Los papeles póstumos del club Pickwick (97 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¡Eh, amigo! —dijo Sam—. ¡Mucho ojo, amigo mío! ¡De eso, ni hablar!

Job Trotter le miró confuso.

—Digo que ni hablar, joven —repitió Sam con firmeza—. Nadie le sirve más que yo. Y ya que estamos en eso, le comunicaré además otro secreto —dijo Sam mientras pagaba la cerveza—. No he oído jamás, fíjese, ni leído en los libros, ni visto en cuadros, que haya existido un ángel con pantalones y polainas, ni con lentes, que yo recuerde, aunque no niego que haya podido haberlo; pero no se olvide de esto, Job Trotter, y tenga usted presente que, a pesar de todo, es un verdadero ángel, y el que diga otra cosa, que se me ponga delante.

Proclamado este reto, guardóse el cambio Mr. Weller en el bolsillo, y entre gestos y ademanes confirmatorios encaminóse en busca del personaje aludido.

Encontraron a Mr. Pickwick en compañía de Jingle, empeñados en animada conversación, y tan absortos en ella, que no se dignaban dirigir ni una mirada hacia los grupos que había en el patio de juegos: eran unos grupos abigarrados y dignos de examen, aunque no fuera más que por curiosidad.

—Bien —dijo Mr. Pickwick en el momento en que se acercaban Sam y su compañero—; a ver cómo se fortalece, y no deje de pensar en ello entre tanto. Cuando se sienta mejor y en condiciones, expóngame usted el caso, y ya lo discutiré con usted después de meditar sobre ello. Ahora váyase al cuarto. Está usted cansado y no le conviene permanecer mucho tiempo aquí fuera.

Mr. Alfredo Jingle, sin el menor chispazo de su antigua facundia, sin el menor síntoma siquiera de aquella lúgubre alegría que adoptara al toparse con Mr. Pickwick por primera vez en su actual estado de miseria, inclinóse en silencio e indicando a Job que le siguiera, alejóse fatigosa y pausadamente.

—Curiosa escena, ¿verdad, Sam? —dijo Mr. Pickwick, mirando, risueño, en torno.

—Mucho, sir —replicó Sam—. Las maravillas no se acaban nunca —añadió Sam, hablando para sí—. ¡Mucho me equivocaré si ese Jingle no tiene algo que ver con las bombas!

El área formada por el muro en la parte de Fleet, en que se hallaba Mr. Pickwick, era bastante amplia para constituir un buen patio de juego; en uno de los lados alzábase la pared propiamente dicha, y se cerraba al otro por aquella porción del establecimiento que miraba, o, mejor dicho, que hubiera mirado, a no ser por la pared, hacia la catedral de San Pablo. Paseando o sentados, en todas las actitudes posibles de ociosidad e indiferencia, veíase un gran número de insolventes, la mayor parte de los cuales esperaban en la prisión el día de comparecencia ante el Tribunal; mientras que otros, habiendo sido remitidos nuevamente, consumían su plazo de reclusión como Dios les daba a entender. Unos mostrábanse desharrapados, elegantes otros, sucios muchos y limpios poquísimos; pero todos vagaban y pasaban el tiempo tan indiferentes y ociosos como animales de granja.

Asomados a las ventanas que daban a este paseo había gran número de personas, de las cuales conversaban algunas con sus conocidos de abajo, jugaban otras a la pelota con los que se la arrojaban desde fuera, y miraban otras a los jugadores o contemplaban a los chicos que comentaban a gritos el juego.

Mujeres desaliñadas y en chancletas pasaban una vez y otra hacia la cocina, que estaba en un rincón del patio; los niños chillaban, se peleaban y jugaban en otro; el chocar de los bolos y las exclamaciones de los jugadores mezclábanse constantemente con aquellos y con otros mil ruidos; el tumulto y el escándalo reinaban por doquier, excepto en un mísero cuchitril que se hallaba no muy lejos, donde yacía inmóvil y rígido el cuerpo del prisionero de la Chancery, que había muerto la noche anterior, en espera del ficticio requisito judicial. ¡El cuerpo!, he aquí el término legal con que se designa la masa afanosa y turbulenta de cuidados y ansiedades, afectos, esperanzas y dolores que integran el ser humano. La ley tenía su cuerpo, y allí estaba envuelto en fúnebre ropaje, como espantoso testigo de su tierna compasión.

