Los papeles póstumos del club Pickwick (99 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—No moleste a la mujer —dijo el vigilante a Weller—; acaba de entrar.

—¡Prisionera! —dijo Sam, calándose el sombrero a toda prisa—. ¿Quién es el demandante? ¿Por qué? Hable usted, amigo.

—Dodson y Fogg —respondió el hombre—; ejecución sobre
cognovit
por costas.

—¿Eh? ¡Job! ¡Job! —gritó Sam, precipitándose a la galería—. Corra en busca de Perker, Job. Lo necesito inmediatamente. Me parece que la cosa se pone bien. Puede dar juego. ¡Hurra! ¿Dónde está el amo?

Pero nadie respondió a su llamamiento, porque Job había partido como alma que lleva el diablo no bien recibió su comisión, y la señora Bardell se había desmayado, vencida por una sincera angustia.

47. En el que se habla principalmente de negocios y de la fugaz victoria de Dodson y Fogg. Mr. Winkle reaparece en circunstancias extraordinarias. La bondad de Mr. Pickwick triunfa de su obstinación

Sin moderar su velocidad lo más mínimo, subió Job Trotter toda Holborn; unas veces iba por el arroyo; otras, por la acera; en algunos momentos marchó por la cuneta, según variaban las circunstancias y según las dificultades que ofrecían los hombres, las mujeres, los niños y los coches que transitaban por las diferentes zonas de la vía; indiferente a todos los obstáculos, no se detuvo un instante hasta llegar a la verja de Gray's Inn. No obstante la presteza derrochada, la verja habíase cerrado media hora antes de su llegada, y cuando le fue posible descubrir a la lavandera de Mr. Perker, que vivía con una hija casada, la cual había concedido su mano a un camarero que ocupaba una habitación en una calle cercana a una cervecería situada a la espalda del callejón de Gray's Inn, sólo faltaba un cuarto de hora para que se cerrase la prisión. Mr. Lowten aún tenía que ser exhumado del fondo de La Urraca, y aún no había acabado de lograrlo Job y de comunicarle el mensaje de Sam Weller, cuando dieron las diez.

—Hombre —dijo Lowten—, es muy tarde ya. No puede usted entrar esta noche; ha tomado usted la llave de la calle, mi amigo.

—No se preocupe de mí —repuso Job—. Yo duermo en cualquier sitio. ¿Pero no será mejor ver esta noche a Mr. Perker, para que mañana estuviera allí a primera hora?

—Mire usted —respondió Lowten, después de meditar un instante—: si se tratase de otra persona cualquiera, no le gustaría a Mr. Perker que fuera yo a su casa; pero como es Mr. Pickwick, creo que puedo atreverme a tomar un coche y dirigirme a la oficina.

Tomando este partido, requirió su sombrero Mr. Lowten y, suplicando a la concurrencia que nombrara a otro para que le sustituyera en la presidencia durante su ausencia temporal, encaminóse al punto más próximo. Llamó al cochero cuya apariencia estimó más aceptable y le dijo que parase en Montague Place, Russell Square.

Mr. Perker había tenido convite aquel día, según testimoniaban las luces que se advertían en las ventanas del salón, los sones de un gran piano perfeccionado y los de una voz perfeccionable que salía del gabinete, a más de un fuerte olor a carne asada que invadía la escalera y el vestíbulo. Era que un par de agentes de provincia habían coincidido en venir a la ciudad y se había dispuesto una pequeña fiesta en su obsequio. La concurrencia componíanla, además de Mr. Snicks, secretario de la oficina de Seguros, Mr. Prosee, el eminente consejero; tres procuradores; un comisario de quiebras; un abogado del Temple; un diligente jovencito de ojos diminutos, discípulo del anterior, que había escrito un ameno tratado sobre la ley de Sucesiones, con profusión de notas marginales y de citas, y otros varios eminentes y distinguidos personajes. Destacóse Mr. Perker de esta agradable sociedad al anunciársele, por lo bajo, la llegada de su pasante, y, dirigiéndose al comedor, halló a Mr. Lowten y a Job Trotter envueltos en las sombras y tinieblas que sobre ellos proyectaba la luz de una vela de cocina que el caballero que se avenía a desempeñar funciones de ordenanza, con pantalones de terciopelo, por un reducido estipendio, había colocado sobre la mesa, influido por el vivo menosprecio que le inspiraba el pasante y todo cuanto con la oficina se relacionaba.

