Los papeles póstumos del club Pickwick (47 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¡Santo Dios! —dijo Mr. Pedro Magnus—. Sí que es desapacible. Se trata de una dama, supongo, ¿eh? ¡Ah! ¡Pérfida, Mr. Pickwick, pérfida! Bueno, Mr. Pickwick, no quiero por nada del mundo excitar su dolor. Penosos asuntos, sir, muy penosos. No se cohiba por mí, Mr. Pickwick, de explayar sus angustias. Yo sé bien lo que es ser burlado por una mujer, sir; he sufrido yo eso tres o cuatro veces.

—Mucho le agradezco su conmiseración por lo que usted supone ser afección de melancolía —dijo Mr. Pickwick, dando cuerda a su reloj y dejándolo sobre la mesa—; pero...

—No, no —dijo Mr. Pedro Magnus—; no me diga nada: es un asunto enojoso. Ya comprendo, ya comprendo. ¿Qué hora es, Mr. Pickwick?

—Más de las doce.

—¡Caramba! Ya es hora de irse a la cama. Hice mal en sentarme aquí. Mañana voy a estar pálido, Mr. Pickwick.

Ante la sola presunción de semejante calamidad Mr. Magnus tiró de la campanilla en demanda de la camarera, y una vez transportados a su dormitorio el saco de correas, el saco rojo, la sombrerera y el envoltorio pardo, encaminóse, provisto de un barnizado candelero rojo, hacia uno de los extremos de la casa, en tanto que Mr. Pickwick, con otro candelero barnizado, era conducido hacia el opuesto lado, cruzando al paso por un dédalo de tortuosos pasadizos.

—Éste es su cuarto, sir —dijo la camarera.

—Muy bien —replicó Mr. Pickwick, mirando a su alrededor.

Era una habitación bastante capaz, con una chimenea encendida y dos camas; su apariencia, en suma, era más confortable de lo que Mr. Pickwick pudiera esperar, dado el concepto que se había formado acerca del alojamiento en El Gran Caballo Blanco.

—¿Por supuesto que no duerme nadie en la otra cama?

—¡Oh, no, sir!

—Muy bien. Diga a mi criado que mañana a las ocho y media me suba agua caliente y que esta noche no le necesito.

—Bien, sir.

Y después de dar las buenas noches a Mr. Pickwick, retiróse la camarera, dejándole solo.

Sentóse Mr. Pickwick en una silla ante el fuego y se perdió en una serie de perezosas meditaciones. Pensó primero en sus amigos, y se preguntó cuándo vendrían a reunirse con él; en seguida asaltó su mente el recuerdo de Marta Bardell, pasando su imaginación, por asociación natural, a la inmunda oficina de Dodson y Fogg. De Dodson y Fogg se escapó por la tangente al mismo centro y médula de la historia del cliente raro, y tornó luego a El Gran Caballo Blanco de Ipswich, conservando bastante clarividencia para convencerse de que estaba quedándose dormido. Levantóse, en consecuencia, y empezaba a desnudarse, cuando recordó que había dejado su reloj en la mesa del gabinete del piso bajo.

Era este reloj un objeto predilecto de Mr. Pickwick, por haberlo llevado en su chaleco durante muchos más años de los que tendríamos derecho a consignar ahora. Jamás había concebido su mente la posibilidad de meterse en la cama sin sentir el suave tictac bajo su almohada, o en la relojera, sobre su cabeza. Y como era algo tarde y no podía llamar a hora tan avanzada de la noche, deslizóse en la casaca de que acababa de despojarse y, tomando el barnizado candelero, bajó despacio la escalera.