—¿Le gustaría a usted ver la tienda de los pitos, sir? —preguntó Job Trotter.

—¿Qué es eso? —preguntó Mr. Pickwick a su vez.

—Una tienda silbante, sir —se apresuró a explicar Mr. Weller.

—¿Y eso qué es, Sam? ¿Una tienda de pájaros? —interrogó nuevamente Mr. Pickwick.

—¡Ca!, no, señor. ¡Qué inocencia! —replicó Job—. Una tienda de silbatos, sir, es donde se venden bebidas alcohólicas. Y explicó Job, en pocas palabras, que, estando prohibido a todo el mundo introducir bebidas espirituosas en la prisión de insolventes bajo gravísimas penalidades, y siendo tales artículos altamente apreciados por las señoras y los caballeros allí confinados, habíasele ocurrido a cierto vigilante especulador, animado de lucrativos propósitos, ponerse en connivencia con dos o tres reclusos, que se encargaban de almacenar y vender al menudeo el género favorito de la ginebra, en provecho y beneficio exclusivos de aquél.

—Y este sistema, sabe usted, se ha ido implantando poco a poco en todas las prisiones por deudas —dijo Mr. Trotter.

—Y eso tiene la gran ventaja —dijo Sam— de que los vigilantes se cuidan muy bien de echar mano a todos menos a aquellos a quienes tienen encargados del negocio; es decir, a los que intentan el fraude, y luego los elogian los periódicos por el celo de sus funciones de custodia, y se matan dos pájaros de un tiro, porque retraen a los demás de ese comercio, al mismo tiempo que levantan su reputación.

—Exacto, Mr. Weller —observó Job.

—Bien; pero esas habitaciones me figuro que se registrarán para cerciorarse de si hay en ellas bebidas alcohólicas —dijo Mr. Pickwick.

—Claro que sí —replicó Sam—; pero los vigilantes lo saben de antemano, y les dan el soplo a los silbantes, y cuando quiere usted descubrir la provisión de alcohol, ya puede usted silbarle.

En esto llamó Job a una puerta, que abrió un individuo de enmarañada cabellera; echó el cerrojo, luego de entrar los visitantes, y sonrió; correspondieron Job y Sam con análoga manifestación, y presumiendo Mr. Pickwick que aquello fuera de ritual, permaneció sonriendo hasta el fin de la visita.

Pareció complacer altamente al de la enmarañada cabellera el mudo anuncio de lo que deseaban sus visitantes, y sacando una botella plana, que tendría de cabida un par de cuartillos, de debajo de la cama, escanció tres vasos de ginebra, que Job Trotter y Sam despacharon con modales del más genuino trabajador.

—¿Algo más? —dijo el caballero silbante.

—Nada más —respondió Job Trotter.

Pagó Mr. Pickwick, abrióse la puerta y salieron los bebedores; el de la cabeza enmarañada cambió un gesto amistoso con Mr. Roker, que pasaba de largo en aquel momento.

Desde allí empezó Mr. Pickwick a vagar por las interminables galerías y a subir y bajar escaleras, dando una vez más vuelta al establecimiento.

En la generalidad de los pobladores de la prisión reproducíanse constantemente los Mivins, los Smangle, el clérigo, el petardista y el carnicero. La miseria, la confusión y el ruido prestaban a cada rincón sus matices característicos, así en los recintos distinguidos como en las más infestas guaridas. El tedio y el desorden palpitaban en el ámbito integral; las gentes agitábanse inquietas en fugaces tropeles, como las sombras de un sueño proceloso.

—Basta ya —dijo Mr. Pickwick, dejándose caer pesadamente sobre una silla en su reducido aposento—. Me duele la cabeza de ver estas escenas, y también el corazón. En lo sucesivo, permaneceré recluido en mi cuarto.