—¡Hola, Lowten! —dijo el pequeño Mr. Perker, cerrando la puerta—. ¿Qué hay? ¿Ha venido alguna carta importante en el paquete?

—No, sir —respondió Lowten—. Es un enviado de Mr. Pickwick, sir.

—De Mr. Pickwick, ¿eh? —dijo el hombrecito, volviéndose rápidamente hacia Job—. Bien. ¿Qué es ello...

—Dodson y Fogg han hecho arrestar a la señora Bardell por las costas, sir —dijo Job.

—¿Es posible? —exclamó Perker, metiéndose las manos en los bolsillos y apoyándose en el aparador.

—Sí —repuso Job—. Parece que le cogieron un
cognovit
por el importe de ellas, inmediatamente después de la vista.

—¡Anda, morena! —dijo Perker, sacándose las manos de los bolsillos y golpeándose la palma de la mano izquierda con los nudillos de la derecha—. ¡Son los tíos más listos que he topado en mi vida!

—Los profesionales más hábiles que he conocido, sir —observó Lowten.

—¡Hábiles! —repitió Perker—. No hay manera de pillarles.

—Es verdad, sir, no la hay —replicó Lowten.

Y jefe y pasante miráronse maravillados por espacio de algunos segundos, con semblantes estupefactos, cual si se tratase de uno de los más ingeniosos y bellos descubrimientos debidos al humano intelecto. Cuando se hubieron recobrado en cierto modo del pasmo, desembuchó Job Trotter el resto de su comisión. Perker movió la cabeza pensativo y sacó el reloj.

—A las diez en punto allí estaré —dijo el hombrecito—. Sam tiene razón. Dígaselo. ¿Quiere usted un vaso de vino, Lowten?

—No, gracias, sir.

—Querrá usted decir que sí —dijo el hombrecito, volviéndose hacia el aparador por la jarra y los vasos.

Como Lowten quería decir que sí, no hizo manifestación alguna acerca del asunto, y limitóse a preguntar a Job, en perceptible murmullo, si el retrato de Perker que colgaba del testero opuesto a la chimenea no era de un parecido admirable; a lo cual replicó Job, por supuesto, que pensaba lo mismo. Escanciado el vino, bebió Lowten a la salud de la señora Perker y de los niños, y Job en honor de Perker. No considerando el de los pantalones de peluche comprendida entre sus obligaciones la de acompañar a los que salían de la oficina, estimó procedente no acudir al campanillazo, y salieron los visitantes por sí solos. Volvió el procurador a la sala; a La Urraca, el pasante, y encaminóse Job al mercado de Covent Garden, para pasar la noche en una cesta de verduras.

En punto de la hora señalada llamaba el risueño procurador, a la mañana siguiente, en la puerta de Mr. Pickwick, que se abrió, con gran alegría, por Sam Weller.

—Mr. Perker, sir —dijo Sam, anunciando al visitante a Mr. Pickwick, que estaba sentado junto a la ventana en actitud pensativa—. Me alegro muchísimo de que la casualidad le haya hecho venir, sir. Precisamente creo que el amo tiene que decirle algo, sir.

Dirigió Perker a Sam una mirada de inteligencia, reveladora de darse por enterado de que no debía decir que había sido llamado, e indicándole que se aproximase murmuró algunas palabras en su oído.

—¿Pero es posible, sir? —dijo Sam, retrocediendo bruscamente, lleno de sorpresa.

Perker sonrió, asintiendo.

Miró Samuel Weller al procuradorcito; luego, a Mr. Pickwick, al techo, a Perker otra vez; sonrió, rió francamente y, por último, tomando su sombrero, que yacía sobre la alfombra, desapareció sin decir palabra.

—¿Qué significa esto? —preguntó Mr. Pickwick, mirando con asombro a Perker—. ¿Qué es lo que le ha puesto a Sam en ese estado?