Cuantas más escaleras bajaba, más parecía tener que bajar; al llegar Mr. Pickwick a cierto angosto pasillo, empezaba ya a felicitarse de haber pisado la planta baja, cuando apareció ante sus ojos atónitos otro tramo de escaleras. Por fin hallóse en un patio empedrado que recordaba haber visto al entrar en la posada. Cruzó pasillos y pasillos en su afanosa exploración; asomóse a una y otra estancia, y cuando, ya desesperado, se hallaba a punto de dar por terminada su pesquisa, abrió la puerta del mismo gabinete en que había consumido la velada y vio sobre la mesa su extraviada prenda. Tomó el reloj triunfante Mr. Pickwick y volvió sobre sus pasos hacia el dormitorio. Si en su marcha descendente habíanle asaltado dificultades e incertidumbres, su viaje de retorno se le hacía infinitamente más complicado. Filas de puertas guarnecidas de botas de todas formas, hechuras y y tamaños aparecían en varias direcciones. Más de una docena de veces levantó suavemente el picaporte de algún dormitorio, cuya puerta creía reconocer como la suya, y otras tantas oyó alguna voz malhumorada que decía desde dentro: «¿Quién demonios anda ahí?», o «¿Qué busca usted aquí? », que le hizo deslizarse de puntillas, con celeridad sorprendente. Ya estaba en los linderos de la desesperación, cuando; llamó su atención una puerta abierta; asomóse al punto. Al fin era aquélla: allí estaban las dos camas, cuya posición recordaba perfectamente, y el fuego vivo aún. La vela, va bastante corta cuando se la dieron, habíase consumido en las corrientes de aire y se deshizo en la palmatoria en el momento de cerrar la puerta.

—No importa —dijo Mr. Pickwick—; puedo desnudarme  con el resplandor de la chimenea.

Las camas estaban colocadas una a cada lado de la puerta y en el espacio comprendido entre ellas y la pared había un estrecho callejón que terminaba en una tosca silla, así dispuesta para que la persona pudiera subir o bajar de la cama por aquel lado, si el caballero o la dama juzgábanlo necesario. Después de correr Mr. Pickwick las cortinas de la cama sentóse en la tosca silla y procedió a despojarse con toda cachaza de sus botas y polainas. Quitóse y doblo la levita, el chaleco y la corbata, y desdoblando lentamente su emborlado gorro de dormir, ajustóselo firmemente en la cabeza atando por debajo de su barba las cintas de que siempre tenía provista esta prenda. En aquel momento sobrevino a pensamiento lo absurdo de su reciente confusión. Repantingado en la silla, rió Mr. Pickwick de tan buena gana, que cualquier hombre normal hubiérase regocijado al ver las sonrisas, que dilataban sus bondadosos rasgos, temblar retozonas bajo el gorro de dormir.

—Está bueno esto —se dijo a sí mismo Mr. Pickwick, riendo hasta casi hacer saltar las cintas del gorro—, está bueno esto de haberme perdido y haber andado todas las escaleras. Chusco, muy chusco.

Sonrió en esto Mr. Pickwick con más gana aún que antes, y se disponía a continuar desnudándose con el mejor humor del mundo, cuando vino a interrumpirle algo inesperado: nada menos que la entrada en el cuarto de una persona con una palmatoria, que, cerrando la puerta tras de sí, dirigióse al tocador y dejó en él la luz.

La sonrisa que jugueteaba por el rostro de Mr. Pickwick trocóse al instante en una mueca de estupefacción y maravilla. La persona, quienquiera que fuese, habíase introducido tan repentinamente y con tal sigilo, que no le había dejado tiempo para gritar u oponerse a la entrada. ¿Quién podría ser? ¿Un ladrón? Tal vez un ente avieso que le habría visto subirlas escaleras con un magnífico reloj en la mano. ¿Qué debería hacer?

Para que Mr. Pickwick lograra echar una ojeada sobre el misterioso visitante, sin riesgo de ser descubierto, no tenía otro medio que deslizarse a la cama y asomarse furtivamente entre las cortinas del lado opuesto. Manteniendo las cortinas cuidadosamente cerradas con las manos, de modo que sólo podía vérsele la cara y el gorro, y calándose los lentes, hizo coraje y miró hacia fuera.