Y a la verdad, fue Mr. Pickwick consecuente con su resolución. Por espacio de tres meses mantúvose encerrado durante el día; sólo al llegar la noche salía recatadamente a tomar el aire, cuando la mayor parte de sus compañeros de prisión estaban acostados o se solazaban en sus habitaciones. La salud de nuestro amigo empezaba a resentirse de aquel estrecho confinamiento; pero ni las súplicas persistentes de Perker y de sus amigos ni los repetidísimos consejos y reconvenciones de Samuel Weller lograron disuadirle ni un ápice de su inflexible decisión.

46. En el que se relata un acto de delicadeza sin dejo alguno de humorismo, planeado y llevado a cabo por los señores Dodson y Fogg

Cierto día de la última semana del mes de julio un cabriolé, cuyo número ignoramos, viose remontar a buen paso Goswell Street; tres personas apiñábanse en su interior, además del cochero, que se sentaba en un sitio peculiar; sobre la capota colgaban dos chales, pertenecientes a dos señoras chiquitinas de quimérico aspecto que sentábanse bajo el mencionado artefacto; entre ellas comprimíase estrechamente, hasta el punto de amenazar a cada instante ser lanzado al exterior, un caballero obeso, de modales contenidos, el cual, no bien se arriesgaba a formular una observación, era bruscamente rebatido por una de las quiméricas señoras mencionadas. En aquel momento, las dos quiméricas señoras y el obeso señor dedicábanse a dar al cochero señas contradictorias, enderezadas al único fin de que se detuviera en la puerta de la señora Bardell; puerta que el obeso caballero, en abierta contradicción con las quiméricas señoras, afirmaba ser verde, y no amarilla.

—Pare en la casa de la puerta verde, cochero —dijo el pesado caballero.

—¡Oh incorregible criatura! —exclamó una de las quiméricas señoras—. Llévenos a la casa de puerta amarilla, cochero.

En esto, el cochero, que al hacer un violento esfuerzo para detener el carruaje en la casa de la puerta verde había levantado tanto el caballo que casi le había hecho gravitar sobre la delantera del cabriolé, dejó que el caballo fijara en el terreno nuevamente sus manos y se detuvo.

—Bueno. ¿Dónde tengo que parar? —preguntó el cochero—. A ver si se entienden ustedes. Lo único que yo pregunto es dónde he de parar.

Reprodújose la controversia con nueva violencia; y como el caballo se viera molestado por una mosca que rondaba en torno de su nariz, el cochero dedicó caritativamente su vagar a fustigarle la cabeza, según el principio de la revulsión.

—¡Por mayoría de votos! —dijo al cabo una de las quiméricas damas—. ¡La casa de puerta amarilla, cochero!

Pero antes de que el cabriolé se hubiera puesto en marcha, con la requerida magnificencia, hacia la casa de la puerta amarilla, «haciendo», como decía triunfante una de las quiméricas señoras, «más ruido que si se tratara de una carroza propia», y después de apearse el cochero para ayudar a descender a las señoras, la menuda y redonda cabeza de Tomás Bardell viose asomar por una ventana de la casa de puerta verde, unos cuantos números más arriba.

—¡Nos hemos fastidiado! —dijo la quimérica dama, lanzando una mirada anonadante al obeso caballero.

—Querida mía, no tengo yo la culpa —dijo el caballero.

—No me digas nada, estúpido —replicó la señora—. La casa de puerta verde, cochero. ¡Oh! ¡Si ha habido mujer atropellada por un rufián que se enorgullezca y deleite en martirizar a su esposa siempre que se tercia delante de extraños, yo soy esa mujer!

—No sé cómo no le da a usted vergüenza, Raddle —dijo la otra mujercita, que no era sino la señora Cluppins.

—¿Pero qué es lo que he hecho yo? —preguntó Mr. Raddle.

—¡No me hables, bruto, porque me vas a hacer olvidar mis convicciones y te voy a pegar! —dijo la señora Raddle.