—¡Oh, nada, nada! —respondió Perker—. Vamos, mi querido señor, acerque su silla a la mesa. Tengo una porción de cosas que decirle.

—¿Qué papeles son ésos? —inquirió Mr. Pickwick, fijándose en el legajo, atado con balduque, que depositaba en la mesa el hombrecito.

—Los papeles del proceso Bardell—Pickwick —contestó Perker, deshaciendo el nudo con los dientes.

Mr. Pickwick hizo rechinar su silla contra el suelo, y, dejándose caer en ella, cruzó sus manos y adoptó un severo continente, si la severidad cabía en Mr. Pickwick, mirando a su jurídico amigo.

—¿No le agrada oír el nombre de la causa? —dijo el hombrecito en plena tarea de deshacer el nudo.

—No, no me agrada —replicó Mr. Pickwick.

—Lo siento —continuó Perker—, porque va a ser el tema de nuestra conversación.

—Yo desearía que ese tema no volviera a mentarse jamás entre nosotros, Perker —le atajó Mr. Pickwick.

—¡Bah, bah, mi querido señor! —dijo el hombrecito, desatando el legajo y mirando afanosamente a Mr. Pickwick con el rabillo del ojo—. Pues hay que mentarlo. No he venido más que a eso. Vamos a ver: ¿está usted dispuesto a oír lo que tengo que decirle, mi querido señor? No hay prisa; si no lo está usted, esperaré. Aquí tengo un periódico de la mañana. Hasta cuando usted quiera. ¡Ajajá!

Y diciendo esto, cruzó las piernas el hombrecito e hizo ademán de ponerse a leer con toda atención.

—Bien, bien —dijo Mr. Pickwick suspirando, pero fundiendo su severidad en una sonrisa—. Diga usted lo que tiene que decirme; será la vieja historia, me la figuro.

—Con una diferencia, mi querido señor, con una diferencia —repuso Perker, plegando el periódico con gran parsimonia y metiéndoselo en el bolsillo—. La señora Bardell, la demandante en la querella, se halla entre estos muros, sir.

—Ya lo sé —fue la respuesta de Mr. Pickwick.

—Perfectamente —repuso Perker—. Y también sabe usted, supongo, cómo ha venido aquí; quiero decir en qué calidad y a instancia de quién.

—Sí, al menos he oído lo que me ha contado Sam sobre el asunto —dijo Mr. Pickwick con afectada indiferencia.

—La versión de Sam —replicó Perker— me atrevo a decir que es perfectamente correcta. Bien. Pues ahora, mi querido señor, lo primero que tengo que preguntarle es si esa mujer va a quedarse aquí.

—¡Quedarse aquí! —repitió Mr. Pickwick.

—Quedarse aquí, mi querido señor —insistió Perker, retrepándose en la silla y mirando con fijeza a su cliente.

—¿Cómo me pregunta usted a mí eso? —dijo Mr. Pickwick—. Eso es cosa de Dodson y Fogg; bien lo sabe usted.

—Yo no sé nada de eso —repuso con firmeza Perker—. Ésa no es incumbencia de Dodson y Fogg; usted conoce a esos caballeros, mi querido señor, tan bien como yo. Es asunto que concierne única y exclusivamente a usted.

—¡A mí! —exclamó Mr. Pickwick, levantándose nerviosamente de la silla y volviendo a sentarse inmediatamente.

Dio el hombrecito un golpe en el borde de su tabaquera, la abrió, tomó un buen pellizco, cerróla de nuevo y repitió las palabras «A usted».

—Lo que yo digo, mi querido señor —continuó el hombrecito, que parecía cobrar seguridad en sí mismo a medida que tomaba rapé—, lo que yo digo es que su inmediata liberación o su reclusión perpetua dependen de usted, y de nadie más que de usted. Óigame, mi querido señor, si quiere, y no se excite de esa manera, porque eso le hará sudar, y no le conviene en modo alguno. Lo que yo digo —continuó Perker, adscribiendo a cada uno de sus dedos una afirmación, a medida que las iba produciendo—, lo que yo digo es que nadie sino usted puede rescatarla de este tugurio de infamia, y que usted sólo puede hacer esto pagando las costas, tanto las de usted como las de la demandante, poniendo ese dinero en las manos de los dos granujas de Freeman. Pero cálmese, mi querido señor.