A Punto estuvo de desmayarse, vencido por el horror y el anonadamiento. De pie, frente al espejo, veíase a una dama de mediana edad, con amarillos rizadores de papel, ocupada en la faena de atusar lo que las señoras llaman los «abuelos», Aunque allí hubiera entrado por distracción, era obvio que se proponía pasar allí la noche, porque había traído consigo una lamparilla con pantalla, que colocara por precaución, digna de alabanza, contra el fuego, dentro de un aguamanil, en el suelo, desde donde lanzaba sus destellos como un faro gigantesco sobre una pequeñísima extensión de agua.

«¡Dios me valga!», pensó Mr. Pickwick, «qué cosa más espantosa!».

—¡Ejem! —dejó oír la señora.

Y la cabeza de Mr. Pickwick se ocultó con automática presteza.

«Jamás me ocurrió nada tan horrible», pensó el pobre Mr. Pickwick, cuyo frío sudor brotaba en gotas sobre el gorro. «Nunca. Esto es horroroso.»

Era imposible resistir el deseo apremiante de ver lo que iba a pasar, y, en consecuencia, sacó de nuevo la cabeza Mr. Pickwick. El porvenir se ofrecía más alarmante aún. La madura señora había terminado el arreglo de su cabellera y, después de cubrirla con una cofia nocturna de muselina de rizados bordes, estábase contemplando el fuego con aire pensativo.

«Esto se está poniendo grave», razonó para sí Mr. Pickwick. «No puedo consentir que las cosas vayan por este camino. Por el confiado abandono que se ve en esta señora, considero indudable que me he equivocado de habitación. Si llamo, esta mujer va a alarmar la casa; pero si me quedo quieto, las consecuencias pueden ser peores aún.»

No habrá que decir que Mr. Pickwick era uno de los seres más honestos y delicados del mundo. La sola idea de mostrarse ante una señora con el gorro de dormir le sobrecogía; mas las condenadas cintas del mismo se habían hecho un nudo y érale imposible librarse de ellas. La advertencia era imprescindible. Sólo había un modo de hacerla. Ocultóse entre las cortinas, y dijo muy alto:

—i Eh, eh!

El sobresalto de la dama ante el ruido inesperado se evidenció, porque dejó caer la pantalla de la lámpara nocturna; mas debió persuadirse de que aquello había sido una simple alucinación de su fantasía, porque, al aventurarse Mr. Pickwick a asomar la cabeza, creyéndola desmayada y petrificada por el terror, la vio contemplando el fuego, pensativa, como antes.

«Es una mujer extraordinaria», pensó Mr. Pickwick, ocultándose de nuevo. «¡Eh, eh!»

Estas últimas voces, que tanto se parecían a aquellas, según nos refiere la leyenda, de que se valía el gigante Blunderbore para comunicar sus órdenes, fueron demasiado perceptibles para que pudiera tomárselas por meras falacias de la imaginación.

—¡Cielos! —dijo la dama—. ¿Qué es esto?

—Es... es... nada más que un caballero, señora —dijo Mr. Pickwick, desde el interior.

—¡Un caballero! —dijo la señora, gritando aterrada.

«Llegó el momento», pensó Mr. Pickwick.

—¡Un desconocido! —exclamó frenéticamente la dama.

Un instante más, y la casa se ponía en conmoción. Los vestidos dejaron oír su roce sonoro al acercarse la señora a la puerta.

—¡Señora! —dijo Mr. Pickwick, asomando la cabeza, a punto ya de desesperarse—. ¡Señora!

Y aunque ningún propósito preconcebido impulsara a Mr. Pickwick a sacar la cabeza en aquel momento, no dejó de producir al instante un feliz resultado. La señora, según hemos dicho ya, estaba junto a la puerta. Hubiérala ya cruzado sin duda alguna, para ganar la escalera, si la aparición súbita del gorro de Mr. Pickwick no la hubiese hecho retroceder hasta el rincón extremo del cuarto, donde se quedó mirando estupefacta a Mr. Pickwick, mientras que Mr. Pickwick contemplábala estupefacto también.

—¡Miserable! —dijo la señora, tapándose el rostro con las manos—. ¿Qué busca usted aquí?