Mientras se desarrollaba este diálogo, el cochero, tomando al caballo de la brida, conducía ignominiosamente el carruaje a la casa de la puerta verde, que ya había abierto el pequeño Bardell. ¡Aquello era un modo humillante y mezquino de llegar a la casa de un amigo! No subir en veloz carrera con todo el fuego y el coraje del animal; no saltar el cochero del pescante; no llamar a la puerta con estrépito; no abrir la capota en el último momento, por temor de que molestase el frío a las señoras que iban dentro, en tanto que les presentaba los chales, como si dispusieran de un cochero particular. Todo el brillante aparato habíase venido al suelo; aquello resultaba más vulgar que venir a pie.

—¡Hola, Tomasito! —dijo la señora Cluppins—. ¿Cómo está tu pobre madre?

—¡Oh, está muy bien! —replicó el pequeño Bardell—. Está en la sala ya preparada. Yo también estoy preparado.

Y el pequeño Bardell, con las manos metidas en los bolsillos, empezó a dar saltos sobre el último escalón de la entrada.

—¿Viene alguien más, Tomasito? —dijo la señora Cluppins, componiendo su pelerina.

—La señora Sanders viene —respondió Tomasito—. Yo también voy.

—¡Dichoso niño! —dijo la señora Cluppins—. No piensa más que en sí mismo. Oye, Tomasito, querido.

—¿Qué? —dijo el pequeño Bardell.

—¿Quién más viene, hermoso? —dijo la señora Cluppins con acento insinuante.

—Viene la señora Rogers —replicó el pequeño Bardell, abriendo los ojos desmesuradamente al participar esta nueva.

—¿Cómo? ¡La señora que ha tomado las habitaciones! —exclamó la señora Cluppins.

Introdujo sus manos el pequeño Bardell más profundamente en sus bolsillos y movió la cabeza más de treinta veces, para confirmar que se trataba, en efecto, de la inquilina.

—¡Dios mío! —dijo la señora Cluppins—. ¡Sí es una verdadera fiesta!

—¡Ah!, si usted supiera lo que hay en el aparador bien podría asegurarlo —repuso el pequeño Bardell.

—¿Qué hay allí, Tomasito? —dijo la señora Cluppins mimosamente—. Me lo vas a decir, Tomasito, estoy segura.

—No, no quiero —replicó el pequeño Bardell, sacudiendo su cabeza y aplicándose a sus acrobatismos en el último escalón.

—¡Maldito chico! —musitó la señora Cluppins—. ¡Qué niño tan insolente! Vamos, Tomasito, cuéntaselo a tu querida Cluppins.

—Mi madre me ha prohibido decirlo —insistió el pequeño Bardell—. Yo lo disfrutaré.

Y halagado por esta perspectiva, dedicóse nuevamente la precoz criatura, con renovado empeño, a su infantil pasatiempo deportivo.

El mencionado interrogatorio de un niño de corta edad verificábase al mismo tiempo que el señor y la señora Raddle y el cochero mantenían un violento altercado, que tenía por causa el importe del servicio; altercado que se resolvió a favor del cochero y del que salió la señora Raddle agitada y vacilante.

—¡Mari Ana! ¿Qué pasa? —dijo la señora Cluppins.

—Una cosa que me ha producido un trastorno horrible, Isabelita —respondió la señora Raddle—. Raddle no es un hombre; todo lo echa sobre mí.

Esto no era justo en realidad, porque el infortunado Mr. Raddle había sido recusado desde el comienzo de la disputa y perentoriamente constreñido a no despegar sus labios. Mas no tuvo ocasión de defenderse, porque la señora Raddle empezó a manifestar síntomas inequívocos de desmayarse, lo cual, habiendo sido observado desde la ventana de la sala por la señora Bardell, la Sanders, la inquilina y la criada de la inquilina, salieron precipitadamente y la llevaron al interior de la casa, a todo esto sin dejar de charlar ni de producir exclamaciones de piedad y conmiseración, como si aquella señora fuese una de las más desdichadas de la tierra. Transportada al salón, fue depositada en el sofá, y la señora del primer piso, corriendo a toda prisa al primer piso, volvió con un frasco de sales, y agarrando por el cuello a la señora Bardell se lo aplicó a la nariz con femenil piedad, hasta que la señora doliente, entre aspavientos y contorsiones, tuvo a bien declarar que se encontraba mejor.

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