Sea lo que quiera, el caso es que la esquila de la iglesia dio las dos. Mi tío se despertó, se restregó los ojos y se puso de pie, desconcertado.

»A poco de dar las dos en el reloj, aquel lugar tranquilo y desierto tornóse en escenario de vida y animación. Las portezuelas de los coches giraban sobre sus goznes; los paños de los asientos habían sido renovados; los herrajes parecían nuevos; la pintura estaba restaurada; lucían todas las linternas; los almohadones y las hopalandas estaban en las cajas de los coches; los mozos guardaban los paquetes en las bolsas; los empleados iban depositando las valijas; regaban los palafreneros las ruedas nuevas; otros mozos ocupábanse en fijar las lanzas en los coches; llegaban pasajeros; cargábanse los portamantas y enganchábanse caballos. Era evidente, en una palabra, que todos los coches estaban a punto de partir. Mi tío, señores, abrió los ojos de tal manera, que hasta el último momento de su vida decía maravillarse de cómo había podido volver a cerrarlos después.

»—¡Ea! —dijo una voz, al tiempo que sintió mi tío en el hombro la presión de una mano—. Está usted apuntado para el interior. Entre usted ya.

»—¿Apuntado yo? —dijo mi tío, mirando a todos lados.

»—Sí, efectivamente.

»Mi tío no pudo decir palabra de asombrado que estaba. Lo más raro del caso era que, a pesar de la muchedumbre que allí se juntaba y de que no cesaban de llegar caras nuevas, no podía decirse de dónde venían. Parecían brotar mágicamente del suelo o del aire y desaparecer de igual manera. Cuando un mozo había depositado el equipaje en un coche y recibía su propina, giraba sobre sus talones y se desvanecía, y antes de que mi tío empezara a preguntarse por dónde se había marchado, otra media docena de ellos salían, sin saber por dónde, y caminaban en todas direcciones bajo el peso de bultos, tan grandes, que no se concebía cómo no les aplastaban. Además, los pasajeros mostraban un extrañísimo ropaje. Llevaban casacas de anchos faldones, con grandes bocamangas y sin cuello, y pelucas, señores, grandes pelucas con coleto. Mi tío no comprendía nada de esto.

»—Vaya, ¿no entra usted? —dijo la persona que se había dirigido a él antes.

»Llevaba el uniforme del Correo, con peluca y enormes bocamangas, con su casaca, una linterna en una mano y un enorme arcabuz en la otra.

»—¿Va usted a montar, Jacobo Martin? —dijo el guarda, acercando la a linterna ala cara de mi tío.

»—¡Hola! —dijo mi tío, haciéndose atrás—. Eso es muy familiar.

» —Así está en la hoja de ruta —replicó el guarda.

»—¿No hay allí un "míster" delante? —dijo mi tío.

»Porque aquello de que un guarda que no le conocía le llamara Jacobo Martin a secas era una licencia que la Oficina de Correos no hubiera sancionado seguramente.

»—No, no lo hay —repuso el guarda con indiferencia.

»—¿Está pagado el billete? —preguntó mi tío.

»—Claro que sí —contestó el guarda.

»—¡Ah!, ¿sí? —dijo mi tío—. ¡Entonces voy! ¿Qué coche es?

»—Éste —dijo el guarda, señalando a un coche del antiguo estilo de los que llevaban el correo de Edimburgo a Londres, que tenía el estribo preparado y abierta la portezuela—. ¡Espere! Aquí hay otros pasajeros. Déjeles entrar primero.

»Al decir esto el guarda, apareció frente a mi tío, de repente, un joven de empolvada cabeza y casaca azul con ribetes plateados, de grandes faldones, guarnecida de bocací. Tiggin y Welps estaban tan impuestos en la moda del percal con dibujos y del paño de los chalecos, señores, que mi tío conoció los géneros al punto. Llevaba el joven pantalones ajustados a media pierna, bandas arrolladas sobre las medias de seda y zapatos con hebillas; llevaba manguitos en las muñecas, sombrero de tres picos y una larga espada. Los vuelos del chaleco le llegaban a las caderas, y los extremos de la corbata, hasta la cintura. Apoyado gravemente contra la portezuela del coche, quitóse el sombrero y lo agitó en el aire, haciendo un ademán con el dedo meñique, como ciertas personas amaneradas al tomar una taza de té. Cuadróse en seguida y marcó una profunda reverencia tendiendo la mano izquierda. Mi tío ya iba a adelantarse y estrechársela cordialmente, cuando se percató de que aquellas atenciones no iban dirigidas a él, sino a una señorita que apareció en aquel momento al pie de la escalera, vestida de terciopelo verde a la antigua moda, con talle bajo y coselete. No llevaba sombrero, señores, y la cabeza se hallaba envuelta en un manto de seda negra. Miró a su alrededor un instante antes de subir al coche, y dejó ver un rostro tan hermoso, que mi tío decía no haber visto nunca otro igual, ni aun pintado. Entró en el coche la señorita, recogiéndose el vestido con una mano; y, como decía mi tío, acompañándose de una interjección rotunda, siempre que contaba la historia, no hubiera creído posible que existieran piernas y pies tan perfectos si no los hubiera visto con sus propios ojos.

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