—Nada, señora, nada —dijo, afanoso, Mr. Pickwick.

—¿Nada? —dijo la señora mirándole con altanería.

—Nada, señora, por mi honor —dijo Mr. Pickwick, sacudiendo su cabeza con tanta energía que hizo danzar de nuevo la borla del gorro—. Me anonada, señora, la vergüenza que me produce dirigirme a una dama hallándome en gorro de dormir —la señora se arrancó el suyo a toda prisa—, pero no me lo puedo quitar —y en prueba de su aserto diose un fuerte tirón del gorro Mr. Pickwick—. No dudo, señora, que me he equivocado de habitación. No llevaba aquí ni cinco minutos cuando usted entró.

—Suponiendo que sea cierta esa historia inverosímil —dijo la dama, suspirando agitada—, tiene usted que abandonar el cuarto al instante.

—Lo haré, señora, con el mayor gusto —replicó Mr. Pickwick.

—Al instante, sir —dijo la dama.

—Sin duda, señora —se apresuró a decirle Mr. Pickwick—. Sin duda, señora. Yo..., yo ..., deploro, señora —dijo Mr. Pickwick, mostrándose a los pies de la cama—, haber sido la causa inocente de esta alarma y conmoción; lo deploro profundamente, señora.

La señora le señaló la puerta. Una de las más preeminentes cualidades de Mr. Pickwick se puso gallardamente de manifiesto en tan críticas circunstancias, pues no obstante haberse calado el sombrero sobre el gorro en la guisa de los antiguos corchetes y de llevar en la mano sus botas y polainas y bajo el brazo la levita y el chaleco, no podía abandonarse su innata galantería.

—Lo siento con toda mi alma, señora —dijo Mr. Pickwick, haciendo una profunda reverencia.

—Si es así, sir, saldrá usted sin demora de la estancia —dijo la dama.

—Inmediatamente, señora; al instante, señora —dijo Mr. Pickwick, abriendo la puerta y dejando caer las dos botas con estrépito.

»Confío, señora —prosiguió Mr. Pickwick, recogiendo sus botas y volviéndose al punto para hacer otra reverencia—; confío, señora, en que mi conducta irreprochable y la devoción que su sexo me inspira podrán disculpar lo ocurrido en cierto modo.

Pero antes de que terminase Mr. Pickwick la frase habíale empujado la señora al pasillo, cerrando la puerta y echando el cerrojo.

Aunque tuviese Mr. Pickwick motivos para felicitarse por haber escapado tan suavemente de su embarazosa situación pasada, no era muy envidiable la que a la sazón corría. Veíase solo en un pasillo, a medio vestir, en casa extraña y en plena noche; no era probable que en la más absoluta oscuridad pudiera encontrar el camino de su habitación, no habiéndole sido posible descubrirlo con auxilio de luz; y si en sus pesquisas infructuosas llegaba a producir el más leve ruido, no parecía difícil recibiera un tiro y aun que fuera asesinado por cualquier viajero que se hallara despierto. No le quedaba otro recurso que permanecer allí hasta que viniera el día. Así, pues, avanzando algunos pasos a lo largo del pasillo y sufriendo no poco sobresalto por haber tropezado al hacerlo con varios pares de botas, acurrucóse en un pequeño hueco que la pared hacía y se dispuso a esperar la mañana con todo el estoicismo de que era capaz. Mas no le condenaba el destino a sufrir esta prueba de paciencia, porque no llevaba mucho tiempo en su nuevo escondite cuando vio, con horror indescriptible, aparecer a un hombre con una luz por el extremo del pasillo. Su espanto trocóse pronto, sin embargo, en alegría al reconocer a su fiel servidor. Era, en efecto, aquel hombre Mr. Samuel Weller, que, después de haber permanecido hasta tan tarde de charla con el limpiabotas, que tenía que esperar el correo, se retiraba a descansar.

—Sam —dijo Mr. Pickwick apareciendo de repente—, ¿dónde está mi cuarto?

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