Mr. Pickwick, cuyo rostro había experimentado los más notables y profundos cambios de expresión durante esta perorata, y que se hallaba indudablemente a punto de reventar de indignación, moderó su rabia en la forma que pudo. Perker reforzó su argumentación con otro pellizco de rapé y prosiguió:

—He visto a la mujer esta mañana. Pagando las costas puede usted obtener una renuncia plena de su indemnización, y, además, lo que estimo constituye para usted, mi querido señor, la finalidad más importante, una afirmación espontánea y libre, firmada por ella, en forma de una carta a mí, de que este negocio fue desde el primer momento tramado, fomentado y llevado a cabo por Dodson y Fogg; de que ella lamenta profundamente haber sido el instrumento de que se han valido para ofender e injuriar a usted, y de que ella me suplica interceda con usted e implore su perdón.

—Si yo pago sus costas —dijo indignado Mr. Pickwick—. ¡Vaya un documento valioso!

—No hay si que valga, mi querido señor —dijo, triunfante, Perker—. Aquí está la carta de que hablo. Llegó a mi oficina a las nueve de la mañana, antes de que yo pusiera el pie en este establecimiento o tuviese comunicación alguna con la señora Bardell, mi palabra de honor.

Tomando la carta de entre los documentos que había en el legajo, exhibióla el procurador a Mr. Pickwick, y durante dos minutos consecutivos estuvo tomando tabaco sin pestañear.

—¿Eso es todo lo que tiene usted que decirme? —preguntó dulcemente Mr. Pickwick.

—No todo —replicó Perker—. No me atrevo a asegurar en este momento si el texto del
cognovit
, si la forma en que se ha llevado esta parte del proceso ni si las pruebas que podamos obtener acerca del detalle del procedimiento serían suficientes para fundamentar una querella por conspiración. Presumo que no, mi querido señor, son demasiado listos para eso. Creo, sí, que los hechos, en conjunto, han de proporcionar elementos para rehabilitar a usted en el concepto de todas las personas razonables. Y ahora, mi querido señor, voy a hacerle una consideración. Estas ciento cincuenta libras, o las que sean, hablando en números redondos, no son nada para usted. Contra usted se ha pronunciado un jurado. Bueno. Su veredicto es injusto; pero ellos lo estimaron correcto, y es desfavorable a usted. A usted se le presenta una oportunidad, facilísima, para colocarse en una posición mucho más airosa de lo que podría lograr permaneciendo aquí; lo cual se atribuiría por aquellos que no le conocen a malicia rencorosa, a perversidad o a brutal testarudez; a otra cosa, no, mi querido señor, créame. ¿Puede usted vacilar en aprovechar una ocasión que ha de restituirle a sus amigos y habituales ocupaciones, al disfrute de su salud y a las expansiones naturales, cuando puede libertar a su fiel y adicto criado, quien, de otra suerte, se vería condenado a prisión hasta el fin de los días de usted, y, sobre todo, cuando le proporciona a usted el medio de tomar una venganza magnánima, que es, a no dudarlo, mi querido señor, su deseo sincero, sacando a esta mujer de un ambiente de miseria y desorden, en el que no se haría entrar a ningún hombre, si estuviera en mi voluntad, pero que tratándose de una mujer, resulta mucho más bárbaro y espantoso? Ahora yo le pregunto, mi querido señor, no sólo como su consejero legal, sino como amigo verdadero: ¿Quiere usted desperdiciar la ocasión de alcanzar todos estos fines y de hacer todos estos bienes por la mezquina consideración de que unas cuantas libras vayan a parar a los bolsillos de un par de canallas, a quienes no rinde provecho alguno, puesto que, si más ganan, más se afanan por ganar, y que, satisfaciendo su desmedida codicia, puede ocurrir que, guiados por su ciego afán de lucro, acaben por caer en una trampa, alcanzando un fin desastroso? Hago a usted estas reflexiones, mi querido señor, torpes y desaliñadas, pero en las que le invito a meditar. Piense en ellas todo el tiempo que le plazca. Yo espero aquí tranquilamente su respuesta.

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